lunes, 21 de enero de 2013

INSEGURIDAD URBANA POR RICARDO RAGENDORFER, OPINION




 
El fantasma de la inseguridad urbana y su largo viaje a través de la Historia
Por Ricardo Ragendorfer

El temor a ser víctima de un delito es, en la actualidad, una de las principales preocupaciones de los argentinos. Cómo funcionó ese síndrome de indefención en el pasado. Qué decían al respecto los medios hegemónicos en 1910.

Los noticieros transmitían en vivo desde la entrada del country Las Praderas, en Luján. Las coberturas no carecían de dramatismo. Era la tarde del 17 de enero. En la madrugada de ese jueves, un cuarteto de malvivientes asaltó allí tres casas. No hubo heridos. El botín fue de 5000 pesos y algunos electrodomésticos. Una cosecha no muy generosa. Pero, ahora –a través de su amplificación mediática–, lo ocurrido conmocionaba al país. En ello incidía el apego del ciudadano medio por la temática de la inseguridad.

Lo cierto es que tal apego atraviesa el cuerpo social como una ráfaga apenas disimulada. Se trata del problema público que más desvela. Los reclamos en su contra provienen indistintamente de clases sociales privilegiadas y pobres. Justamente, es en el temor atávico a la violencia urbana en donde los extremos socioeconómicos se tocan y se sobresaltan. Todos quieren protegerse. No sólo está en juego el pánico de los sectores poderosos y la quebradiza sensibilidad de la clase media, sino que las huellas de la indefensión también se extienden a las capas más empobrecidas. Estas, al no poder exigirle seguridad social al Estado, terminan pidiendo, apenas, seguridad a secas. El correlato informativo no es menos estremecedor: de modo intermitente, se vomitan delitos desde los medios de comunicación. Y ningún político desconoce la importancia del asunto, tanto en una campaña como en una gestión de gobierno. En resumidas cuentas, la inseguridad se impregna sin pudoren la vida cotidiana. Habría que pensar si ello sólo es un azote del presente. La pregunta bien vale un viaje a través del tiempo.

POR QUIÉN DOBLAN LAS ALARMAS. Corría el 25 de mayo de 1910. La Avenida de Mayo era eje de los fastos del Centenario. El griterío tornaba inaudible la música militar que pretendía marcar el paso de las tropas. Estas desfilaban ante un inmenso palco sobrecargado con escudos y banderas. Allí se lo veía al presidente José Figueroa Alcorta, junto a la Infanta Isabel de Borbón, en representación de su sobrino, el rey español Alfonso XIII. También estaba el mandatario chileno, Pedro Montt. Atrás, los embajadores de 50 países, el gabinete nacional en pleno, algunos purpurados y altos jefes militares.

Pero el coronel Ramón Lorenzo Falcón no se hallaba entre ellos.

Seis meses antes, su gestión al frente de la policía capitalina tuvo un abrupto final cuando una bomba casera arrojada sobre su carruaje por el anarquista Simón Radowitzky lo partió en dos. Fue en respuesta a la represión ordenada por Falcón en un acto obrero en Plaza Lorea; su saldo: once muertos y 152 heridos Los dos episodios eran parte del clima que la efeméride intentaba soslayar.

Al término del desfile, se le rindió a Falcón un emotivo minuto de silencio; entonces, las más altas autoridades nacionales se llevaron una mano a la altura del corazón.

A su vez, mezclado entre el público, un tal Estanislao Noguerol se llevó una mano hacia el bolsillo trasero del pantalón. Grande sería entonces su sorpresa al advertir que su billetera se había esfumado. Por ello, se dirigió con premura a la Comisaría 2ª para efectuar la correspondiente denuncia. Allí se cruzaría con un individuo al que le habían birlado su reloj de oro con cadena. Es posible que el señor Noguerol le haya dicho a su colega de infortunio:
–Nunca estuvimos peor.
Y quizás, este haya replicado:
–Antes, esto no pasaba.

En definitiva, el diario La Prensa consignó en su edición del 26 de mayo que durante la celebración patria se habían recibido en las seccionales más próximas al centro de la ciudad nada menos que 84 denuncias por hechos similares. Al parecer, aquel desfile resultó un verdadero festín para los "punguistas". Y para profesionales de otras modalidades delictivas.

Al respecto, en esa jornada el diario La Nación publicó la siguiente noticia: "La comisaría 23ª ha tenido conocimiento ayer de que en la casa ubicada en la calle Achaval 153, ocupada por don José Señorales, quien en ese momento se encontraba ausente, habían penetrado ladrones escalando por las paredes del fondo para luego romper la puerta de una habitación."

Por esas horas, se reportaron otros 25 hechos análogos. Todo indica que los festejos del Centenario también habían incentivado el arte del "escruche".

Así se le decía al arte de saquear casas en ausencia de sus moradores. Otras modalidades en boga eran el "descuidismo" y la "punga". Ambas descartaban la violencia, al igual que los "estafetas" y simuladores, cuya única arma era la interacción verbal. "Cada día nace un otario; la cuestión es encontrarlo", era el lema de los cuenteros.

No obstante, toda aquella incipiente clientela del Código Penal ya desvelaba a la llamada parte sana de la población.

Años antes –en 1892– el diario Tribuna editorializó el asunto de una manera que poco tiene que envidiar a los actuales reclamos de seguridad: "Los que viven de lo ajeno van multiplicándose a ojos vista y es necesario poner valla a ese crecimiento dañino. A la justicia sí hay que pedirle que sea más severa con esos delincuentes, que, en gran parte, no hacen más que entrar y salir de la cárcel, sin propósito de enmienda."

En esa época, el aumento de los índices del delito derivaría, además, en una lectura xenófoba de la cuestión. Tal era, por ejemplo, el pensamiento de Miguel Cané, uno de los impulsores de la Ley de Residencia, que propiciaba la deportación de inmigrantes díscolos.

No menos extrema fue la postura del diputado Lucas Ayarragaray, quien en la sesión legislativa del 27 de marzo de 1910 entretuvo a los presentes con el siguiente concepto: "Este país, que en su población ya tiene elementos étnicos bien inferiores, debe precaverse trayendo elementos de orden superior. Y para ello resulta absolutamente necesario seleccionar la corriente inmigratoria para incorporar elementos sanos, y poder así tener una raza futura bien construida."

LA DIALÉCTICA DEL PÁNICO. El desvelo por el delito se entrelaza con el miedo a lo desconocido y a los cambios de la modernidad. Buenos Aires fue en ello un fructífero laboratorio. En 1910, la inmigración, junto al crecimiento de la demografía y sus consecuencias babélicas, alentaron ciertos atavismos: el debilitamiento de los valores religiosos, la desintegración de la familia y la caída en picada de la moralidad sexual. De allí –siempre según esas creencias– el peligro de una sociedad sometida por el crimen estaba a un solo paso. Una pesadilla, por cierto, que aún persiste.

Casi un siglo después, el 15 de abril de 2009, el camionero Daniel Capristo fue asesinado en Sarandí por un ladrón de 14 años. Aquella noche, sus vecinos marcharon contra la inseguridad, y con interesantes propuestas: "La pena de muerte es un lujo; antes habría que mutilarlos", sostuvo un manifestante. Otro proclamó: "Hay que ahorcar a los delincuentes, y la televisión tiene que mostrar cómo se desangran." Junto a él, una señora exhibía un cartel con la siguiente consigna: "Control de la natalidad." Civilización y barbarie, a través del tiempo.

Aumenta la violencia en los boliches

En 1919, un conflicto sindical en los Talleres Vasena desató una sangrienta represión que se extendió por toda la Ciudad y provocaría 700 muertos. Había comenzado la Semana Trágica. Uno de sus rasgos novedosos fue el uso política de elementos reclutados en los bajos fondos. Esa práctica marcó un punto de inflexión en el escenario delictivo local. Y si hay una vida que ejemplifica tal tendencia es la del ladero, custodio y mano derecha del caudillo conservador de Avellaneda, Alberto Barceló. Su nombre: Juan Nicolás Ruggiero, más conocido como Ruggierito.

Ya a los 24 años –en 1919– era un avezado puntero de comité. También, un pistolero audaz. Supo ganar fama en tiroteos con patotas políticas adversas a su padrino. En pleno auge del “fraude patriótico” –tal como los conservadores denominaban a sus trapisondas electorales–, fue diestro en el arte de intimidar a los votantes y conseguir libretas. Administró con eficacia algunos negocios partidarios. Y solía ir de juerga con un correligionario célebre: Carlos Gardel. Su prontuario incluía máculas por robo, juegos prohibidos, lesiones, abuso de armas y varios homicidios.

Una de sus víctimas fue el “Gallego Julio”, un prestigioso matón al servicio de los radicales, cuyo nombre era Julio Valea. Por cuestiones del momento, una noche Ruggierito lo hirió de muerte en un turbio almacén de Barracas. Luego se dio a la fuga.

Al llegar la policía, interrogó al moribundo en estos términos:
–¿Quién te hirió? ¿Fue Ruggierito?
La respuesta, declamada con el esfuerzo propio de la agonía, fue:
–Vea, agente, el varón para ser hombre no debe ser batidor.

Dicho esto, Valea cayó en el sopor eterno.

Jamás supo que su frase póstuma inspiraría el famoso tango Sangre Maleva, compuesto por Juan Manuel Velich y Dante Tortonese.

Ruggierito, a su vez, fue asesinado a los 38 años de edad, en una emboscada tendida al salir de la casa de su amante, en el barrio Crucecita.

Dicen que el mismísimo Barceló fue quien ordenó su ejecución.

20/01/13 Tiempo Argentino

GB

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