LOS CAMINOS DE LA JUSTICIA
Independencia o democratización
Sobre el Poder Judicial, la democracia y la soberanía del pueblo
Por Claudia Neira *
“Que la susodicha comunicación pone en conocimiento oficial de esta Corte Suprema la constitución de un gobierno provisional, emanado de la revolución triunfante del 6 de septiembre del corriente año.” Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina, 10 de septiembre de 1930.
José Figueroa Alcorta, Roberto Repetto, Ricardo Guido Lavalle, Antonio Sagarna.
En un país y en una región donde los procesos populares, democráticos y emancipatorios se encuentran en tensión y en disputa permanente, es preciso que el Poder Judicial asuma el debate público en torno al rol en el contexto histórico actual.
En 1930, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ejercía su “independencia” respecto del poder político, convalidando el golpe de Estado a Hipólito Yrigoyen y auspiciaba el comienzo de lo que se ha denominado “la Década Infame”, retroceso histórico frente al primer movimiento nacional y popular de nuestro país.
Durante todos estos años, nuestra Patria siguió debatiendo su destino histórico. Con avances y retrocesos, el pueblo fue conquistando derechos. Y en todo este proceso siempre se ha puesto la lupa en el papel del poder político, sesgando la discusión acerca del resto de los poderes estatales y no estatales que forman parte del sistema de poder en la Argentina.
En este sentido, el Poder Judicial, desde su constitución en el siglo XIX, más de una vez ha sostenido la defensa del statu quo de la Argentina conservadora e “infame”, que no han revisado ni sus propios integrantes ni la sociedad en general. Ha ocupado en variadas oportunidades el rol de pilar de los poderes concentrados frente al avance popular.
Esta Justicia hermética y corporativa ha mantenido una racionalidad “jurídico-formal” opuesta a la racionalidad democrática, en la cual el interés de las mayorías es un legitimante fundamental a la hora de la acción pública. La doctrina de la Corte del ’30, que citamos al principio, muestra a las claras cuáles son los fundamentos por los cuales un golpe de Estado podía ser legitimado: “Que ese gobierno se encuentra en posesión de las fuerzas militares y policiales necesarias para asegurar la paz y el orden de la Nación y, por consiguiente, para proteger la libertad, la vida y la propiedad de las personas”. Es decir, que mientras el orden y la propiedad estuviesen salvaguardadas, las urnas podrían seguir “bien guardadas”.
Pensar en democratizar la Justicia implica repensar el sistema judicial integralmente: los procesos de selección y control de los jueces, una Corte Suprema que se inserte en un proyecto de país al servicio de los intereses populares y procesos judiciales en donde la igualdad ante la ley no dependa de quiénes sean las partes.
Con relación a los procesos de selección y control, una cuestión que se debe abordar es la necesidad de ampliar la participación popular en el proceso de elección de magistrados. En este sentido, algunas legislaciones han incorporado las representaciones gremiales, de centrales obreras, de asociaciones civiles relacionadas con la Justicia, entre otras, al proceso de selección de jueces. De esta forma, incorporando otras miradas e intereses, es posible limitar el poder de los intereses económicos respecto de las decisiones judiciales.
Lo cierto es que hoy la Justicia no sólo reproduce sino que potencia las desigualdades existentes en nuestro país. El ejemplo más evidente es cómo históricamente el acceso al recurso extraordinario para acceder a la Corte Suprema en su instancia superior ha sido para los poderosos, representados por los grandes estudios que hoy hegemonizan la profesión judicial, frente a las legiones de abogados “de a pie” que jamás llegarán a la Corte. Una Corte cuya independencia de los otros poderes estatales y no estatales no debe constituirse en un suprapoder que ponga en juego la soberanía o el propio sistema democrático.
Así como, luego del paradigma neoconservador de la década pasada, ha quedado demostrado que el mercado no es un actor neutral, el debate actual evidencia que la Justicia no es igual para todos y que no todos acceden a ella de la misma forma. Y esto se ve palmariamente en el proceso que se ha iniciado hace ya algunos años, donde los juicios a los militares de la dictadura no podrían haberse gestado sin un intenso proceso de luchas populares y la voluntad política existente.
Por otra parte, en los últimos meses han surgido decisiones del poder político que en algún modo afectan a las corporaciones económicas –llámese Grupo Clarín o Sociedad Rural Argentina– y encuentran un freno en los órganos judiciales que se muestran absolutamente condicionados por ellos. Es decir, la Justicia, cuando de poderes se trata, lejos de sostener la racionalidad democrática para sostener los intereses mayoritarios, entiende que su connivencia con el poder económico va a ser más duradera y más contundente que cualquier poder político, que está siempre sujeto a la lógica democrática.
En los últimos años hemos avanzado como pueblo en la conquista y ampliación de derechos y participación. Los procesos regionales nos llaman a repensar nuestras instituciones en función de un Estado soberano y al servicio del pueblo. Es preciso refundar el sistema judicial para que no obstruya el camino que viene, un Poder Judicial más independiente de los poderosos y en concordancia con los intereses populares.
* Legisladora porteña, abogada y docente en la Facultad de Derecho (UBA)
Independencia o democratización
Sobre el Poder Judicial, la democracia y la soberanía del pueblo
Por Claudia Neira *
“Que la susodicha comunicación pone en conocimiento oficial de esta Corte Suprema la constitución de un gobierno provisional, emanado de la revolución triunfante del 6 de septiembre del corriente año.” Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina, 10 de septiembre de 1930.
José Figueroa Alcorta, Roberto Repetto, Ricardo Guido Lavalle, Antonio Sagarna.
En un país y en una región donde los procesos populares, democráticos y emancipatorios se encuentran en tensión y en disputa permanente, es preciso que el Poder Judicial asuma el debate público en torno al rol en el contexto histórico actual.
En 1930, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ejercía su “independencia” respecto del poder político, convalidando el golpe de Estado a Hipólito Yrigoyen y auspiciaba el comienzo de lo que se ha denominado “la Década Infame”, retroceso histórico frente al primer movimiento nacional y popular de nuestro país.
Durante todos estos años, nuestra Patria siguió debatiendo su destino histórico. Con avances y retrocesos, el pueblo fue conquistando derechos. Y en todo este proceso siempre se ha puesto la lupa en el papel del poder político, sesgando la discusión acerca del resto de los poderes estatales y no estatales que forman parte del sistema de poder en la Argentina.
En este sentido, el Poder Judicial, desde su constitución en el siglo XIX, más de una vez ha sostenido la defensa del statu quo de la Argentina conservadora e “infame”, que no han revisado ni sus propios integrantes ni la sociedad en general. Ha ocupado en variadas oportunidades el rol de pilar de los poderes concentrados frente al avance popular.
Esta Justicia hermética y corporativa ha mantenido una racionalidad “jurídico-formal” opuesta a la racionalidad democrática, en la cual el interés de las mayorías es un legitimante fundamental a la hora de la acción pública. La doctrina de la Corte del ’30, que citamos al principio, muestra a las claras cuáles son los fundamentos por los cuales un golpe de Estado podía ser legitimado: “Que ese gobierno se encuentra en posesión de las fuerzas militares y policiales necesarias para asegurar la paz y el orden de la Nación y, por consiguiente, para proteger la libertad, la vida y la propiedad de las personas”. Es decir, que mientras el orden y la propiedad estuviesen salvaguardadas, las urnas podrían seguir “bien guardadas”.
Pensar en democratizar la Justicia implica repensar el sistema judicial integralmente: los procesos de selección y control de los jueces, una Corte Suprema que se inserte en un proyecto de país al servicio de los intereses populares y procesos judiciales en donde la igualdad ante la ley no dependa de quiénes sean las partes.
Con relación a los procesos de selección y control, una cuestión que se debe abordar es la necesidad de ampliar la participación popular en el proceso de elección de magistrados. En este sentido, algunas legislaciones han incorporado las representaciones gremiales, de centrales obreras, de asociaciones civiles relacionadas con la Justicia, entre otras, al proceso de selección de jueces. De esta forma, incorporando otras miradas e intereses, es posible limitar el poder de los intereses económicos respecto de las decisiones judiciales.
Lo cierto es que hoy la Justicia no sólo reproduce sino que potencia las desigualdades existentes en nuestro país. El ejemplo más evidente es cómo históricamente el acceso al recurso extraordinario para acceder a la Corte Suprema en su instancia superior ha sido para los poderosos, representados por los grandes estudios que hoy hegemonizan la profesión judicial, frente a las legiones de abogados “de a pie” que jamás llegarán a la Corte. Una Corte cuya independencia de los otros poderes estatales y no estatales no debe constituirse en un suprapoder que ponga en juego la soberanía o el propio sistema democrático.
Así como, luego del paradigma neoconservador de la década pasada, ha quedado demostrado que el mercado no es un actor neutral, el debate actual evidencia que la Justicia no es igual para todos y que no todos acceden a ella de la misma forma. Y esto se ve palmariamente en el proceso que se ha iniciado hace ya algunos años, donde los juicios a los militares de la dictadura no podrían haberse gestado sin un intenso proceso de luchas populares y la voluntad política existente.
Por otra parte, en los últimos meses han surgido decisiones del poder político que en algún modo afectan a las corporaciones económicas –llámese Grupo Clarín o Sociedad Rural Argentina– y encuentran un freno en los órganos judiciales que se muestran absolutamente condicionados por ellos. Es decir, la Justicia, cuando de poderes se trata, lejos de sostener la racionalidad democrática para sostener los intereses mayoritarios, entiende que su connivencia con el poder económico va a ser más duradera y más contundente que cualquier poder político, que está siempre sujeto a la lógica democrática.
En los últimos años hemos avanzado como pueblo en la conquista y ampliación de derechos y participación. Los procesos regionales nos llaman a repensar nuestras instituciones en función de un Estado soberano y al servicio del pueblo. Es preciso refundar el sistema judicial para que no obstruya el camino que viene, un Poder Judicial más independiente de los poderosos y en concordancia con los intereses populares.
* Legisladora porteña, abogada y docente en la Facultad de Derecho (UBA)
El constitucionalismo popular
Sobre el Poder Judicial, la democracia y la soberanía del pueblo
Por Guido Risso *
Hace bastante tiempo que en la Argentina oímos opiniones, en clave de análisis constitucional, sobre diversas cuestiones y medidas, sean éstas políticas, económicas, fiscales, sociales, electorales, entre tantas otras. El interrogante que surge y que pretendemos responder ahora es por que razón –considerando que el texto constitucional es uno solo, el mismo para todos– muchas veces asistimos a debates o visiones constitucionales tan antagónicas entre sí. Lo cual, corresponde destacar, es siempre valorable y enriquecedor.
Esta diferencia de posiciones se debe a que dentro de la dogmática constitucional existen, a grandes rasgos, dos escuelas principales: la institucionalista y la popular. En consecuencia tenemos constitucionalistas institucionalistas y constitucionalistas populares o sociales. Veamos.
Según Jack Balkin, una de las notas distintivas del institucionalismo es una especie de “sensibilidad antipopular” mediante la cual se ha producido un significativo endurecimiento del sistema de representación política. En la opinión de este autor, los institucionalistas muestran una profunda desconfianza hacia las preocupaciones de la gente común, un inflado sentido de la superioridad y un desdén por los valores populares.
Desde que la democracia se piensa desde el registro institucionalista, se distanció más de la dinámica social y, en consecuencia, adquirió rasgos conservadores. Por ello es que los valores institucionalistas podrían llegar a ser, en algunos casos, diferentes a los valores propios de la cultura popular y, también en ciertos casos, hasta opuestos.
Es decir, frente al concepto clásico de democracia como gobierno del pueblo, el constitucionalismo conservador tiende a garantizar el orden político estatuido mediante el establecimiento de determinadas instituciones políticas que regulan los cambios pretendidos popularmente. Pues observan con cierta desconfianza cualquier participación popular en las estructuras políticas; recordemos que desde el institucionalismo se prioriza el orden y la institucionalidad establecida por sobre los reclamos e intereses populares.
Es por ello que el discurso institucionalista contiene un núcleo potencialmente autoritario, pues allí efectivamente existe la posibilidad de que la propia sociedad ponga en riesgo el esquema de orden vigente, constituyéndose como enemiga del sistema.
En cambio, las democracias que subordinan la institucionalidad a lo social, tienden a desarrollar una legalidad constitucional más flexible, sin olvidar por ello uno de los peligros concretos del sistema democrático tradicional: las mayorías coyunturales que avanzan sobre las minorías.
Pues esta patología de la democracia, que se extremó durante los totalitarismos que azotaron a Europa durante el siglo XX, abrió un profundo debate sobre la democracia misma y sobre la necesaria existencia de límites a estas mayorías. Por tal razón es que desde el constitucionalismo popular se distinguen dos dimensiones de la democracia: la dimensión formal o meramente procedimental y la dimensión sustancial, la cual se compone e integra mediante los derechos fundamentales y el derecho internacional de los derechos humanos, bloque normativo que opera como garantía de igualdad y límites concretos a cualquier tentación autoritaria por parte de la mayoría.
En definitiva, el constitucionalismo popular prioriza la voluntad social (integrada por las expresiones de la mayoría y las minorías) y el derecho internacional de los derechos humanos, por sobre cierta ingeniería institucional, sin desconocer por ello el sistema y los valores republicanos.
Así, las democracias que subordinan la institucionalidad a lo popular tienden a desarrollar una legalidad constitucional más flexible, pero –insistimos– siempre sujeta a los mandatos y límites establecidos por los derechos fundamentales, el derecho internacional de los derechos humanos y el respeto por las minorías.
Es decir, y para concluir, desde la concepción del constitucionalismo popular la voluntad del pueblo (mayoría y minorías), los derechos fundamentales y el derecho internacional de los derechos humanos se constituyen como los tres pilares principales sobre los cuales se erige el gobierno democrático.
* Profesor de Derecho Constitucional (UBA), doctor en Ciencias Jurídicas.
22/01/13 Página|12
GB
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