Por Edgardo Mocca
Es curioso que el punto más alto de la discusión política en este primer mes del año haya estado vinculado a las declaraciones de un actor, Ricardo Darín, y la respuesta de la Presidenta a esos dichos. La cuestión bien podría ser atribuida a un acuerdo tácito de la política argentina en que la primera etapa de la campaña electoral de este año se desarrolle en las playas y otros lugares de veraneo y que su tono y contenido sean respetuosos de la necesidad de descanso y distensión propia de esta época del año.
La puesta en escena del “caso Darín” por parte del elenco estable del establish-ment mediático tuvo un centro discursivo principal y casi excluyente: se estableció que la carta de Cristina a Darín provocaba miedo y encono social. “Todos podemos ser atacados”, “quieren sembrar el odio y el enfrentamiento entre los argentinos” fueron las consignas, a veces explícitas, a veces sobreentendidas, que recorrieron diarios, radios, pantallas televisivas y redes sociales. La fórmula en la que se apoya el enunciado del miedo es bastante fácil de decodificar y alude al fantasma del “Estado” utilizando su fuerza material y simbólica para clausurar el debate público. Se trata del tema liberal del derecho de los individuos frente al Estado, o “contra” el Estado. Se presupone que quien tiene el poder político dispone de un amplio arsenal de recursos que lo ubican en un sitio asimétrico a la hora del debate público y que la lógica democrática aconseja una especial prudencia en el uso de esos recursos. En auxilio del justo argumento liberal-democrático suele aparecer el recuerdo de los años del terrorismo de Estado como señalamiento del extremo al que pueden llegar los atropellos de las autoridades contra las personas. Claro que la liviandad e irresponsabilidad de la comparación aconseja decir rápidamente que se trata de un redondo disparate, pero queda en pie el diseño básico básico del guión: protejámosnos del Estado (“especialmente si es gobernado por quienes ahora lo gobiernan”, es el agregado implícito).
La afirmación de que la defensa de los derechos individuales es uno de los pilares fundamentales de un estado de derecho y que debe ser protegida de los abusos del Estado no puede, en un discurso democrático, más que ser aceptada enfáticamente. Pero es muy distinto afirmar que “la perspectiva individual de los derechos es la única válida”. Si así fuera, no sólo el Estado sino ninguna institución tendría fundamento alguno. Hay una perspectiva social de los derechos que habilita la discusión pública alrededor del “bien común”, entendido como un objeto dinámico y contradictorio y cuya presuposición es un mito inalienable de los regímenes democráticos. Por eso la relación entre el Estado y las personas individuales está mediada por una complejísima trama de grupos e instituciones sociales y en esa trama se desarrollan relaciones de poder de las que ningún poder estatal es absolutamente independiente. Más concretamente en nuestra época, los reducidos núcleos del poder económico y particularmente financiero tienden a constituir núcleos decisorios y redes de influencia tanto y más poderosos que los del propio Estado. A lo que hay que sumar el hecho evidente que esos poderes no se construyen sobre la base de la voluntad de los ciudadanos sino en el exterior de todo debate político. No hace falta subrayar aquí los niveles grotescos de sumisión del poder político al poder económico en los años que van desde 1989 a 2003.
Volvamos a las declaraciones de Darín, o más precisamente al festival de pirotecnia mediática que se desató a propósito de ellas. Salta a la vista que el problema no fue, para decirlo de algún modo, “lo que dijo Darín” sino que “fue Darín quien lo dijo”. Entre nosotros, las figuras famosas suelen usar y abusar de un guiño de aparente modestia cada vez que hablan de asuntos públicos: “soy solamente un actor”, “soy solamente un deportista” parecen decir. En realidad, en la Argentina de hoy la no pertenencia a la “clase política” es más bien un suplemento de credibilidad para quien habla de asuntos públicos.
Es muy evidente que ha habido una considerable cantidad de personas –en absoluta mayoría, políticos y periodistas– que han hecho insinuaciones iguales o parecidas a las del actor, sin que sus dichos merecieran réplica presidencial alguna. Curiosamente, surge de esta afirmación que los periodistas han perdido, en términos genéricos, el aura de exterioridad a la política que los incluía en ese plus de confianza social; están razonablemente incluidos en el cruce de espadas político. En realidad, Darín perdió el control de sus palabras. No en el sentido de que no quiso decir lo que dijo, sino en el sentido de que sus frases alcanzaron un vuelo independiente de su significado inicial, llevadas en las alas de los medios de comunicación. Sus declaraciones en los días posteriores parecen indicar que percibe quiénes y con qué intención lo mandaron al frente del combate. Las palabras de cualquier conversación trivial e intrascendente, sobre todo si sus interlocutores son gente famosa, pueden, puestas en títulos insinuantes y comentarios incendiarios, convertirse en un gran tema de discusión y en un arma de la lucha política; tal el “caso Darín”.
El tema, como ya dijimos, es el miedo. No hay nada más inasible y más inexplicable que el miedo. Es por eso que su agitación cubre de sospecha el argumento político en el que se incluye. ¿Miedo a qué? El ciudadano común se ve manipulado a pensar en sus propios miedos públicos: miedo a la violencia del Estado, miedo por su familia, su propiedad y su vida. Pero resulta que nada de eso estuvo involucrado en el caso: todo lo que hizo la Presidenta fue enviarle una carta de respuesta de carácter afectuoso y crítico; la alusión al conflicto judicial del actor no fue oportuna pero sólo de modo retorcido puede ser interpretada como intimidación. Un actor principal de la escena argentina pone en duda el patrimonio presidencial, la Presidenta le responde, el actor hace aclaraciones que corrigen el sentido en que sus dichos fueron editados e interpretados: nada que no sea parte de las posibilidades escénicas de una democracia.
El verdadero miedo que parece motivar a los grupos económicos mediáticos es, justamente, el “miedo” a la respuesta pública. No es exactamente miedo pero se le parece. Es la sensación de pérdida de una centralidad excluyente que les permitía ponerle nombres y adjetivos a la realidad política. Con mucha inteligencia y apoyados en la victoria contundente del neoliberalismo, tradujeron las libertades individuales en términos de soportes de sus propios privilegios. En la supuesta línea liberal-democrática de proteger a las personas de los abusos del poder, naturalizaron el vaciamiento de la política. Se apropiaron del centro de la vida política y lo utilizaron para universalizar la interpretación necesaria a sus intereses. Hoy se les responde. Claro que la respuesta no es solamente verbal y suele expresarse a través de políticas públicas que afectan el corazón de ese poder. Esa es la tensión que con gran inteligencia traducen como “miedo” de las personas a los abusos estatales.
La otra dimensión agitada por el caso es la de los enconos entre los argentinos. La política separa a los amigos y hasta a las familias, se declama, sin dejar lugar a las dudas sobre quién es el que promueve la división. Así planteada la cuestión sobrevuela una duda a tanta apelación a la concordia cuando no directamente a la fórmula nostálgico-clerical de la “reconciliación” entre los argentinos. ¿Cómo se va a hacer para incluir en esa hora del consenso y del diálogo a las personas que apoyan muchas de las políticas que han sido objetos centrales del conflicto? Y no es pequeño detalle el hecho de que esas personas –hasta que se demuestre lo contrario– constituyen la mayoría de nuestra sociedad. Tal vez el problema pueda ser pensado de otra manera si la intención verdadera apunta en la dirección de una atenuación de la polarización política. Es posible pensar que el proceso político kirchnerista abrió, o más precisamente reabrió, una agenda política marcadamente distante a las de las dos décadas anteriores. Se podría admitir, por ejemplo, que la recuperación de la renta de nuestros recursos naturales, la intervención reguladora del Estado en el mercado, las políticas de redistribución social de los recursos y la recuperación de nuestra soberanía, son temas que merecen un lugar en el debate público y no su rotunda condena como “autoritarismo”, “demagogia social” o “nacionalismo trasnochado”.
Se sugiere aquí que del conflicto no solamente se puede volver hacia atrás, hacia los consensos que nos hicieron un país “reconciliado” que estuvo a punto de volar por los aires. Se puede también salir hacia adelante, incorporando la experiencia de estos diez años para mejorarla y enriquecerla. Ahora la cuestión no es asustarse ni asustar a los otros con los conflictos. Ahora la cuestión es comprender profundamente que esos conflictos nos atañen, tienen que ver con la calidad de nuestra vida. Y, antes que nada, evitar que el encono por el adversario debilite a la comunidad política en su conjunto.
27/01/13 Página|12
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