miércoles, 18 de marzo de 2015

NO FICCIÓN La Ñata contra el vidrio Scioli no es ni se hace: es lo que hace. ¿Y qué hace? Camina hacia el poder sin parar un segundo, dice una biografía publicada este mes. 18 de marzo de 2015

por MARTÍN RODRÍGUEZ
SCIOLI SECRETO. Cómo hizo para sobrevivir a 20 años de política argentina.
Pablo Ibañez y Walter Schmidt.
320 páginas. Sudamericana. $219.
En 2010 Beatriz Sarlo dijo que Cobos era “la clase de político que le gusta a la gente que no le gusta la política”. Esa definición se aplica desde siempre sobre Scioli y sobre casi todos los políticos con chances electorales (Macri, Massa, ¿Randazzo?). Pero, ¿qué hace atractivo a este libro sobre un político apolítico, de oratoria autista e invocaciones desarrollistas genéricas? En orden: 1) el interés por conocer la vida de uno de los presidenciables; 2) la posibilidad de adivinar qué hizo que en estos años haya mantenido su poder dentro del “ideologizado” FPV. tapa del libroEs decir: ¿qué nos dice Scioli sobre el mismo kirchnerismo también? Scioli secreto es la biografía que será leída frenéticamente por los politizados pasados de rosca que quieren conocer el secreto de esta Coca Cola. Como dice en tapa: “¿Qué hizo para sobrevivir a 20 años de política argentina?”
Convengamos que, sin adelantar quién es el asesino, se puede adelantar el secreto: no hay secreto. “¿Es o se hace?”, se preguntan los autores cuando redondean al personaje, y la respuesta no podría ser una ni otra. Scioli es lo que hace. ¿Y qué hace? Camina hacia al poder sin parar un solo segundo.
Los periodistas Pablo Ibáñez y Walter Schmidt nos cuentan que Cristina conoció a Scioli antes que Néstor. Lo conoció cuando el kirchnerismo no existía en la Comisión Anti-Lavado, mientras Scioli fungía de parlamentario del menemismo en extinción. Y Cristina aprendió y enseñó a sus representados la que sería su constante sobre él: no respetarlo. Pero, ¿por qué, además, lo odian? ¿Por qué el kirchnerismo desprecia a Scioli? Porque lo necesita. Porque lo necesitaron. Porque pagó con votos el precio de ser un conservador popular a un proyecto que nunca tuvo atada la vaca de los votos. En 2003 sirvió para catapultar la fórmula presidencial, para equilibrar el olor a “zurdaje” que Mirtha Legrand advertía, para contener el voto menemista en fuga, para tranquilizar al establishment, y así se podría seguir. La biografía no nos revela su máquina recaudadora (quién se la pone durante tanto tiempo: a quién le conviene Scioli “ahí”). Sabemos que se trata de la vida de un hombre experto en el equilibrio, en pisar esa línea que separa lealtad de obediencia, obediencia de conveniencia. Scioli construyó un camino que le gusta pensar con la palabra “coherente”. Un camino de lealtades constantes: fue el que iba a visitar al Menem preso, el que acompañó a Rodríguez Saa en su gobierno fugaz, el soldado leal de Duhalde y el kirchnerista testimonial que nunca rompió. No se lo pudieron sacar de encima ni Cristina, ni Macri, ni Massa. Le “pusieron a Mariotto” para controlarlo ideológicamente, y tras cuatro años Gabriel Mariotto aparece hoy como el primer kirchnerista llamando a encolumnar al peronismo detrás de Scioli. (Había un capítulo de Los Simpsons en el que Homero ganaba las peleas extenuando al rival, dejándose golpear hasta que al rival no le quedaran fuerzas que descargar.)
El libro es ágil y veloz, cualidades náuticas, y comienza con la descripción etnográfica del quincho de Villa La Ñata, la casa de Daniel y sus trofeos, la orfebrería que muestra su tribu: los poderosos de la política y los poderosos de la fama. Menem, Duhalde, Lucía Galán, Mercedes Sosa, Maradona, Bergoglio, Moyano, Balestrini, Fidel Castro, Shakira o Néstor se mezclan como en una santería curada por la omnipresente Karina Rabolini. Scioli, más que conservador, parece conservacionista de un país, de un pasado, de tradiciones y lealtades que no tirará a la basura. No tirará a Menem, a Duhalde o al kirchnerismo por la ventana, podría ser la certeza de quienes le temen. La Ñata, al final, es el museo del peronismo realmente existente de los últimos 20 años.
El libro guiona detalles del Scioli íntimo y el despliegue del –nunca tan bien usado– concepto de “carrera política” en ese espiral que lo saca del cántaro pavote de la fama y lo arroja al barro de la política, el teje y maneje de su micro-épica-física del poder de un cuerpo que aguantó todo y la conciencia espiritual de quien se cree destinado a ser Presidente de la Nación por una motivación inexplicable. Algo que sería universalizable (¿qué político no es en su intimidad un loco vestido de Napoleón imaginando la cima del poder?). El gran ausente del libro es la gestión bonaerense. Pero la vida de Scioli no tiene nada que ver con la realpolitik romántica y estilizada a la House Of Cards, sino con una sucesiva secuencia de rutinas y controles (qué come, cuánto corre, qué vino toma, qué foto oficial elige para publicar), el detalle demasiado real de las pastafrolas (su torta predilecta), su “miembro fantasma” (el brazo, la mano en la que aún siente crecer las uñas), su obsesión por una vida de protocolo e intimidad rota. No hay nada más público que la vida privada de Daniel Scioli. Porque, incluso, cuando el libro acaba de perimetrar esa “vida privada”, de describir su fondo, la sospecha o la esperanza es que exista un sótano inaccesible. Como si la cámara recorriera ese laberinto, esa cueva rupestre del poder, y de pronto parara y… ¿ya está? ¿Era esto? ¿Sólo esto? ¿La cancha de futsal adonde Scioli juega como un energúmeno? Un hombre sin ideas profundas, con una familia ensamblada, una hija tardíamente reconocida y una mujer “vuelta a amar” que completa un modelo familiar imperfecto, como su cuerpo. Algo más tiene que haber. La biografía de Scioli es un libro al que le faltan personajes. Por ahora, se presenta como el anverso de su último jefe, Néstor Kirchner, una personalidad desmesurada para construir para un “país normal”. Scioli, en cambio, se ofrece como una “persona normal” para administrar este país desmesurado.
Si fuera filmada por el monológico Oliver Stone, su flotación en las aguas barrosas del río buscando el brazo sería la clave psicologista de su retrato. Así como encontró siempre Stone una-escena-que-explica-a-un-hombre en sus biografías operísticas de Richard Nixon o Jim Morrison. Por ejemplo Morrison era un psicópata lírico porque de chico pasó mirando por la ventanilla del auto familiar a un sioux desangrándose al costado de la ruta y su padre, al volante, fue indiferente al dolor demasiado humano de ese indio del viejo Oeste civilizado. Scioli, cuando cierra los ojos, es un hombre flotando en el río que busca su brazo pero que decide perderlo. Scioli gobierna la resistencia de su cuerpo.
Si fuera filmada porOliver Stone, su flotación en las aguas barrosas del río buscando el brazo sería la clave psicologista de su retrato.
Dividido en capítulos cortos, el libro tiene la virtud de sobrevolar con los detalles necesarios la niñez y juventud de este hijo de la burguesía rápida. Familia radical, niñez en un suburbano opulento, hijo de padres  separados pero unidos y un contacto con el fuego de la historia en clave policial: un hermano secuestrado por –aparentemente– un comando del ERP. La empresa Casa Scioli regenteada por un padre de negocios que le enseñó al clan que la familia y la economía empresarial son una sola cosa maciza. Casa Scioli fue la aventura de venderle electrodomésticos a las clases medias urbanas en sus oleajes de consumo hasta que en los 90 se la comieron Frávega y Garbarino. Sus estudios en los años ’70 en el híperpolitizado colegio Carlos Pellegrini cuentan que no se politizó en esa marea, la política se explicará después como una continuidad del offshore, como cuerda del glamour y el deporte inventado a su medida que lo dejó dueño de un poder (la fama) difícil de invertir. Scioli es el tercero de la convocatoria exitosa de Menem: Reutemann, Palito Ortega y él. Su pase al peronismo fue mediado por el cálculo lógico de una generación: ¿dónde está el poder? En el peronismo. Scioli es naturalmente peronista. Lejos de esas otras formas identitarias mojadas en el río de sangre de la historia peronista.
Si en los ’70 llevó la vida adolescente de un banana con auto propio que iba de Ramos Mejía a Barrio Norte a aprender en la mejor escuela argentina pública, su roce con la época lo encontró brindando un flaco favor: donó un electrodoméstico de papá para una peña de la UES. Un televisor. Siempre estuvo del lado considerado de su clase: la masa de capas medias que consumen. Los chicos de la UES huían de esa casa familiar y su ideal de progreso: una vida de electrodomésticos y placer. Scioli les puso el trofeo en el sorteo. Scioli, un alumno más de la clase del progreso, se hizo deportista, famoso y popular y hoy aspira a conducir, también, a esos sobrevivientes de aquella guerra romántica a cuyo tren no se subió.
La Bristol es su playa, Mar del Plata es su contraste graso con el kirchnerismo demasiado progresista en su cultura. El “yerno ideal” según un focus group de Doñas Rosas de clases medias y populares. Eso lo hace a Scioli una esperanza reunificadora del peronismo, más democratizadora ante el tinte estalino de quienes quisieron hacer el control de calidad ideológica de un movimiento vitalmente complejo. El consumo es su prédica. El consumo es su sentido común. Un país de gente que consume. Y su ideología trasunta el desenvolvimiento lineal y literal de la palabra “desarrollismo”. Desarrollar, dice. Como una teoría del cuerpo, de la evolución humana. Construir un deporte, una secretaría de Turismo, una oportunidad. Desarrollismo es la palabra genérica, ahí donde el radicalismo familiar de la Casa Scioli y el peronismo oportuno de Daniel se anudan en un ideal: necesitamos gente que consuma, que compre, que pague en cuotas. ¿Y cómo construir las condiciones para el consumo? ¿Cómo llenar la Bristol de gente sin mover la copa? Scioli parece creer en la magia de la política como en la magia del mercado: cree que ambas tienen manos invisibles. Que debe existir un punto de acuerdo. Una suerte de negociación sin derrotados. Sin vencedores ni vencidos.
En 1995 el poeta rosarino Martín Prieto escribió un monumental poema llamado “Poesía & Política” y que podría rematar perfecto el espíritu de la teología sciolista. El minimalismo político de mano invisible que es, de algún modo, lo que hasta hoy conocemos de este acertijo. Leamos con paciencia:
Una mujer desprovistade la gracia que ofrece el pasadoy un hombre de la que potencia el dolor:una pareja transparentetomando sol en una playa municipalcuando unos remeros pasan en una canoay perturban el horizonte adornadopor una isla verde. (La políticaque pareciera estar fuera del cuadroes la misma que lo sostiene.)

¿Cuál es la conjetura de este libro, más allá de las descripciones sabrosas y su chismografía? Ofrecer el espejo lo más sincero posible de un hombre lineal. Y casi por efecto del objeto: ¿cuánto más se puede decir de Scioli? ¿Cuánto de lo que hasta hoy fue y es Scioli nos podrá decir para saber cómo sería su presidencia? ¿Lo que supimos de Alfonsín, de Menem, de Néstor Kirchner o de CFK alcanzó para saber cómo serían sus gobiernos? ¿Gobernar la Nación no es, acaso, “ser otro”? ¿Será naturalmente, fatalmente, de derecha?
Scioli construyó la imagen que Durán Barba realmente idealizó: la del político víctima. Y la provincia de Buenos Aires le calzó perfecto: lo mandaron a Vietnam, y ni Patacones podía imprimir. Y sin embargo… ahí está. “Midiendo”. Scioli es una imagen voladora que nunca conocimos con poder. En este sentido, es un liderazgo inusual, extraño en el país y el partido de los caudillos, siempre ejerció un poder ortopédico, un poder prestado. Sólo Scioli fue capaz de inventar este estilo. ¿Llegará el día, su día, su día predestinado, y será su propio jefe?

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