Estoy totalmente negado con las actividades saludables como correr, hacer soga, peregrinar entre barrios hasta completar los diez mil pasos; el gimnasio se me presenta como algo duro, geométrico, y estoy más para almohadones, colchas, hamacas paraguayas, ¡opio! Caminar me expone al espanto de la repetición, otra vez Maure, otra vez Elcano, el Colombraro de Federico Lacroze otra vez, pero sí que podría atarme a la silla y sostener una oración detrás de otra hasta el final, hasta el infarto, hasta que pararme sea más peligroso por el estrés del movimiento que mantenerme en la silla. Me pasa igual cuando me tiro a la pileta. La primera vez necesito bajar por la escalera, me da miedo colapsar por el cambio de temperatura, de medio, por el impacto, por todo junto. El sábado anterior a la primera vuelta electoral fuimos con las bendiciones al shopping Abasto y en el último piso hay un pequeño Italpark con un juego que va a gran velocidad y es todo de costado, como a 45 grados de elevación, lo cual enseña varias leyes físicas, pero al que sólo me subí para satisfacer a mis niños porque sentí el mismo miedo al colapso que en la pileta, si la centrifugación agarraba una velocidad que falseara mi saco de huesos. Sí que lo hizo, pero viví esos dos o tres minutos con los ojos cerrados, tomando aire, preocupado por no haber dejado las indicaciones sobre claves y contraseñas y la especificidad de mi mortaja ideal, y abrazado a Simón que también tapó sus ojos, me dijo después, y no vio que yo estaba en otro mundo esperando que la lotería zanjara si me quedaba en éste. Así de flojo. No sé qué va a pasar con esta fijación al sedentarismo. O cómo lo voy a solucionar. La lluvia no ayuda para nada. Estos sentimientos son nuevos, entrené toda la vida, hice Body Pump, jugué al tenis hasta que la rosca del top spin me agotó, me harté, hice todas las carreras de 10k y tuve, modestamente, no me gusta hablar de esto, uno de los mejores culos de Palermo. Pero desde que tengo los pibes el tiempo dejó de ser de goma y cada minuto no consagrado a lo productivo me crea muchísima ansiedad. El trabajo físico es solitario y es difícil sostener personal trainer, por el dinero y por el arte de combinar los horarios, aunque ciertamente es lo más práctico para hacer la parte de aparatos, la más incómoda porque hay que embocar las pesas en los fierros y, en los gimnasios, disputar los aparatos, que cuando tenés personal trainer podés manejar mejor porque mientras completas un ejercicio el pérsonal se adelanta al siguiente. Hace diez años, compañeros, tuve un duro ataque de cervicalgia que se combinó con el drama de muchos meses del manguito rotador en el hombro derecho, por el que ya pasó medio país, y que se derivó del tenis. El dolor en el hombro y las adaptaciones diarias e inconscientes que se hacen para atenuarlo me desconfiguró el tren superior a un punto que hicieron síntoma las hernias en dos o tres discos cervicales que no sabía que tenía. Fue un punto de inflexión. Nunca nada me hizo sufrir tanto. Y los traumatólogos… el primero que vio la resonancia me dijo yo no puedo asegurarle que no se va a quedar cuadripléjico. Insólito. Fue un viernes de tardecita en los consultorios externos del Hospital Italiano en la calle Palpa. Me dio sesiones de kinesiología, todas de cuarta. Veinte minutos en la zona de Tribunales que no me sirvieron para nada. Me compré el magneto para administrarme las ondas solo. No funcó. En medio de eso y durante muchos meses tomaba 2 mg de paracetamol por día o un antiinflamatorio más poderoso cuando ya no podía más. Tenía conciencia de que era doloroso, pero que no podía ser tan grave si con un Tafirol compraba horas sin dolor. Fui a un osteópata en Belgrano que me recomendó el @coronelgonorrea. Su gran truco era acomodarte, acomodarte, y hacerte sonar los huesos. Después vendía autoayuda, cómo hay que vivir. Me hizo dejar el café porque los intestinos son un segundo cerebro, aguanté dos días. Mucho más cerca de la verdad estuve cuando conocí a una errepegista de primer nivel. Buenísima: Cecilia Cosentino, la recomiendo. Y con ella la cosa se fue atenuando. En el recorrido del manguito rotador, la cervicalgia y todas las prácticas me gasté una fortuna por semana. Lo que terminó completamente con lo más duro del dolor fue la natación. Hoy mi molestia está en dos, tomando el diez como el dolor más inaguantable. Quisiera volver a correr, eso estoy pensando ahora mismo, tengo el Garmin con el gps, tengo el Strava en el teléfono, las zapas, las medias técnicas, y el Cementerio de la Chacarita que en el tramo largo de Jorge Newbery está bastante bien para trotar. La parte de La Paternal es inentendible. No sé qué habló Horacio en su encuentro con los vecinos pero sólo van veinte años que es imposible dar una vuelta completa al cementerio. Falta apretar el play que me haga ir el primer día, pero también el décimo y el día 100. Creo que esa cuestión de que es para siempre, que siempre tendré que estar atento a compensar el sedentarismo con movimiento es lo que me rebela a levantarme de la silla y el sillón. La razón sanitaria, que ya no es como en el pasado estar divino para el mercado del amor, requiere de un médico padre que me asuste. Y solo me va a asustar cuando algo no esté bien. Como dijo Balín: no tengo soluciones. Empecé a seguir en Instagram a la gurú del azúcar @glucosegoddess. Una muy buena cuenta para vivir paranoico. Desde que la leo no puedo dejar de pedir cosas dulces, una rebelión ante la evidencia que lo que hace mal, hace mal de verdad, y sin embargo la pulsión de muerte o las ganas de joder son irrefrenables y es más caro psicológicamente ponerle freno que mantener el carro en tercera marcha. En particular estoy en una relación con la panadería del café Silvestre de Charlone y Jorge Newbery. Todo lo hacen bien. Destaco el pain au chocolat que es mi factura favorita a nivel mundial, también la palmerita, el fosforito, buen, todo un despelote. Vayan, es impecable. Al igual que Cuervo también debieron llevar el Flat White a 2000 pesos así que bueno el comportamiento de los clientes es medio de merendero, apenas lo justo y necesario. En fin, luché toda mi vida para lograr este presente, ponerme una familia, disponer de tiempos pampeanos para escribir, y tiene un precio. En otro orden, me cuesta muchísimo ver series o películas donde no estén el FBI o la CIA involucrados. Siento que pierdo el tiempo con historias donde la humanidad, occidente, no penda de un hilo. Series sobre romances, conversiones ideológicas, crisis vocacionales, replanteos existenciales son la materia que frecuento más por los talleres y por la propia vida. No obstante lo cual, durante años que aún puedo llamar formativos, porque hacía terapia y trataba de ordenar prioridades sin lograrlo, veía una serie monumental llamada Six Feet Under, producida por HBO. Ahora está disponible completa en Netflix. Se trata de una familia que maneja una casa funeraria en Los Ángeles. Los dos hijos mayores se hacen cargo del negocio: uno es melancólico, el otro es un homosexual de novio con un policía negro (zzzz…). Tienen además una hermana que va de novio en novio. Cada capítulo arranca con la muerte de la persona a la que le van a preparar el servicio y que acompaña la historia familiar que es el centro de la serie. Son muy progres, pero la piba tiene una historia de amor muy linda con un pibe republicano y si alguien no la vio porque justo eran los años que cambiaban pañales o laburaban un montón, la recomiendo con un diez. Six feet under son seis pies bajo tierra como todo el mundo descuenta, una unidad de medida que viene de las civilizaciones más antiguas y habla obviamente del pie humano al cual se le asigna más o menos 30 centímetros. Así que estamos hablando de 1 metro ochenta de profundidad. Eso en Argentina sólo lo cumplen más o menos bien los cementerios privados. En la Chacarita los hoyos que hacen son como para jugar a la bolita, lo cual no puedo dejar de verlo como desconsiderado tanto para el muerto que queda medio a la intemperie como para los deudos que asisten a un laburo hecho con desgano. Mi consejo para los entierros de Chacarita: tirarle un mango de entrada a los enterradores para que no rompan las bolas con el tiempo de la despedida. La gente tiene derecho a sus rituales, a cantar una zamba, poner un tema de Los Redondos o una editorial de Aliverti, leer largas elegías, desgarrarse. Para los municipales es otro día más en la oficina, pero para los familiares es una instancia que merece todo el tiempo necesario. Ahora si se acerca uno, vamos a decir, del segundo círculo del muerto, y pone dos o tres luquitas para la cerveza, listo el pollo. Creo que es uno de esos casos en los que no hay que pichulear: estás comprando tiempo extra. Tampoco tienen tantos entierros por delante los muchachos y las tumbas, si se las puede llamar así, las cavan con una pala mecánica. O sea, no es a destajo el laburo de enterrador, no piensen, ay, pobrecitos. Lo quería decir. FIN |