¡Buen día! Espero que te encuentres bien. Si el fin de semana anterior estabas siguiendo el cierre de listas electorales desarmado en el sillón, aun buscando planes para evadir la realidad, puede que te hayas cruzado con la noticia de un levantamiento militar en Rusia. Te adelanto que tu sorpresa fue compartida por observadores veteranos en todo el mundo. Hoy vamos a adentrarnos en la trama que enfrentó a Yevgueni Prigozhin, líder y dueño del ejército privado Wagner, con la cúpula militar del Kremlin y, en última instancia –porque todos los caminos en Rusia conducen a él–, con Vladimir Putin. Para entenderla, o no necesariamente, más bien para contemplar los giros de una historia colorida, hay que volver a los últimos años de la Unión Soviética. Por entonces la ciudad de San Petersburgo se llamaba Leningrado, y alojaba tanto a Putin como a Prigozhin, nueve años menor que el primero, con una infancia también tormentosa: su padre había muerto cuando él era joven y su madre trabajaba todo el día en un hospital. Putin había heredado la tragedia familiar de sus padres, con dos hijos muertos antes de su propio nacimiento. Muertes en la familia, un presente económico difícil: hasta ahí llegan las coincidencias en los primeros capítulos de sus biografías, por lo demás parecidas a las de toda su generación. Porque mientras Putin terminaría ingresando a las filas de la KGB, Prigozhin se convertiría en un delincuente de poca monta, con un historial de asaltos y delitos menores en las calles de San Petersburgo, al inicio de los años ochenta. Fue por uno de esos robos que terminó preso, condenado a más de diez años. Lo liberaron en 1990, en un país que estaba cambiando rápido. Ese mismo año se había instalado el primer McDonalds; la Unión Soviética agonizaba. Al cabo de unos años, Prigozhin se transformaría en un oligarca, el actor social predilecto de esa década, en la que unos pocos amasaron fortunas inéditas y pornográficas y otros tantos permanecieron en la miseria, que a su vez se mezclaba con la humillación y los traumas de una derrota global. Las fortunas políticas del otro hombre, el de la KGB, luego estarán atadas a esa mezcla de sentimientos, pero no nos adelantemos. Prigozhin comienza a vender panchos en un puestito de feria. La mostaza la prepara en la cocina de la casa de su mamá. Le va bien, muy bien: jamás ha visto tanta plata en su vida. Luego de unas pequeñas inversiones en supermercados, en 1995 abre su primer restaurante con unos socios que tenían experiencia en la gastronomía de lujo, y luego otro, dos años después. La clientela es exclusiva, compuesta por toda clase de personajes, entre los que se encuentran Anatoli Sobchak, alcalde de la ciudad, y su protegido, el ascendente Vladimir Putin. Acá las fuentes difieren: no es claro si Putin y Prigozhin se conocen en algún restaurante, o cuando el primero estaba a cargo de la junta reguladora de casinos, otro de los tantos negocios en los que incursiona el antiguo panchero en esa década. Pero se conocen. De hecho, una vez que se convierte en presidente de Rusia, Putin sigue yendo a comer a los restaurantes de Prigozhin, a los que lleva invitados extranjeros como Jacques Chirac o George W. Bush. Ahora estamos en otra década, los 2000, las reglas de juego han cambiado y para seguir creciendo es importante, cuando no indispensable, llevarse bien con el jefe. Es más: aquellos que cultiven una buena relación serán recompensados. Prigozhin, al que luego llamarán despectivamente el chef de Putin, gana contratos para ser proveedor de alimentos en distintas ramas del Estado, incluyendo el poderoso Ministerio de Defensa. Pone un pie en terreno militar. Desde ese pedestal, se lanza a un nuevo proyecto, aquel que unos años más tarde le traerá tanto fama global como problemas internos. La historia es por definición opaca, pero en 2014, al calor de los acontecimientos en el este de Ucrania, aparece el grupo Wagner. Hay razones geopolíticas, porque el Kremlin no puede pelear con sus soldados en un conflicto que en teoría es local e impulsado por separatistas de origen ruso, pero que viven en Ucrania. Y también las hay económicas, porque Wagner es un negocio capaz de ser exportado. Se sabe ahora que Prigozhin es el dueño, pero hay otros nombres perdidos en la trama, como el de Dmitri Utkin, un militar ruso de fuerzas especiales al que se le adjudica ser el fundador y creador del nombre. Lo cierto es que la compañía de mercenarios comienza a operar en Ucrania y rápidamente se expande: llega a Siria y Libia, conflictos en los que Rusia invierte bastante capital. También en Mali, la República Centroafricana y otro puñado de países africanos, el principal terreno de desarrollo. Allí traban contratos para proveer seguridad a personal del Estado y en infraestructura estratégica, como minas y yacimientos. Así ganan plata y ayudan a Rusia a asentar su huella geopolítica en el continente, a expensas de Francia. Recién con la invasión en Ucrania vamos a conocer el rostro y la voz de Prigozhin, que se adjudica ser dueño y líder de Wagner. Para la guerra, el Kremlin le abre hasta sus cárceles: hay videos del ex panchero reclutando personalmente a presos rusos. La operación especial en el país vecino se vuelve una prioridad, y los mercenarios, alrededor de veinte mil, se instalan en el Donbass, el epicentro del conflicto. Wagner se vuelve un brazo militar indispensable para el Kremlin, que se resiste a movilizar de manera masiva a su sociedad. Combates como el de la ciudad de Bajmut, en los últimos meses, revelan el creciente protagonismo de Wagner y su líder. Pero también las tensiones entre este y algunos funcionarios del aparato militar ruso, sobre todo el ministro de Defensa, Sergei Shoigu, y Valery Gerasimov, el comandante que dirige la ofensiva. Al parecer, el recelo no era unilateral, porque la autonomía de Wagner empezaba a ser un dolor de cabeza. Un mes antes del levantamiento, Prigozhin había difundido un video acusando de traición a Shoigu y el ejército, al no proveer apoyo y municiones a sus hombres en Bajmut. Los tildaba de burócratas cómodos, corruptos e ineficientes. La ruptura, quizás una forma de respuesta, llegó el 10 de junio, cuando el Ministerio de Defensa anunció que los mercenarios debían firmar contratos con el Ejército, una incorporación que terminaba de facto con la autonomía y el carácter privado de Wagner. La riña siguió escalando y, justo antes de anunciar su marcha a Moscú, Prigozhin dijo que el Ejército había bombardeado su campamento, en un video que daba la impresión de estar armado. Así fue como Prigozhin emprendió su “marcha por la justicia” a Moscú, acompañado por aproximadamente 5.000 soldados. El objetivo, aclaró, eran Shoigu y Gerasimov, y no el presidente y antiguo cliente. Pero la movida rápidamente se interpretó como lo que fue: la revuelta interna más importante desde la llegada de Putin, que en este tiempo ha supervisado protestas grandes y desafiantes, pero ninguna con hombres armados. Prigozhin entró cómodo a Rostov del Don, una ciudad del sur que es clave para la logística de la guerra. Allí no tuvo resistencia militar, logró tomar una base y en el camino se llevó puesto a un par de helicópteros. Se estima que más de una docena de militares del Kremlin fueron asesinados. Lejos de combatir, los ciudadanos del Rostov despidieron al grupo con aplausos y muestras de apoyo, según muestran algunas imágenes. Y cuando Prigozhin y sus mercenarios se acercaban a paso firme a Moscú, con el Kremlin sitiado y el presidente denunciando públicamente una “sublevación”, la avanzada se detuvo abruptamente, como un episodio deforme de un thriller. Según lo que sabemos, que seguramente es insuficiente, el presidente bielorruso Aleksandr Lukashenko desbloqueó un acuerdo entre el Kremlin y Prigozhin, que aceptó exiliarse en el país vecino a cambio del retiro de cargos en su contra; a sus mercenarios, se dijo después, se les ofrecía sumarse a las filas oficiales o irse a su casa. “En Rusia es difícil comprender las dinámicas internas de poder, por lo que nos faltan herramientas para saber qué pasó”, me avisa por teléfono Andrei Serbin Pont, director de la Coordinadora Regional de Investigaciones Económicas y Sociales (CRIES) y especialista en asuntos militares. “Sí creo que, más allá de la sorpresa, nadie pensaba realmente que Prigozhin podía ser capaz de dar un golpe de Estado”. Hay varias teorías que circulan, dice, y me comparte dos a modo de ejemplo. Una es que quizás Prigozhin no aspiraba a llegar a Moscú y fue la combinación de retórica inflada y falta de obstáculos en el camino lo que hizo que siguiera avanzando. Otra, no excluyente, es que Putin pudo haber dejado correr la trama para identificar aliados de Prigozhin o “elementos con potencial de insurrección” dentro del Ejército para luego purgarlos. Ese proceso ya ha comenzado oficialmente, con varios generales en la mira. Prigozhin se encuentra en Bielorrusia, con su futuro judicial y político en el aire. El otro día leí en una entrevista que me gustó mucho que, si bien el dueño de Wagner puede despertar simpatía en mandos medios y bajos del Ejército por sus críticas a la cúpula, la rebelión pudo haber asustado a los rusos, “que priorizan la estabilidad y la seguridad personal sobre la justicia en la conducción de la guerra”. Sus chances de supervivencia, bajo este lente y considerando lo que generó, parecen escasas. Sobre Wagner y sus operaciones en Ucrania y el resto del mundo hay menos claridad. Resta saber cuantos mercenarios quedarán absorbidos por el Ejército y, sobre todo, si habrá más movimientos internos en el comando militar del Kremlin. Observadores occidentales y ucranianos que pronostican, como el negro Pablo en Okupas, que la contraofensiva exitosa ya va a venir, deberían ser precavidos. Respecto al exterior, especialmente África, el canciller Lavrov avisó que Wagner seguirá operando bajo la supervisión rusa, aunque falta saber si habrá nuevos interlocutores. Quizás una de las consecuencias de la movida de Prigozhin haya sido darle alas a una idea que siempre vale tener presente a la hora de analizar la política internacional: que algunos acontecimientos parecen imposibles, hasta que suceden. Esto fue todo por hoy. Nos leemos pronto. Un abrazo, Juan |