jueves, 3 de mayo de 2018
CUBA, TRUMP Y EL DIÁLOGO COREANO
Por Atilio A. Boron
De regreso de un viaje a Cuba quisiéramos compartir unas pocas reflexiones sobre el momento actual de la isla. El endurecimiento del bloqueo ordenado por Donald Trump complica la situación económica de la isla rebelde. Pone piedras en el camino de la actualización del modelo económico pero no hace mella en la moral de los cubanos que a lo largo de casi sesenta años aprendieron a convivir con tanta malevolencia que, como el mal tiempo, viene del Norte. Con Trump ya son doce los inquilinos de la Casa Blanca que quisieron derribar a la Revolución Cubana, o producir el tan ansiado “cambio de régimen”. Los once anteriores mordieron el polvo de la derrota, y al magnate neoyorquino le espera más de lo mismo. Ordenó el retiro de numerosos diplomáticos de la reabierta embajada de EE.UU. en La Habana (la mayoría de los cuales eran agentes de inteligencia o personal adiestrado para “reanimar” con diversos subsidios y programas a la “sociedad civil” cubana) e impuso renovados obstáculos al comercio exterior de la isla, a las inversiones norteamericanas y también al turismo de ese origen que se dirige a Cuba, exhortando al ciudadano a “reconsiderar su decisión de viajar” a la isla.
El nuevo presidente, Miguel Díaz Canel (foto), deberá transitar por un sendero erizado de dificultades: desde la ilegal extraterritorialidad de las leyes de EEUU que, con la aquiescencia de gobiernos serviles (empezando por los europeos y siguiendo por los latinoamericanos) impone sanciones a bancos y empresas de terceros países que intervengan en el comercio exterior de Cuba hasta los vetos a la importación de productos que contengan más de un diez por ciento de componentes estadounidenses o de patentes radicadas en ese país, pasando por la prohibición de entrar a puertos de Estados Unidos a buques de carga que en los seis meses anteriores lo hubiesen hecho en alguno de Cuba. El repertorio del chantaje mafioso al que someten a la isla rebelde es tan grande como enfermiza su vieja obsesión por apoderarse de ella, que comienza con la célebre exhortación de John Adams en 1783 para acelerar la anexión de Cuba a las Trece Colonias. Pero la patria de Martí y Fidel ha dado sobradas muestras de tenacidad para defender su revolución y de su capacidad para, en medio de tan desfavorables circunstancias, garantizar para su población estándares de salud, educación y seguridad social y ciudadana como ningún otro país de la región.
Es obvio que se avecinan tiempos difíciles para Cuba, pero nada que no se haya experimentado antes. Hay un gobierno de super-halcones como también lo había, sobre todo, en tiempos de Ronald Reagan. La diferencia es que ahora la CIA adquirió una muy visible pre-eminencia en el staff presidencial. Siniestros personajes como Michael Pompeo (ex Director de la CIA) ahora es Secretario de Estado; John Bolton, el matón del barrio, dirige el Consejo de Seguridad Nacional; un ignoto (por buenas razones) Juan Cruz fue designado por Bolton Director de Asuntos del Hemisferio Occidental en el Consejo de Seguridad Nacional. Decíamos “ignoto” porque Cruz fue un hombre de acción en la Agencia, no un simple analista sino un killer. Según el vicepresidente de Colombia, el General Oscar Naranjo, el puertorriqueño participó “en varias de las operaciones de inteligencia más productivas y eficientes”, incluyendo golpes militares contra los principales líderes de las FARC, Raúl Reyes y el Mono Jojoy, y la importante liberación en 2008 de un grupo de rehenes de las FARC, entre ellos tres contratistas del gobierno estadounidense e Ingrid Betancourt.
O sea, un hombre de armas llevar (y disparar). La cadena Univisión comentó que “no pudo encontrar una fotografía de Cruz ni ninguna referencia a él en Internet, una muestra de su trabajo como espía.” Pues ese se encargará ahora de todos nosotros, los del Hemisferio Occidental. A estas enternecedoras figuras hay que agregar los nombres de John Kelly, ex general de los Marines y ex Jefe del Comando Sur es Jefe de Gabinete de Trump; de Liliana Ayalde, número dos del Comando Sur y casualmente ex embajadora en Paraguay y Brasil en tiempos de los “golpes blandos” contra Lugo y Dilma; y el de la actual jefa de la CIA, Gina Haspel, una mujer de rostro encantador con más de treinta años de carrera en la agencia y el mérito de haber dirigido una prisión clandestina en Tailandia en el 2002, donde sospechosos de terrorismo fueron objeto de torturas aplicándoseles la técnica del “submarino” bajo su supervisión y, al menos en un caso, su personal administración.
No es la primera vez que Cuba tiene que vérselas con personajes como estos. Lo que ocurre es que ahora están en la superficie; antes, en cambio, se movían tras bambalinas pero de una forma u otra siempre estuvieron allí, en lo que se llama en Washington el “deep state”, el estado profundo, elegido por nadie y que ante nadie da cuenta de sus actos. Sin dudas que el gobierno y el pueblo cubanos sabrán enfrentar esta nueva ofensiva.
Y que los halcones de Washington tampoco podrán enfilar todas sus baterías en contra de Cuba, y de Venezuela, porque toda su atención está concentrada en la histórica reunión de los dos jefes de estado de Corea del Norte y Corea del Sur que provocó un terremoto de vastas proporciones en el tablero de la geopolítica mundial. La guerra comercial declarada contra China requiere más que nunca mantener, en Corea del Sur y a tiro de cañón del litoral marítimo chino, un inmenso aparato militar con unos 35.000 hombres y equipamiento de última generación. Si el diálogo entre las dos Coreas prospera a Washington le será muy difícil continuar con sus tropas y armamentos en el Sur. Y el objetivo militar más importante no es Corea del Norte sino China. Podría parecer exagerado pero el sorpresivo acuerdo entre las dos Coreas es una da las mayores humillaciones diplomáticas sufridas por la Casa Blanca en mucho tiempo, y de una trascendencia que nos atreveríamos a decir superior a la que en su momento tuvo la derrota del ALCA en Mar del Plata en el 2005. Y un inesperado dolor de cabeza para la Casa Blanca que estará muy ocupada (y sin tanto tiempo ni gente para acosar a Cuba) para evitar que la situación en el Sudeste asiático se le escape de las manos.
EL CINCUENTA Y CINCO
Por Clara Obligado
A Susana Marcó del Pont, in memoriam
En el cincuenta y cinco vivíamos en la calle Libertad. Todos, incluida Nani, que estaba muy vieja, y mi gato Fifí, y China y Hortensia, y alguna de las tías del campo.
Con tanta gente no me podía aburrir, aunque fuera la única niña. Además pasaba de todo: o había revolución y no se podía ir al colegio, o a mamá de pronto le daba miedo la noche y me llevaba a su cama y de tanto charlar y hacernos cosquillas nos despertábamos tarde, o si no, China se había peleado con el novio y venía a contárselo a mamá, con el ojo amoratado y la bandeja del desayuno y luego mamá decía bajito qué le verán a esta mujer, si hasta tiene labio leporino.
Las tías del campo desayunaban todas juntas en el comedor para hablar mal de mamá. Eran el último recuerdo de su marido y no se las podía sacar de encima, y a veces me parecía que le gustaba verlas allí, porque atusaba las sábanas con ímpetu y, si había amanecido soleado o en las necrológicas de La Nación aparecía algún pariente de las tías, le brotaba un humor espléndido y me decía hoy no vas al colegio, nos vamos de compras y las tías bajaban el tono mientras China ayudaba a mamá a ponerse el tapado de piel, el sombrerito con el tul y ella murmura deja la puerta abierta así las oigo a las viejas brujas y cómo me alegro de haberme salvado del gil de tu padre, hija mía, nunca te cases.
Las tías se quedaban mudas para escuchar y entonces mamá les gritaba cotorras, y ellas volvían a los murmullos, porque las habían pescado, pero ahora en inglés. Las tías eran tontas: mamá sabía muchos idiomas, pero a ellas les salía espontáneo enojarse en inglés, como a China en guaraní, y el francés lo dejaban para hablar mal de Nani, cosa que también era una tontería, porque la pobre hacía años que estaba sorda.
También solían usar otro idioma, y ese era el de las miradas, cuando mamá se iba tan linda con su tailleur marcándole la cintura y las caderas diciendo llego tarde a Misa; esa era una de las mentiras de mamá, porque a Las Victorias la habían quemado. Además, ella no creía en Dios, aunque soportara flotando sobre la cabecera de su cama el Cristo de marfil, y susurraba que era una lástima que no hubieran ardido todas, y hasta China, que estaba con los peronistas, se santiguaba con cara de espanto.
Aunque China con cara de espanto era feísima, yo la quería igual. Ella se ocupaba de mí si mamá no estaba, de la ropa, del colegio, de los cuentos por la noche, y me llevaba en colectivo al Ital Park. Ahí paseábamos los tres, con su novio, el que a veces le pegaba, y como estaban reconciliándose todo el tiempo aprovechaban el tren fantasma para besearse y si era temprano después lo acompañábamos hasta Constitución comiendo chipá por el camino y él me decía, acariciándome la cabeza mitakuñaí porä, yo me imaginaba que éramos una familia normal, de las que no compran masitas en el Petit Café.
Claro que las tías volaban de rabia al verme llegar tan tarde, pero Hortensia me abría quedito la puerta y, si me iban a gritar, Nani salía de su cuarto para llevarme con ella y nos poníamos a ver la televisión. Las tías se morían de bronca cuando no las dejaba entrar, y le decían vieja sorda o vieja loca. Nosotras, adentro, habíamos cerrado con llave: entonces Nani me mostraba las fotos de mamá de chiquita en Europa, el candelabro que habían podido salvar, algunas postales y después comíamos caramelos y ella tomaba vasitos de anís uno tras otro mientras decía tu madre es mala, me tiene encerrada, tiene vergüenza de mí y hace como que no me conoce aunque vivamos juntas, aunque sea mi hija.
Vaya uno a saber si era verdad o mentira, porque Nani y mamá mentían muchísimo; además, como estaba tan sorda por los bombardeos, se pasaba las horas hablando sola hasta que ya había bebido demasiado anís; entonces, de pronto, le salía un idioma extraño que no era inglés ni francés ni guaraní y se remangaba la robe de chambre para mostrarme el brazo con el número grabado –un brazo flaco y blando– y yo me tenía que escapar de su cuarto, porque se le transformaban los ojos en algo tan terrible que me daba miedo.
Si entonces tampoco había vuelto mamá me iba con Hortensia a la cocina a hacer empanadas, a jugar con Fifí en el jardín, o me asomaba al balcón de la sala para mirar la vereda vacía. Se hacía tan grande la tarde, tan solo el crepúsculo que sentía ganas de huir.
Si entonces tampoco había vuelto mamá me iba con Hortensia a la cocina a hacer empanadas, a jugar con Fifí en el jardín, o me asomaba al balcón de la sala para mirar la vereda vacía. Se hacía tan grande la tarde, tan solo el crepúsculo que sentía ganas de huir.
En la noche oscura de la calle, con el viento que incitaba a dejarse llevar (abajo cabeceaban los árboles) yo pensé que la vida de los grandes era extraña, como un libro escrito en otro idioma, llena de secretos imposibles de abarcar.
Se me pasaba la tristeza cuando había suerte, y por la mañana había vuelto mamá. Entonces las tías –siempre alerta– se levantaban tempranísimo y yo diría que hasta felices, porque iban dándose ánimo las unas a las otras y murmurando en inglés, y se frotaban las manos sin preocuparse por el desayuno que China había servido en el comedor, y entraban por asalto en el cuarto de mamá; ese era el momento en que empezaban los gritos, y luego los silencios, que eran muchísimo peor. Las tías dale con la cantinela de que en nuestra familia nunca ha habido una mancha, no podemos permitir que el apellido de nuestro único hermano, y entonces China se ponía nerviosa y me llevaba corriendo al colegio y en Misa yo rezaba a ver si volvía la revolución y luego las Madres me colocaban en fila para vigilarme con esa mirada temible que aparece tras las tocas, y cuando me decían vous êtes le numéro trois cent vingtneuf yo recordaba el brazo flaco de Nani y, como mamá, me daban ganas de quemarlo todo, pero no se lo decía a nadie, porque esas cosas, vaya uno a saber en qué idioma se podrían contar.
Cuando los aviones sobrevolaron la calle Libertad mamá no había vuelto a casa. Detrás de las cortinas, escondida, yo escuché a la gente correr por las veredas, caer las persianas de los negocios, clausurarse los postigos. La semana antes habían incendiado el Jockey Club, y creo que por eso China ahora no me llevaba al colegio, y cuando vino el cura vestido de hombre me reí muchísimo: el pobre no sabía moverse sin sotana y se le notaba el disfraz.
Las tías se metieron con él en la salita y yo escuché cómo hablaban de mamá y gritaban tanto que los periquitos se golpeaban contra los barrotes de la jaula como si quisieran escapar, y Nani, aunque estaba tan sorda, se asomó preguntando quien anda ahí y cuando vio al cura con los pantalones empezó a reírse con su risita de hormiga y luego a las carcajadas, como una loca, así que las tías tuvieron que encerrarla por afuera. Hortensia, que era casi tan vieja como Nani, le preparó un té de tilo y le dijo cálmese señora y luego se quedó charlando con ella y tomando vasitos de anís hasta que Nani se fue adormilando tomada de su mano, como si fuera una niña con miedo.
A la mañana las tías, que estaban pegadas a la radio oyendo los comunicados, le pidieron a Nani que les dejase la televisión, pero ella no quiso porque estaba ofendida y les dijo que se fueran a la mierda; luego se quedó toda la tarde mirando la señal del canal siete, sólo por molestar.
Mamá llegó preciosa por la noche, con las mejillas coloradas y el pelo suelto cayéndole sobre los hombros. Había perdido su sombrerito con el tul y ya no tenía los guantes, y cuando el pelotón de las tías entró por la mañana ya no lloró, sino que les dijo viejas brujas, ese idiota me dejó atada de pies y manos y las tías le contestaron puta, judía, cocorita, te vamos a encerrar como a la loca de tu madre y yo ya no podía comprender lo que sucedía en ese cuarto, y si esas cosas que se gritaban eran tan malas como decir viva Perón, que en el colegio me habían dicho que era el peor de los pecados.
Fue esa noche en la penumbra sola cuando mamá entró en mi cuarto creyendo que dormía y me besó en la frente antes de salir, con ese beso liviano de las madres por la noche, demasiado linda para ser de verdad, con su broche de brillantes, blanca, vestida de seda, tan fija en mi recuerdo que hoy anhelo esos días que ya se quedaron atrás. Cuando se fue abrí un poco los ojos y envuelta en su perfume pensé que mi madre no era real, que su imagen quedaría para siempre clavada en esa noche, flotando en mi memoria, como un hada, o como un sueño.
Tal vez porque mamá ya no estaba nunca fue que llamaron a Mademoiselle para que se ocupara de mí y echaron a China diciendo que espiaba cuando las tías se reunían a charlar con el cura y yo solté a los periquitos por la pena que me daba ver cómo se golpeaban presos contra los barrotes en esas tardes en las que me aburría en casa sin Nani, a la que ya se habían llevado para morir y nadie quería jugar conmigo, solamente Fifí, pero aunque a él le contara todo lo que me estaba pasando no me podía contestar: al fin y al cabo era un gato.
Todo cambiaba tan de prisa desde que había terminado la revolución que no me extrañó del todo lo que hizo mamá.
Entonces ya nunca bajábamos juntas a desayunar temprano en La París cuando ella no podía dormir, ni me llamaba a su cama, y como además había que ir todos los días al colegio me entró una tristeza tan honda que ni siquiera el comienzo del verano podría calmar. China no se olvidaba de mí, y me llamaba a veces por teléfono para invitarme a pasear, pero a Mademoiselle no le gustaba que viniera y a mamá le daba todo lo mismo y estaba tan triste que cuando se asomaba al balcón mirando la vereda yo deseaba que se pudiera escapar, que se pusiera otra vez los guantes, se ajustara la pollera y volara a la calle diciendo vamos de compras, hoy no vas al colegio, pero las tías ahora casi no la dejaban salir y la amenazaban mucho con los ojos y yo sabía bien, aunque era tan pequeña, que las cosas así no podían quedar, porque mamá era demasiado linda y las mujeres lindas no sirven para viudas, como había dicho Hortensia en la cocina.
Y se tenía que escapar, tenía que abrir su jaula como los periquitos y ese día estaba preciosa con su blusa, con su cartera, como si fuese a un paseo largo, como si saliera al encuentro de algo que la hiciera tremendamente feliz, con sus guantes finos, su collar, y cuando abrió la ventana vimos cómo abajo las hojas del verano dibujaban sus perfiles densos, y entonces me dio un beso con los ojos brillantes antes de treparse a la barandilla para que yo le viera bien la raya derechísima de las medias de seda, sus tacos altos, y ella, ingrávida, empezó a volar mientras me decía adiós con la mano, saludando, alto, muy alto, dejándose ir, blanca la falda abierta en el cielo, danzando en el aire azul, y poco a poco se iría mezclando con las nubes, más allá de Santa Fe, por la calle Arenales, hacia el río, con el pelo suelto sobre los hombros, libre al fin, entregada a su propio vaivén, resplandeciente, tan bella, y sólo era un puntito minúsculo a lo lejos cuando abajo como las hormigas se arremolinó la gente y las sirenas se fueron quedando roncas de tanto llorar y las tías del campo gimoteaban en lo oscuro murmurando mientras rezaban: pobrecita.
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