jueves, 3 de mayo de 2018

EL CINCUENTA Y CINCO

A Susana Marcó del Pont, in memoriam
En el cincuenta y cinco vivíamos en la calle Libertad. Todos, incluida Nani, que estaba muy vieja, y mi gato Fifí, y China y Hortensia, y alguna de las tías del campo.

Con tanta gente no me podía aburrir, aunque fuera la única niña. Además pasaba de todo: o había revolución y no se podía ir al colegio, o a mamá de pronto le daba miedo la noche y me llevaba a su cama y de tanto charlar y hacernos cosquillas nos despertábamos tarde, o si no, China se había peleado con el novio y venía a contárselo a mamá, con el ojo amoratado y la bandeja del desayuno y luego mamá decía bajito qué le verán a esta mujer, si hasta tiene labio leporino.
Las tías del campo desayunaban todas juntas en el comedor para hablar mal de mamá. Eran el último recuerdo de su marido y no se las podía sacar de encima, y a veces me parecía que le gustaba verlas allí, porque atusaba las sábanas con ímpetu y, si había amanecido soleado o en las necrológicas de La Nación aparecía algún pariente de las tías, le brotaba un humor espléndido y me decía hoy no vas al colegio, nos vamos de compras y las tías bajaban el tono mientras China ayudaba a mamá a ponerse el tapado de piel, el sombrerito con el tul y ella murmura deja la puerta abierta así las oigo a las viejas brujas y cómo me alegro de haberme salvado del gil de tu padre, hija mía, nunca te cases.
Las tías se quedaban mudas para escuchar y entonces mamá les gritaba cotorras, y ellas volvían a los murmullos, porque las habían pescado, pero ahora en inglés. Las tías eran tontas: mamá sabía muchos idiomas, pero a ellas les salía espontáneo enojarse en inglés, como a China en guaraní, y el francés lo dejaban para hablar mal de Nani, cosa que también era una tontería, porque la pobre hacía años que estaba sorda.
También solían usar otro idioma, y ese era el de las miradas, cuando mamá se iba tan linda con su tailleur marcándole la cintura y las caderas diciendo llego tarde a Misa; esa era una de las mentiras de mamá, porque a Las Victorias la habían quemado. Además, ella no creía en Dios, aunque soportara flotando sobre la cabecera de su cama el Cristo de marfil, y susurraba que era una lástima que no hubieran ardido todas, y hasta China, que estaba con los peronistas, se santiguaba con cara de espanto.
Aunque China con cara de espanto era feísima, yo la quería igual. Ella se ocupaba de mí si mamá no estaba, de la ropa, del colegio, de los cuentos por la noche, y me llevaba en colectivo al Ital Park. Ahí paseábamos los tres, con su novio, el que a veces le pegaba, y como estaban reconciliándose todo el tiempo aprovechaban el tren fantasma para besearse y si era temprano después lo acompañábamos hasta Constitución comiendo chipá por el camino y él me decía, acariciándome la cabeza mitakuñaí porä, yo me imaginaba que éramos una familia normal, de las que no compran masitas en el Petit Café.
Claro que las tías volaban de rabia al verme llegar tan tarde, pero Hortensia me abría quedito la puerta y, si me iban a gritar, Nani salía de su cuarto para llevarme con ella y nos poníamos a ver la televisión. Las tías se morían de bronca cuando no las dejaba entrar, y le decían vieja sorda o vieja loca. Nosotras, adentro, habíamos cerrado con llave: entonces Nani me mostraba las fotos de mamá de chiquita en Europa, el candelabro que habían podido salvar, algunas postales y después comíamos caramelos y ella tomaba vasitos de anís uno tras otro mientras decía tu madre es mala, me tiene encerrada, tiene vergüenza de mí y hace como que no me conoce aunque vivamos juntas, aunque sea mi hija.
Vaya uno a saber si era verdad o mentira, porque Nani y mamá mentían muchísimo; además, como estaba tan sorda por los bombardeos, se pasaba las horas hablando sola hasta que ya había bebido demasiado anís; entonces, de pronto, le salía un idioma extraño que no era inglés ni francés ni guaraní y se remangaba la robe de chambre para mostrarme el brazo con el número grabado –un brazo flaco y blando– y yo me tenía que escapar de su cuarto, porque se le transformaban los ojos en algo tan terrible que me daba miedo.
Si entonces tampoco había vuelto mamá me iba con Hortensia a la cocina a hacer empanadas, a jugar con Fifí en el jardín, o me asomaba al balcón de la sala para mirar la vereda vacía. Se hacía tan grande la tarde, tan solo el crepúsculo que sentía ganas de huir.
En la noche oscura de la calle, con el viento que incitaba a dejarse llevar (abajo cabeceaban los árboles) yo pensé que la vida de los grandes era extraña, como un libro escrito en otro idioma, llena de secretos imposibles de abarcar.
Se me pasaba la tristeza cuando había suerte, y por la mañana había vuelto mamá. Entonces las tías –siempre alerta– se levantaban tempranísimo y yo diría que hasta felices, porque iban dándose ánimo las unas a las otras y murmurando en inglés, y se frotaban las manos sin preocuparse por el desayuno que China había servido en el comedor, y entraban por asalto en el cuarto de mamá; ese era el momento en que empezaban los gritos, y luego los silencios, que eran muchísimo peor. Las tías dale con la cantinela de que en nuestra familia nunca ha habido una mancha, no podemos permitir que el apellido de nuestro único hermano, y entonces China se ponía nerviosa y me llevaba corriendo al colegio y en Misa yo rezaba a ver si volvía la revolución y luego las Madres me colocaban en fila para vigilarme con esa mirada temible que aparece tras las tocas, y cuando me decían vous êtes le numéro trois cent vingtneuf yo recordaba el brazo flaco de Nani y, como mamá, me daban ganas de quemarlo todo, pero no se lo decía a nadie, porque esas cosas, vaya uno a saber en qué idioma se podrían contar.
Cuando los aviones sobrevolaron la calle Libertad mamá no había vuelto a casa. Detrás de las cortinas, escondida, yo escuché a la gente correr por las veredas, caer las persianas de los negocios, clausurarse los postigos. La semana antes habían incendiado el Jockey Club, y creo que por eso China ahora no me llevaba al colegio, y cuando vino el cura vestido de hombre me reí muchísimo: el pobre no sabía moverse sin sotana y se le notaba el disfraz.
Las tías se metieron con él en la salita y yo escuché cómo hablaban de mamá y gritaban tanto que los periquitos se golpeaban contra los barrotes de la jaula como si quisieran escapar, y Nani, aunque estaba tan sorda, se asomó preguntando quien anda ahí y cuando vio al cura con los pantalones empezó a reírse con su risita de hormiga y luego a las carcajadas, como una loca, así que las tías tuvieron que encerrarla por afuera. Hortensia, que era casi tan vieja como Nani, le preparó un té de tilo y le dijo cálmese señora y luego se quedó charlando con ella y tomando vasitos de anís hasta que Nani se fue adormilando tomada de su mano, como si fuera una niña con miedo.
A la mañana las tías, que estaban pegadas a la radio oyendo los comunicados, le pidieron a Nani que les dejase la televisión, pero ella no quiso porque estaba ofendida y les dijo que se fueran a la mierda; luego se quedó toda la tarde mirando la señal del canal siete, sólo por molestar.
Mamá llegó preciosa por la noche, con las mejillas coloradas y el pelo suelto cayéndole sobre los hombros. Había perdido su sombrerito con el tul y ya no tenía los guantes, y cuando el pelotón de las tías entró por la mañana ya no lloró, sino que les dijo viejas brujas, ese idiota me dejó atada de pies y manos y las tías le contestaron puta, judía, cocorita, te vamos a encerrar como a la loca de tu madre y yo ya no podía comprender lo que sucedía en ese cuarto, y si esas cosas que se gritaban eran tan malas como decir viva Perón, que en el colegio me habían dicho que era el peor de los pecados.
Fue esa noche en la penumbra sola cuando mamá entró en mi cuarto creyendo que dormía y me besó en la frente antes de salir, con ese beso liviano de las madres por la noche, demasiado linda para ser de verdad, con su broche de brillantes, blanca, vestida de seda, tan fija en mi recuerdo que hoy anhelo esos días que ya se quedaron atrás. Cuando se fue abrí un poco los ojos y envuelta en su perfume pensé que mi madre no era real, que su imagen quedaría para siempre clavada en esa noche, flotando en mi memoria, como un hada, o como un sueño.
Tal vez porque mamá ya no estaba nunca fue que llamaron a Mademoiselle para que se ocupara de mí y echaron a China diciendo que espiaba cuando las tías se reunían a charlar con el cura y yo solté a los periquitos por la pena que me daba ver cómo se golpeaban presos contra los barrotes en esas tardes en las que me aburría en casa sin Nani, a la que ya se habían llevado para morir y nadie quería jugar conmigo, solamente Fifí, pero aunque a él le contara todo lo que me estaba pasando no me podía contestar: al fin y al cabo era un gato.
Todo cambiaba tan de prisa desde que había terminado la revolución que no me extrañó del todo lo que hizo mamá.
Entonces ya nunca bajábamos juntas a desayunar temprano en La París cuando ella no podía dormir, ni me llamaba a su cama, y como además había que ir todos los días al colegio me entró una tristeza tan honda que ni siquiera el comienzo del verano podría calmar. China no se olvidaba de mí, y me llamaba a veces por teléfono para invitarme a pasear, pero a Mademoiselle no le gustaba que viniera y a mamá le daba todo lo mismo y estaba tan triste que cuando se asomaba al balcón mirando la vereda yo deseaba que se pudiera escapar, que se pusiera otra vez los guantes, se ajustara la pollera y volara a la calle diciendo vamos de compras, hoy no vas al colegio, pero las tías ahora casi no la dejaban salir y la amenazaban mucho con los ojos y yo sabía bien, aunque era tan pequeña, que las cosas así no podían quedar, porque mamá era demasiado linda y las mujeres lindas no sirven para viudas, como había dicho Hortensia en la cocina.
Y se tenía que escapar, tenía que abrir su jaula como los periquitos y ese día estaba preciosa con su blusa, con su cartera, como si fuese a un paseo largo, como si saliera al encuentro de algo que la hiciera tremendamente feliz, con sus guantes finos, su collar, y cuando abrió la ventana vimos cómo abajo las hojas del verano dibujaban sus perfiles densos, y entonces me dio un beso con los ojos brillantes antes de treparse a la barandilla para que yo le viera bien la raya derechísima de las medias de seda, sus tacos altos, y ella, ingrávida, empezó a volar mientras me decía adiós con la mano, saludando, alto, muy alto, dejándose ir, blanca la falda abierta en el cielo, danzando en el aire azul, y poco a poco se iría mezclando con las nubes, más allá de Santa Fe, por la calle Arenales, hacia el río, con el pelo suelto sobre los hombros, libre al fin, entregada a su propio vaivén, resplandeciente, tan bella, y sólo era un puntito minúsculo a lo lejos cuando abajo como las hormigas se arremolinó la gente y las sirenas se fueron quedando roncas de tanto llorar y las tías del campo gimoteaban en lo oscuro murmurando mientras rezaban: pobrecita.

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