Por lo visto, resulta muy fácil quitar poder al Estado en naciones con alto nivel de pobreza, población carente de educación y salud, círculos sociales y económicos enfocados en la conquista de privilegios y con un sistema “preventivo” de control social, destinado a impedir el surgimiento de liderazgos políticos importantes. Sobre todo, si estos están enfocados —con cierta posibilidad de éxito— en la búsqueda de justicia, equidad, respeto por los derechos humanos y desarrollo sostenible.
Aun cuando parezca contradictorio, ese debilitamiento de las instituciones básicas del Estado produce un empoderamiento inversamente proporcional entre quienes detentan el poder político, en combinación con quienes poseen el económico, o ambos. Es decir, a mayor debilidad estatal, mayor capacidad de manipulación de quienes manejan las riendas del gobierno, lo cual les permite ejercer el dominio por medio de estructuras paralelas y disponer de manera discrecional de los fondos destinados a funciones específicas de los entes públicos.
De ese estilo de administración resulta, como consecuencia prácticamente inevitable, lo que se describe como “estado frágil”, caracterizado por la incapacidad de garantizar un sistema de justicia independiente y estable, violación sistemática de los derechos humanos, falta de control en la gobernanza, provocación —a partir de esas deficiencias— de emigración masiva y, añadido a todo eso, una corrupción incontrolable en todos sus estamentos, protegida por la nula transparencia en los actos de quienes gobiernan y de sus satélites en otros centros de poder.
En estados frágiles, las libertades son sistemáticamente vulneradas. De esa cuenta se produce una tensión permanente entre la prensa —impedida de un acceso irrestricto a las fuentes oficiales a pesar de la existencia de leyes garantes de esos accesos— y los gobernantes, quienes la consideran su enemiga número uno a pesar de mantener acercamientos que bien podrían considerarse amenazas veladas. El espacio de maniobra de los medios de comunicación en países con estados frágiles es no solo reducido, sino también altamente expuesto a represalias de todo tipo: económicas, de agresiones físicas y hasta de pérdida de vidas.
Y, finalmente, ¿qué se considera un estado fallido? En este aspecto, no existen acuerdos entre los expertos, algunos de los cuales han decantado la caracterización hacia aquellos países “vivero” de terroristas, en conflicto armado o guerra prolongada contra el narcotráfico y en donde existe una violencia criminal extrema.
Sin embargo, no se debe confundir gobierno con Estado, ya que en el marco de un Estado más o menos funcional se puede producir el ejercicio de un gobierno débil, incapaz de responder a los deberes y conductas establecidas en su texto constitucional. Este escenario, aun cuando es altamente riesgoso para la estabilidad de un país, posee mejores perspectivas de reparación de su tejido político y, por ende, la capacidad de reparar los daños orgánicos provocados por períodos administrativos laxos en sus controles, permisivos ante los abusos de poder e indiferentes ante las justas demandas de la ciudadanía.
Elquintopatio@gmail.com
Fuente de Información: Prensa Libre.
Aun cuando parezca contradictorio, ese debilitamiento de las instituciones básicas del Estado produce un empoderamiento inversamente proporcional entre quienes detentan el poder político, en combinación con quienes poseen el económico, o ambos. Es decir, a mayor debilidad estatal, mayor capacidad de manipulación de quienes manejan las riendas del gobierno, lo cual les permite ejercer el dominio por medio de estructuras paralelas y disponer de manera discrecional de los fondos destinados a funciones específicas de los entes públicos.
De ese estilo de administración resulta, como consecuencia prácticamente inevitable, lo que se describe como “estado frágil”, caracterizado por la incapacidad de garantizar un sistema de justicia independiente y estable, violación sistemática de los derechos humanos, falta de control en la gobernanza, provocación —a partir de esas deficiencias— de emigración masiva y, añadido a todo eso, una corrupción incontrolable en todos sus estamentos, protegida por la nula transparencia en los actos de quienes gobiernan y de sus satélites en otros centros de poder.
En estados frágiles, las libertades son sistemáticamente vulneradas. De esa cuenta se produce una tensión permanente entre la prensa —impedida de un acceso irrestricto a las fuentes oficiales a pesar de la existencia de leyes garantes de esos accesos— y los gobernantes, quienes la consideran su enemiga número uno a pesar de mantener acercamientos que bien podrían considerarse amenazas veladas. El espacio de maniobra de los medios de comunicación en países con estados frágiles es no solo reducido, sino también altamente expuesto a represalias de todo tipo: económicas, de agresiones físicas y hasta de pérdida de vidas.
Y, finalmente, ¿qué se considera un estado fallido? En este aspecto, no existen acuerdos entre los expertos, algunos de los cuales han decantado la caracterización hacia aquellos países “vivero” de terroristas, en conflicto armado o guerra prolongada contra el narcotráfico y en donde existe una violencia criminal extrema.
Sin embargo, no se debe confundir gobierno con Estado, ya que en el marco de un Estado más o menos funcional se puede producir el ejercicio de un gobierno débil, incapaz de responder a los deberes y conductas establecidas en su texto constitucional. Este escenario, aun cuando es altamente riesgoso para la estabilidad de un país, posee mejores perspectivas de reparación de su tejido político y, por ende, la capacidad de reparar los daños orgánicos provocados por períodos administrativos laxos en sus controles, permisivos ante los abusos de poder e indiferentes ante las justas demandas de la ciudadanía.
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Fuente de Información: Prensa Libre.