Por Enrique Medina
En la fastuosa terraza del piso mayor, desde donde se aprecia espléndidamente París, Henry Miller limpia las lentes del binocular. Hace foco en la terraza donde una dama, a pesar de estar algo nublado, toma sol recostada en una hamaca. Ronroneando, el gato siamés se le refriega en el pantalón. El se sienta y el animal salta a su regazo exigiendo las caricias que no se hacen esperar. Ultimamente a Miller lo han ganado el de-saliento y el desinterés por las cosas de la vida; él mismo lo ha notado, y le preocupa. Mira la computadora que no usa, pero que siempre está con el protector de pantalla mostrándole los rostros de sus actrices preferidas de la época de oro del cine. Ellas le sonríen levantándole el ánimo. Sí, quizá convenga decirle a Anaïs que tiene ganas de ir a un cine, al teatro... No estaría mal caminar por las orillas del Sena, ir al Louvre, donde hace tanto que no van... Un fuerte dolor en la espalda, más en la cintura, lo obliga a ponerse de pie y caminar para aliviarse un poco. Al verse devuelto a las baldosas, el gato se siente ofendido y entra al living. Anaïs deposita en la mesa blanca la bandeja con el té. Ponete la gorra, que un vientito en la cabeza te resfría de nada. Ella va hasta la enorme jaula que a su vez contiene muchas otras para que los pájaros dispongan de un espacio privado sin necesidad de atacarse. Entra y en los canteros echa zapallito y lechuga a tres majestuosas tortugas, saluda con distintos silbidos a picaflores, cardenales, calandrias, cacatúas de espléndido penacho, dos loritos agapornis llamados los pájaros del amor que trajeron de Africa, un doradito copetón, cotorras, canarios, una pareja de tucanes que se saben los jefes del ambiente, y una larga cola que, a pesar de las explicaciones reiteradas de Miller acerca del mal olor de todos los bichos y que ese pájaro es de la familia de los calurus pero no un quetzal ya que apenas si habrá uno o dos en plena selva guatemalteca, ella igual insiste presentándolo a las visitas como un quetzal auténtico; y lo dice con pena porque el ave ya tiene sus años y en cualquier momento puede ser pretérito. Con suave ademán ahuyenta a las palomas que se posaron en sus hombros y con el pie aparta los conejos. Sale. Va hasta el atril donde la espera el cuadro en el que está pintando el rostro de Miller. Ahora, luego de haber superado distintas etapas temáticas como “estudio de figuras”, “naturaleza muerta”, “detalles ignorados”, “caos abstracto”, “el triunfo del espíritu”, Anaïs está feliz con el logro de la serie “paisajes de ciudad” que le han prometido exhibir en una Galería de Rue des Saints Pères. Le da una pinceladita al cuello de la camisa de Miller, y luego guarda todo bajo techo temerosa del cielo gris que anuncia lluvia fuerte. El se coloca la gorra y piensa que si los amigos no llaman, debería llamar él, no desligarse de las relaciones. Uno se va quedando solo y eso es malo. Cuando estaba en actividad lo abrumaban los compromisos. Ahora, retirado desde hace un tiempo luego de haber trabajado hasta edad avanzada, día a día debe conformarse con el recuerdo. Y esto no le gusta. Bebe el té y pregunta:
–¿Qué habrá sido de Brassaï?... Mirá vos, pensaba en él sin ningún motivo preciso... ¿Cuánto hace que llamó la última vez?... El año pasado no llamó, ¿no?... La pucha, cómo pasa el tiempo...
Aparece la mucama con la pastilla que debe tomar Miller, de paso informa que el veterinario avisó que pasará una hora más tarde. Anaïs unta unas tostadas con jalea de frambuesa:
–... Y... Debe haber sido... ¿Hará más de un año, más o menos, o más?... La vez pasada June me preguntó por él...
–Ah, June... Sí, June... ¿Quién es June?...
–Tu segunda mujer... La que te mantuvo para que vos pudieras escribir...
–Ah... ¿Nos vemos con ella?...
–De tanto en tanto... Los tres nos quisimos mucho... Hicieron una película...
Miller bebe té sin pensar en lo que hace porque en su mente hay personas y animales, casas y libros, paisajes y noches soleadas, amigos y envidiosos, mujeres y más mujeres, hay un mundo que gira con la intención de perjudicarlo, sin duda, por ello es que debe callarse y no hacer preguntas que lo descoloquen ante esta mujer que además de cuidarme se acuesta en la misma cama que yo. Entonces, eso, recurro a las columnas que nunca me fallan y fortalecen mi entendimiento global de las cosas sin perder la precisión del recuerdo... Porque aunque sea de a ratos, sé que Brassaï debió avisarme, darme una explicación y pedirme perdón por decir que tuve la suerte de leer el original de Céline y gracias a esa lectura encontrar mi camino. Debió haberme dicho que lo iba a escribir. Yo no quería que se supiera... Y menos ese Céline mierdoso que nunca me aceptó una invitación a tomar un café, ¡mierda, mierda!... Nunca lo voy a perdonar a Brassaï, ni aunque me saque miles de fotos para sus libros de arte, nunca. Y yo estúpidamente le había escrito el prólogo para su novelita, pelotudo que soy... ¡El Ojo de París!, ahora recuerdo haber escrito ese libro sobre sus fotos, mierda, mierda... ¿Y June?... ¿Y Brenda?... ¿Y la japonesa?... Estoy mirando a una mujer que mastica una tostada. La tostada se llama tostada, sí, pero ¿la mujer que me mira?... ¿Y Lawrence?...
–¿Y Lawrence?...
–¿Cuál de ellos?...
–Durrell. ¿Viene a vernos?, ¿se había separado? Siempre te dije que fue un error de ella la separación... El nunca le cuestionó nada. Y eso ella no supo valorarlo. En fin, es cosa de ellos, pero si se recomponen, mejor así. Reconozco que él se olvidó del hijo... Mirá que quiero nadar un poco... ¿No es la pastilla roja la que me toca ahora?... ¡Ah, ahora recuerdo! El le escribió el prólogo al libro que Brenda hizo con mis cartas.
–La roja te toca a la noche, ahora tomate esa que te trajo Wendy... Las que llamaron fueron Brenda y Hoki, dicen que un día de éstos nos caen a tomar el té...
Miller observa los labios de Anaïs. ¿Cómo se llama esta mujer?... Los labios se mueven pero por momentos no escucho lo que dicen. Posiblemente esos labios estén mintiendo. ¿Quién es ella?... ¿Quién soy?...
–¿Soy algo?...
–Sos escritor.
–¿Y vos?
–También soy escritora. Y fui tu amante cuando estabas casado con June... Y los tres fuimos un solo cuerpo.
–¿Dónde estamos?
–Donde debemos estar...
Miller bebe y dispone la taza en el platito. Agarra el binocular y observa en panorámica. Busca la mujer que le gusta, la del balcón del edificio de ladrillos rojos. La halla. A pesar del tiempo algo nublado, como lo hace habitualmente, ella se ha desnudado por completo, como sabiendo que él la mira desde lejos. Deja el binocular. Se humedece el índice en la lengua, se agacha y presiona sobre una basurita que se le queda adherida, con cuidado la echa dentro de una maceta. Luego se sienta y acerca la notebook. Primero acaricia a la pareja de siberianos y enseguida les echa una mirada atenta a los portales periodísticos. Luego mira su correo. Nada. Descansa los brazos en el sillón. Anaïs le agarra una mano y aprieta. Aún no entregado, con la mano libre, él escribe Henry Miller en el buscador para ver si hay alguna novedad sobre su persona.