Por Fernanda Sánchez
Es levantar la mirada en el subte, y ver: cada quien con los ojos en su propia pantalla. Hace tiempo ya que Italo Calvino tuvo una visión de todo esto en Tokio, y la contó en su texto Los flippers de la soledad. “Si no fuera por la agresividad cromática y acústica, no nos percataríamos de que se trata de un lugar de diversión al ver a las personas sentadas, cada una frente a su pequeño escaparate como en un lugar de trabajo, los ojos fijos en el centelleo del mecanismo relumbrante, maniobrando los botones con gesto de autómata”, anotó. Tres décadas más tarde en ésas seguimos, sólo que ahora la pantalla -y el mundo- se han vuelto más pequeños. Apenas un rectángulo posado en la mano, y esa geometría plagada de “marcas de identidad”. Hoy, por lo visto, todo eso que no haya sido previamente procesado por el Yo Estampador (”mi” música, “mis” videos, “mis” contactos, mis, mis, mis) es parte de algún otro redil extraño, y potencialmente peligroso. Por fuera de ese mundo a escala personal, todo parece inquietar, empezando por la mirada ajena. Vamos pues con los ojos puestos en el único espacio “seguro”: el nuestro, ese que se controla y se dibuja a gusto, y en donde nada importa tanto como lo propio. “¿En qué estás pensando?”, interroga una y otra vez el Oráculo de Facebook, a modo de ciberidishe mame, y uno responde.
Ya en su imprescindible Postdata sobre las sociedades de control, Gilles Deleuze advertía sobre un futuro de “nuevas libertades”, pero también “de nuevos mecanismos de control que rivalizan con los más duros encierros”. Por eso, en este nuevo escenario en donde el yo se ausculta, interesadísimo, y se vuelve a revisar dentro de un instante, sus palabras se vuelven revelación. Es el minuto a minuto del alma, su rating sentimental. El egosistema depende de eso: de preguntarse, una y otra vez, cómo se siente. Qué tal está. Del todos para uno, al uno para todo, en una apoteosis de la autosuficiencia que Gilles Lipovetsky llama “hiperindividualismo” y en la que reconoce el clímax de lo que se venía gestando desde hace tres décadas. En la misma línea, la antropóloga Paula Sibilia hace notar que “antes calificadas como enfermedades mentales o desvíos patológicos de la normalidad ejemplar, hoy la megalomanía y la excentricidad no parecen disfrutar de esa misma demonización.
En una atmósfera que estimula la hipertrofia del yo hasta el paroxismo, que enaltece y premia el deseo de «ser distinto» y «querer siempre más», son otros los desvaríos que nos hechizan”. Y también otras las penas, ya que, como precisa la psicoanalista Patricia Faur, “el costo de esta consagración del yo es un enorme sentimiento de vacío que ha hecho de la depresión la enfermedad del siglo XXI. Vivimos en una sociedad que crea la ilusión de estar hiperconectada, como si ese encuentro virtual los dejara menos solos. Pero en ese encierro dentro del hardware la sexualidad se vuelve virtual, la amistad es un contacto, los olores dejan de existir. Y nada bueno puede derivarse de esto”, dice.
Santiago (veinte años, pelo bicolor, tres pantallas a su alrededor a modo de ciberhijitos) no tuvo aún el gusto de leer a Lipovetsky, pero encarna su idea a la perfección. Hete aquí un hiperindividuo: todo en él y su circunstancia (la ropa, la música que suena en sus oídos, la cría de pantallas) lleva su impronta. Tal el mandato: hoy todo puede (y debe) “personalizarse”, incluido en esto desde el auto hasta las noticias que recibimos. Experiencias tales como las de Trove (la aplicación de The Washington Post que permite seleccionar sólo las noticias que le interesen al usuario), Livestand (la misma idea, pero desarrollada por Yahoo), Pulse y Flipboard (que permite “tunear” las noticias y leerlas en la IPad) o News.me (un desarrollo parecido impulsado por The New York Times) son apenas distintas versiones de una misma idea: acercarle al lector un espejo informativo. Un mundo sólo para sus ojos.
MUNDOS A MEDIDA
Hace tiempo ya que se habla del siglo pasado como “El siglo del yo”. Ése es, de hecho, el título de un maravilloso documental de la BBC en el que la lupa se pone por casi cuatro horas sobre la fundación del sujeto contemporáneo, consumidor antes que ciudadano e insatisfecho antes que cualquier otra cosa. Hace ya tres décadas que Christopher Lasch escribió La cultura del narcisismo y hace tiempo también que el psiquiatra Elías Aboujaoude (autor del libro Virtually You) teorizó sobre la “e-personalidad” o personalidad electrónica, una suerte de invención a la medida de nuestros sueños. Sin embargo, esto es otra cosa. Algo así como el resultado de llevar al yo engendrado por la publicidad y el denominado “marketing uno a uno” hasta la incubadora de Internet. ¿El resultado? Un fenómeno que los psicólogos Jean Twenge y Keith Campbell analizan en el libro La epidemia del narcisismo (una radiografía del Big Bang del ego en el siglo XXI) y los especialistas en marketing, más modestos, resumen en algo llamado “el hiperconsumidor”. Entre sus características mencionan la independencia, el egocentrismo, la falta de empatía y una insatisfacción permanente formateada como una nueva “virtud”: la exigencia. La vida pues siempre parece deberle algo (empezando por mucha, muchísima atención), y en ese caldo el ego crece y lo invade todo. Por algo, si hace ya rato que la revista Time (en su edición dedicada al Personaje del Año) no tuvo mejor idea que colocar un espejo en su portada, hoy no hay producto ni servicio que no recurra a la “personalización” para vender asesoramiento financiero (estamos en el boom de las “finanzas personales”), comida (hoy todo es “cocina de autor”), candidatos políticos o entretenimiento. Pablo Bendersky, de la firma Quadion (una empresa dedicada a las aplicaciones para móviles), explica al respecto que hoy “la mayor parte de los ingresos que generan los juegos tiene que ver con la customización. Es decir, la posibilidad de dotar a mi avatar del modo que quiera, ponerle un sombrero o un determinado traje. Lo caro no son los juegos, sino la posibilidad de «personalizar» a mi jugador. Y en eso sí se gastan verdaderas fortunas”, resalta. “¿Te gusta? Es un conejito”, explica feliz de la vida Diana sobre su nueva funda de celular, con dos enormes orejas rosadas. “También tuve uno dorado. Yo siempre necesito cosas diferentes, mías, porque si no, me aburro”, explica, con esa contundencia de los 19 años. Sin embargo, se puede escuchar a personas mayores que ella argumentando algo por el estilo aun cuando lo que modifiquen al compás de sus ganas no sea un simple accesorio sino una carrera, una casa. Una vida: el mundo según yo. La cápsula perfecta, el ciberútero que a cada quien contiene y por fuera del cual todo es hostil, imprevisto. Distinto. Tal vez por eso también hoy contamos con una exitosa aplicación llamada Instant Mirror, capaz de convertir todo descanso de pantalla de celular en… un espejo, claro.
TUNEO, LUEGO EXISTO
Vivimos, dice el sociólogo Ulrich Beck, en “sociedades de riesgo”, donde nada está garantizado y nadie parece decir la verdad. Y si los gobiernos mienten, las empresas engañan y hasta creencias tan módicas como saber qué es lo que vamos a comer mañana se han vuelto quimera, más vale no quitar la cerca. El discurso del exterior como amenaza y la sospecha como única actitud inteligente no sólo permiten entender a los preppers (los milenaristas norteamericanos que hacen de sus propias casas un búnker, a la espera de alguna variante del Armagedón, no importa si química, atómica o islámica), sino también a estos nuevos comandos de la soledad. Esos a los que la empresa Trendwatching (una consultora de tendencias globales) definió como youniverse. Esto es, “tu universo”, mundos a escala personal, donde uno no sólo puede decidir si habrá palmeras, edificios o playas, sino también vivir una vida alternativa, en un cuerpo digital “tuneado” a gusto. Pero ¿alcanza impregnar de uno mismo hasta el último detalle para saber quién se es? Según Graciela Moreschi, médica psiquiatra especializada en vínculos, no. ¿Por qué? “Porque es justamente la mirada del otro la que nos vuelve sujetos. Relacionarse implica todo un esfuerzo adaptativo a través del cual maduramos porque aprendemos a ceder y a negociar. Pero en un mundo narcisista no hay cambio ni crecimiento porque tampoco hay vínculo. El otro es sólo un espejo frente al que lo único que se busca es aprobación”, dice.
De hecho, según un reciente estudio de la Universidad de Freie, en Berlín, “se ha demostrado que frente a cada «like», se activan zonas del cerebro que tienen que ver con los mecanismos de recompensa”, confirma Alejandro Tortolini, experto en mundos virtuales y docente de la Universidad de San Andrés. Pero hay en el egosistema algo que lo vuelve inestable desde el vamos, y que es -valga la ironía- su falta de ventanas. Vuelto sobre sí, estático y perfecto, sometido a interminables reediciones y “tuneos”, es justamente salir a la luz del día lo que lo revela en su trágica de Drácula electrónico: existe a condición de que el otro nunca pase de ser un pulgar hacia arriba o una cara sonriente.”¿Por qué uso emoticones? No sé. Porque son más claros. Con las palabras siempre hay confusiones, malentendidos. Con el emoticón no, porque si uno ve una carita feliz, ya sabe que el otro está feliz. Entonces le manda otra carita y todo el mundo contento”, declara Javier, parafraseando a Aldous Huxley, pero también dando cuenta de por qué hoy -separado, padre de dos hijos y con más de cuarenta años- todavía sigue espolvoreando sus mensajes con dibujos de animales furiosos, felices o tristes. También para Guillermo Tragant, director creativo de su propia agencia de publicidad y conocedor como pocos del mundo de las marcas, éstos son buenos tiempos. “Donde algunos ven el mito de Narciso, yo veo un momento de reflexión, dispersión y funcionalidad. La tecnología es buena amiga, hoy el poder del usuario es surreal y las buenas marcas están atentas a eso; escuchan y se crea un ida y vuelta muy rico. Las marcas buscan cada vez más comunicarse con sus clientes mediante voces personalizadas, identificando nichos o creando niveles de comunicación en los que el mensaje se va destilando. Y eso es bueno”, asegura.
YO, MI, ME, CONMIGO
Cada noche, a las nueve en punto, una bandeja repleta de comida aterriza frente a la puerta del cuarto. Cada noche, a las nueve y cinco, la bandeja desaparece. Reaparecerá -vacía- a eso de las nueve y media. Del otro lado de la puerta de la habitación está el hijo de la mujer que trae la bandeja. Pero madre e hijo no se ven desde hace cuatro años, cuando el chico (por entonces a punto de rendir los exámenes para entrar a la universidad) simplemente colapsó. Desde entonces, vive encerrado en su habitación y su único contacto con el mundo son su computadora y esa bandeja puntual. En Japón se los conoce como hikikomori (”apartados de la sociedad”) y son más de un millón de adolescentes y jóvenes, por lo general primogénitos varones, esos sobre los que las expectativas familiares caen como un tronco sobre el gong y así los dejan: solos y vibrando.
¿Adónde van entonces los que simplemente no pueden responder a la demanda social de un yo que brille hasta enceguecer? Hacia adentro, hacia ese último reino de lo privado. El sueño del cuarto propio, pero ya no en versión Virginia Woolf, sino en modo siniestro: afuera está el mal; adentro estoy yo. Y mis pantallas y videojuegos. Tal vez por eso hay también quienes ven en los hikikomori algo así como la versión (extrema y animé) de eso en lo que todos, llegado el caso, podríamos llegar a convertirnos. De eso en lo que todos, quizá, ya estamos en camino de convertirnos. ¿Será acaso el derrame del yo un modo de controlar -en la sociedad del riesgo- el mayor de todos los peligros: que otro descubra nuestra humanidad, nuestras zonas débiles, nuestros “defectos de fabricación”? Para la antropóloga e investigadora Rosalía Winocur no cabe duda, y es precisamente eso lo que reside en el fondo del “boom móvil”. Esto es, que en un planeta con 8000 millones de humanos haya hoy 10.000 millones de celulares. Ergo, más dispositivos que gente. Según Winocur, el cordón umbilical afectivo que crea el aparato entre nosotros y nuestros seres queridos es lo que explica su crecimiento monstruoso. “Este aparato se volvió clave para mantener la cohesión imaginaria de los espacios seguros donde habitan nuestras certezas, porque nos permite exorcizar los fantasmas de la otredad”, anota. También para Moreschi la pasión por aferrarse a lo propio (después de todo, tal vez no sea casual que la aprobación se represente con un pulgar en alto idéntico a ese que chupan todos los bebes) y exaltarlo, y hacer del “yo mismo” una marca, no revela más que una incurable soledad. O, parafraseando a Deleuze, exhibe hasta qué punto los nuevos mecanismos de control nada tienen que envidiar a los más duros encierros.
Fernanda Sánchez | Para LA NACION