domingo, 12 de enero de 2014
Causas y...
Por Martín Pollera y Mauro Alvarez *
Uno de los principales temas de la agenda argentina es la inflación. Sin embargo, generalmente se presenta al fenómeno desde una lógica oportunista y coyuntural, sin dar lugar a una discusión profunda que aborde sus causas estructurales. Vale realizar un análisis más acabado del tema, circunscribiendo la problemática al contexto local, y estableciendo una diferenciación entre las causas y las soluciones propuestas desde distintas visiones.
En primer lugar, se debe señalar que la elección del modelo de crecimiento representa una definición política e ideológica, donde el camino elegido puede generar en mayor o menor medida tensión sobre los precios.
Existen países cuyo crecimiento se explica a partir de la producción de bienes manufacturados que resultan competitivos en base a salarios bajos, como los del continente asiático, y otros que crecen a través de las exportaciones de bienes primarios, cuya producción, especializada y concentrada en pocos bienes, emplea poca mano de obra en relación con el valor de la producción, como el caso de Chile y otros países de América latina, que han primarizado su producción.
Ambos modelos presentan un denominador común: reducen las presiones inflacionarias, aunque excluyendo a la mayoría de su población de los beneficios del crecimiento, a través de salarios de subsistencia en el primero y de desempleo en el segundo.
En contraste, en 2003 el Gobierno tomó la decisión de cambiar el modelo de valorización financiera impuesto por la dictadura militar en 1976, y profundizado en la década del ’90, por un modelo industrial, basado en el empleo y en el fortalecimiento del mercado interno, a través del aumento del empleo y del poder adquisitivo de los salarios. Por esa decisión, Argentina acumula diez años consecutivos de expansión, con significativas caídas en los índices de desempleo y pobreza y con mejoras sustanciales en la distribución del ingreso, aunque con implicancias sobre los precios.
En segundo lugar, es necesario identificar cuáles son los desequilibrios que genera la inflación, de forma de dimensionar su gravedad. Sin ser exhaustivos, la distorsión en las señales de precios, la inequidad distributiva y la pérdida de poder adquisitivo son algunas de las consecuencias negativas de la inflación.
En primer término, estos desequilibrios provocan ineficiencias, debido a que uno de los motores del sistema capitalista son los incentivos (a producir, consumir, ahorrar e invertir) que generan los precios. En un contexto inflacionario, el movimiento constante de precios dificulta la toma de decisiones. En segundo término, la inequidad se genera entre aquellos que pueden protegerse mejor de la inflación (con activos financieros, con mayor poder de negociación de salarios o de fijación de precios) respecto de los que no.
Por último, si los aumentos de precios son mayores a los aumentos en los salarios, disminuye el poder adquisitivo.
Los tres problemas se magnifican a medida que aumenta la inflación. En este sentido, la tasa de inflación actual se encuentra por debajo de los niveles históricos para Argentina, sin que se aprecien señales de aceleración. Las tasas de los últimos años se mantienen en alrededor del 10 por ciento según el Indec, y entre 20 y 25 por ciento para las consultoras privadas, mientras que entre 1971 y 1980 la inflación fue del 142 por ciento promedio anual, y entre 1981 y 1990 ascendió a una media anual del 805 por ciento.
Respecto del poder de compra, resulta importante destacar las políticas implementadas por el Gobierno en relación con la reinstalación de las paritarias, las actualizaciones automáticas de las jubilaciones y el ajuste anual del Salario Mínimo Vital y Móvil.
En ese sentido, el cuadro que acompaña el artículo (ver aparte) dimensiona la relación entre la suba de precios de algunos productos básicos y los ingresos de los deciles más bajos.
En la misma línea, el salario real de los trabajadores privados registrados se incrementó 230 por ciento en los últimos diez años, mientras que para los no registrados mejoró 260 por ciento. En ambos casos, más que triplican la cantidad de bienes y servicios que podían adquirir en 2003. Incluso si se utilizara el IPC “Congreso”, dichos salarios reales aumentaron 60 y 73 por ciento, respectivamente.
Causas
Desde la ortodoxia se sostiene que el gasto público elevado, sumado a una continua emisión monetaria para atender ese nivel de gasto, crean un aumento de la demanda ante el cual la oferta no puede responder ofreciendo mayores unidades, por lo que sube sus precios. Entonces, recomienda “enfriar” la economía a través de la reducción del gasto y/o desacelerando la emisión. Lo que no se advierte, o al menos no se menciona, es que esas políticas moderan el crecimiento económico y la creación de empleos, ocasionando un costo mayor al beneficio que brinda la estabilidad de precios.
Además, pasa por alto el hecho de que la emisión no es una variable totalmente exógena, sino que está fuertemente ligada al nivel de actividad. Más precisamente, si el circulante no acompaña el nivel de expansión, la escasez de medios de pago terminaría estrangulando al crecimiento. Asimismo, el mismo proceso inflacionario genera la necesidad de tener más billetes en circulación para poder realizar una misma cantidad de transacciones a un precio mayor.
Lejos de estas visiones reduccionistas, vale precisar el carácter multicausal del fenómeno inflacionario. En el caso argentino, se distinguen las siguientes:
- Un proceso económico de fuerte y sostenida expansión con inclusión reduce los niveles de desempleo y, concomitantemente, aumenta el salario real. La apertura de paritarias derivó en el natural proceso de acción-reacción entre empresarios (precios) y asalariados (sueldos), conocido como puja distributiva, en el cual cada parte intenta mejorar, o bien mantener, el tamaño de la porción que obtiene en la distribución de la riqueza generada.
- Los procesos de expansión económica que se registran en estructuras productivas desequilibradas, como la argentina, suelen disparar problemas de restricción externa (falta de divisas) por el incremento de la demanda de bienes de capital e insumos importados. El fenómeno genera la necesidad de ajustar el tipo de cambio (depreciación) para evitar la merma en el ingreso neto de divisas, provocando aumentos de precios en los bienes transables consumidos localmente.
- Aumento del precio internacional de los commodities, en particular de la soja. Más allá de que este producto no es ampliamente consumido internamente, su alta rentabilidad provoca disminución en la oferta de otros productos primarios (los sustituye o desplaza a zonas menos fértiles) y genera aumentos en los costos de la producción agropecuaria (alquiler de campos, fertilizantes, servicios). Menor oferta y mayores costos generan aumentos de precios (el trigo es un ejemplo muy claro).
- Una estructura de mercado concentrada que permite, por un lado, establecer precios disociados de los costos de producción, y por el otro, responder a los aumentos de demanda a través de subas de precios, sin que ello implique una pérdida significativa en su participación de mercado.
Solución
La inflación no es “el problema” de la economía argentina, sino la consecuencia de su estructura económica desequilibrada. Por ello, las políticas para bajarla deben avanzar sobre sus causas estructurales, sin afectar la actividad económica, el empleo y la redistribución del ingreso.
Reducir el gasto público y la emisión monetaria significaría un menor nivel de actividad y, consecuentemente, un incremento en la tasa de desocupación. Además, lejos de atacar las verdaderas causas estructurales de la inflación, se maquillaría el problema, generando graves consecuencias sociales y productivas.
Asumir que la emisión monetaria explica per se los aumentos de precios conduce necesariamente a suponer que la inflación no se constituye como un fenómeno complejo, pues una mera reducción de la tasa de creación de dinero resolvería el dilema de los precios.
Las recurrentes crisis del pasado provocaron que la clase empresaria no pudiera concentrarse sobre el eje fundamental para desarrollar grandes emprendimientos: la visión del largo plazo. La inestabilidad permanente hacía imposible pensar más allá del futuro inmediato y obligaba al empresariado a actuar defensivamente, adaptando el nivel de producción a la demanda del momento en función de la capacidad instalada existente, en lugar de responder a través de inversiones que optimicen la escala de la planta. A pesar del fuerte proceso de expansión económica de la última década, esta lógica de comportamiento aún persiste.
El crecimiento económico con inclusión social registrado en los últimos diez años trajo aparejado un fuerte proceso de redistribución del ingreso, que desató pujas distributivas entre asalariados y empresarios. Ello, en el marco de una estructura económica desequilibrada y concentrada (con marcados oligopolios en distintos sectores), generó que las empresas, con el objetivo de sostener o inclusive aumentar sus ganancias, ajustaran sus precios en forma sostenida.
En consecuencia, la solución estructural a la inflación requiere, por un lado, de políticas estables que continúen fortaleciendo el mercado interno y, por el otro, aumentar y mejorar la inversión pública (especialmente en infraestructura asociada a la producción), que permita mejorar la competitividad. Ambas acciones provocarían que la inversión privada aumentara, robusteciendo el tejido productivo. En tal sentido, las políticas de integración nacional y sustitución de importaciones implementadas por el gobierno nacional resultan pilares fundamentales para sortear los “cuellos de botella” que se presentan, pues promueven la creación de empleo, desacoplan los precios locales de los internacionales y consolidan una matriz productiva más sustentable, diversificada y competitiva. Sin embargo, todavía no se ha logrado recomponer algunos “eslabones perdidos” en las cadenas productivas, y aún quedan materias pendientes en infraestructura (transporte, energía).
En definitiva, la consolidación de un modelo de crecimiento con inclusión social requiere continuar articulando políticas públicas que defiendan las conquistas sociales obtenidas, pero que principalmente avancen sobre aquellas demandas que aún están pendientes.
* Economistas, Centro de Estudios en Políticas de Estado y Sociedad (Cepes).
@mpollera
@mauroalvarez.ar
STEPHEN KING CUENTA LA COCINA DE DOCTOR SUEñO, LA SECUELA DE EL RESPLANDOR
Por Stephen King
Unos cinco años atrás, vi en uno de esos programas televisivos de la mañana, una nota sobre un gato que vivía en un hospicio, y que sabía antes que nadie cuándo alguien estaba a punto de morir. El gato se metía en la habitación, se acostaba en la cama y a la gente nunca parecía molestarle. Luego estas personas que habían sido acompañadas por el gato, morían. Supe que quería escribir una historia sobre eso, y luego lo conecté con Danny Torrance de adulto, trabajando en un hospicio, y entonces lo decidí: ya está, voy a escribir este libro. El gato tenía que estar en él. Siempre necesito dos cosas para ponerme en marcha. Fue como si el gato hubiera sido el transmisor, y Danny el motor.
Es cierto que la mera idea de la secuela es peligrosa. La gente tiene la tendencia a acercarse a las secuelas con desconfianza: “Hum, si este tipo está volviendo al lugar en el que estaba 30 o 35 años atrás, debe andar escaso de ideas. Se debe estar quedando sin nafta”. No me siento así, pero sí que en este caso volver era un verdadero desafío.
La idea era intentar que la gente volviera a cagarse en las patas. 11/22/63 fue muy divertido de escribir, y lo leyó mucha gente y a muchos pareció gustarles, pero no es lo que uno llamaría una historia de terror hecha para espantar. Lo mismo puedo decir de La cúpula. Quería volver a mi zona más tenebrosa.
Por otro lado, yo también creo que la mayoría de las secuelas son horribles. Mucha gente que se murió de miedo con El resplandor, viene y me dice: “Yo lo leí a los 12, en un campamento”, o “lo leí a los 15, cuando estaba en el secundario, y realmente me cagué de miedo”. Mientras escribía Doctor Sueño no dejé de pensar que toda esa gente ahora tiene cuarenta y pico y ya se vieron expuestos a Freddy Krueger y Jason Voorhees y muchas otras cosas. Se me ocurrió que probablemente leerían el nuevo libro y dirían: “Bueno, éste no es tan aterrador. Yo pensaba que éste era un tipo aterrador”. Yo no cambié tanto: es que ellos han crecido y madurado. Ya no son blancos tan fáciles.
JACK ESTA AQUI
Para muchos chicos, Papá es un tipo aterrador. Está toda esa cuestión tradicional, con mamá que te dice, a modo de amenaza: “¡Esperá a que tu padre vuelva a casa y vas a ver!” En El resplandor, esta gente está aislada en un hotel por la nieve, y papá está todo el día en casa. Además, está luchando con este problema que tiene con la botella, y con un temperamento que, más allá del alcohol, ya es bastante malo de por sí. En ese momento yo me sentía bastante conectado con todo este asunto, porque era padre de niños pequeños. Una de las cosas que me sorprendieron de la paternidad fue descubrir que era posible enojarse con tus propios hijos.
Yo nunca tuve un padre en casa. Mi madre nos crió a mi hermano y a mí ella sola. No es que yo haya usado mi propia historia en el libro, pero sí proyecté algo de esa rabia que uno siente hacia los hijos, en esos momentos es que es necesario decirse a uno mismo: realmente tengo que mantener el equilibrio, porque yo soy el adulto acá. Una razón por la cual incluí alcohol en el libro es que el alcohol tiene la tendencia a romper ese control que uno intenta tener sobre su temperamento.
En Doctor Sueño quise también incluir a una niña en la historia para que fuera algo así como el hijo sustituto de Danny. Su nombre es Abra, y está tomado del principal personaje femenino de Al Este del Paraíso, de John Steinbeck. Siempre me gustó ese nombre. Pude crear a un niño que era como una suerte de regreso a algunos de los chicos de Cementerio de animales, La noche del vampiro e It. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que usé a niños como personajes importantes en un libro. Dejé de hacerlo porque mis hijos crecieron, y entonces ya no tuve niños cerca. No quiero sonar despreciativo en este tema, o malvado, pero dicen que uno debe escribir sobre lo que conoce. Tener hijos pequeños es como tener tu propio terrario en casa. Observé todo lo que hacían y eso me permitió crear personajes reales. También me puse a pensar en que hay muy, muy pocos libros sobre chicos, que estén destinados a adultos. Están El señor de las moscas, y Huckleberry Finn o Tom Sawyer; hay algunos libros serios, pero no muchos.
Que Danny esté al cuidado de una niña tiene que ver con que yo sabía que si hacía una secuela, iba a tener que ponerle algunos de los mismos elementos del original, pero al mismo tiempo no quería que fuera tan parecido. No quería hacer que Danny fuera un adulto con sus propios chicos y que replicara todo el asunto del borracho-iracundo, pero sí pensé: no solo el alcoholismo puede ser una enfermedad familiar, también puede serlo la ira. Uno se entera de que los tipos que abusan de sus hijos fueron abusados cuando eran chicos. Eso claramente le cabe a Danny.
RELEER ESO
Tuve la oportunidad de regresar a la ambientación de Nueva Inglaterra que conozco, pero en su lugar volví a Colorado y recorrí los alrededores, y decidí que era necesario tratar de llevarlo todo de vuelta al lugar en el que transcurrió el libro original. Regresar al hogar. Así que hay un clímax que tiene lugar en, digamos, una región que la gente recordará. El tema es que ésta es una secuela de la novela, no de la película de Kubrick. Al final de la película de Kubrick, el hotel Overlook todavía está ahí, como congelado. Pero al final de la novela, se incendia.
Volver a mi novela fue un auténtico ejercicio de autoconciencia. Recordemos que el tipo que escribió esto tenía apenas 30 años, la mitad de mi edad actual. He aprendido algunos trucos desde entonces, y he perdido algo de la urgencia original que ponía en mis libros en aquella época. Ya no soy el mismo hombre que era, pero también me atraía un poco la idea de recuperarlo.
No suelo volver a leer mis novelas, no mucho. Releí It. Tuve que hacerlo porque quería usarla en 11/22/63. No es que algunos de sus personajes reaparecieran, sino que buena parte de la novela estaba ambientada en el mismo pueblo ficticio de Derry, Maine, y no recordaba la geografía. Tuve que volver y ser muy cuidadoso, de manera de que todo encajara, para que hubiera una transición fluida de una a la otra. No sé si a mucha gente le va a importar en el caso de El resplandor, ni sé cuánta gente querrá volver a leer la primera novela antes de leer Doctor Sueño, pero algunos lo harán. Y ya se sabe cómo son: si llegás a equivocarte en algún detalle, no van a tardar en señalártelo. Debo haber recibido unas 200 cartas por Apocalipsis (The Stand) y la escena en la que Frannie Goldsmith finalmente se da cuenta de que el tipo con el que ha estado, Harold Lauder, ha leído su diario íntimo. Harold se la pasa comiendo estas barras de chocolate marca Payday, y ella encuentra una huella de chocolate marcada en su diario. Las cartas de lectores me decían que ¡Payday no fabrica un chocolate marca Payday! Así que no es posible que deje una huella de chocolate. Es una de esas cosas que te hacen decir: Oh, Dios, salí a la calle desnudo. El hecho de que el mundo no haya muerto a causa de una súper gripe en 1977 no les importa, pero el chocolate Payday sí es un problema.
LA CENA DE OTRO TIPO
He tenido unas cuantas ideas originales, tuve suerte en ese sentido. Pero no me atrevería a decir que nunca más voy a hacer otra secuela de un libro mío. A veces me pregunto por algunos de los personajes. Los personajes me resultan reales. No estoy loco, sé que no son reales. Pero uno pasa una cierta cantidad de tiempo con ellos y empiezan a parecer reales. En este caso, Danny simplemente parecía un personaje obvio para actualizar. Particularmente con ese poder, con esa habilidad para tocar las mentes de otros.
Aunque ha habido rumores del proyecto de la Warner –que produjo El resplandor, de Kubrick– de hacer una precuela basada en partes que habían sido dejadas de lado originalmente, como “Before the Play”, que es el prólogo que fue cortado del libro, y que contenía partes realmente aterradoras, que no estarían mal para hacer una película. ¿Estoy ansioso por ver esa película? No, no lo estoy. Y habría que ver si esos derechos están todavía en manos de Warner Bros. El resplandor ya es un libro tan viejo, que el copyright vuelve a mí. Y presuntamente, los derechos para cine se vencen. Veremos. Tampoco digo que intentaría detener el proyecto, porque soy un tipo más o menos amable. Cuando era chico, mi madre me decía: “Stephen, si fueras una chica, siempre estarías embarazada”. Tengo una tendencia a dejar que la gente desarrolle cosas. Y tengo cierta curiosidad por ver qué pasa.
Ha habido muchas secuelas a las historias de Sherlock Holmes, y muchas secuelas de Drácula, incluso hay en preproducción una película llamada Demeter, sobre el viaje que hace Drácula de Transilvania a Inglaterra. Quizá sea una película extraordinaria, pero en muchos casos, cuando aparecen estos libros pienso: “¡Ey, vamos, te estás comiendo la cena de este tipo! ¡Andá a conseguirte tu propia cena!”.
En todo caso, mis hijos se ocuparán de ejecutar mis deseos, y de que nadie venga y continúe mis libros de la misma manera en que han continuado los libros de James Bond o los de Jason Bourne. No quiero que eso le ocurra a ninguno de mis libros. Eventualmente, los derechos se vencerán y yo quedaré en dominio público, pero para entonces ya llevaré bastante tiempo muerto. La gente probablemente ni siquiera se acordará.
Mis hijos dicen que mi libro Casa negra –una secuela de El talismán que coescribí con Peter Straub– así como los cuentos en los que sigo libros previos, son mis “huevos de Pascua” escondidos, mis guiños ocultos. Hay un par de guiños a La noche del vampiro escondido en Doctor Sueño. No sé si alguien lo va a detectar o no, pero ahí está. Todos los libros se relacionan de alguna manera entre ellos. La única excepción es Apocalipsis, donde el mundo termina destruido. Supongo que es el Stephen King World, la versión malévola Disney World, donde todo encaja. Aunque, digámoslo de esta manera: si hubiera un parque de diversiones, un Stephen King World, la gente iría a los juegos... una sola vez.
› ZAFFARONI DEFENDIO LA REFORMA DEL CODIGO PENAL
El juez de la Corte Suprema de Justicia Eugenio Zaffaroni explicó que el Código Penal actual es un "caos legislativo" y que se buscará "modernizarlo" y "hacer una aplicación más racional de penas, porque lo que tenemos ahora es una desproporción tremenda". Además, criticó "la reforma Blumberg" y el eslogan "tolerancia cero", y ratificó que dejará la Corte este año.
"En general es un texto que tiene en principio un efecto ordenador porque lo que tenemos ahora es un caos. Hay un caos de leyes penales especiales", afirmó el juez de la Corte sobre el nuevo Código Penal que el Ejecutivo enviará al Congreso tras revisar el texto original que redactó una comisión de juristas de distintas orientaciones ideológicas –Ricardo Gil Lavedra, Federico Pinedo, María Elena Barbagelata y León Arslanian– y que presidió el propio Zaffaroni.
En una entrevista con el diario La Capital de Mar del Plata, el magistrado sostuvo que en el nuevo Código la prisión perpetua será una pena de treinta años. "Nunca tuvimos pena perpetua porque sería inconstitucional. La pena perpetua nunca fue real en nuestro código", aseguró. Agregó que el nuevo texto "moderniza" el Código "con las alternativas de las penas no privativas de la libertad y se trata de hacer una aplicación más racional de penas porque lo que tenemos ahora es una desproporción tremenda".
Zaffaroni confirmó que todas las penas mayores deberán cumplirse de manera efectiva en sus 2/3 partes y el resto tendrá diferentes alternativas, lo que sería "una ampliación de lo que es hoy la libertad condicional pero con penas". En tanto, cargó contra los promotores de la "tolerancia cero" al afirmar "que éste es un lema que ya está olvidado" y remarcó que "una pena de 50 años es una locura", al criticar las reformas impulsadas por Juan Carlos Blumberg en 2004.
En diálogo con La Capital también se refirió al autoacuartelamiento policial ocurrido en diciembre último en algunas provincias y recomendó "repensar la estructura de poder" de la fuerza. "La policía hoy es la que da los golpes de Estado", manifestó.
Por último, Zaffaroni reiteró que antes de fin de año se retirará del máximo tribunal al indicar que cumple "75 años y ese es el límite que dice la Constitución" y consideró que "los cargos en una República tienen que ser por un período de tiempo y luego deben terminar
Cuento azul por Margarite Yourcenar
Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.
Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros.
Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable.
Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna.
Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.
Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente.
Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.
Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un fantasma.
Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.
Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera; mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón.
Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.
El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la garganta y en las manos.
Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.
La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo azul.
En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo mortal.
Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarca-preste no tenían curso en su país.
En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.
Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para mendigar un pedazo de pan.
Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.
El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenla ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.
Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente azul.
Marisa Pineau: “Se piensa que acá la esclavitud fue benevolente”
Por Diego Sasturain
Experta en la historia de los afroamericanos, Marisa Pineau afirma que desde el Estado hubo una política deliberada para invisibilizar la presencia y la historia de los negros en el Río de la Plata así como desconocer su legado cultural.
En abril de 2013 el Congreso sancionó una ley que estableció el 8 de noviembre como Día Nacional de los Afroargentinos y de la Cultura Afro. Fue un primer reconocimiento del Estado argentino a una parte de la población -la afrodescendiente- que durante décadas trató de negar o invisibilizar. La ley, además, obliga a incorporar los temas vinculados a la historia y a la impronta de la cultura afrodescendiente en los programas escolares. Para la historiadora y especialista en temas africanos Marisa Pineau, este logro es más un punto de partida que de llegada. La investigadora conversó sobre la herencia afro con Diario Z en el patio del Museo Etnográfico Ambrosetti – en un pequeño oasis verde en el microcentro porteño– donde tiene su oficina.
Se suele decir que los africanos o sus descendientes murieron por la fiebre amarilla o en la Guerra contra el Paraguay, ¿es cierto?
Hubo una operación política e historiográfica de no dar cuenta de la presencia africana en nuestra cultura. Y quiero aclarar que esa presencia no necesariamente se nota en el color de la piel. Hubo toda la otra invisibilización, vinculada a la historia de los africanos aquí. Hay una larga historia de los africanos en el territorio que hoy es la Argentina, y que está vinculada a varias diásporas. Una primera es la del tráfico de esclavos. Que funcionó a partir del puerto de Buenos Aires y a partir de los puertos de Colonia y Montevideo, que era donde llegaban los africanos. Esos africanos también fueron después a muchos lugares del interior, muchos no se quedaban en la pequeña villa que era la ciudad de Buenos Aires en el siglo XVII y XVIII. Lo vemos por las pinturas, los relatos de los viajeros, y porque lo dicen los censos coloniales y de los primeros años de la vida independiente.
¿De qué parte llegaron?
Fundamentalmente, de la zona al sur del Ecuador, Angola, Congo y Mozambique, del sudeste de África. Hablaban lenguas de tronco bantú, que es a Africa como el tronco cultural indoeuropeo es a Europa.
Entonces, los africanos estuvieron en Buenos Aires desde siempre.
Pasa algo bastante particular, y es que hay varias capas africanas, unas sobre otras. No hay una única herencia afro. Una de las primeras tiene que ver con la esclavitud. Esta fue una sociedad donde hubo esclavos, y en la que los esclavos eran la base o una de las bases de su funcionamiento.
¿Eso es lo que se tendió a borrar?
Sí, de varias maneras. Hay una idea de que la esclavitud acá fue benevolente, que los trataban bien, que convivían con los dueños, como un paternalismo amable. En el único momento en que se muestra a los africanos en nuestra historia es en los aniversarios del 25 de Mayo o en la época colonial. Y se los muestra como menores, tutelados por los mayores, que son los blancos. Hay un ocultamiento de las relaciones sociales esclavistas que fueron fundantes de esta sociedad. También se borra cómo esa población de origen africano fue integrada a los ejércitos de las guerras de independencia como trabajadores y soldados.
¿Y las otras oleadas?
Una segunda diáspora está vinculada a la inmigración de Cabo Verde entre 1920 y 1950. Se asentaron fuera de la ciudad de Buenos Aires, en Dock Sud y Ensenada, porque estaban ligados a la actividad portuaria. Y es una comunidad que vive junta, que tiene una representación vecinal y una identidad complicada, a veces más portuguesa, a veces más africana, pero hay un fenotipo más visible. Y hubo una recuperación cultural en la década del 60 y de los 70, bailes, asociaciones de grupos que se reunían en Casa Suiza, en el subsuelo, donde la comunidad afroargentina organizaba bailes semanales. La dictadura es un corte en todo esto. Una tercera oleada comenzó a partir de la década de 1990, con la llegada de subsaharianos, especialmente de Senegal, de Nigeria y otros países del África Occidental y también de afroamericanos de otros países americanos, del Caribe y de Brasil. Hay algo así como una reafricanización.
¿Era importante el tráfico de esclavos para la economía de la colonia?
Era significativo, y las grandes familias participaban de la trata. Ahí dividiría los negocios, o la riqueza surgida de los negocios de la trata y los negocios surgidos del trabajo esclavo. Son dos cosas distintas. La trata era un negocio floreciente. En general, los africanos que llegaban ya estaban vendidos. No hay documentación que diga que haya habido un mercado de esclavos. Este era un puerto donde quedaban esclavos pero además pasaban para el interior, a Córdoba y el camino hacia Potosí. Iban a las minas y como cargadores.
¿Cuándo se empieza a perder esta presencia?
En el siglo XIX ya se empieza a perder el rastro. La ciudadanía política recién se consagrará con la Constitución de 1853. Hasta ese momento se establecía que un hombre para votar tenía que ser hijo de un hombre libre, por ejemplo. Otra cosa interesante del siglo XIX es que hacia 1870, más o menos, había muchas organizaciones afro. Estamos hablando ya de ciudadanos argentinos que se expresaban a través de la prensa, que se reconocían como descendientes de africanos y estaban reclamando por sus derechos. Encontramos sujetos orgullosos de lo que son, trabajando, haciendo cosas interesantes y pensándose como argentinos. Hay otras experiencias, en otros lugares de América, donde los afrodescendientes empiezan a pensar en la vuelta a África. Acá, en cambio, se piensan integrados.
¿Y qué pasó después?
A partir de la llegada de la enorme inmigración europea la población afro, que podía ser más o menos importante, pierde peso numérico. Por otro lado empieza a haber situaciones de mestizaje, casamientos entre miembros de distintas comunidades, que también es una característica propia de Buenos Aires.
¿Y el sistema educativo qué decía?
Desde la escuela se sostuvo con mucha fuerza que la Argentina era una sociedad blanca y homogénea. Quienes podían pasar por blancos, lo hacían, para no sufrir discriminación. Entonces, cuando el fenotipo no es tan marcado podía ser menos visible a los ojos de la sociedad.
¿Qué marcas quedan específicas de los afroargentinos?
Los lugares que quedan son dos o tres. El Parque Lezama, donde llegaban los esclavos en el siglo XVIII. Está bien poner un recordatorio por el día del afroargentino y de la cultura afro en ese lugar. Otro lugar es la Plaza San Martín, donde había una casona que funcionó como depósito y mercado de esclavos. Primero la alquiló la Compañía Francesa de Guinea y, hacia 1712, la South Sea Company, que traficaban con esclavos africanos. Eso le dio el nombre al lugar, “el retiro de los africanos”. También están documentadas las casas de afroargentinos en la calle Bolívar, a las que también se les pasó por encima en los procesos de modernización. Son dos herencias que están y que no están.
¿Cuánta gente se reconoce como afro hoy?
Hay una prueba piloto que se hizo en 2005 y se están haciendo censos donde se incorpora la pregunta étnica. La categoría es la de afrodescendiente (una persona que reconoce que tiene algún ancestro africano) y para el caso argentino es muy útil y por eso los movimientos afro la aceptaron y la usan. Se hizo una prueba piloto en Santa Fe y en la Ciudad de Buenos Aires, donde dio un porcentaje de más o menos un 5% de la población, que coincide con pruebas anónimas que se hicieron en hospitales públicos de la Ciudad de Buenos Aires. Lo hizo Francisco Carnese, que es profesor de Antropología biológica de la facultad, y le dio entre un 4 y un 5 por ciento con genes afro. En 2010 se incorporó en algunas zonas la pregunta sobre si “usted y su familia se reconocían como afrodescendientes” y hubo 150.000 personas que contestaron que sí. Es claramente una minoría, pero es como un puntapié para pensar nuevas cosas en el futuro.
¿Y por dónde pasa la Buenos Aires afro hoy?
Hay bares, algunos restaurantes. Pero yo creo que donde más se ve es en la movida cultural de las llamadas, en los tambores en San Telmo. Las llamadas y las llamadas no oficiales o contra-llamadas que se hacen. Hay un movimiento fuerte en ese sentido, y también ligado a la práctica de capoeira. Hay mucha gente que lo practica. Quizás estamos buscando a gente con todas las características raciales. Las poblaciones que se reconocen a sí mismas como negras no necesariamente son de piel oscura o mestiza, sino que se comparten ciertos valores culturales, formas de pensar la organización social y familiar, y formas musicales. El proyecto homogeneizador del Estado argentino fue sumamente exitoso en términos de invisibilización de la negritud y de los indígenas. Quizás haya sido el proyecto más exitoso que conocemos, porque nos convencieron de que somos europeos y de que éste es un país de blancos. Todos lo repetimos, nos lo repitieron en la escuela y lo seguimos reproduciendo.
¿Hay ganas de ocultar o de asumir esa herencia?
Yo creo que el orgullo afro tiene que estar ligado a cosas positivas. Si ser negro significa ser pobre, como en general es lo que pasa aquí, si la palabra “negro” es una palabra peyorativa y que equivale a ser pobre, entonces, reivindicarse como negro es más complicado. Me parece que puede ser una reivindicación de tipo política y aglutinadora.
Perfil de Marisa Pineau
Egresada de la carrera de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Marisa Pineau realizó sus estudios de posgrado en El Colegio de México, donde obtuvo el título de Master en Estudios de África.
Es profesora titular de las cátedras “Historia de Asia y África Contemporánea” e “Historia de la Colonización y la Descolonización” de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Además coordina la Sección Interdisciplinaria de Estudios de Asia y África, en el Museo Etnográfico Juan B. Ambrosetti de la Universidad de Buenos Aires (http/museoetnografico.filo.uba.ar) y dirige el proyecto de investigación “África y su diáspora. Historia y realidades actuales” dentro de la Programación científica de la UBA.
Pineau es autora de Ruta del esclavo en el Río de la Plata y Huellas y legados de la esclavitud en las Américas, ambos editados por la Universidad Nacional de 3 de Febrero.
DZ / fs
Fuente Redacción Z
Diario Z
Macri y el gobierno nacional: Te amo, te odio, dame más
Por Laura Mendoza
Las zigzagueantes opiniones de Mauricio Macri sobre el gobierno nacional se explican por su ambición presidencial.
Es por lo menos extraña la dinámica de la relación que entabla el jefe de Gobierno porteño con el gobierno nacional. Claro: hay que comprender que desde octubre pasado nada, absolutamente nada de lo que hace Mauricio Macri se aparta de su norte presidencial. Tal vez por eso, el ingeniero da la sensación de estar en campaña permanente.
De la luna de miel con Jorge Capinanich a principios de diciembre a la beligerancia durante los más acuciantes días del apagón, Macri pasó por todos los estadíos. Se enojó profundamente con los ministros del gabinete de Cristina por la falta de previsión que llevó a la crisis energética, se apuró a proponer la medida oportunista de dotar a los edificios de más de seis pisos con generadores eléctricos, que funcionan con gas oil (hay una ley que impide el uso de cualquier combustible en los edificios); pidió el cambio de huso horario para bajar el consumo eléctrico y se puso al frente del Comité de Crisis Ciudad-Nación mientras la celebración de las Fiestas se lo permitieron.
Como se sabe, en lo peor de la crisis, Macri volaba a Bariloche para pasar la Navidad y el Año Nuevo junto a su familia, viaje registrado por un fotógrafo de Bariloche, Marcelo Martínez, quien denunció que el ingeniero lo llevó a un baño del aeropuerto para convencerlo de que le vendiera las fotos y evitar así su publicación. Horacio Rodríguez Larreta también pasaba las fiestas afuera, así que, una vez más, María Eugenia Vidal encabezó el Comité de crisis y coordinó la asistencia del Same. La vice se cargó todo al hombro y de paso ganó visibilidad frente a su adversario en la interna PRO, el intendente Jorge ‘El Gordo’ Macri, que pretende llegar a la gobernación bonaerense.
Alguien dentro del PRO lo persuadió al ingeniero –dicen que fue Cristian Ritondo– de que no era bueno, por más que lo mereciera, ausentarse de la tragedia de los cortes de luz. Macri volvió a subir al Lear Jet que le alquiló a una empresa del Grupo Exxel, y en un periquete ordenó apagar buena parte de la iluminación pública –por ejemplo, las fuentes que no tienen interruptor y hubo sencillamente que cortar los cables– y visitó geriátricos a los que el gobierno porteño proveyó de generadores. En fin: estuvo presente.
En un descanso, incluso, se ofreció para un reportaje que publicó el sábado pasado La Nación, en donde dijo que Cristina podría terminar presa, habló de corrupción generalizada y volvió a subrayar sus dos obsesiones discursivas: que, como verán, es falso que el PRO gobierne para los ricos; y que, ya ven, la Argentina puede ser gobernada por otro partido que no sea el PJ. Tuvo incluso hasta espacio para ironizar cuando surgió la posibilidad de traspasar una parte del control energético a la Ciudad: “Bueno, si quieren, que me traspasen el país, ya que no lo pueden manejar”.
DZ / fs
Fuente Redacción Z
Diario Z
sábado, 11 de enero de 2014
Leopoldo Marechal, más que un escritor de amplio lenguaje
Por Eduardo Pérsico
… porque Buenos Aires por su origen y sus frescos aluviones no es una sola ciudad, sino treinta ciudades subyacentes y distintas. L.M.
Leopoldo Marechal nació en el barrio de Almagro, Buenos Aires, en 1900 y moriría en 1970. En su inicio literario sería apreciado por sus escritos en la revista Proa y luego como director de Martín Fierro, dos escenarios para la obra poética y narrativa de alguien con perfiles trabajosos de conciliar a veces por él mismo. Antes de cumplir treinta años, el poeta Marechal recibiría en 1929 el Premio Municipal de Poesía por ‘Odas para el hombre y la mujer’, un texto muy estimado luego entre la cofradía literaria porteña por su equilibrio entre clásico y novedoso. Luego en 1940 obtendría el Primer Premio Nacional de Poesía con sus obras ‘Sonetos a Sofía’ y ‘El Centauro’, menciones que lo distinguirían antes de emprender su obra narrativa en 1948. Cuando ya por entonces su obra poética lo hacía comparable con Jorge Luis Borges y ambos serían mejor considerados años más tarde.
Durante su niñez todos los veranos viajaba a casa de sus familiares a Maipú, una localidad a trescientos kilómetros al sur de Buenos Aires, en donde los amigos y familiares del lugar lo llamarían ‘Buenosayres’, nombre que adoptara en su primera obra narrativa de largo aliento, ‘Adán Buenosayres’. Novela donde se aprecian sutiles incidencias narrativas de Roberto Arlt, -que Marechal nunca desmintiera frontalmente- y se publicara en 1948 sin conseguir vender ni la mitad de su escasa primera edición, Aunque dentro del ámbito literario local recibiera elogios muy entusiastas del poeta Rafael Squirru y del aún habitante de Buenos Aires, Julio Cortázar. En verdad, no pocos culparon de ese inicial fracaso a la concepción partidaria del autor, peronista de la primera hora tanto política como afectiva, según acontece con ciertas adhesiones duraderas en el entramado histórico y social de los argentinos. Sobre esa primera experiencia del peronismo el mismo ferviente católico Marechal trabajaría en el campo de la educación y la cultura, y él explicaría ‘al escribir Adán Buenosayres no entendía como salirme de la poesía. Y me pareció que la novela no podía ser otra cosa que el sucedáneo legítimo de la antigua epopeya de lo religioso y lo épico’. Aunque en el mismo texto del ‘Adán’, él bien se entretuvo con varios personajes al ligarlos con personas reales de su amistad y bohemios de la vanguardia porteña. En el astrólogo Shultze se ven rasgos personales del artista Xul Solar, el filósofo Samuel Tesler sería Jacobo Fijman, un judío converso al catolicismo, y hasta el mismo Borges, antiguo amigo de Marechal pero alejados por el peronismo, es Luis Pereda, un poeta criollista y algo ciego. En tanto el nacionalista Raúl Scalabrini Ortiz sería el petiso Bernini y a Victoria Ocampo la ridiculizó como Titania en el Infierno de la Lujuria. Digamos crueldad pero de intelectuales…
Después de viajar a Cuba en 1967, - donde fuera invitado como Jurado del Premio Casa de las Américas y hoy allá su obra es muy elogiada – tal vez buscando cierta afinidad entre el marxismo y el cristianismo a su retorno sorprendió con unos renglones imprevistos. ‘Recuerdo que una vez en cierto debate sobre el comunismo realizado en París, creo que Jacques Maritain definió al comunismo como una ‘versión materialista del Evangelio’. Pensé entonces que era preferible tener y practicar una versión materialista del Evangelio que no tener ni practicar ninguna’. Texto en verdad reflexivo por la envergadura de su autor y que casi publica el semanario Primera Plana el 2 de mayo de 1967. Ya casi en la máquina de impresión, se levantaría ese texto por esas cosas que suelen acontecer…
En su primera novela, ‘Adán Buenosayres’ se pueden pesquisar unos pocos lunfardismos pero decenas de términos habituales en el habla coloquial de los argentinos. Y ya en su segunda novela publicada en 1965, ‘El Banquete de Severo Arcángelo’. el crítico Tomás Eloy Martínez observaría que la clave cierta de esa novela era el lenguaje. ‘Ese territorio donde Marechal se revela como un maestro. Su idioma es el que puede oírse en cualquier esquina de Buenos Aires, está teñido de giros zumbones, de alguna invención lunfarda y del barullo y la calidez que crecen en las conversaciones cotidianas’. Una certeza elogiosa de que Leopoldo Marechal igual a su primera obra en prosa de largo aliento, señoreaba sobre su propio lenguaje. Algo tan lejano de los escribas que hoy instalan cinco puteadas en un renglón al sólo efecto de confundirse con lo popular.
Es casi saludable apreciar que el Marechal del ‘Banquete’ apenas usara media docena de lunfardías; furca, berretín, apoliyar; y sabiendo que el lunfardo más que un léxico entre cazadores de palabras ‘al bardo’ es un aire y una atmósfera, nos autoriza a ciertos esguinces verbales siempre que por ahí respiren su comunicación los personajes. Según acontece al mechar terminos adversos según optara él en ‘Megafón y la Guerra’: ‘escuche jefe, si esta mufa sigue yo me abro del happening y vuelvo a la pizzería’. Habilitando más adelante ‘Flores, encajale un castañazo’ y que algún otro bramara por ahí: ‘¿Cuál es mi oficio? El de mantener a una runfla de vagos que apolillaban en sus catreras o aprendían a tocar bandoneones tan mártires como yo’. Pero en ‘Megafón y la Guerra’ publicado en 1970, Marechal merodea más que en lunfardías altisonantes en un tácito acuerdo con el lector, mostrando un clima delirante y de atorrantes varios donde un tal Frobenius interrumpe diciendo: ‘y yo haciendo uso de una metáfora porteña diré sólo que mi refutador tiene un corso a contramano en la pensadora’. O más adelante ‘este pobre náufrago quiere impresionar a la platea con un golpe de furca sentimental’, sumando por ahí una terminología coloquial y de entrecasa. Aunque en ‘Megafón’, su última novela, dispuso de algunos divertidos: ‘¿Y a usted qué se le frunce? –dice la vieja divertida’. ‘A mí no se me frunce nada – le gritó la otra’.
El valor ético y estetico de Leopoldo Marechal ayudó a quitarle marginalidad al lunfardo y a ciertos ámbitos solemnes de la Argentina, en tanto él igual a Roberto Arlt frecuentaron palabras y estilos en su comunicación naturales a las voces de nuestro pueblo. Que en definitiva son aquellas que indican nuestra posible permanencia histórica en el planeta. (enero 2014)
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Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.
www.eduardopersico.blogspot.com
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