LA MALA LECHE
Rucci traidor / Rucci leal
a MW
La figura de Rucci en estos años sufrió de dos constantes: el silencio kirchnerista y el intento por convertir su crimen en delito de lesa humanidad. La foto que todos los septiembres florece en los barrios de la ciudad, cuyo epitafio dice “Argentino y peronista”, tiene algo de irrupción fantasmagórica y parece estar detrás de un vidrio astillado. Es imposible agarrarla y no cortarse.Rucci ya no es Rucci sino una edad del peronismo y la cumbre de la historia de los Montoneros, en esa dialéctica que aún produce efectos culturales, y no sólo en el dilema arrastrado de qué es el peronismo, sino su traducción en el cuerpo a cuerpo: quién es más peronista. La historia cabe en un tuit. El ciclo productivo de Montoneros podría resumirse así: entran a la historia (del peronismo) matando a Aramburu y salen de la historia matando a Rucci.
Rucci es LA provocación de Montoneros a Perón. Es EL cuerpo que tiraron sobre la mesa de una negociación maldita con un padre que hacía la vista gorda frente a sus exigencias ideológicas. Que sólo les ofrecía el placebo del manejo del “bienestar social” como espacio de poder. Y fue tal la trasgresión de esa “operación” que resultó un crimen confesado a medias, porque mataron a Rucci dos días después de que Perón ganara las elecciones con el 61,85%. ¿Se entiende? Imaginemos la vocación democrática de esa época para que Montoneros (que pretendía dominar el sentido histórico del peronismo) matara al hijo simbólico del hombre que acababa de juntar esa pila de votos.
Finalmente, en la historia reciente, desde 1983 hasta acá, Rucci es más el crimen de Rucci que Rucci mismo. Es el mártir que confirma para el Vaticano peronista que esos no eran peronistas. Y el crimen conforma una suerte de trauma culposo para la conciencia montonera que mata a un ícono peronista (con todas las oscuridades del ancho río de esa tradición) pero que señala la incompletud, ahí donde el círculo de la identidad peronista de izquierda no cierra. Porque el peronismo de izquierda nunca termina de cerrar su círculo, de afirmarse completamente, de perder incertidumbres, frente a un peronismo ortodoxo siempre dispuesto a cerrar las puertas del templo y echar a los “forasteros”.
Lo cierto es que el programa de la tradición sindical se borroneó, se traspapeló en un país democrático donde quienes permanecen en condiciones (casi) ideales de escribir la historia son divulgadores, redactores y periodistas de la izquierda que colocaron el centro de gravedad en las violaciones a los derechos humanos cometidos por el Estado represor. La tradición sindical ortodoxa tuvo un programa de ideas, pactista y amigo del fifty-fifty, que también fue aniquilado junto con la “subversión” por el orden instalado en 1976. Pero esa ambigüedad que coloca a la estructura sindical burócrata como cómplice, autora o indiferente de la represión a la guerrilla y al sindicalismo clasista oculta el carácter también derrotado de ese sector, que en su propia presencia en la mesa de poder hacía sentir algunos “equilibrios sociales” que fueron intolerables para las huestes de Martínez de Hoz. Es innegable: cualquier discurso de Rucci está a la izquierda del promedio sindical peronista actual. En tal caso, Ubaldini y Moyano supieron por momentos dar cauce a ese signo ruccista que lo rescataba de la derecha testimonial arcaica.
Pero hay algo en la sobreactuación de la reivindicación de Rucci desde muchos sectores que es insoslayable: sus expresiones (militares, gremiales, clericales, etc.) pudieron tramar y ejecutar las venganzas de sus muertos en connivencia o desde el Estado. Lo hicieron. No fue un quiebre, no marcó un límite. Recordemos la escena de El Padrino cuando matan a su hijo a balazos en el peaje: en la muerte del hijo el padre ve el límite, la pérdida de cualquier código. Por el contrario, esa muerte parece más la justificación, el punto de partida a partir del cual dentro de la guerra social todo estaba permitido. Montoneros sabía a quién estaba matando.
Hay tres crímenes que hacen a una constelación trágica de los setentas: el de Vandor (cuyos autores fueron más brumosos y contaron con la aprobación tácita de Perón), el crimen de Aramburu (del que Perón diría apenas para celebrarlo que no alteraba sus “planes tácticos”) y el de Rucci, un golpe al corazón. Claudia Rucci tiene la legitimidad plena en un país con tanta preponderancia de discursos de la sangre. Más allá de ella y su dolor genuino, es la democracia la que indiscriminadamente da derechos: por ejemplo éste, el de mirar con escándalo cualquier crimen político.
GB