El 15 de abril de 1856 se produjo la primera insurrección popular panameña contra la presencia norteamericana. Hecho de dimensiones históricas que ha pasado a conocerse como El Incidente de la Tajada de Sandía, y que tuvo como saldo 14 norteamericanos y un francés muertos, y 18 heridos; mientras que por el lado panameño murieron 2 personas, con media docena de heridos; además de la destrucción de propiedades extranjeras, en particular de la Panama Railroad Company.
El suceso se inició cuando un norteamericano, de nombre Jack Oliver, y apodado New York Jack, tomó un pedazo de sandía del puesto atendido por el pariteño José Manuel Luna y no lo quiso pagar. Ante el reclamo de Luna, Jack respondió con la conocida frase yanqui: “bésame el culo”. A lo cual el frutero le dijo sabiamente: “Cuidado, aquí no estamos en Estados Unidos, págame el real y estamos al corriente”.
Uno sacó su cuchillo y el otro su pistola. Se arremolinó la gente por bando y bando, pues ese día había cerca de 1,000 norteamericanos en ruta a California traídos por la llamada “Fiebre del Oro”. La gresca fue subiendo de tono y para el atardecer se había convertido en una pequeña guerra, en la que el pueblo de los arrabales de la ciudad, apoyado por la gendarmería panameña, acorraló en la estación del ferrocarril a los norteamericanos, quienes atrincherados respondían con armas de todo calibre, incluso un pequeño cañón.
Al final, se impuso el pueblo, las autoridades y las leyes nacionales y a los sobrevivientes se les permitió partir. Pero se abrió un proceso judicial con ribetes internacionales que, al cabo de los años, terminó con el pago de una indemnización de más de 400 mil dólares por parte del gobierno de Colombia, de la cual Panamá era una provincia, al gobierno de Estados Unidos.
La pregunta clave respecto al Incidente de la Tajada de Sandía es: ¿Qué factores se conjugaron para producir aquel estallido social del pueblo panameño contra la presencia norteamericana? El historiador Aims McGuinness (”Aquellos tiempos de la California”) nos aporta tres elementos decisivos.
La pérdida de los panameños del control y los beneficios de la ruta transístmica
Hay que ir un poco atrás en el tiempo para comprender el suceso. El istmo de Panamá siempre ha sido un paso obligado de viajeros del Caribe al Pacífico, del Norte al Sur de América y viceversa. La zona de tránsito tuvo un período de esplendor bajo la colonización española, a partir del “descubrimiento” del Mar del Sur por Vasco Núñez de Balboa. En especial cuando se inició el saqueo del oro y la plata del Perú y lo que hoy es Bolivia.
Pero aquel esplendor colonial llegó a su fin hacia finales del siglo XVII e inicios del XVIII, cuando reiterados ataques de piratas ingleses motivaron al imperio español a dejar de lado la ruta por Panamá en beneficio del río La Plata. Para mediados del siglo XIX, el Istmo llevaba siglo y medio de decadencia demográfica y cultural, salvo algún comercio de mercancías inglesas provenientes de Jamaica rumbo al sur. De este período data la expresión lanzada por Rufino Cuervo: “El que quiera conocer a Panamá que corra porque se acaba”.
Pero el expansionismo norteamericano vino a cambiar las cosas. Entre 1845 y 48, Estados Unidos se extendió hacia el oeste tragándose la mitad del territorio mexicano a punta de pistola. Y, casi por casualidad, hacia 1848 se descubren importantes yacimientos de oro en California, naciendo la llamada “Fiebre del Oro”, debidamente incentivada por el gobierno norteamericano, para forzar la migración de decenas de miles que colonizaran el lejano oeste.
A California se podía llegar atravesando el territorio norteamericano, con todas las dificultades que muestran las películas de vaqueros. Pero había una ruta más rápida, aunque tampoco exenta de dificultades por Nicaragua y por Panamá. De manera que, el inicio de la Fiebre del Oro produjo un renacimiento de la zona de tránsito. Decenas de miles de viajeros empezaron a llegar a nuestras costas volviendo a reactivar el transporte en botes por el río Chagres y de mulas por el antiguo Camino de Cruces.
Incontables testimonios de la época señalan lo inhóspito del clima, los peligros del camino, la falta de alojamientos y restaurantes. Pero, mal que pese, al inicio todo el negocio, con su correspondiente inflación de precios, estuvo en manos de los habitantes del Istmo. Esto fue cambiando, pues los empresarios norteamericanos se dieron cuenta que podían “hacer su agosto” y empezaron a abrir sus propias instalaciones. Por ejemplo, se dice que el poblado de Chagres, creció como dos pueblos diferentes, uno a cada orilla del río. Las chozas de paja de los panameños, de un lado, y un moderno pueblo con hoteles, cantinas y casinos, del otro, controlado por norteamericanos.
En 1850, el general Tomás Herrera atisbaba el problema en ciernes: “Chagres, Gorgona, Cruces y Panamá progresan extraordinariamente y sólo se sufren las molestias que de vez en cuando ocurren entre los norteamericanos y los hijos del país. Parece que los naturales han reconocido ya la necesidad de obrar con energía. Esto es bueno, pero temo que el Gobernador y demás autoridades no proceden con celo y energía se forme una, cuyos resultados pueden ser de funestas consecuencias” (Araúz, C. y Pizzurno, P. “El Panamá colombiano”).
El control principal de la ruta transístmica a manos de empresas norteamericanas se dio cuando en 1848 el gobierno de la Nueva Granada firmó con la Pacific Mail Steamship Co. el contrato para la construcción de un ferrocarril, creándose la Compañía del Ferrocarril de Panamá. La obra se inició en 1850, inaugurándose por tramos, quedando completamente abierta para enero de 1855 (Araúz y Pizzurno).
De modo que los actores principales del Incidente de la Tajada de Sandía son elementos populares que se sentían desplazados del negocio por la Compañía del Ferrocarril. Aims McGuinness da cuenta de múltiples quejas al municipio, entre ellas de los boteros de la ciudad que perdieron sus negocios con el vapor Taboga, propiedad de una de estas empresas norteamericanas.
De ahí que la sublevación popular identificara con claridad a la Compañía del Ferrocarril como causante de sus miserias, recibiendo la furia del arrabal. Era la confirmación de lo que ha sido la triste historia panameña: el control de nuestro principal recurso, la posición geográfica, a manos extranjeras.
La conciencia política del arrabal y la revolución liberal
Aims McGuinness nos aporta otro elemento clave para la comprensión de los sucesos: la revolución liberal de mitad del siglo XIX. La Revolución de 1848 en Europa tuvo indudables consecuencias en la Nueva Granada (Colombia), la principal fue la irrupción en el gobierno del liberalismo radical, también llamado “Draconiano”.
Los gobiernos liberales que se sucedieron en aquella época aportaron una serie de reformas sociales y políticas de positivas consecuencias: eliminación de la esclavitud, voto universal masculino, federalismo, etc.
En Panamá el liberalismo colombiano tuvo un bastión importante, destacándose la figura de Justo Arosemena, inspirador del federalismo, no sólo panameño, sino luego extendido a todos los Estados Unidos de Colombia. Pero hubo sectores mucho más radicales, asentados en el arrabal de Santa Ana, que dieron origen al llamado “liberalismo negro”, cuyo líder histórico fue Buenaventura Correoso.
Según McGuinness, esto forjó una conciencia de sus derechos entre esa población pobre de la ciudad de Panamá, y llevó al ejercicio de importantes cargos públicos a gente de “color”. Lo cual chocó con el racismo consuetudinario y el desprecio que los norteamericanos sentían por la población istmeña. Aims da cuenta de una carta firmada por centenares de viajeros norteamericanos quejándose ante el gobierno de Colombia porque autoridades negras o mulatas les obligaban a cumplir las leyes del país.
No olvidemos que, para esa época, en la mente de los yanquis gobernaba la filosofía del Destino Manifiesto, por la cual los norteamericanos se creían llamados por Dios para llevar la civilización a los bárbaros (hoy le llaman “democracia”). Y que la eliminación de la esclavitud en Norteamérica todavía tardaría unos 20 años más.
Este choque entre dos visiones distintas, entre una población marginada que había adquirido plena conciencia de sus derechos y unos migrantes cargados de prejuicios es otro de los combustibles sociales que hicieron ignición el 15 de abril de 1856.
El filibusterismo y la unidad latinoamericana
Desde la debacle del imperio colonial español, con las guerras de independencia, a inicios del siglo XIX, Centroamérica, y en particular Nicaragua y Panamá, eran vistas con codicia tanto por Inglaterra como por la emergente potencia Norteamericana. Ambas naciones eran concientes que el control del Istmo catapultaría sus intereses comerciales.
Hacia la década de 1840, Inglaterra parecía el principal peligro pues había iniciado un proceso de influencia y colonización sobre todo el Caribe centroamericano, desde Belice, pasando por Nicaragua, hasta lo que hoy es la provincia de Bocas del Toro en Panamá. Aquí inclusive habían movido sus fichas con algunos capitalistas que oficiaban de agentes comerciales de los ingleses para proponer en diversos momentos la creación de una ciudad “anseática”, es decir, separarla de la soberanía neogranadina para, en nombre de una falsa autonomía, sujetarla a Inglaterra cuya cabeza de playa se hallaba en Jamaica.
Diversos incidentes con los ingleses, por entonces la principal potencia naval del mundo, llevaron a la diplomacia neogranadina a firmar, en 1846, el nefasto Tratado Mallarino-Bidlack, por el cual la Nueva Granada ofrecía a Estados Unidos paso libre de impuestos a cambio de que sirviera de garante a su soberanía sobre el Istmo de Panamá. La intención inicial era que el tratado sirviera de contención a los intereses expansionistas de los ingleses, los cuales se verían confrontados con los norteamericanos. Pero a la larga fue una mala jugada que dio pie al intervencionismo norteamericano.
Muchos historiadores panameños, interesados en justificar los hechos del 3 de Noviembre de 1903, inventando un inexistente movimiento nacionalista panameño a lo largo del siglo XIX, presentan este tratado como si el asunto de la soberanía se refiriera a sofocar una sublevación de los istmeños contra Colombia. Esta interpretación es desmentida, tanto por el contenido del tratado, como por las circunstancias políticas de la época, como por la propia diplomacia colombiana que va a chocar en diversos momentos con Washington respecto a la interpretación y los alcances del Mallarino-Bidlack.
El hecho es que, una década después de firmado ese pacto, el expansionismo que se había tornado concreto y peligroso era el norteamericano. Uno de los subproductos de la guerra contra México fue el surgimiento de bandas paramilitares norteamericanas que empezaron a actuar en la región para imponer por la fuerza sus intereses. Eran bandas privadas, parecidas a lo que hoy serían las empresas de “seguridad”, al estilo de Blackwater, que funcionan en Irak y otros países. Se les llamó filibusteros.
El más conocido filibustero fue William Walker, contratado por empresarios norteamericanos para imponer su control en Nicaragua, y que terminó autoproclamándose presidente de ese país, justamente en 1855. Walker pretendió que Nicaragua fuera anexionada a Estados Unidos como un estado más. Lo cual no logró, siendo derrocado en 1856 y posteriormente ejecutado hacia 1860 en Honduras.
La lucha contra Walker había revivido los sentimientos de unidad latinoamericanos y, de hecho, es la lucha unificada de los centroamericanos la que le derroca y expulsa de Nicaragua.
El historiador Aims McGuinness afirma que de esta época data el concepto “latinoamericano” por oposición al “anglosajón”, y un renovado sentimiento de unidad hispana contra la dominación norteamericana, que había quedado dormido tras el fracaso de Simón Bolívar. El panameño Justo Arosemena sería uno de los primeros en apelar a esta idea a mediados del XIX.
El asunto viene a cuento porque un elemento poco conocido en Panamá es que los filibusteros tuvieron un papel relevante en el Incidente de la Tajada de Sandía. Según Aims, el 15 de abril de 1856, se encontraban en Panamá unos 40 filibusteros que se dirigían a Nicaragua para reforzar el ilegítimo gobierno de Walker. La prensa panameña había alertado de su presencia, prevaleciendo el temor de que podrían intentar aquí una aventura semejante a la de Nicaragua.
Y no estaban errados quienes así creían, pues las indagaciones judiciales posteriores informan que los filibusteros jugaron un papel central en el enfrentamiento. Uno de ellos, Joseph Stokes, muerto en la estación del ferrocarril, liderizó la resistencia armada contra las autoridades panameñas. Lo cual fue reconocido por Horace Bell, otro de los filibusteros, quien llegaría a ser cronista en la ciudad de Los Angeles, California.
La fuerza demostrada por el pueblo panameño durante el “incidente”, no constituyó simplemente una respuesta frente a la marginación y el racismo yanquis, sino que fue una lucha consciente contra cualquier intento anexionista de los norteamericanos, un acto de solidaridad con el hermano pueblo de Nicaragua, y un gesto hacia la unidad latinoamericana.
Hoy debemos conmemorar aquella gesta, no como un hecho inusual en nuestra historia, sino como el primero de una larga lista de luchas generacionales (a las que se suman la Huelga Inquilinaria de 1925, el Movimiento Antibases del 47, el 9 de Enero de 1964, etc.) por la soberanía panameña y la unidad latinoamericana que, en el fondo son la misma cosa, ya que una es imposible sin la otra.
Lamentablemente, nuestras élites gobernantes, entonces como ahora, siempre han sido proclives a entregar nuestra soberanía sobre el Istmo a cambio de unas pocas monedas, como Judas. Pocos meses después, en septiembre de 1856, el gobernador conservador y oligarca veragüense, Francisco de Fábrega, solicitó la primera intervención armada del ejército norteamericano en Panamá, apelando al Tratado Mallarino/Bidlack, para que le asegurara las elecciones que temía perder a manos de los liberales radicales del arrabal.
Hoy los oligarcas panameños regalan nuestras sandías con los Tratados de Libre Comercio y nuestro canal con una ampliación que pretenden que el pueblo pague para beneficio de bancos, navieras y empresas constructoras transnacionales. “Pro Mundi Beneficio”, es su lema. La consigna del pueblo panameño es otra: Un canal panameño, para beneficio de los panameños y latinoamericanos.
Olmedo Beluche, sociólogo, profesor de la Universidad de Panamá
Texto gentileza de Rebanadas de Realidad
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