Según el diccionario etimológico, desastre viene del latin y significa “sin astro” (dis – astrum). En la antigüedad, eso sólo significaba desgracias. ¿Qué nos dejó la guerra además de muerte, dolor y frustración? A 30 años de los sucesos, debemos contarnos la guerra pasando revista, también, a sus sentidos.
Por Marcelo Vernet (*)| Se califica muchas veces al conflicto bélico de Malvinas como una “guerra absurda”. Lo primero que cabe señalar es que, en estricto sentido, todas las guerras lo son. La guerra, además de ser “la política por otros medios”, es la explícita renuncia a la razón humana. Dos bandos en pugna que no acuerdan, llegan al tácito acuerdo de establecer un curioso mecanismo para dirimir el conflicto, consistente en que aquel que consiga infligir más daño y matar más personas del bando oponente pasa a tener razón. Decir, entonces, que la guerra de Malvinas fue absurda, no dice nada que nos sirva para entenderla o valorarla.
Hay dos circunstancias históricas que me gustaría reseñar antes de ensayar nuevos calificativos o significaciones más precisas sobre la guerra de Malvinas.
La primera es que fue una guerra largamente postergada. Cuando aún éramos el Virreinato del Río de la Plata se produjo el primer encuentro de armas con Inglaterra por Malvinas. El 10 de junio de 1770 se dio el combate de Puerto Egmont o Puerto de la Cruzada. Lo de combate es casi un eufemismo. Los ingleses dispararon unos tiros como para salvar el honor pero, ante la superioridad de la escuadra Española, se rindieron a los pocos minutos abandonando su enclave en la Isla Trinidad, al norte de la Gran Malvina. El segundo conato de guerra fue en 1833, con la usurpación inglesa de las islas. Esta vez fue la goleta nacional Sarandí, al mando del capitán Pinedo, la que se rindió sin disparar un tiro, y los ingleses ocuparon Puerto Soledad. Ciento cuarenta y nueve años más tarde, en un trágico tiempo para nuestra Patria, el viejo combate postergado volvió a darse, pero esta vez a sangre y fuego.
Quizás empezó como una escaramuza más, tendiente a forzar una negociación diplomática ventajosa; pero a un mes de la recuperación de las Islas, el 2 de mayo de 1982, el hundimiento del ARA General Belgrano, hundió toda posibilidad de una salida negociada.
Esto nos lleva a la segunda circunstancia, no siempre aclarada. ¿Quién empezó la guerra? Sin duda Argentina realizó el primer movimiento. Pero la guerra, es decir, la muerte, no empezó el 2 de abril sino el 2 de mayo de 1982. Son conocidas y valorados en nuestro corazón los esfuerzos que Belaunde Terry, el entonces presidente del Perú, realizó para encontrar una salida negociada al conflicto. Ese 2 de mayo, muy temprano, el embajador británico en Lima, Charles Wallace, se reunió con Belaunde para agradecer formalmente la participación de Perú y su propuesta de paz, y para comunicarle extraoficialmente que “lo que necesita Inglaterra es tiempo para poder procesar esta propuesta” que ya contaba con la aprobación del gobierno argentino y la bendición de Alexander Haig, el mediador de EE.UU. No hubo tiempo.
Los documentos desclasificados revelan que ese 2 de mayo, Margaret Tatcher, reunida con su gabinete de guerra en la residencia campestre de Checkers, daba la orden al submarino nuclear Conqueror de hundir al Belgrano. Con 323 marinos argentinos muertos ya no había retorno.
Existen otras dos circunstancias que ya implican una valoración.
El inicio de la guerra de las Malvinas significó, para nuestro país, el fin de la Tercera Guerra Mundial en la que la tenebrosa dictadura militar argentina estaba empeñada y que ya se había cobrado más de 30.000 muertes. La teoría de las “fronteras ideológicas” hacía que una casa de las afueras de La Plata quedara detrás de las líneas enemigas y pudieran ser aniquilados sus habitantes.
Sin duda el gobierno de la Junta Militar actuó con irresponsabilidad criminal y ceguera geopolítica al decidir utilizar la causa de Malvinas como salida a la encerrona de su impopularidad, de la insostenible situación económica y la creciente turbulencia social que ya amenazaba su continuidad. Necesitaba protagonizar una épica, una gesta, y la encontró en Malvinas. Justamente porque la reivindicación de nuestra soberanía era sentida por todo el pueblo y atravesaba nuestra historia entera. Un gobierno ilegítimo y genocida tomó la decisión, pero no fue la guerra de un gobierno. Fue la guerra de una nación y fueron los hijos del pueblo los que marcharon al campo de batalla. Absurda como todas las guerras, impulsada por motivos espurios, fue una guerra cargada de sentido nacional, popular y antiimperialista.
Desde esta concepción ensayemos una valoración que supere la calificación de “guerra absurda” buscando su sentido profundo, más allá de las borracheras del general Galtieri.
¿Qué nos dejó la guerra además de muerte, dolor y frustración? A 30 años de los sucesos, debemos contarnos la guerra pasando revista, también, a sus sentidos. Se lo debemos a los que dejaron su vida en los combates o en las duras batallas con la soledad que vinieron después. Nos lo debemos como pueblo que desde su historia construye su destino. Nada podremos construir desde un absurdo.
Sólo le pido a Dios
En Washington, el 26 de abril de 1982, resonó un encendido discurso anti imperialista en el recinto de la OEA. El orador arrancó por el siglo XIX. Memoró las invasiones inglesas a Buenos Aires, los bloqueos “sufridos por la joven Argentina”, el cañoneo contra Venezuela, la agresión a Suez, la opresión del continente africano y buena parte de Asia; para concluir: “No hemos atentado contra el orden y el derecho internacional; lo hemos hecho contra una forma peculiar de orden destinado a preservar una visión oligárquica del sistema internacional”. ¿Quién se dirige a la Asamblea en estos términos, arrancando una verdadera ovación de los representantes latinoamericanos, en particular del padre Miguel D’Escotto, canciller del la Nicaragua sandinista? Nicanor Costa Méndez, ministro de Relaciones Exteriores y Culto de la más occidental y sangrienta dictadura padecida por nuestro país.
El doctor Costa Méndez, conocido abogado de grandes empresas multinacionales con sede en Argentina, admirador de la puntualidad inglesa, defensor a ultranza del encuadramiento argentino bajo la órbita de Estados Unidos, confeso y devoto “anticomunista” y antiperonista practicante, que ya había sido canciller del dictador Juan Carlos Onganía, de pronto vio la luz y encaminó sus pasos hacia Cuba para participar de la reunión del Movimiento de Países No Alineados, abrazarse con Fidel Castro y besar sus barbadas mejillas. ¿Un milagro?
La guerra de Malvinas hizo saltar por los aires las lógicas de nuestro encuadramiento internacional y cambió drásticamente el panorama de las relaciones interamericanas. Ya algo señalamos en una nota anterior (Malvinas y la Patria inconclusa). Sin duda “hay un antes y un después de la Guerra de Malvinas en las estrategias de agrupamiento continental y regional en América”.
Pero volvamos a esa fresca mañana primaveral del 26 de abril de 1982, en que la OEA convoca a una sesión del TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca) para intentar enmarcar el conflicto bélico de Malvinas y buscar una salida pacífica y negociada. En particular se pretendía hacer efectivo el Artículo 6º del Tratado que claramente estipulaba: “Si la inviolabilidad o la integridad del territorio o la soberanía o la independencia política de cualquier Estado Americano fueren afectadas por una agresión que no sea ataque armado, o por un conflicto extra continental o intracontinental, o por cualquier otro hecho o situación que pueda poner en peligro la paz de América, el Órgano de Consulta se reunirá inmediatamente, a fin de acordar las medidas que en caso de agresión se deben tomar en ayuda del agredido o en todo caso las que convenga tomar para la defensa común y para el mantenimiento de la paz y la seguridad del Continente”. Desde luego, si la paz no era posible, el Artículo 3º.1 definía que “Las Altas Partes Contratantes convienen en que un ataque armado por parte de cualquier Estado contra un Estado Americano, será considerado como un ataque contra todos los Estados Americanos, y en consecuencia, cada una de dichas Partes Contratantes se compromete a ayudar a hacer frente al ataque”.
Pretender que el TIAR, un tratado concebido por Estados Unidos como parte de su estrategia de “Guerra Fría” y que hasta entonces sólo había servido para justificar sus atropellos en la región, se esgrimiera contra la OTAN, era como ordeñar un ladrillo. Cualquiera que quisiera saberlo lo sabía. Bastaba el ejemplo de la masacre de Guatemala en 1954, en la que Estados Unidos pretendió justificar su participación directa en el genocidio invocando “la intervención del movimiento comunista internacional” en dicho país. Pero la guerra de Malvinas desnudó todo de una manera tan inapelable que ya no hubo vuelta atrás. Todos los agrupamientos regionales constituidos por fuera de la OEA y sin la participación de Estados Unidos, desde el Grupo Contadora hasta la UNASUR, son posteriores a la Guerra de Malvinas. El fracaso de Estados Unidos en su pretensión de imponer el ALCA en la región, entre tantas razones, no es ajeno a la experiencia histórica de la Guerra de Malvinas, al balbuceante discurso que Alexander Haig, el “mediador” de Estados Unidos en el conflicto, pronunció en la OEA ese 26 de abril de 1982, a la abstención estadounidense en la votación de la Asamblea, a la que sólo pudo arrastrar a Colombia, Trinidad-Tobago y Chile.
Hasta 1982, la OEA no se había pronunciado sobre la soberanía argentina en las Malvinas. Hoy, no sólo la OEA, sino todos los países de la región y todos los Foros regionales se han manifestado explícitamente a favor de la posición argentina y condenado la pretensión colonialista inglesa.
El costo fue muy alto. Nada justifica los desastres de la guerra. Pero que ésta sea una de las estrellitas que ilumine la negra noche de la guerra, y cargue de sentido el absurdo de la muerte de un pibe del Regimiento 12 que aún sonríe en las fotos de las revistas saludando a su madre antes de entrar en la batalla de Darwin.
Sólo le pido a Dios que su muerte no nos sea indiferente.
(*) Escritor y director del Instituto de las Islas Malvinas “Padre Mario Migone”.
Fuente agepeba.
Prof GB
Por Marcelo Vernet (*)| Se califica muchas veces al conflicto bélico de Malvinas como una “guerra absurda”. Lo primero que cabe señalar es que, en estricto sentido, todas las guerras lo son. La guerra, además de ser “la política por otros medios”, es la explícita renuncia a la razón humana. Dos bandos en pugna que no acuerdan, llegan al tácito acuerdo de establecer un curioso mecanismo para dirimir el conflicto, consistente en que aquel que consiga infligir más daño y matar más personas del bando oponente pasa a tener razón. Decir, entonces, que la guerra de Malvinas fue absurda, no dice nada que nos sirva para entenderla o valorarla.
Hay dos circunstancias históricas que me gustaría reseñar antes de ensayar nuevos calificativos o significaciones más precisas sobre la guerra de Malvinas.
La primera es que fue una guerra largamente postergada. Cuando aún éramos el Virreinato del Río de la Plata se produjo el primer encuentro de armas con Inglaterra por Malvinas. El 10 de junio de 1770 se dio el combate de Puerto Egmont o Puerto de la Cruzada. Lo de combate es casi un eufemismo. Los ingleses dispararon unos tiros como para salvar el honor pero, ante la superioridad de la escuadra Española, se rindieron a los pocos minutos abandonando su enclave en la Isla Trinidad, al norte de la Gran Malvina. El segundo conato de guerra fue en 1833, con la usurpación inglesa de las islas. Esta vez fue la goleta nacional Sarandí, al mando del capitán Pinedo, la que se rindió sin disparar un tiro, y los ingleses ocuparon Puerto Soledad. Ciento cuarenta y nueve años más tarde, en un trágico tiempo para nuestra Patria, el viejo combate postergado volvió a darse, pero esta vez a sangre y fuego.
Quizás empezó como una escaramuza más, tendiente a forzar una negociación diplomática ventajosa; pero a un mes de la recuperación de las Islas, el 2 de mayo de 1982, el hundimiento del ARA General Belgrano, hundió toda posibilidad de una salida negociada.
Esto nos lleva a la segunda circunstancia, no siempre aclarada. ¿Quién empezó la guerra? Sin duda Argentina realizó el primer movimiento. Pero la guerra, es decir, la muerte, no empezó el 2 de abril sino el 2 de mayo de 1982. Son conocidas y valorados en nuestro corazón los esfuerzos que Belaunde Terry, el entonces presidente del Perú, realizó para encontrar una salida negociada al conflicto. Ese 2 de mayo, muy temprano, el embajador británico en Lima, Charles Wallace, se reunió con Belaunde para agradecer formalmente la participación de Perú y su propuesta de paz, y para comunicarle extraoficialmente que “lo que necesita Inglaterra es tiempo para poder procesar esta propuesta” que ya contaba con la aprobación del gobierno argentino y la bendición de Alexander Haig, el mediador de EE.UU. No hubo tiempo.
Los documentos desclasificados revelan que ese 2 de mayo, Margaret Tatcher, reunida con su gabinete de guerra en la residencia campestre de Checkers, daba la orden al submarino nuclear Conqueror de hundir al Belgrano. Con 323 marinos argentinos muertos ya no había retorno.
Existen otras dos circunstancias que ya implican una valoración.
El inicio de la guerra de las Malvinas significó, para nuestro país, el fin de la Tercera Guerra Mundial en la que la tenebrosa dictadura militar argentina estaba empeñada y que ya se había cobrado más de 30.000 muertes. La teoría de las “fronteras ideológicas” hacía que una casa de las afueras de La Plata quedara detrás de las líneas enemigas y pudieran ser aniquilados sus habitantes.
Sin duda el gobierno de la Junta Militar actuó con irresponsabilidad criminal y ceguera geopolítica al decidir utilizar la causa de Malvinas como salida a la encerrona de su impopularidad, de la insostenible situación económica y la creciente turbulencia social que ya amenazaba su continuidad. Necesitaba protagonizar una épica, una gesta, y la encontró en Malvinas. Justamente porque la reivindicación de nuestra soberanía era sentida por todo el pueblo y atravesaba nuestra historia entera. Un gobierno ilegítimo y genocida tomó la decisión, pero no fue la guerra de un gobierno. Fue la guerra de una nación y fueron los hijos del pueblo los que marcharon al campo de batalla. Absurda como todas las guerras, impulsada por motivos espurios, fue una guerra cargada de sentido nacional, popular y antiimperialista.
Desde esta concepción ensayemos una valoración que supere la calificación de “guerra absurda” buscando su sentido profundo, más allá de las borracheras del general Galtieri.
¿Qué nos dejó la guerra además de muerte, dolor y frustración? A 30 años de los sucesos, debemos contarnos la guerra pasando revista, también, a sus sentidos. Se lo debemos a los que dejaron su vida en los combates o en las duras batallas con la soledad que vinieron después. Nos lo debemos como pueblo que desde su historia construye su destino. Nada podremos construir desde un absurdo.
Sólo le pido a Dios
En Washington, el 26 de abril de 1982, resonó un encendido discurso anti imperialista en el recinto de la OEA. El orador arrancó por el siglo XIX. Memoró las invasiones inglesas a Buenos Aires, los bloqueos “sufridos por la joven Argentina”, el cañoneo contra Venezuela, la agresión a Suez, la opresión del continente africano y buena parte de Asia; para concluir: “No hemos atentado contra el orden y el derecho internacional; lo hemos hecho contra una forma peculiar de orden destinado a preservar una visión oligárquica del sistema internacional”. ¿Quién se dirige a la Asamblea en estos términos, arrancando una verdadera ovación de los representantes latinoamericanos, en particular del padre Miguel D’Escotto, canciller del la Nicaragua sandinista? Nicanor Costa Méndez, ministro de Relaciones Exteriores y Culto de la más occidental y sangrienta dictadura padecida por nuestro país.
El doctor Costa Méndez, conocido abogado de grandes empresas multinacionales con sede en Argentina, admirador de la puntualidad inglesa, defensor a ultranza del encuadramiento argentino bajo la órbita de Estados Unidos, confeso y devoto “anticomunista” y antiperonista practicante, que ya había sido canciller del dictador Juan Carlos Onganía, de pronto vio la luz y encaminó sus pasos hacia Cuba para participar de la reunión del Movimiento de Países No Alineados, abrazarse con Fidel Castro y besar sus barbadas mejillas. ¿Un milagro?
La guerra de Malvinas hizo saltar por los aires las lógicas de nuestro encuadramiento internacional y cambió drásticamente el panorama de las relaciones interamericanas. Ya algo señalamos en una nota anterior (Malvinas y la Patria inconclusa). Sin duda “hay un antes y un después de la Guerra de Malvinas en las estrategias de agrupamiento continental y regional en América”.
Pero volvamos a esa fresca mañana primaveral del 26 de abril de 1982, en que la OEA convoca a una sesión del TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca) para intentar enmarcar el conflicto bélico de Malvinas y buscar una salida pacífica y negociada. En particular se pretendía hacer efectivo el Artículo 6º del Tratado que claramente estipulaba: “Si la inviolabilidad o la integridad del territorio o la soberanía o la independencia política de cualquier Estado Americano fueren afectadas por una agresión que no sea ataque armado, o por un conflicto extra continental o intracontinental, o por cualquier otro hecho o situación que pueda poner en peligro la paz de América, el Órgano de Consulta se reunirá inmediatamente, a fin de acordar las medidas que en caso de agresión se deben tomar en ayuda del agredido o en todo caso las que convenga tomar para la defensa común y para el mantenimiento de la paz y la seguridad del Continente”. Desde luego, si la paz no era posible, el Artículo 3º.1 definía que “Las Altas Partes Contratantes convienen en que un ataque armado por parte de cualquier Estado contra un Estado Americano, será considerado como un ataque contra todos los Estados Americanos, y en consecuencia, cada una de dichas Partes Contratantes se compromete a ayudar a hacer frente al ataque”.
Pretender que el TIAR, un tratado concebido por Estados Unidos como parte de su estrategia de “Guerra Fría” y que hasta entonces sólo había servido para justificar sus atropellos en la región, se esgrimiera contra la OTAN, era como ordeñar un ladrillo. Cualquiera que quisiera saberlo lo sabía. Bastaba el ejemplo de la masacre de Guatemala en 1954, en la que Estados Unidos pretendió justificar su participación directa en el genocidio invocando “la intervención del movimiento comunista internacional” en dicho país. Pero la guerra de Malvinas desnudó todo de una manera tan inapelable que ya no hubo vuelta atrás. Todos los agrupamientos regionales constituidos por fuera de la OEA y sin la participación de Estados Unidos, desde el Grupo Contadora hasta la UNASUR, son posteriores a la Guerra de Malvinas. El fracaso de Estados Unidos en su pretensión de imponer el ALCA en la región, entre tantas razones, no es ajeno a la experiencia histórica de la Guerra de Malvinas, al balbuceante discurso que Alexander Haig, el “mediador” de Estados Unidos en el conflicto, pronunció en la OEA ese 26 de abril de 1982, a la abstención estadounidense en la votación de la Asamblea, a la que sólo pudo arrastrar a Colombia, Trinidad-Tobago y Chile.
Hasta 1982, la OEA no se había pronunciado sobre la soberanía argentina en las Malvinas. Hoy, no sólo la OEA, sino todos los países de la región y todos los Foros regionales se han manifestado explícitamente a favor de la posición argentina y condenado la pretensión colonialista inglesa.
El costo fue muy alto. Nada justifica los desastres de la guerra. Pero que ésta sea una de las estrellitas que ilumine la negra noche de la guerra, y cargue de sentido el absurdo de la muerte de un pibe del Regimiento 12 que aún sonríe en las fotos de las revistas saludando a su madre antes de entrar en la batalla de Darwin.
Sólo le pido a Dios que su muerte no nos sea indiferente.
(*) Escritor y director del Instituto de las Islas Malvinas “Padre Mario Migone”.
Fuente agepeba.
Prof GB