lunes, 1 de julio de 2024

MARTIN RODRIGUEZ DIXIT

 https://panamarevista.com/el-politico-argentino-y-la-tradicion/

EL POLÍTICO ARGENTINO Y LA TRADICIÓN@tintalimon @PabloTouzon

Tiempo de lectura: 9 minutos

El tiempo que separa “El escritor argentino y la tradición” de “La Comunidad Organizada” es mínimo. Borges planta ahí una semilla venenosa fundamental contra la gauchesca letrada: “lo popular” es un artificio que se escribe desde una torre de marfil y que se come las eses a propósito. Perón había plantado otra semilla: el presidente más popular de la historia argentina no escribe sobre “lo popular”, perfila más bien una utopía sofisticada. Ambos textos se corresponden, ya leídos a distancia y con sus armas coyunturales depuestas. Comparten algo: son dos argentinos que buscan el lugar de esa argentinidad en la gran novela universal. La conferencia de Perón es de 1949, la conferencia de Borges es de 1951 (incorporada años después a la reedición de su libro “Discusión”). Pound escribió conmemorando a su combatido Whitman un breve poema que empieza así: “Es tiempo de que pactemos…”. Pactemos también esta correspondencia entre el escritor argentino y el político argentino del siglo 20.  

¿Dónde Perón dejó escrita su Utopía? Ahí. Perón está en el lugar que siempre sintió más cómodo, “el centro del dispositivo” que robó de Clausewitz. En el poder. Es 1949, es decir, prácticamente el último año fácil en que su “modelo” sincronizaba perfectamente con la economía de la posguerra. Ahí, Perón lee la cultura occidental en un congreso filosófico en Mendoza, la base de su futuro libro. Como grabado en mármol. Tomándose demasiado en serio la tarea, pero con una ambición que delata una voluntad de pertenecer a una tradición cultural más vasta. La imagen solemne convoca en espíritu estos cincuenta años de ausencia: Perón lee su propia tragedia. No hay guiñadas de ojo, picardía, ni humor gauchipolítico, ni refranero sentimental, no dice que el peronismo es comer fideos los domingos con tu vieja. No es un peronismo para peronistas. En un texto breve hace uso de toda la cultura de Occidente. Proponía, como dice Borges, un “giro altisonante”. Y lo hace también a la manera borgiana, entrando sin permiso al museo de Grecia, Roma y París y llevándose de ahí lo que considera necesario. Interviene las grandes obras de la filosofía occidental en un gesto audaz que vale mucho más -infinitamente más- que el resultado final a nivel teórico. Lo importante es el gesto, la impostura argentina de poder decir: todo esto también nos pertenece, porque a todo esto también pertenecemos.

Borges, al “género guachesco” y sus artificios, le oponía la figura de un payador más auténtico que no enumeraba ranchos, chinitas, ni camellos, ni el “pobre color local” deliberado en sus punteos de guitarra junto al fuego, sino “los grandes temas” de la humanidad. Escribía Borges: “los poetas populares del campo y del suburbio versifican temas generales: las penas del amor y de la ausencia, el dolor del amor, y lo hacen en un léxico muy general también; en cambio, los poetas gauchescos cultivan un lenguaje deliberadamente popular, que los poetas populares no ensayan (..) en los poetas gauchescos hay una búsqueda de las palabras nativas, una profusión de color local. La prueba es esta: un mejicano, un colombiano o un español pueden comprender inmediatamente las poesías de los payadores, y en cambio necesitan un glosario para comprender, siquiera aproximadamente, a Estanislao del Campo o Ascasubi”. Vivimos en un mundo en donde los poetas gauchescos parecen haber ganado la partida; Borges describe todas las imposturas y contradicciones de la política de la identidad contemporánea, su idea absurda de una cultura fija y estanca, alambrada, y su narcicismo de las pequeñas diferencias, de lo particular, de la diferencia. Básicamente, su renuncia explícita a cualquier idea de universalismo.

 El legado es el gesto. Perón perdura siempre bajo la astucia que escondía su necesidad vital: resguardar cierta autonomía en relación a la doctrina y ortodoxia que él mismo “fundaba”. Su coreografía de hombre libre 

Compartir:

Aquel Perón payaba sobre los grandes temas. Lo leemos sobre la insectificación de las ciudades, sobre la opresión del estatismo, sobre la libertad individual sin bien común, sobre el materialismo sin alma y la revisión de las jerarquías. Rebuscado, inquieto, solemne. Bajo sus pies se moldeaba el barro que creía firme de su estructura: pronto debía revisar las bases de su modelo económico y aceptar el oxígeno de la inversión privada, incorporar a su diccionario la palabra productividad. Pero aún bajo ese gesto marmóreo había un hombre libre sin otra tradición que la cultura occidental. En el pico de un país “periférico” no administraba categorías sentimentales, ni decoraba la santería, ni reducía su repertorio para convertir en positivo lo que los anti peronistas repudiaban del peronismo. No buscaba un absurdo malditismo; Perón no era Marinetti ni Céline. Más bien, se colocaba en un lugar borgiano. “Creo que los argentinos podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”. Nuestro patrimonio es el universo, podría haber dicho. Probemos de oír, superpuestos, como bajo efecto de una sustancia alucinógena, las dos líneas paralelas: imaginemos que se traspapelan, que Perón lee a Borges, que Borges lee a Perón. Que están sus últimas mujeres detrás, Yoko: Isabel y Kodama, asiáticas envueltas en piel de tigre, que les corrigen la dicción. Ahí están, esto son: el político argentino y la tradición. Perón no quiere deconstruir Occidente. Perón quiere pertenecer a él.     

El legado es el gesto. Perón perdura siempre bajo la astucia que escondía su necesidad vital: resguardar cierta autonomía en relación a la doctrina y ortodoxia que él mismo “fundaba”. Su coreografía de hombre libre. Su momento Luis Almirante Brown que le permite liberarse de sí mismo para no cargar con el peso muerto de su propio mármol. Que relativiza lo mismo que está diciendo con un guiño que es en principio también para sí mismo, porque a Perón el dogma siempre lo termina asfixiando. Esa tensión con su propia obra es constitutiva y fundante; todos pendientes de su voz, sus fraseos, sus grabaciones, sus asociaciones libres de los signos de época, y Perón ponía siempre las cosas un poco en el aire: más pendientes de su inspiración que de su doctrina. Perón quiere una doctrina, sí, pero de factura tan propia, y que fuera capaz de deshacer. Hay algo de la “autonomía de la política” frente a cualquier teoría ahí también. De dinámica de lo impensado. De allí el pecado de rigidez de cualquier ortodoxia peronista. En este punto, el peronismo nace protestante, interpretativo, móvil. Intentar fijarlo es como cazar una sombra. Propone un ejercicio ciertamente difícil, una tercera posición entre la solemnidad y el cinismo, entre tómatelo en serio pero tampoco tanto que es en sí un sano ejercicio de libertad. Se dice que Marx decía que él no era marxista; el mejor Perón es el que no es peronista.

El “mejor político” en los términos clásicos fue a la vez el creador de las mayores tensiones sociales del siglo 20, y paradójico: muchas virtudes políticas, amasadas e interpretadas superficialmente como un repertorio agotador de guiños, de sobreentendidos de palacio, de frases vizcacheras o sabiduría popular, de gestos cuya mímesis podría aprenderse de memoria cualquier simulador de realpolitik en una hipotética escuela para “peronistas profesionales”, simultáneamente se ubican en quien es capaz de desencadenar las mareas oceánicas del siglo pasado, la guerra nuclear argentina por la dignidad humana (no sólo las leyes laborales, sino las leyes no escritas: ahora el trabajador usa camisa y mira a los ojos al patrón). La personalidad de Perón siempre se proyecta dual, lo uno y su contrario: el demagogo inverosímil y el hombre que modeló un siglo. Encerrarlo y congelarlo en una sola versión es matarlo otra vez. Perón, como decía una antigua mujer peronista, fue “el que me enseñó a ahorrar”, y a la vez, fue el que mejor encarnó la tragedia argentina. Y no hay Perón más trágico que el del crepúsculo, el del regreso, el que ya no puede ocupar su centro del dispositivo ni tampoco conjurar las mareas del tsunami que desencadenó; una versión del brujo de la película de Disney, Fantasía, que también pierde el control de sus escobas. Su despedida en la plaza ese 12 de junio incluyó el gesto poético final, el recogimiento de su voz, llama “música maravillosa” al rugido espontáneo del pueblo peronista, la despedida sin intermediarios, sin guardianes, ni vanguardias: en última instancia, la despedida con quienes supo ser incondicional, a quienes supo incondicionales.

Escuchado en las grabaciones de Tomás Eloy Martínez, Perón no revela el secreto de la Coca Cola en ese 1970 lleno de “bautismos”, mira una generación criada en el antiperonismo del living paterno, pero afiliada a él, que sube al monte del sacrificio en su nombre, a hacer la colimba montonera. Esos jóvenes que se hacían peronistas revolucionarios “para matar al padre” y que al primer padre que iban a intentar matar es a él. Una generación parricida, freudiana, obsesionada con desposar a la madre (Si Evita viviera…) y volver imposible la figura del padre. Los deconstructores contra los constructores. La Guerra del cerdo contra el Patriarca. La versión argentina de otro relato universal, repetido una y mil veces, el Mayo Francés contra De Gaulle, los hijos del amor contra Lyndon Johnson, los guardianes culturales chinos contra sus padres y profesores de la Larga Marcha. El mítico abrazo con Balbín, consumado su regreso, propone la imagen, más que del abrazo en sí, de dos hombres espalda con espalda retrocediendo ante lo indomable. Dos polos reconciliados tardíamente, con códigos de caballeros, en medio de una guerra que les era desconocida en sus formas y lenguajes: la solución política a la tragedia ya no era política.

 Perón había plantado otra semilla: el presidente más popular de la historia argentina no escribe sobre “lo popular”, perfila más bien una utopía sofisticada 

Compartir:

El mensaje de Perón traducido en su “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”, no sólo podría ser su último mensaje, un envío pacifista a los campamentos armados, sino una visión más insoportable tanto para la juventud maravillosa (conducida por egresados del CNBA) como para sus cruzados ortodoxos (conducidos por egresados de la UOM): es la Argentina la que hizo posible el peronismo y no al revés. Esa inversión de los términos es su mensaje. Perón retorna a la Argentina, al círculo imperfecto de un país que desborda a todos. Y no llega para ganar la guerra, llega para terminarla, y fracasa. Y eso construye su vacío. Al salón blanco entraba el joven Brindisi con los botines embarrados: Perón premiaba al “hombre bueno”. No quería al “hombre nuevo”. El soldado que llora su muerte en esa foto indestructible, ¿qué llora también? ¿Que “será inevitable matarnos”?

Es en ese Perón anciano, que ve impotente consumarse el final de su propia fuerza, de su propia vida y de su propia obra, es en ese Perón desempoderado, rodeado de fantasmas y cortesanos, desesperadamente solo, shakesperiano, en esa forma final en donde podemos ver finalmente la grandeza y la pequeñez del Perón con rostro más humano. Perón-Perón es la fórmula de esa impotencia y de esa soledad, de quien se pone a sí mismo por no tener a quién poner. La luna que refracta un sol que está apagándose. Y la dualidad que lo persigue hasta el final: el Perón maduro que entiende todo pero que no puede hacer más nada y que intenta que la guerra civil que siempre trató de evitar finalmente no se desencadene y el Perón que deja de herencia política a la sombra de su mujer y de su brujo. Hay más profundidad en los claroscuros de ese Perón crepuscular que en el Perón de Marvel, el sabelotodo e insoportablemente canchero de los bares temáticos y los memes. De ese Perón no se puede hacer un PerónNauta. Existe una riqueza -y una potencialidad a futuro- tan o más profunda en lo que Perón no pudo que en lo que sí logró. Señala los límites no sólo de su propio rol como dirigente, sino tal vez de la misma experiencia del peronismo como fenómeno histórico. Ese es el verdadero legado. Una tranquera que necesita ser saltada.

En viejas grabaciones de los primeros setenta Perón dice una cosa para la que no hay retórica de época, dice: “en un pueblo siempre hay idealistas y materialistas, pero en estas proporciones, 10% idealistas y 90% materialistas”. Para Perón había siempre una voluntad con su interlocutor: desconcertar y decepcionar en ciertas dosis. Este juego de proporciones exhibía adónde él consideraba la residencia de su mayor fuerza: en las personas comunes. Su vieja “Comunidad Organizada” ya traía una pregunta por el espíritu de sus materialistas perdidos en un mundo en crisis. Pero la residencia de su orden estaba en ese “Perón me enseñó a ahorrar” que recuerda esa mujer con sus noventa y pico de años. Ella no dice que “nunca hizo política”, dice que Perón se le metió en el bolsillo (y el corazón). Perón moría y su legado era todo lo que había quedado del lado de adentro de una Argentina integrada.

Si escuchamos otra entrevista, la de Pino Solanas a Perón, podemos oír que está más agarrada a la ansiedad revolucionaria de la época. El cineasta colaba sus placas temáticas como una interpretación forzada de lo que Perón decía. “Socialismo argentino para los argentinos”, cuando Perón trazaba la metafísica del hombre de la pampa, y no de un vietnamita. Con Perón, a través de Perón, se pudo crear el mayor movimiento obrero organizado y su secreto clasista: sin “conciencia de clase”. Cuando Perón dice en sus propios términos, sin concederle lenguaje a la época: “construir una comunidad donde prime el esfuerzo y no el sacrificio”, Pino parece que traga saliva y le dice: “Claro, hablamos de socialismo nacional… ¿No?”. Es su indagación insegura, porque, ¿quién era ese General? Perón ingresó a sus últimos años, a su última década, a su última morada (la casa del poder), a caballo de una fuerza desconocida, reparadora y a contrapelo: la conciencia de la reconstrucción. Aunque haya sido demasiado tarde.

(A la memoria de Marcelo Anchart y Elsa Baldovin)








No hay comentarios:

Publicar un comentario