Imagen: EFE
La simbiosis entre comedia y sensación de futuro dramático signó el fin de año argentino, al menos para quienes viven con interés la cosa pública en sus términos políticos.
Circuló muy fuerte la pregunta de qué hubiera pasado en cualquier país, de los denominados serios, si a pocas horas de aprobarse el presupuesto nacional aparece el mismísimo jefe de Gabinete, al frente de las máximas autoridades económicas, para el anuncio conjunto de que lo sancionado por el Congreso es un chiste de cierre de temporada porque el cálculo inflacionario debe “recalibrarse”.
En las redes, el interrogante fue formulado con tono sarcástico por parte de quienes aborrecen al modelo vigente. Pero también pudo registrárselo en espacios mediáticos de ostentosa adhesión al macrismo y en las intervenciones de los economistas situados más a su derecha todavía, que exigen terminar con estas ambigüedades y ajustar el déficit fiscal en un solo saque.
Como sea, la pregunta adolece de cierto error conceptual y no porque el recalibrado ya estuviese previsto en el presupuesto 2018 (15,7 por ciento de inflación), aunque el tema no es ese sino la confesión de que lo importante no estaba en lo votado por el Congreso.
En esos países de instituciones y seriedad jurídica tan preciadas nunca podría ocurrir lo que acaba de protagonizar el mejor equipo de los últimos 50 años. Estados Unidos, la semana pasada, quedó nuevamente al borde de moverse sin presupuesto y “cerrar” su gobierno, hasta que demócratas y republicanos resolvieron extender por un mes el margen de negociación para convenir las cuentas de 2018. Entre 2010 y 2011, por tomar otro ejemplo de afectación institucional, los belgas pasaron 541 días sin Ejecutivo por falta de acuerdo parlamentario. Pero que en la jornada posterior a aprobarse la Ley de Leyes un gobierno anuncie la revisión de los números, porque fracasó en sus estimaciones inflacionarias, no tiene antecedentes en el mundo. Ni en el serio, ni en ninguno, ni nunca. Tampoco los tiene que el jefe del Banco Central, en vez de irse a su casa, acepte poner la cara como si nada hubiera sucedido respecto de la dichosa independencia del organismo. Federico Sturzenegger no sólo hizo eso, sino que divagó durante largos minutos acerca del maravilloso andar de la “inflación núcleo”. Es decir, aquella eximida de factores estacionales y de precios regulados. Mostró curvas coloreadas de lo bien que anda todo, salvo que se cuenten los aumentos de luz, gas, nafta, transporte, medicina prepaga, peajes, vigentes y por venir. Y cuando se le preguntó por el festival de endeudamiento, con sus Lebac a tasas estratosféricas, dijo que debe verse la parte llena del vaso: Argentina volvió a financiarse y recomponer sus fondos en dólares, como si esas reservas no corrieran el riesgo de volar abruptamente ante cualquier cambio de humor en el flujo internacional de divisas o, más simple, cuando entre en duda la capacidad de pagar la fiesta.
El aspecto más técnico de lo anunciado queda en manos de especialistas. Pero tampoco debe cederse ante la habitual apretada de que, para interpretar en profundidad anuncios económicos, es necesario disponer de saberes específicos. El fondo de la cuestión es que para los próximos tres años se requieren unos 60 mil millones de dólares de financiamiento y que por favor “los mercados” sigan prestando, bicicleta mediante, so pena de que al macrismo se le complique la reelección. Cumplido eso, ya vendrán los tiempos de recurrir directamente al Fondo Monetario para producir el ajuste final tan ansiado. El FMI lo exige ahora mismo, en verdad, como se conoció en estas horas con la recomendación de sus directores (informe tras la consulta al artículo IV) para frenar el aumento en áreas que crecieron “muy rápidamente en los últimos años; en particular los salarios, las pensiones y las transferencias sociales”.
Pero hoy no se puede. Hay un Congreso requirente de negociaciones con una sección amigabilísima del peronismo y con la que, sin embargo, debe transarse arriba y debajo de la mesa. Más un clima callejero que no termina de cerrar favorablemente y, mucho menos, tras la ruptura de una parte del contrato simbólico con sectores medios, gracias al saqueo de los fondos jubilatorios que disfrazaron de “reforma”.
Con la reelección en el bolsillo si a Mariu le llega lo que está previsto en el pacto fiscal para inundar el conurbano de obra pública, mantención del asistencialismo básico, (muy) buena muñeca con los movimientos sociales, toda la represión hormiga que haga falta y continuar la persecución judicial a símbolos kerneristas, ya estaríamos. Y llegado el caso hay una imagen de recambio importante, además, de la que un eventual realineamiento opositor carece, por ahora, por completo. Marcos Peña se desempeñó en la conferencia de prensa del jueves como una suerte de verdadero presidente, Mariu es la bala de plata que lucha en soledad contra las mafias y, si fuere necesario, está el indemne Horacio Rodríguez Larreta con su imagen positiva gigantesca entre un electorado porteño de proyección nacional, como corresponde a que Dios atiende en Buenos Aires. Las interferencias a ese panorama idílico sólo pasarían por los exabruptos de Carrió pero, aun evaluando que su poder de erosión es alto, está claro que su capacidad constructiva no existe. Nadie la toma seriamente en ese sentido y, en Cambiemos, lo que asusta de su egocentrismo no llega al límite de imaginar graves perjuicios, excepto que el panorama oficial se ennegrezca seriamente. Saben que siempre será Lilita. Nunca Elisa.
El problema de este laboratorio, como factor emblemático, es que el jueves pasó lo que pasó.
¿Acaso el país estuvo en vilo durante esa puesta en escena, atento a lo que pudieran informar Peña y sus secretarios? ¿Hubo conmoción popular debido a que anunciaron la virtual insignificancia del presupuesto votado un día antes? ¿Hubo algún diputado o senador entre los que aprobaron ese presupuesto, siquiera por acting, que tuviese mínimamente la actitud de indignarse en público? No. Pero en el ecosistema del poder real se tomó natural nota de que cuando se sale a publicitar una coordinación perfecta significa que no hay coordinación, o que está deteriorada. Los dichosos cuadros del macrismo, el mejor equipo, el duranbarbismo invicto, quedaron en dificultades para mostrar liderazgo unificado. No son internas estratégicas porque no hay conflicto severo de intereses hacia dentro del bloque dominante, y la breve escalada del dólar es -supongamos- un reacomodamiento coyuntural. Pero sí ocurrió el renovado aviso de que el Gobierno entró en una zona de luces anaranjadas. La presentación mediática es que Sturzenegger tuvo que rendirse, pero la percepción es que hay heridas complicadas porque no se ofreció seguridad. Nicolás Dujovne, quien habitualmente es hombre de retórica inequívoca, se exhibió dubitativo. De por sí, cuando un funcionario de su nivel tiene que decir “recalibrar”, al borde de Año Nuevo, mientras a su lado el presidente del Banco Central no sabe dónde meterse, se está 1 a 0 abajo desde el vestuario.
En febrero de 2012, cuando Cristina pidió “sintonía fina” en el timoneo de las paritarias para que la inflación no se desbocara, la oposición se le fue encima y la prensa se encargó de dibujarla débil, acosada, en medio de una tormenta fiera. Hoy, esos mismos medios protegen algo mucho más peligroso que aquella solicitud de moderación sindical. Pero el tema no es de qué la van esos voceros mediáticos, porque a esta altura ya lo sabe cualquiera que no habite en un frasco, sino el modo en que eso muestra un flanco oficial estropeado.
Por las dudas: ni aroma inminente a corralito, ni graves amenazas al firme andar de la coalición de derechas gobernante, ni nada que se le parezca.
Pero sí es certero que Cambiemos recibe 2018 con un horizonte que imaginaba enormemente más plácido tras la victoria electoral de hace dos meses y monedas.
Este país siempre le da sorpresas a quienes se sobrevalúan.
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