miércoles, 31 de enero de 2018

Niño sentado.

Sentado en un tiemblo de pastos,
busco las vides en el oeste, o el río en el este,
o la llave del portón pequeño y el pedestal de abajo.
Sucede que todo pasa bajo mis ojos y miro hacia arriba.
En el norte un callejón de árboles, postes de luz y nidos varios.
En el sur curioseo y se que no existe.
Lámpara a kerosene que aún extraño.
Estufita celeste y negra.
Ganchos con mariposas atolondradas.
Casamenteras.
Mesa de fórmica verde clara, piso negro, agua en el tanque, braseo.
Balde de latón.
Higuerita al fondo, contra la pared de Pancho.
Siluetas en la esquina que no voltean.
Don Yaco, Sonia su perrita y Tatiana, juegan que sus no hijos no están perdidos.
Guerra y dolor, olvido y miseria de conejos grises.
Arboles medio blancos a la cal.
Gitanos del mediodía en la cocina de la vecina.
Susto, gruñido, la perrera que no puede.
El barrilete del campito, me veo de atrás con mi viejo, camisa blanca,
pantalón marrón, él.
Mañana de domingo, otoño suburbano.
En un tiemblo de pastos sentado viene el sol.
Se va otra mañana del riego y el rosal de pie.
Un brinco de soga calla la radio.
La ventana alumbra el plato blanco, mi vieja,
delantal, sonrisa a la vereda, fueguito al viento,
ve pasar a su madre de ayer que vuelve a buscarla.
Por suerte para mí, aún no la pudo encontrar.
Julia, mi abuela, es un suspiro vasco entre las frutillas de su huerta.
GB


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