La peluquería quedaba en Almagro, justo en la esquina de Yatay y Potosí. El dueño y único peluquero se llamaba Eduardo, pero en el barrio era más conocido como Engañabaldosas, porque su renguera lo hacía apuntar hacia una para finalmente apoyar el pie en otra. Engañabaldosas estuvo más de cincuenta años en esa esquina, y muchos de sus clientes los consiguió porque siempre tenía en su local el último ejemplar de la revista El Gráfico, además de la colección completa de los años anteriores. Don Eduardo los cuidaba como la reliquia se merecía, y no se los dejaba leer a cualquiera. Había que tener varios años en el barrio y muchos cortes a la “americana” en su viejo sillón para tener derecho a acceder a ese tesoro.
Los miércoles salía El Gráfico y ese era el día más concurrido. El ejemplar nuevo era sostenido por alguno de los clientes que, sentado en una silla desvencijada, compartía con el resto los comentarios sobre las notas o mostraba las fotos a los que lo rodeaban ansiosos. En ese local sólo se hablaba de fútbol y la única excepción permitida eran los números que habían salido a la quiniela, levantada de puerta en puerta por “Lapicito”, otro personaje de esas cuadras que era petiso, delgadísimo y usaba tiradores tan anchos que le permitían enganchar una libreta con tapas de cuerina negra, sucia y desprolija, donde anotaba las apuestas de los vecinos con un lápiz muy finito que calzaba en su oreja o sostenía en su boca, de dientes desparejos y amarillos que parecían más grandes que su lápiz.
Un día no vino más y en el barrio se decía que alguien acertó una cifra que el tipo no podía pagar, pero nunca se supo qué vecino fue el estafado. Lapicito también se cortaba el pelo en lo de Don Eduardo, pero él llegaba con su propio ejemplar de El Gráfico bajo el brazo y, con el mismo lápiz que anotaba la quiniela, señalaba las estadísticas de goleadores, promedios, triunfos locales o visitantes y puntaje de cada jugador. “Siempre fui bueno para los números –se ufanaba–. Mi vieja decía que debería haber sido ingeniero”, y nadie se animaba a contradecirlo.
A veces la tapa de El Gráfico era sobre alguna pelea de Box importante, y por algunos momentos el fútbol cedía su espacio en las charlas. Eran los años de Horacio Acavallo, campeón del mundo en Tokio, cuando le ganó en fallo dividido al japonés Takayama, o meses después en su defensa del título en el Luna Park, frente al mexicano José Alacrán Torres, que le dejó la cara deformada en una pelea intensa que el argentino ganó por puntos en un fallo muy discutido.
Poco antes o poco después, Ringo Bonavena hacía de las suyas contra Goyo Peralta, duelo que fue un clásico de aquellos tiempos, o frente a José Georgetti, apodado “Kid Tutara”, campeón argentino de peso pesado, pelea que significó mi debut en el Luna Park, cuando tenía doce años y mi padre, el Capitán Soriani, decidió que ya era hora de que me interesara también por el boxeo, deporte que a él lo apasionaba casi tanto como el fútbol. La pelea fue pésima y a partir del 5ª round el Capitán empezó a gritarle a Ringo y al otro “¡¡Bolsas di patatis, bolsas di patatis!!”, expresión de la que solo intuí el significado y que hasta el día de hoy nunca volví a escuchar, pero que tuvo mucho éxito esa noche en aquella tribuna del Luna.
Pocos años después Nicolino Locche volvía loco a Paul Fuji y Argentina tenía otro campeón del mundo. Mi padre admiraba la técnica del gran Nicolino pero prefería los puños de Carlos Monzón, que noqueaba a todo el que se le pusiera adelante y que en 1970 sentó a Nino Benvenutti primero sobre las cuerdas y luego sobre la lona, de la que no se levantó nunca más.
Mi viejo veía una y otra vez los noticieros de la época imitando los golpes y movimientos de quien se había convertido en su nuevo ídolo. Y ensayaba jugando conmigo en peleas que a veces terminaban mal, porqué a él se le escapaba algún golpe que me dolía, o porque yo colaba alguna cachetada que él consideraba irrespetuosa. También levantaba la guardia y se quedaba inmóvil frente al espejo, “como salió Monzón en la tapa de El Gráfico”, repetía el Capitán muy divertido.
Al fútbol de aquellos años no lo rodeaban fortunas ni existían las transferencias millonarias. Los jugadores no esperaban ser vendidos al Barcelona, al Manchester o al Real Madrid y sólo tenían un sueño: salir en la tapa de El Gráfico. Esa foto era la gloria. Alguna vez Roberto Perfumo, siendo jugador de Racing, contó que un domingo a la noche, luego de un clásico contra Independiente, un periodista le anunció por teléfono que sería tapa del próximo número de la revista. El inolvidable Mariscal se emocionaba recordando que no pudo pegar un ojo durante los días previos y que cuando vio el ejemplar con su foto, compró todos los que el canillita tenía: “lo había soñado desde que me puse por primera vez los botines”, afirmaba Perfumo.
Con mi padre coleccionamos El Gráfico hasta entrados los 70. Fue un rito que seguimos compartiendo y disfrutando aún cuando nuestras diferencias políticas comenzaron a distanciarnos. El Capitán la leía con pasión, mientras yo empezaba a cambiar su lectura por otras: Cristianismo y Revolución, Nuevo Hombre, Militancia y algún título más de los que editaban las organizaciones políticas con las que simpatizaba.
Los domingos a la mañana seguíamos yendo juntos al parque Rivadavia, y mientras él fumaba distraído su cigarrillo, hojeando los ejemplares más antiguos de El Gráfico, Así, Goles o Selecciones del Reader’s Digest, yo compraba los libros del Centro Editor de América Latina o algún clásico de Mao y Ho Chi Minh.
Todos ellos, más algunas colecciones de revistas que salieron luego, como Pinap, Pelo, Satiricón o Chaupinela, fueron secuestradas por la policía cuando fui detenido y allanaron nuestra casa de la calle Yatay. Algunos años después, en una de sus visitas a la cárcel de Magdalena, donde me habían llevado, el Capitán Soriani me contó que pudo convencer al oficial a cargo del operativo que no se llevaran la colección de El Gráfico. El hombre, futbolero al fin, y quizás influenciado por la condición militar de mi papá, prefirió dejarlas a pelearse con él, que no dejaba de ser un camarada de armas.
Durante los años en prisión sólo llegaron a mis manos algunos ejemplares de la revista de manera salteada. Por largos períodos la lectura en la cárcel estuvo prohibida, pero las manos solidarias de detenidos “comunes”, o de guardianes más humanos, a veces nos acercaban algún número. Los compañeros del interior o hinchas de equipos chicos siempre se quejaron de que a esos cuadros la revista les daba poca importancia. Y era muy cierto. Las razones del mercado hacían que la editorial centrara su atención en los clubes más importantes, así que River, Boca, San Lorenzo, Racing o Independiente se llevaban las mejores notas, los grandes espacios y las fotos más espectaculares. De todos modos, eso no impedía que luego de su lectura, nos metiéramos en discusiones sobre partidos o jugadores como si hubiéramos ido a la cancha. Es un curioso y buen ejemplo del papel de los medios como formadores de opinión: Un grupo de presos con años de encierro, discutiendo apasionadamente sobre fútbol con sólo haber leído los comentarios de una revista.
El Gráfico acaba de cerrar luego de una larga agonía. Las tapas de la revista que adornaron las paredes de mi cuarto cuando era pibe, las que usé más tarde para forrar mis carpetas de la escuela secundaria o las que pegué en los muros de las celdas a las que me llevó la dictadura ya no estarán en los kioscos.
Nosotros, lectores, nos quedamos sin ellas. Pero los millones de dólares que hay en juego o los miles de seguidores que consigan en las redes sociales, jamás podrán reemplazar en los jugadores esa adrenalina que sintió Perfumo cuando se enteró por primera vez de que saldría en la tapa de El Gráfico.
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