viernes, 5 de abril de 2013

EL PENSAMIENTO ADENTELLADO.POR HORACIO GONZALEZ.

El pensamiento “adentellato” La bergoglización del liberalismo argentino no sostiene ninguna conversación interesante, sino que se adosa a la mansedumbre previsible de un Pérez Esquivel y a la menos previsible, pero real, de un Leonardo Boff. No por el hecho que nos sorprendan y provoquen un modesto estupor, dejamos de criticarlas, y por la vía de lo que sería la enorme conversación de tono más bien coactivo que es la Iglesia, tampoco dejamos de comprenderlas. Pero la conversación en la que estamos pensando es portadora de sus propios obstáculos y es la que está en condiciones reales de apartarse de los elementos coactivos que en todo acto de habla están presentes.​ Por Horacio González Es muy lindo conversar. El concepto de conversación instila paz y armonía. Seduce por su implícito llamado al entendimiento entre los hombres. Todos los teóricos de la conversación se lucen al demostrar que en ella solo rige el estilo argumental y si hubiera algún desequilibrio en el orden de la conversación, solo podría ser porque triunfó “el mejor argumento”. Un invisible juez de la racionalidad de los enunciados haría su tarea arbitral y silenciosa, mientras los conversadores van aprendiendo a tolerarse a sí mismos cuando ven disminuir su capacidad argumentativa. Al final, la conversación quedaría tan depurada que sería un puro acto de cortesía. No la desdeñamos. Pero sería solo quedarnos con el esqueleto, no con la entusiasmo de la conversación. Es tan idílica la apelación al ágora conversacional, que es lo que muchos toman como resumen entero de lo que debía ser una sociedad. Es claro que nadie es tan ingenuo como para pensar que una conversación se realiza, por así decirlo, en una atmósfera incontaminada, en un cielo acogedor limpio de intereses terrenales. Durante toda la mitad del siglo veinte se debatieron los llamados actos de habla, que se apartan de alguna manera de las teorías más liberales de la expresión conversacional, pues al enunciar algo –siempre la conciencia es conciencia de algo, y el lenguaje también-, ya movemos los intrincados hilos del mundo para sustentar deseos, súplicas, órdenes o sigilosos desprecios. La “sociedad de libres conversadores”, que sustituye la utopía decimonónica de la sociedad de libres productores, no sabe que, por lo menos ésta última, tenía conciencia de los obstáculos que la libertad debía atravesar. Ella surgía del “reino de las necesidades”, por lo tanto, conversar era moverse entre miasmas, lodo y violencias innumeras, de las que la conversación podía apartarse pero sin dejar de ser un acto atravesado por esos hedores. ¿Conversamos olvidándonos de los riesgos que entraña todo contexto para la conversación? Conversamos porque siempre la conversación está acechada. Hay pues una ética del conversar, que tiene que elegir permanentemente entre la sinceridad y la mala-fe, con el agregado de que la sinceridad suele ser también una actuación en el “teatro del habla”. Sartre, antes que lingüistas como Austin y Searle, había dado una versión más convincente de los actos de habla, al verlos como conductas traspasadas por la angustia, la sospecha, nuestra propia cobardía o el valor, y el delgado azar que nos convierte en muertos sin sepultura. En la obra de Sartre, de este mismo título, se conversa mucho. Pero la conversación tiene un lastre de verdad, que consiste en buscar las palabras más ajustadas a la imposibilidad de saber cuál destino es mejor que otro, en vista de que siempre hay que elegir en condiciones desfavorables. La conversación no puede privarse de esa fuerza interna que aun expresada en lugares cerrados, tabernas acogedoras o pasillos inocentes de una escuela, se hace sentir como una condición del mundo, condición pesarosa y a veces incomprensible, por más que los conversadores se sientan aparentemente despojados de otro afán que no sea llegar a un entendimiento con todo el sabor de haber atravesado las espinas dolorosas del argumento para llegar a la salvación. Vista de este modo, la conversación no es solo un arte liberal. Es también un tejido de construcción mutua o colectiva donde el peso de las acciones que se enuncian, aunque apenas sobrevuelen la tranquilidad de lo dicho, dejan un peso en el tejido de palabras que pueden ocasionar desgarrones o jirones que deshilachan para siempre lo que pudo ser expresado. En los últimos tiempos un liberalismo de tono menor ha elegido refugiarse en los dominios de la conversación entendida como una teoría política del igualitarismo gentil. ¡Cómo nos gustaría que el mundo no fuera esa madeja inconsolable de agresiones que impiden a menudo que la guerra o el combate cultural sea la manifestación por otros medios de los más diversos usos de la palabra! Pareciera haber siempre un insulto o un proyecto de degradación encerrado en las más candorosas expresiones. Pero, aun en los salones proustianos, la conversación, que es un sistema de finas estocadas que surgen de un ciego bastidor de la memoria, son portadoras de una carga interna que le es inmanente: carga de ofensas contorsionadas o amores indecibles. Nunca hay conversaciones que, a pesar de que busquen el acontecimiento de la verdad, dejen de arrastrar los arañazos de un lenguaje que se referencia en sus propios mitos y leyendas. Nuestra conversación parece correr libre por nuestra lengua despojada del arabesco del mito, pero éste podría ser el soporte sigiloso de todo lo que decimos. ¿Qué es la verdad? No algo exterior al punto de máxima comprensión de sí mismo y del otro al que llega el hablante. No está fuera del lenguaje, sino adentro, pero no de cualquier manera. No puede ser la verdad un capricho del conversador o su fijismo abstracto convertido en un rito que le es amistoso nada más porque se escuchó el mismo pronunciárselo infinidad de veces. El liberalismo de tono menor cree que conversa en pos de un acuerdo gentil, porque de entrada ya parte de que ha declinado trabajar con los demonios del idioma, conformándose con tramos ya argumentados por otros, transitados por una humanidad sin fisuras. Menciona la corrupción: ella, la hay. Menciona la inseguridad: ella, la hay. Menciona la pobreza: ella, la hay. Menciona la inflación: ella, la hay. Es tan absurdo negar que las hay como suponer que las hay de la manera en que las propone y las mencionan los diarios Clarín y La Nación. En ellos, tales fenómenos no son solo fenómenos reales sino también fenómenos del lenguaje y de la conversación. No “sentimientos” ni “sensaciones”, dígaselo claro, pues no son solo imágenes irreales de una campaña de intensiones adversas a la institución gubernamental. Existen, pero su manera de existir no es la que sospechan muchos de sus críticos. Tienen una existencia literal caso por caso, pero una existencia alegórica en el acontecer de su rapidísima generalización. El liberalismo de tono menor convierte en mercancía idiomática los existentes reales, y al generalizar los cosifica. Marx decía que las mesas de cuatro patas no iban como cuadrúpedos animados, caminando orondas hacia el supermercado. Eran mesas-mesas. No formas animadas. Pero las rodeaba una ilusión, un fuerza apariencial. Un pensamiento metafísico vinculado al liberalismo de tono menor, no a la sincera metafísica que de tanto en tanto detiene un objeto en sí mismo y lo considera “sensible al habla”, cree que la mención de casos supone ya una detención de la historia en una serie de conceptos que luego son a prioris de un razonamiento deductivo: hay inflación, inseguridad y corrupción no como avatares inusitados o indeseables de un tramo histórico de la vida colectiva –cuestiones que desde luego hay que definir, revelar o punir-, sino como cosas inmanentes a la gestión pública, inextinguibles y tocadas por el sino del “esencialismo”. Cuando el liberalismo soso condena al “esencialismo” tiene algo de razón en cuanto a que la cosa es arrastrada y reformulada por la historia, pero no tiene razón en cuanto a que no pocas veces el pensamiento tiene necesidad de fijar un objeto como soporte de un paso adelante que lo precisa como sostén y al que puede luego cancelar. No obstante, el liberalismo al que nos referimos, por estos días, es papal. Por lo tanto puede ser antiesencialista en la Academia y esencialista en el Vaticano. Ciertamente, el pensamiento funciona con una serie de hipótesis a priori, que son indispensables para agrupar el mundo en categorías vitales y cambiantes, y también para medir el uso del lenguaje entre las categorías ya establecidas y el vasto universo precategorial que nos rodea y constituye. El pensamiento liberal en su manifestación mayor de escasez autoreflexiva, cree que hay un solo nivel literal en la realidad de la lengua. Por ejemplo, hace días hemos leído un artículo de Luis Alberto Romero en La Nación sobre la elección del Papa. Elogioso en toda su extensión, a pesar de que señala su formación tradicional, herencia de las encíclicas de León XIII, y su concepción prejuiciosa del mundo urbano al hablar –buena observación- de la “ciudad coimera” con la metafísica fijista con la que se condena la secularización de las grandes metrópolis contemporáneas. El pensamiento liberal reducido a su medida mínima, se conforma con la conversación. ¿Conversaremos sobre Encíclicas? El reciente Papa será conversador. Pero antes que nada es autor de Homilías novedosas, repletas de alegorías manejadas con destreza. ¿Es eso saber conversar? Las metáforas bíblicas son atractivas, lo sabemos. La unción de los óleos, su llegada a la orla de las vestiduras sacerdotales, la posibilidad de otorgar gracias y bendiciones a la “periferia” –que no es solo la de las vestiduras sino la de los conglomerados suburbanos sacudidos por la pobreza-, da una nueva versión del sacerdocio. La mención al sufrimiento por la vía del concepto “los malos patrones” remonta a Rerum novarum y otros escritos de la modernidad eclesial conservadora. Es un tipo de conversación carismática lo que tendríamos aquí. Sin embargo, ¿qué pasa? Es que no es una conversación, es una expresión, la más sutil que pueda imaginarse, del drama de la fe. La oración es una voz subjetiva pero en este caso, es un gran texto de agitación conservadora, donde se busca el resurgimiento vocacional como sinónimo de la persuasión sacerdotal. El Papa quiere que los sacerdotes salgan a buscar al rebaño y que ellos mismos tenga “olor a oveja”. Todas las corrientes de ideas del mundo moderno vieron en sus militantes o predicadores hombres fundidos con las masas, el proletariado, las periferias o el “rebaño”. La metáfora del olor es muy fuerte, pero no pertenece a la tradición conversacional. Ni ésta es meramente un encuentro entre “hombres de diálogo”. Si es poderosa la homilía, porque parte de suscitar un sentimiento interior agrietado, es más poderosa la tradición conversacional pero en tanto la veamos como creadora de oportunidades para examinar su propio obstáculo, apartarnos de su superficialidad publicitaria o mediática para reunirnos con lucidez crítica con sus condiciones de producción. No siempre es fácil porque son las conversaciones “ya conversadas”, como piedras en nuestra conciencia, las que se defienden con sus enormes lugares comunes. En este sentido, la conversación crítica, o cualquier otro tipo de acción del lenguaje entre pares o en función educativa, no es conveniente que tome el modelo pastoral, generalmente imperativo aunque falsamente fraternal. Aquí el liberal ortodoxo vacilaría un poco ante la prédica odorífera, pero si se torna un liberal distraído, como tantas veces es el caso, aceptaría que una plegaria y toda acción pastoral, serían parte del diálogo o la conversación. Por más que nunca se suture la escisión fundamental e irreversible entre el pastor y sus ovejas. El liberalismo clásico supo en su momento cuestionar este desequilibrio ontológico en el interior de todo diálogo. ¿Ya no hay liberales o la pereza lleva a que se cargue este nombre como sinónimo de restaurar una autoridad vertical, surgida de una alegoría de sujeción moral que no ha notado el desgate de siglos que ha recibido el más hondo de los vocablos de la prédica: el rebaño? Para el liberalismo negligente el pensamiento de la conversación ya nace conversado. No se percibe, y hemos hecho esfuerzos en percibirlo, que la conversación se realiza sobre el vacío, cuerdas flojas, maderamen incompleto, apoyos que surgen de repente para construir otra cosa sobre ellos. No, el pensamiento liberal de esta nueva publicística pastoral, ya surge en estado de pensado, clausurado sobre sí mismo. No se trata de pensar tal o cual cosa sobre el Estado, los “dos demonios”, la corrupción, el ajuste del gasto público, todas temáticas caras a ese pensamiento, sino que llega a ellas luego de un gesto sobre sí mismo, un gesto impermeabilizante: la conversación despojada de rugas, vacíos, afirmaciones fallidas, detritus mismos del habla. El liberal conversador está más cerca del saber de las encíclicas que de la conversación con detritus. La escoria conversacional, lo dicho sin sentido o lo que está sobrando, es necesario en esta práctica laica pues conversar es buscar en el acto presente mismo de hacerlo, una cierta verdad en cuanto que no se conoce por parte de todos los capaces de entablar conversación. Maquiavelo, en el capítulo sobre los principados hereditarios, permite aclarar un modo de la transmisión o el legado (a través de conversaciones libres). Se trata de una metáfora de albañilería, no infrecuente en Maquiavelo, al hablar de adentellato. Es esa saliencia que en las paredes permite apoyar otro elemento, una viga que dará continuidad a la construcción en un sentido complementario, diverso o extraño. No es que Maquiavelo prefiera este tipo de tramas, donde una “saliencia” da lugar a una continuidad secuencial. Es sabido que prefiere lo “nuevo”, pero es hora de decir que entre lo nuevo y lo hereditario, finalmente no hay tantas diferencias en Maquiavelo, pues su grandioso texto está hecho para marcar escisiones binarias que parecen absolutas –como la de fortuna y virtú- pero luego se disuelven dramáticamente, fusionándose unas en otras. Siempre hay algo de adentellato en el pensar. En la dialéctica, en la fenomenología, en las vanguardias estéticas, en el estructuralismo, incluso en el posmodernismo, si pensamos en nombres fugaces que en nuestra época se le ponen a los actos del pensar. Aunque Maquiavelo quizás no lo quiso así, todo pensamiento, incluso los de la voluntad humana libre, deben tener un punto de irresolución, un aspecto que sobre, que “esté demás”. Así se produce la prosecución de la tarea agregando aspectos o paredes que no estaban previamente diagramadas. El pensamiento liberal esquemático no se importa ya de estas nociones del pensar. Ya dimos el ejemplo: en el afán de ver a las producciones políticas que ataca como una manifestación entera de un error esencial, a la altura de las teologías del mal, no las toma por sus deficiencias numerosas o sus vacilaciones varias, sino que las integra –pues de alguna manera es un liberalismo integralista-, a una única noción de malignidad. Y por eso, dejando en el camino jirones de su viejo laicismo, les parece que un Papa movilizador pero integrista, puede ser aceptable por poseer apenas una virtud, la del dialogo, que asomaría vehemente y definitivo por encima de sus características retrógradas: moralismo tradicionalista, rechazo de la alteridad en cuanto a otras formas de existencia moral, peregrinación a las fuentes de un catolicismo encerrado en bulas reaccionarias, etc. Todo porque sabría ser un buen conversador. Cierto, en sus homilías intenta extraer un don abrigado en secreto por las palabras. Pero la homilía es lo contrario al liberalismo y al compromiso social, en cuanto tiene un valor alegórico que las militancias laicas perdieron –y que la teología de la liberación intentó recobrar-, pero su modelo direccional es una condensación de poderes manifiestos que vienen de arriba hacia abajo. Y a pesar de que se desee una iglesia pobre, las homilías siempre postulan una escatología que ya viene encerrada en una arquitectura asimétrica y un escenario inconmensurable entre la silla papal –sea de oro o de madera- y el pueblo que se revuelve en la búsqueda de dones. Los gestos de despojamiento no son conversaciones cabales, pues son elaborados con rutinas escénicas a las que nadie les quita su importancia, pero a las que tenemos que ver como deseos que podrán ser reales pero que están inmovilizados en lo que también podría ser una manifestación de liberalismo, sino lo fuera de astucia: la creencia de que despertar el don con los aceites sagrados entraña poderes retóricos de cambio. No lo son si dejan intocado al mundo, cuyos poderes empresariales y económicos, como mostró Weber, también se nutren de la idea de salvación y ascetismo. Todos estos temas también están relacionados con la vocación mística, pero ni Kempis, ni Eckart, con sus ejercicios espirituales en torno al extremo de la vida y el vacío de Dios, lograron mucho más que un magnífico ejemplo de autoimposición del sacrificio. ¡Que respetable es este sentimiento que no nos habla de rebaño sino de una poética del propio sufrimiento! Pero el Papa hoy, y su iglesia, no tienen más remedio que ser también liberales respecto al nexo entre oración y transformación social. Si los óleos hacen transcurrir un tiempo de mudanza, la palabra “rebaño” la contiene e inutiliza. Para el liberalismo argentino así desnutrido para comprender estos hechos, paradójicamente en momentos en que su contribución podría ser más apropiada, es una pena que ya no estén Lisandro de la Toree, Palacios, José Aricó o Alfredo Bravo. Solo perviven a través de una escueta noción de conversación, que se extrae de un laboratorio donde la razón es una rama seca. No debería ser así, pues la conversación laica profunda es un acto que no existe sino se acompaña con nociones de sacralidad y mito. Ambas son difíciles, pero un laicismo de la razón crítica no debe desdeñarlas. La bergoglización del liberalismo argentino no sostiene ninguna conversación interesante, sino que se adosa a la mansedumbre previsible de un Pérez Esquivel y a la menos previsible, pero real, de un Leonardo Boff. No por el hecho que nos sorprendan y provoquen un modesto estupor, dejamos de criticarlas, y por la vía de lo que sería la enorme conversación de tono más bien coactivo que es la Iglesia, tampoco dejamos de comprenderlas. Pero la conversación en la que estamos pensando es portadora de sus propios obstáculos y es la que está en condiciones reales de apartarse de los elementos coactivos que en todo acto de habla están presentes. El pensamiento crítico del “adentellato” es un provisor adelantado de la didáctica de los siglos posteriores y del contingencialismo existencial de la época moderna. No pasa de rama en rama como pájaro distraído, sino que construye sobre la sobrante anterior, el adentellato que restó de la obra antecedente. Es de algún modo un historicismo activo, con la cuota de escepticismo moral correspondiente, pero repleto de fe en los actos de crear sus propios rituales y su auto-revisión permanente del lenguaje. La obra de Gramsci trata exactamente de esto: de la creación de un lenguaje laico con los restos de antiguos mitos (que no son sino pensamientos desmenuzados por la historia que perviven en su propio anacronismo optimista). Esos restos míticos son construcciones anteriores que se presentan como elementos de un “adentellato”, son apoyos para otra cosa. Por eso el laicismo incluye su propio acto sacro inmanente, no necesariamente con el auxilio de una conversación depurada y exquisita. Si la hay será el resultado de haberle expropiado toda su historia quebradiza, todas las dificultades internas, no antes de intentar conocerlas en el propio curso de la conversación. El buen conversador se parece un poco a lo que cierta vez se definió como la conversación macedoniana: todos dan su parecer sobre una frase casual. El que la dijo se olvidó de que la había dicho o no reclama el servicio de que se le agradezca el dicho sino que simplemente fue un adentellato. Dijo lo suyo, que el resto convirtió en un dicho superior. Ya no tenía dueño ni autor. El liberalismo enjuto al que asistimos ahora no solo parece haber perdido su laicismo, sino también las mínimas nociones de lo que cuesta conversar. Ni en el Salón de Guermantes ni en la Televisión, es fácil conversar. Las palabras salen ya prefiguradas por las condiciones de su producción. Conversar entonces no es solamente un acto de habla, sino la construcción de ambientes colectivos donde se ensayan las presunciones, imperfectas o repentinas, de un pensamiento que surgía de un sostén que miraba al vacío: el adentellato maquiaveliano, acción constructiva que hace de cada conversador un junco pensante que hace equilibrio frente al abismo: es su libertad lo que balacea ahí. * Sociólogo, ensayista. Director de la Biblioteca Nacional Fuente: http://conradoyasenza.wix.com/la-tecla-ene#!horacio-gonzalez/cs8gE

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