Fue sin dudas importante el triunfo de gremios y docentes, que hicieron retroceder al bestiario macrista en su plan de cerrar las escuelas nocturnas porteñas. Fue una caricia para el golpeado sentimiento popular, y bienvenida sea, sobre todo porque mostró una vez más cuál es el camino: no aceptar el autoritarismo –educativo o el que sea– y resistir pacífica pero firmemente hasta vencer.
Pero también es cierto que las caricias no curan el cáncer, y es bueno recordarlo. Porque la destrucción en todos los otros planos de la república es brutal y continúa. Han quebrado el sistema de salud, y no sólo la pública puesto que también facilitan abusos de las prepagas. Y ni se diga el sistema jubilatorio, condenado a desaparecer para que la previsión social vuelva a ser negocio de amigos del Gobierno.
Esta última película ya la vimos, pero no las otras. Son originales, estos tipos, además de malos, abusadores e insensibles. Se aprovechan de todo, y mientras hacen negocios grotescos y repudiables, sus mentimedios trabajan sobre “la gente” y “los vecinos” para que nuevamente se suiciden, como en 2015. Ahora haciéndoles la cabeza, como se dice, con la negación del crecimiento de las protestas contra tarifazos y despidos, y con otros ocultamientos, y el engaño sistemático que vomita las 24 horas el sistema televisivo concentrado. Y ahora, ya se anuncia, con una película que se difundirá en todo el mundo por el inteligentísimo y encantador, pero peligroso, sistema llamado Netflix.
Sí, han leído bien: lo que viene es un filme titulado “Codicia”, que está editando en los Estados Unidos Jorge Lanata.
El tema es “la ruta del dinero K”, como la llama el sistema de patrones y periodistas venales que gobierna hoy esta república. Como si no les alcanzara la agresiva difusión de los inexistentes cuadernos del policía Centeno –fotocopiados de quién sabe qué originales redactados dónde, pero archidifundidos y aceptados por el sistema de servicios judiciales truchos de Comodoro PRO– ahora hacen una película para implantar la mentira a nivel global. La cual comienza con la muerte de Néstor Kirchner en octubre de 2010, y seguramente será estrenada y publicitada –de modo nunca antes visto– en el próximo octubre, o sea días antes de las elecciones. He aquí un avance de esa mentira colosal.
Por supuesto, como arma política ideológica en materia comunicacional hay dos estrategias básicas: una la explicó hace años el glorificado historiador y periodista polaco Ryszard Kapuscinski, en su libro Los cínicos no sirven para este oficio. Allí canonizó lo que todo comunicador sabe: “Hay cientos de maneras de manipular las noticias en la radio y la televisión. Y sin decir mentiras. Podemos limitarnos a no decir la verdad. El sistema es muy sencillo: omitir el tema. La mayor parte de los espectadores de televisión reciben de forma muy pasiva lo que ésta les ofrece. Los patronos de los grandes grupos televisivos deciden por ellos qué deben pensar. Determinan la lista de las cosas en que pensar y qué pensar sobre ellas (...) Si no hablamos de un acontecimiento, éste sencillamente no existe”.
La otra –siendo mucho más agresiva– es también mucho más poderosa: en lugar de omitir, evidencia; en lugar de silenciar, declara; en lugar de ocultar, muestra. Pero todas mentiras. Y lo hace a lo grande, con soberbia autoritaria, con acción y movimiento, luces y colores, y declaraciones y textos brillantes y hasta bellos. Sólo que absolutamente falsos. Es lo que muchos canallas hoy llaman “posverdad” y tanto pavote repite sin saber lo que dice.
Ya lo dijo Herman Melville en su memorable Moby Dick: “En este mundo, compañeros, el Pecado, si paga el viaje, puede andar libremente y sin pasaporte, mientras que la Virtud, si es pobre, es detenida en todas las fronteras”.
La basura mediática que trajina la mentira lo hace, es evidente, con aplicación y fanatismo religiosos. Así han logrado imponerse el último quinquenio en todo el mundo. Destruyeron Libia y Siria, se apoderaron de Paraguay, de Brasil y de nosotros, y ahora operan en Venezuela (la mayor reserva de petróleo y de oro del planeta). Y pronto –ojalá me equivoque– en México, Bolivia y el siempre moderado Uruguay. Y Netflix –este redactor lo sostiene desde hace años– es actor principal en la tarea de manipular a los pueblos. Y si esta afirmación genera resistencias, bueno, no lo reconozca quien no quiera, pero la tele, los sistemas de cable y ahora Netflix como sistema planetario son la garantía de engaño a los pueblos.
En algunos mentideros porteños se afirma que en charlas ideológicas de Cambiemos se difunde lo que llaman “Paradigma weberiano”, en alusión al filósofo alemán Max Weber (1864-1920), quien fue una especie de teórico de la idea de Estado Totalitario y, para algunos, adelantado del nazismo. Para Weber, la democracia consentía modos de liderazgos carismáticos y formas demagógicas para generar o imponer conductas. Por eso desde la izquierda europea fue cuestionado como responsable de preparar “el terreno intelectual” sobre el que se montó el nazismo. Una especie de Durán Barba de hoy, acaso menos maquiavélico. Weber, digamos.
Tenemos que reorientar entonces nuestra inteligencia y nuestra acción: se trata de responderles siempre con información, seriedad y verdad, y podemos y debemos hacerlo desde los muchos, muchísimos medios alternativos de que disponen las personas y los comunicadores conscientes, y que constituyen hoy la esperanza de los pueblos. Quizás algun@s lector@s no lo sepan, pero son decenas, centenares, miles las radios, canales y programas alternativos que dicen la verdad. Somos cada vez más, y vamos a ser mejores –tenemos que serlo– cuando regresemos victoriosos después de las elecciones de octubre.
Hasta entonces, un poco menos de Netflix –y sobre todo cero inocencia y mucho leer, estudiar, conversar, compartir– puede ser una noble acción para detener a estos bárbaro
Hay una coincidencia generalizada desde todos los flancos del análisis político. Si Macri vuelve a ganar, es obvio que el motivo sobresaliente jamás podría ser la situación económica.
Hay una coincidencia generalizada desde todos los flancos del análisis político. Si Macri vuelve a ganar, es obvio que el motivo sobresaliente jamás podría ser la situación económica.
El desastre que esta banda produjo para las grandes mayorías ya no tiene reversión posible, incluso si de ahora a agosto u octubre lograra estabilizar variables de la denominada “macroeconomía”. Es decir, esos números muy grandes de las cuentas internas y externas que, por lo común, solo sirven para que los adalides de la exclusión social intenten generar esperanzas en una población desconcientizada y capaz de haber creído que un gobierno de ricos no robaría. Pero las cifras y el padecimiento son los que son.
Un Macri reelecto tampoco lo sería por imagen de honestidad. Excepto por su núcleo duro de votantes gorilísimos –que sigue siendo el mismo de toda nuestra historia desde mediados del siglo pasado, que se define por su invicto odio visceral al peronismo, que nunca tuvo ni tendrá la decencia institucional como uno de sus valores– nadie seriamente podría argüir que este régimen tiene las manos limpias, ni menos sucias que en el período kirchnerista, ni que vino a combatir la corrupción. Solo el muro protector de sus agentes mediáticos obtura que el macrismo vive de escándalo en escándalo, y ni siquiera así pueden disimularse por completo. La plata en los paraísos fiscales, el perdón de la deuda al grupo familiar por el Correo, los negociados inmobiliarios con tierras fiscales, la casi totalidad de sus funcionarios involucrados en maniobras sospechosas. Podrá decirse que a “la gente” o a “los argentinos” no les importaría, si hubieran manejado lo económico con un sentido mínimamente más distributivo. Pero ni eso. En otras palabras, con licencia de conversación de café: afanan, no tiran un hueso más que a los propios junto con algunos de momentos precisos en zonas explosivas del conurbano bonaerense y, sobre todo, no paran de joder a la clase media que fue y es el síntoma de humor que los llevó al poder explícito.
¿Cómo podrían volver a ganar, entonces? ¿Sólo porque la oposición electoralmente expresada no estaría siendo apta para unificarse?
Quizás haya más de una opción para tratar de establecer, o arrimar, qué diablos terminará ocurriendo en este año de elecciones presidenciales. Lo cual, a su vez, tiene tres problemáticas confluyentes. La primera, la que salta a la vista, es con qué figura individual se le gana a Macri. La segunda es con qué discurso (sea cual fuere la figura). Y la tercera, trascendental, es de qué manera esa figura y ese discurso serán compatibles con los rigores del 2020. Porque será el año que viene cuando todo podrá saltar por los aires, acabada la asistencia del FMI y acumulados los vencimientos de deuda externa. Salvo que una nueva corrida cambiaria se llevara puesto a Macri antes de las elecciones, sin que –hoy– pueda visualizarse cuál sería la fórmula Duhalde/Alfonsín de 2001 para conducir una “transición” rumbo a no se sabe qué.
Pero, seguro, hay de base dos opciones.
Una es que con alrededor de sesenta por ciento de rechazo a su gestión, según cualquier encuesta que quiera tomarse, Macri no remonta más y su suerte está echada. Bajo este criterio, que todavía tenga chances de ganar es un artilugio de la patria mediática, las consultoras afines y la confianza en que Cristina presa o cada vez más cercada acabe por consolidar la impronta de no volver al pasado. Pero solo sería cuestión de tiempo y de padecimiento recesivo, hambreador, humillante, que Macri vaya a perder irreversiblemente. De hecho, las operaciones del propio establishment al pretender instalar nombres como el de Lavagna, o la margarita de los desdoblamientos de voto provinciales que incluyeron a Vidal para “salvarla” del jefe decadente, serían expresión de un gobierno nacional que ya no puede resistir su caída de popularidad. En síntesis, que perderá contra lo que surja.
Una segunda opción, en cambio, es que a Macri le queda cuerda porque las definiciones estarán surcadas nunca por lo que pase sino por lo que parezca o por lo que le quiera parecer a una porción eventualmente decisiva del electorado.
El politólogo Nicolás Tereschuck (PáginaI12, domingo 27 de enero) se refiere a esa segunda variante y toma el concepto aristotélico de hace dos mil trescientos años, ahora duranbarbesco, en el sentido de que son las pasiones aquello por lo que los hombres cambian y difieren para juzgar. “Convencer no es igual a develar y persuadir no es lo mismo que enseñar (...) Los hechos ya no hablan por sí solos (...) No serán solo los datos, los pésimos datos de la economía durante el gobierno del PRO, los que permitan estar más cerca de derrotarlo en las urnas”. Tereschuck subraya que “el exceso de verdad” por parte de la oposición choca con la forma en que el macrismo se pretende (y se ejecuta) inmune a los datos.
Como advierte el docente, estos tipos se presentan cual rivales de un grupo que manipuló y destruyó a la Argentina en los últimos setenta años, que están cambiándoles la vida a cientos de miles de personas rompiendo privilegios, que se trata de modificar la lógica de “yo te doy”, que los problemas son cosa de que el gobierno no toma atajos, que los resultados son parte de los procesos y que los procesos llevan tiempo. ¿Qué pasaría, pregunta Tereschuck, si la oposición pasara a disputar en ese terreno? ¿Acaso Menem, con una inflación de cuatro dígitos, no desbordó lo económico con la promesa de “salariazo” y “revolución productiva”? ¿Y acaso, ya siendo el riojano presidente, con la mayor baja inflación de la historia y en pleno crecimiento de “la macro” (bien que con un país ficticio de peso uno a uno con el dólar remate a regalo de la joya de la abuela y desocupación galopante) no volvió a ganar con la promesa de ingresar al primer mundo (y el voto de los endeudados en cuotas por la heladera y la licuadora)?
Para concluir con la cita del profesor de la UBA, vale la pena intentarlo porque las elecciones parecen definirse cada vez más por lo que se experimenta en el estómago y no precisamente como hambre. “Más bien como en el amor, como en ciertos momentos de la vida, se trata de lograr que algunos de nuestros conciudadanos sientan –iba a escribir erróneamente ‘piensan’– que ‘me parece que sí, que me la juego por vos’”.
En traducción personal, a tono con lo que viene hablándose en todos los circuitos políticos y periodísticos del mundo “progre”, no es que esté mal insistir con el señalamiento de las catástrofes y miserias del macrismo. Al contrario.
Lo único que faltaría es que deje de elevarse la voz acerca de que para los medios oficialistas estamos poco menos que en Suiza, de ser por el veranito financiero de dólar estable. De que solamente interesa apoyar el intento de golpe de Estado en Venezuela, intervención yanqui mediante. Ignorar los cortes de luz mientras se ratifica otro tarifazo estratosférico. Priorizar y mentir andanzas judiciales en torno de un motochorro colombiano, mientras un juez sicario sigue apretando a empresarios que deben arrepentirse a favor de encarcelar a Cristina. Relegar que desde la propia colectividad corporativa judía indican la locura de usar el memo con Irán como ariete de la grieta, en un nuevo paso para corroborar el invento del asesinato de Nisman. Obviar que la pérdida de empleo desde 2015 ya se nutre de a centenares de miles, y que la inflación de este año puede preverse en más del treinta por ciento.
No ceder en esas denuncias y tomar conciencia de que con eso no alcanzaría, para que se vaya Macri, forman parte de un mismo entramado.
Sacarse esta pesadilla de encima –prioridad, desde ya– debe contemplar cómo se sincera lo que vendrá. Cómo se traza una nueva utopía, módica pero articuladora.
El macrismo avanzó planteando un futuro que nunca llega ni podría llegar porque es genéricamente una manga de despiadados. Pero hasta aquí acertó construyendo imaginarios sobre eso. Sobre un futuro.
El error del progresismo, peronismo, o el ismo que se quiera, consistiría en suponer que basta recordar lo bien que estábamos cuando estábamos mal.
La pasión, que es lo que falta, no se trabaja de esa manera.
Si Macri volviese a ganar sería bajo el negocio de que son todos iguales.
En 1961, Joseph Heller —que había tripulado un bombardero B-25 durante la Segunda Guerra, para convertirse en redactor publicitario una vez que sobrevino la paz— cumplió el sueño de publicar una novela. El resultado fue polémico: algunos críticos la elogiaron, llegando a considerarla entre “lo mejor que se editó en los Estados Unidos en muchos años”, mientras que otros la acusaron de estar escrita con los pies.
Se trataba de una sátira sobre la vida cotidiana de soldados americanos, estacionados en una base aérea en Pianosa, Italia, entre 1942 y 1944. El elemento irritante era que, a diferencia de las novelas con trasfondo bélico que venían publicándose desde la caída del Eje, los personajes de Heller no tenían interés en la guerra. Ni siquiera les preocupaba ganarla. Lo que los exasperaba, sí, era la conciencia de que existiesen millones de hombres que, aun sin conocerlos, estuviesen decididos a matarlos. Si esos soldados varados tan lejos de casa tenían un cometido, era el de conservar la sanidad mental en medio de una situación alucinada.
“En mi libro —confesó Heller— todo el mundo acusa a todos los demás de estar locos. Francamente yo creo que la sociedad entera está loca. Y la pregunta, en este contexto, no puede sino ser: ¿Qué hace un hombre cuerdo en medio de una sociedad enloquecida?
El libro se llamó Catch-22, literalmente Trampa-22, y llegó al cine en 1970 de la mano del talentoso Mike Nichols. (Una adaptación en formato miniserie, producida por George Clooney, terminó de filmarse a fines de 2018.) ¿Y a qué se le llamaba allí Trampa-22? A una suerte de paradoja que Heller concibió para pintar la demencia burocrática que caracterizaba la vida durante la guerra.
El protagonista, un piloto llamado John Yossarian, solicita a sus superiores que lo eximan de seguir volando un B-25, porque las condiciones en que se verifican las misiones que le encomiendan son cada vez más precarias —demasiados vuelos, para empezar— y ya no se considera en condiciones de seguir haciéndolo de manera efectiva. Pero las regulaciones militares dicen que la única razón que justificaría ser eximido de la tarea sería la declaración de insanía; mientras que el simple hecho de pedir la baja demuestra que Yossarian está cuerdo, porque seguir volando así sería una locura.
Se trata de un dilema de naturaleza kafkiana, de esos que nos ponen en situaciones imposibles. ¿Cuántxs de nosostrxs padecimos el desatino de aspirar a puestos de trabajo para los que se requiere experiencia, mientras se nos niega un conchabo que nos permita adquirirla aunque más no sea en grado mínimo?
Yo no combatí en guerra formal ni fui amigo de Kurt Vonnegut, como Heller. Pero no lo necesito para entender que, desde hace algo más de tres años, los argentinos somos víctimas de una Trampa-22.
El gobierno sin cualidades
“Cuando hombres pequeños acometen grandes empresas —decía Napoleón—, terminan reduciéndolas al nivel de su mediocridad”.
Desde fines de 2015, los destinos de la Argentina están en manos de un grupo de hombres y mujeres de una mediocridad rampante. Ustedes dirán: ojo, que hay algunas cosas que hacen con excelencia. Como mentir, sin ir más lejos; o concretar negocios, generalmente estafando al Estado o burlando a la ley. Pero el hecho de que hayan mentido con total descaro o fugado dólares a carradas no supone excelencia en sentido estricto. Una mentira soberbia sería aquella que nadie percibe como tal; y en este país, hasta la persona más desprovista de luces entendió ya que el gobierno es un fabricante de mentiras más trucho que el de la canción de Charly. En el segundo caso, aun cuando es cierto que multiplican sus fortunas de forma non sancta, están dejando huellas de sus crímenes por todas partes; de modo que, eventualmente, para condenarlos no hará falta decreto excepcional ni exención de dominio alguno, porque hasta el inspector Clouseau estará en condiciones de llevarlos ante la Justicia.
Al frente de la cáfila está Macri, el proverbial hombre sin atributos. (El título de la novela original de Musil era Der Mann ohne Eigenschaften, lo cual se traduce más naturalmente como El hombre sin cualidades y lo define aún mejor.) Ustedes dirán: pero alguna cualidad debe tener, para haber llegado donde llegó. Es ahí donde entra a jugar la cita de Napoleón.
Si el gobierno sigue en pie a pesar de la crisis humanitaria en que nos sume; si se muestra funcional, aunque las calamidades que produce se multipliquen a diario; si aun así conserva posibilidades de retener el poder, se debe a que metió a la enorme mayoría de los argentinos en una morsa y la aplastó hasta reducirla, con notoria eficacia, al nivel de su mediocridad. (Con la ayuda de las grandes empresas periodísticas, claro, que tanto saben de esto y nos aleccionan respecto de la dignidad de las madres adolescentes y la gente que rebusca en la basura. Como decía el genial Jimmy Breslin: en realidad medios es el plural de la palabra mediocridad.)
Una línea central de la argumentación político-cultural de Cambiemos ha sido que el pueblo no se merecía el nivel de vida al que había accedido. Recuerden las tan escandalosas como insistentes declaraciones de González Fraga y su calaña: los gobiernos previos nos habían hecho creer que estábamos en condiciones de costearnos celulares, aires acondicionados, vacaciones, autos, motos, servicios públicos, zapatillas y tantos otros signos de afluencia excepcional.
Ese otro Mann ohne Eigenschaften que es Esteban Bullrich lo expresó de modo confluyente: debíamos —dijo— acostumbrarnos a la incertidumbre. La gente excepcional vive en la certeza, sabe de sus talentos, de su estatura y de su posición, planea y construye proyectando a futuro; la incertidumbre, en cambio, quedaría para aquellxs que no saben bien a qué podrían aspirar, qué merecerían. Por eso el populacho apostaría sus destinos a lo que llamamos suerte, porque no puede planear ni construir y por ende no estaría en condiciones de prosperar científicamente. En la cosmovisión de Bullrich —ja: debería llamarse Nullrich, la nulidad millonaria— es lógico que la existencia del vulgo esté librada a la buena fortuna… o a la falta de ella.
Este era el contexto que enmarcaba el despojo que empezamos a sufrir, en materia de bienes pero también de derechos esenciales: no se nos quitaba aquello que habíamos adquirido trabajando, o como coronación de un reclamo justo, sino algo de lo que nos habíamos apoderado —que nos había sido concedido— de manera fraudulenta.
Así se hace fácil leer la aparente apatía de parte del pueblo, que vendría tolerando el despojo con la cabeza gacha, en este marco de explotación de sus inseguridades esenciales. Si bien por un lado la mediocridad de los explotadores es manifiesta —a diferencia de otras aristocracias, ni siquiera son carismáticos o encantadores—, al mismo tiempo es verdad que ellos son poderosos y nosotros no; gente que tiene millones (en su mayoría, por obra y gracia de las leyes de herencia), que está en posesión de ese talismán internacional que es el dinero y que por ende ocupa el comando de la nave social, o al menos viaja en primera. Ellos serían triunfadores natos y nosotros no. Por eso, a pesar de que nos consideremos adultos en pleno uso de sus facultades, seguimos sucumbiendo a la lógica impuesta por el dueño de la pelota. Cuando llegaba el pibe a la canchita con la de cuero, nadie cuestionaba cómo la había obtenido. Su palabra era ley: si decía que podíamos jugar, jugábamos, y si no…
El pueblo estaría entregando mansamente aquello a lo cual en el fondo cree no haber hecho méritos para aspirar. Lo nuestro sería la antimeritocracia, razón por lo cual la mera mención de una meritocracia funcionaría como kryptonita y nos despojaría de poderes. Por eso la resignación general contrastaría con la energía tumoral que despliegan los Dueños de la Pelota. (No apelo al adjetivo tumoral con ingenuidad. Creo que describe como pocos el impulso de esta gente, que multiplica sus tropelías del mismo modo en que se multiplica un tejido de células enloquecidas: convencida de que su avance significa que está ganando, cuando todo lo que significa es que condena al organismo madre a una destrucción de la que tampoco escapará.)
Esa sería nuestra Trampa-22, o en este caso puntual nuestra Trampa-(20)19. Para evitar este año que el país siga bajo el mando de esta gente, tendríamos que estar a la altura de nuestros mejores sueños y desplegar la energía arrolladora que contagian las causas justas y urgentes; pero la fenomenal maquinaria comunicacional del poder nos convenció de que somos unos buenos para nada y por eso estaríamos pinchados, un tableaux vivant que transmite tristeza a simple vista — la Alegoría de la derrota, 2019, ¿autor anónimo?
Tal como nos vemos reflejados en la mirada de estos otros —así es la imagen nuestra que devuelven sus espejos— somos gente incapaz de ponerse de acuerdo ni para sostener una escalera, mientras trata de cambiar una lamparita en una casa desprovista de energía eléctrica.
Nadie nada nunca
Una de las características de las Trampas-22 es que su lógica parece inexpugnable, convirtiéndonos en sus prisioneros perpetuos. La Trampa-22 sería un huis clos mental, un callejón sin salida de naturaleza virtual.
Pero esto no es verdad. Las Trampas-22 funcionan en la medida en que nos sometemos a su lógica. Tan pronto la cuestionamos, su poder se desvanece y otra realidad asoma sus narices. Es lo que hizo Alejandro Magno, cuando lo desafiaron a deshacer ese matete que era el Nudo Gordiano. Aceptó desarmarlo —a fin de cuentas ese era el objetivo, ¿o no?—, pero en sus propios términos: no se avino a desanudarlo con los dedos como le habían planteado, cortó por lo sano literalmente — lo reventó de un tajo con su espada.
El grupo de influencia que todavía detenta a Macri como mascarón de proa perderá parte de su poder cuando ya no logre rebajarnos a su nivel. Permítaseme ceder a un defecto profesional e imaginar aquí que el ascendiente de Macri depende de su efectividad como personaje. Ninguno de nosotros conoce a Macri persona: proyectamos una idea general sobre su existencia —una totalidad— a partir de apenas un puñado de datos, tal como hacemos con un personaje de ficción. Y yo suelo interpretarlo de la siguiente manera, seguramente influido por esta frase de Heller en la novela: “Aun entre hombres que carecían de toda distinción, él destacaba como un hombre que carecía de distinción más que el resto, y a la gente que se lo encontraba por vez primera lo impresionaba lo poco impresionante que era”.
Se trataría de un hombre consciente de su carencia de cualidades, más allá de la fortuna familiar que le tocó en suerte; que estaría embarcarcado en una fantasía de venganza respecto de la humanidad, razón por la cual pagó y paga fortunas para simular que no es menos que nosotros, sino uno más —para eso se rodea de profesionales que le enseñan a hablar, que lo visten, que escriben sus discursos, que guionan sus sonrisas, sus enojos y hasta sus deslices en la campechanía— y que, ante el triunfo de su impostura, se ha convencido de que dio vuelta la taba: después de sentirse nadie la vida entera (un nadie con chequera gorda, pero nadie al fin), se elevó a un sitial desde el cual puede convertir en nada a casi todos los demás.
Pero nosotros no somos nada. Nosotros somos mucho — además de ser muchos.
Está claro que tenemos inseguridades. Pero ninguno de nosotros vive como un condenado a prisión perpetua por su psicodrama familiar. Por intensa o brava que haya sido la aventura personal, todos salimos de esa burbuja para integrarnos a un paisaje mayor —nuestrxs amigxs, nuestro barrio, nuestra realidad social y política, nuestra cultura— con el que interactuamos, modificándolo mientras nos modifica. Pero el horizonte del personaje Macri parece circunscripto a su celda emocional: usa la mano derecha para beneficiar al campo que identifica con la prosapia materna mientras, con la izquierda, practica la forma inescrupulosa de hacer negocios aprendida del padre. Macri empieza y termina en Macri. Y no logra inscribirse en otro marco que exceda el de su familia original. (¿Conocen a otrx Presidentx argentinx que parezca menos preocupadx por la forma en que quedará registrado por los libros de historia?)
En cambio nosotros nos sabemos personajes de una Historia grande, que no comenzó ni terminará con nosotros y que resignifica nuestra existencia. El hecho —por ejemplo— de ser descendientes de una conquista violenta, que dio por resultado al mestizaje que redimió ese pecado original luchando por la independencia y sembrando las raíces de una nación democrática. La construcción que deriva de la identificación con líderes preclaros pero también austeros y generosos, como Mariano Moreno, Belgrano y San Martín. La forma en que articulamos el relato de una gesta nacional, que a medida que avanza confiere cada vez mayor protagonismo a la causa de la justicia social y los derechos humanos. Nuestra sensibilidad ante la excelencia verdadera, encarnada tanto por científicos como por deportistas y artistas. (Existe un ADN cultural que nos identifica con tanta precisión como un eslabonarse de genes: músicas que nos hacen vibrar, imágenes en las cuales nos reconocemos, narraciones que nos cuentan tanto como una anécdota familiar.)
Esta suerte de fenotipo argentino nos atraviesa a (casi) todos. Es una caja de resonancia que reescribe la circunstancia personal y la coloca en el seno de un sentido mayor, de índole colectiva. Es como una secuencia de signos. A solas, aislada, no cifra otra cosa que nuestra anécdota personal. Integrada a otras secuencias, se convierte en parte del sistema operativo que hace funcionar un proyecto mayúsculo.
El símbolo del árbol genealógico siempre ha sido útil porque cristaliza la historia privada pero la clava en una tierra que aporta nutrientes específicos, que contribuye a que sus frutos sean estos y no otros. Pero Macri ha actuado siempre como si proviniese de un árbol genealógico que flota en el aire, una singularidad autosuficiente. Nada de la historia y de la cultura argentina parece tocarlo, interpelarlo, sugerirle sentido alguno. Hasta su aparente fanatismo por Boca Juniors suena artificial: lo usa tan abusivamente que sugiere una mentira destinada a humanizarlo, a simular que comparte algo con sus congéneres.
Esta característica de Macri, que sirvió tan naturalmente al proyecto político que representa, constituye la lógica esencial de esta Trampa-19 a que estamos sometidos: sugerir que sólo existimos en términos individuales, y que en consecuencia nuestras limitaciones no tienen remedio; son algo con lo que debemos convivir, a lo que acostumbrarse — a lo que resignarse.
Esa es la lógica que debemos desconocer. Negarnos de plano a existir como mera suma de soledades, seres des-historizados, a-culturados, desacoplados de una aspiración colectiva a ser no sólo más sino ante todo mejores. En esta sociedad empujada a la locura por los intereses de una minoría intensa, la cordura que no perdimos del todo nos insta a recordar que somos una pieza humilde, pero necesaria, de un sueño compartido por millones; que nos reconocemos como cultores de una tradición argentina y latinoamericana virtuosa, que nos desafía a estar a la altura de la mejor parte de nosotros mismos; y que nuestras acciones y omisiones no pueden ser decodificadas tan sólo a partir de lo que pretendemos de nuestra vida individual, sino también como lo que hicimos, o dejamos de hacer, para potenciar las vidas de gente a la cual nunca vimos y hasta de las generaciones por venir.
Escapar de la Trampa-19 está a nuestro alcance. Todo lo que tenemos que hacer es desconocer la lógica perversa de los González Fraga y los Nullrich, negarle su poder. Y de ser necesario, hasta incurrir en la ceremonia algo embarazosa de recordarnos a nosotros mismos en voz alta (después de todo las palabras dichas vibran, y al vibrar modifican el mundo material) que no somos la insignificancia que pretenden que seamos —esa indignidad, esa impotencia—, sino los engranajes modestos, pero imprescindibles, de la maquinaria de la esperanza.
Ante una sociedad que se abandona a sus peores instintos y parece enloquecer, la persona cuerda se apega más que nunca a la belleza de su vida. Espero que el poeta no se enoje por mi paráfrasis, pero este no es momento para regatear.
Si no hay belleza, que no haya nada.
"Todos llevamos llagas en el alma o al menos cicatrices tiernas (...) esa llaga siempre abierta nos hace solidarios del dolor del mundo, nos establece en comunidad con todos los que sufren." Leonardo Castellani