Por Eduardo Aliverti
La semana anterior se había presentado como el debut público de las grandes dificultades que esperaban al macrismo, en su pretensión de ofrecerse como una derecha de paz y amor capaz de gobernar con esa misma lógica de campaña. En la que pasó, quedaron confirmados los embrollos que el propio oficialismo se infligió por obra, al fin y al cabo, de seguir entendiendo que un país puede manejarse como una empresa.
Los antecedentes fueron la comedia de marchas y contramarchas en el ofrecimiento salarial a los docentes y, enseguida, una modificación ligera –a no dudar que inocua, cuando sea disuelta por la inflación– en el Impuesto de Ganancias que paga apenas un diez por ciento de los trabajadores formalizados. En el primer caso, la pregunta era, es, cómo fue posible que el Gobierno cometiera la gaffe de ofertar un 40 por ciento de aumento en la paritaria testigo, provocándose no sólo un aprisionamiento respecto del sector a pocos días de iniciarse el ciclo lectivo, sino también un efecto arrastre de cara al resto de los gremios. Lo otro fue peor, en proyección política: Macri convocó a los sindicalistas amigos, y a los necesitados de caricias, para anunciarles un cambio en el mínimo no imponible que, encima de licuarse por el aumento de precios, incorpora unos 500 mil trabajadores que antes no pagaban y unos 100 mil jubilados que otro tanto. La modificación de las escalas fue trasladada al año próximo; y del ajuste automático de la base alcanzada por el impuesto, debido al proceso inflacionario, Macri ni siquiera dijo una palabra. Vale detenerse ahí por un momento, ya que estamos, sin caer en chicanas. Se reclamó a voz en cuello conferencias de prensa del Presidente (dio una recién el sábado, en Roma, tras el gélido encuentro con Bergoglio) y ocurre que las anuncian como tales para que luego no conteste preguntas. Es Marcos Peña quien suele salvar las papas, como le endilgaban a Jorge Capitanich para denostarlo. Pero volviendo y para ejemplificar, las cosas terminaron, entre otras, con el ¿ya ex? aliado macrista Hugo Moyano afirmando que Mauricio es como Menem porque, si en campaña hubiera dicho lo que haría, no lo votaba nadie. En verdad, la afirmación del camionero se refirió genéricamente al acuerdo con los buitres, al despido de miles de trabajadores estatales –mucho más por sospecha y persecución ideológica que debido a “ñoquismo” constatado– y a la creciente perspicacia de que Macri gobierna en exclusiva para los amigos acomodados de su entorno. En esto no interesa valorar la estabilidad moral de Moyano, o de los burócratas sindicales que tienen cuentas pendientes con las formas del kirchnerismo en general y de Cristina en particular. Tampoco si acaso es correcto decir que el macrismo no avisó. Cuenta la impericia del Gobierno para mantener algunas de las alianzas o conveniencias que lo llevaron al poder explícitamente ejercido. Quizá más lo segundo que lo primero, aunque el despecho de los radicales por el ninguneo que sufren anuncia etapas tórridas.
Los globos y la venta de humo empiezan a terminarse, como podía esperar cualquier ciudadano de a pie con político sentido común. Eso no significa necesariamente que algo, o mucho, acabe por ir muy mal. Es sólo constatar el cierre de un período lunamielero. Tienen todavía de qué asirse porque el peronismo sigue partido en unos pedazos que el congreso pejotista pudo barrer debajo de la alfombra, y porque la franja K –a más de que Cristina no aparece– no sale de su catarsis. Se agrega el aún invalorable aporte de los medios de comunicación adictos, ahora dedicados a reconstruir la hipótesis del homicidio en el caso Nisman, junto con la indescriptible citación a indagatoria de la ex presidenta y, cada vez más reforzado, propagar con datos nimios la idea de que el kirchnerismo no fue ninguna otra cosa, absolutamente ninguna, que un antro de corrupción generalizado. Esa táctica, también asimilable al diseño ecuatoriano de la campaña, aún da sus frutos entre la porción al extremo gorila de los votantes de Macri. Pero comienza a tener hendijas entre quienes se volcaron a él con ese imaginario de que no habría un ajuste salvaje, lo cual es reivindicado por los “heteredoxos” del macrismo porque hablan de que el Gobierno es “gradualista” y no propenso al shock neoliberal clásico. Vaya. Echan empleados públicos a lo pavote y anuncian que la lista seguirá. Ofertan a los usureros internacionales –ya holdouts y no buitres, según la nomenclatura mediática– un arreglo que hipoteca al país a mediano y hasta largo plazo, a estilos como los del Plan Brady de los 90 y el megacanje de Domingo Cavallo. Transfieren ingresos despampanantes a favor de los sectores exportadores y más concentrados, por vía de una devaluación a la que sumaron eliminar retenciones. Y la única receta conocida para amortiguar la escalada de precios es la recesión, con una amenazante ola de despidos que involucra al sector privado como disciplinador social frente a las paritarias. Pero eso no es shock sino gradualismo, dicen. El problema es que, lo vendan como lo vendan y a poco más de dos meses de asumir, el Gobierno ya sufrió su primer paro y movilización por parte de gremios del Estado que, es cierto, representan a un sector con pésima prensa (lo cual no perjudicó una notable convocatoria a Plaza de Mayo, mientras tanto colega prefirió centrarse en por qué no se aplicó el protocolo represivo). Sin embargo, detrás vendrán otros gremios con capacidad de conflictuar masivamente. Los de maestros y profesores acaban de certificarlo, obligando al Gobierno a retroceder sobre sus propios pasos, y el fallido movimiento oficial sobre el mínimo no imponible dejó heridas en la alianza parlamentaria con Massa & Cía. Es así que hay ese clima de improvisación permanente, con voceros múltiples y descordinados que confunden comodidad de campaña, cuando todo es gratis, con el barro de gobernar. El acuerdo leonino con los buitres es paradigma mayor: bonos por unos 15 mil millones de dólares para pagarles, según anunció el ministro Prat-Gay, tejiendo y rogando al Congreso que apruebe la derogación de las leyes que lo impiden y esperando que, ergo, lluevan inversiones desde el exterior justo cuando el mundo financiero internacional viene más seco que líquido. De nuevo, ese desafío de la derecha gobernante para demostrar que está constituida por gente apta y no, únicamente, por tributarios de una campaña electiva armada con enorme eficiencia comunicacional. Y que se agregó o antepuso a los errores –algunos grandes, muy grandes– del armado kirchnerista.
Luis Bruschtein recordó en este diario el llamado “teorema de Baglini” (por Raúl, ex diputado y senador radical, tipo de oratoria estupenda). Como escribió el colega, el cinismo pragmático de ese teorema consistía –consiste– en que la dimensión de las promesas es directamente proporcional a la distancia del poder de quien las formula. A primera vista, la aplicación de la tesis le cabe, sobre todo, a esa izquierda radicalizada que, como nunca se plantea la construcción de poder, se basta con despachar extremos realizativos impracticables, testimoniales. Empero, a la derecha le pasa algo similar y el macrismo lo manifiesta. Aquel mundo de paz y amor prometido en campaña se topa ahora con los límites de una realidad que para mejor o peor es argentina, convulsa, dinámica, peronista, gorila, magníficamente desafiante y sombría a la vez.
En el último número de la revista Acción hay una muy buena entrevista de Werner Pertot a Gabriel Vommaro y Sergio Morresi, autores junto a Alejandro Bellotti de ese libro necesario, hasta imprescindible, que es Mundo PRO. Anatomía de un partido fabricado para ganar. Por fuera –o a propósito– de cómo se construyó esta fuerza gobernante con “un proyecto (...) refundador que tiene que ver con transformar una sociedad pesada y estatalista en otra flexible, de emprendedores, con un Estado socio del mundo privado” (Vommaro), Morresi se pregunta cómo hará el PRO para gestionar en condiciones no favorables. Buena parte de la gestión porteña (Buenos Aires como Disneylandia) “se pudo hacer porque es una ciudad rica. En la política nacional no sé hasta qué punto funciona la lógica del CEO, porque algún sector de la sociedad tendrá que resignar parte de sus salarios o ganancias (...) No sé cómo el PRO lidiará con el no éxito de su gestión”. Y Vommaro antecede el interrogante de qué pasará con el PRO culturalmente, “porque el peronismo fue un gran productor cultural (Tecnópolis, el Bicentenario, tantos etcéteras) y construyó símbolos, que se vieron luego en (su) militancia de base y (justamente) cultural. ¿Cómo va a lidiar el macrismo con eso”. Adecuada pregunta. Aquello de cómo harán Macri o el macrismo para convertirse en remera; en símbolo de transformación si se quiere romántica, pero convocante al fin; en una fuerza movilizadora que trascienda a señoras y señores de la plática peluda, que gracias si salen a la calle cuando algún hecho puntual conmocionante es alentado por los medios que los representan. Sin ir más lejos, este martes, Macri dará su discurso ante la Asamblea Legislativa y la esperanza declamada por esos medios es que blanquee la “herencia recibida”, verbigracia por el déficit fiscal. No hay tal cosa. Como supo admitirlo el propio Prat-Gay, recibieron el país en condiciones más favorables que todo antecesor en democracia. Así lo dijo. El endeudamiento en dólares es bajísimo y los compromisos de pago son intraestatales. ¿Qué podría blanquear Macri mañana, ante la Asamblea Legislativa? ¿Que el déficit fiscal es un invento para justificar su ajuste? ¿Que todo se reduce a la grasa militante incorporada por los K a las arcas públicas?
Se viene contrarrestar la atmósfera pesada de lo económico promoviendo un desfile judicial de Cristina, quizá con la declaración de Antonio Stiuso como bonus track. Junto a eso, la apuesta tal vez única de que pagarles a los buitres traiga un verano de inversiones o endeudamiento fácil. Más rezar para que el peronismo siga fragmentado y el kirchnerismo se restablezca, porque la derecha lo necesita: no hay ningún gobierno capaz de subsistir sin tener enfrente un demonio real o inventado.
Por supuesto, de esto último puede surgir que la maniobra salga bien o que el Gobierno se dispare a los pies.