Es como un país transmitido en pantalla partida: la misma noche en la que Lula da Silva consagra su resurrección política, Jair Bolsonaro se consolida como el líder indiscutido de la derecha brasileña, para no decir el único. Ambos tienen motivos para festejar. El primero obtuvo el 48,4% de los votos, un resultado pronosticado por las encuestas pero no por eso desdeñable: Lula ganó 26 millones de votos más que Fernando Haddad en la primera vuelta de 2018 e hizo su segunda mejor elección histórica, apenas detrás del balotaje de 2006. Para alguien que hace cuatro años dibujaba su futuro en una celda de prisión y ahora se encuentra a las puertas de la presidencia, la distancia es elocuente. Para Jair Bolsonaro, que se enfrenta a una reelección luego de una gestión deficiente cuanto menos, el resultado también es positivo. Consiguió el 43,2% de los votos y entrará a la segunda vuelta con un piso mucho más alto al que se esperaba. El presidente, además, mejoró su posición en el Congreso y sus aliados se impusieron en varias gobernaciones. Se confirma, por si quedaban dudas, que el bolsonarismo no es un fenómeno pasajero en la política brasileña. De hecho, es bastante central. Con estos números, Brasil tendrá una segunda vuelta más disputada, en la que el resultado está abierto y el escenario de tensión institucional luce más seguro que antes. A esta hora de la madrugada, aliviado por la compañía del especial de Cenital que indaga mejor sobre lo ocurrido, voy a limitarme a apuntar tres preguntas que me hago en este momento. ¿Qué pasó?Empecemos por lo obvio: las encuestas fallaron. Así como acertaron el apoyo a Lula, subestimaron el de Bolsonaro. Es temprano para saber bien por qué. ¿Hubo voto silencioso, también llamado voto vergüenza? ¿Es que el debate y la recta final de la campaña produjeron una súbita migración de votos antipetistas al único candidato capaz de evitar un triunfo de Lula? ¿Un poco de ambas? Sea cual sea el caso, lo cierto es que parece haber un patrón: el apoyo que subestiman las encuestas suele ser a candidatos u opciones conservadoras. Pasó con Trump y Bolsonaro antes, lo vimos en Chile hace unas semanas. Para esta elección, los encuestadores brasileños habían salido a declarar –y lo citamos en el último correo– que el clima de violencia y acoso hacía más probable un voto silencioso para Lula antes que para Bolsonaro. No ocurrió. Bolsonaro tuvo un mejor desempeño en el sur del país, en Río de Janeiro y en San Pablo. En estos últimos dos estados, además, sus aliados se impusieron cómodamente en las gobernaciones. En el primer caso en primera vuelta, con 30 puntos de ventaja; en San Pablo habrá ballotage entre el exministro militar Tarcísio de Freitas, ahora favorito, y el ya conocido Fernando Haddad, que tuvo un rendimiento peor al esperado. Los bolsonaristas, algunos de ellos exministros, también sorprendieron en gobernaciones de otros estados y en disputas del Senado. A simple vista, esto puede significar que el apoyo a Bolsonaro no se explica únicamente por “voto útil” contra Lula. Es cierto que a los otros candidatos presidenciales –Simone Tebet (4%) y Ciro Gomes (3%)– les fue peor que lo que pronosticaban las encuestas, habilitando la lectura de que hubo migración de votos antipetistas a Bolsonaro, quizás a última hora. Pero Bolsonaro no fue el único ganador de la noche. Toda su estructura creció a nivel nacional. (Para un mejor panorama sobre cómo queda el Congreso, es importante leer a Facu Cruz en el dossier que publicamos, que explica cómo queda el sistema político. Lucila Melendi, por otro lado, nos cuenta sobre el récord de candidaturas indígenas y feministas). Explicar ese voto será una tarea más difícil. Bolsonaro ganó más de un millón de votos respecto a la primera vuelta de 2018. Es un dato notable, considerando su gestión económica (el crecimiento es bajo comparado con el resto de la región, la inflación está en los peores niveles en veinte años y más de 3o millones de brasileños padecen hambre) y sanitaria (casi 700 mil muertes en la pandemia). Con respecto a esto último, hay una marca que no es menor: uno de sus exministros de salud, el militar Eduardo Pazuello, fue el segundo diputado más votado en Río. ¿Significa esto que el votante bolsonarista tiene una identidad tan consolidada que la gestión de la economía o la pandemia no influyen para cambiar de candidato? ¿Es que el antipetismo y el temor a Lula pesan más que cualquier otra cosa? Posiblemente una combinación de ambas. Pero, de vuelta, no es solo el apoyo a Bolsonaro el que hay que explicar: es también el de sus candidatos, que se impusieron a otras alternativas antipetistas. Hay otra pregunta que quizás es más importante: ¿Bolsonaro mantuvo su base electoral o hubo un recambio, en el cual se fueron votantes disgustados por la gestión a Lula y entraron otros? Si hubo recambio, ¿cuán significativo fue? Por otro lado, la abstención fue muy similar a la de 2018: alrededor del 20%. ¿Pero la composición de esos abstencionistas es la misma o hubo un recambio entre votantes que no participaron esta vez y otros que entraron? Un primer vistazo a la votación de Lula, que mejoró notablemente la performance de Haddad en 2018, nos dice que el petista capturó los votos de otras candidaturas que estaban a la derecha del PT. Sobre todo los de Ciro Gomes, que en ese entonces había sacado 13 millones (diez millones más que esta vez) y una parte de los Alckmin, que obtuvo cinco millones en aquella elección y ahora se presentó como su vice. Esto empieza a parecer el meme de la rubia que hace cuentas, así que la voy a dejar acá. Pero la pregunta que me hago es: ¿cuántos votantes arrepentidos de Bolsonaro en 2018 capturó el Lula de 2022? ¿Fue significativa esa migración? Me inclino a pensar que no. De lo que hay menos dudas es que la elección confirmó la centralidad de los únicos dos liderazgos de masas que tiene Brasil hoy, un país con escasa –para no decir nula– tradición en este sentido. |