Guayaquil
J.L.Borges
"El informe de Brodie" fue publicado originalmente en 1970
No veré la cumbre del Higuerota duplicarse en las
aguas del Golfo Plácido, no iré al Estado Occidental, no descifraré en esa
biblioteca, que desde Buenos Aires imagino de tantos modos y que tiene sin duda
su forma exacta y sus crecientes sombras, la letra de Bolívar.
Releo el párrafo anterior para redactar el
siguiente y me sorprende su manera que a un tiempo es melancólica y pomposa.
Acaso no se puede hablar de aquella república del Caribe sin reflejar, siquiera
de lejos, el estilo monumental de su historiador más famoso, el capitán José
Korzeniovski, pero en mi caso hay otra razón. El íntimo propósito de infundir
un tono patético a un episodio un tanto penoso y más bien baladí me dictó el
párrafo inicial. Referiré con toda probidad lo que sucedió; esto me ayudará tal
vez a entenderlo. Además, confesar un hecho es dejar de ser el actor para ser
un testigo, para ser alguien que lo mira y lo narra y que ya no lo ejecutó.
El caso me ocurrió el viernes pasado, en esta misma
pieza en que escribo, en esta misma hora de la tarde, ahora un poco más fresca.
Sé que tendemos a olvidar las cosas ingratas; quiero dejar escrito mi diálogo
con el doctor Eduardo Zimmermann, de la Universidad del Sur, antes que lo
desdibuje el olvido. La memoria que guardo es aún muy vívida.
Para que mi relato se entienda, tendré que recordar
brevemente la curiosa aventura de ciertas cartas de Bolívar, que fueron
exhumadas del archivo del doctor Avellanos, cuya Historia de cincuenta
años de desgobierno, que se creyó perdida en circunstancias que son del
dominio público, fue descubierta y publicada en 1939 por su nieto el doctor
Ricardo Avellanos. A juzgar por las referencias que he recogido en diversas
publicaciones, estas cartas no ofrecen mayor interés, salvo una fechada en
Cartagena el 13 de agosto de 1822, en que el Libertador refiere detalles de su
entrevista con el general San Martín. Inútil destacar el valor de este
documento en el que Bolívar ha revelado, siquiera parcialmente, lo sucedido en
Guayaquil. El doctor Ricardo Avellanos, tenaz opositor del oficialismo, se negó
a entregar el epistolario a la Academia de la Historia y lo ofreció a diversas
repúblicas latinoamericanas. Gracias al encomiable celo de nuestro embajador,
el doctor Melazat, el gobierno argentino fue el primero en aceptar la
desinteresada oferta. Se convino que un delegado se trasladaría a Sulaco,
capital del Estado Occidental, y sacaría copia de las cartas para publicarlas
aquí. El rector de nuestra Universidad, en la que ejerzo el cargo de titular de
Historia Americana, tuvo la deferencia de recomendarme al ministro para cumplir
esa misión; también obtuve los sufragios más o menos unánimes de la Academia
Nacional de la Historia, a la que pertenezco. Ya fijada la fecha en que me
recibiría el ministro, supimos que la Universidad del Sur, que ignoraba,
prefiero suponer, esas decisiones, había propuesto el nombre del doctor
Zimmermann.
Trátase, como tal vez lo sepa el lector, de un
historiógrafo extranjero, arrojado de su país por el Tercer Reich y ahora
ciudadano argentino. De su labor, sin duda benemérita, sólo he podido examinar
una vindicación de la república semítica de Cartago, que la posteridad juzga a
través de los historiadores romanos, sus enemigos, y una suerte de ensayo que
sostiene que el gobierno no debe ser una función visible y patética. Este
alegato mereció la refutación decisiva de Martín Heidegger, que demostró,
mediante fotocopias de los titulares de los periódicos, que el moderno jefe de
estado, lejos de ser anónimo, es más bien el protagonista, el corega, el David
danzante, que mima el drama de su pueblo, asistido de pompa escénica y
recurriendo, sin vacilar, a las hipérboles del arte oratorio. Probó asimismo
que el linaje de Zimmermann era hebreo, por no decir judío. Esta publicación
del venerado existencialista fue la inmediata causa del éxodo y de las
trashumantes actividades de nuestro huésped.
Sin duda, Zimmermann se había trasladado a Buenos
Aires para entrevistarse con el ministro; éste me sugirió personalmente, por
intermedio de un secretario, que hablara con Zimmermann y lo pusiera al tanto
del asunto, para evitar el espectáculo ingrato de dos universidades en
desacuerdo. Accedí, como es natural. De vuelta a casa, me dijeron que el doctor
Zimmermann había anunciado por teléfono su visita, a las seis de la tarde.
Vivo, según es fama, en la calle Chile. Daban exactamente las seis cuando sonó
el timbre.
Yo mismo, con sencillez republicana, le abrí la
puerta y lo conduje a mi escritorio particular. Se detuvo a mirar el patio; las
baldosas negras y blancas, las dos magnolias y el aljibe suscitaron su verba.
Estaba, creo, algo nervioso. Nada singular había en él; contaría unos cuarenta
años y era algo cabezón. Lentes ahumados ocultaban los ojos; alguna vez los
dejó sobre la mesa y los retomó. Al saludarnos, comprobé con satisfacción que
yo era el más alto, e inmediatamente me avergoncé de tal satisfacción, ya que
no se trataba de un duelo físico ni siquiera moral, sino de una mise au
point quizá incómoda. Soy poco o nada observador, pero recuerdo lo que
cierto poeta ha llamado, con fealdad que corresponde a lo que define, su torpe
aliño indumentario. Veo aún esas prendas de un azul fuerte, con exceso de
botones y de bolsillos. Su corbata, advertí, era uno de esos lazos de
ilusionista que se ajustan con dos broches elásticos. Llevaba un cartapacio de
cuero que presumí lleno de documentos. Usaba un mesurado bigote de corte
militar; en el curso del coloquio encendió un cigarro y sentí entonces que
había demasiadas cosas en esa cara. Trop meublé, me dije.
Lo sucesivo del lenguaje indebidamente exagera los
hechos que indicamos, ya que cada palabra abarca un lugar en la página y un
instante en la mente del lector; más allá de las trivialidades visuales que he
enumerado, el hombre daba la impresión de un pasado azaroso.
Hay en el escritorio un retrato oval de mi
bisabuelo, que militó en las guerras de la Independencia, y unas vitrinas con
espadas, medallas y banderas. Le mostré, con alguna explicación, esas viejas
cosas gloriosas; las miraba rápidamente como quien ejecuta un deber y
completaba mis palabras, no sin alguna impertinencia, que creo involuntaria y
mecánica. Decía, por ejemplo:
— Correcto. Combate de Junín. 6 de agosto de 1824.
Carga de caballería de Juárez.
— De Suárez — corregí.
Sospecho que el error fue deliberado. Abrió los
brazos con un ademán oriental y exclamó:
— ¡Mi primer error, que no será el último! Yo me
nutro de textos y me trabuco; en usted vive el interesante pasado.
Pronunciaba la ve casi como si fuera una efe.
Tales zalamerías no me agradaron. Más le
interesaron los libros. Dejó errar la mirada sobre los títulos casi
amorosamente y recuerdo que dijo:
— Ah, Schopenhauer, que siempre descreyó de la
historia... Esa misma edición, al cuidado de Grisebach, la tuve en Praga, y
creí envejecer en la amistad de esos volúmenes manuables, pero precisamente la
historia, encarnada en un insensato, me arrojó de esa casa y de esa ciudad.
Aquí estoy con usted, en América, en la grata casa de usted...
Hablaba con incorrección y fluidez; el perceptible
acento alemán convivía con un ceceo español.
Ya estábamos sentados y aproveché lo dicho por él,
para entrar en materia. Le dije:
— Aquí la historia es más piadosa. Espero morir en
esta casa, en la que he nacido. Aquí trajo mi bisabuelo esa espada, que anduvo
por América; aquí he considerado el pasado y he compuesto mis libros. Casi
puedo decir que no he dejado nunca esta biblioteca, pero ahora saldré al fin, a
recorrer la tierra que sólo he recorrido en los mapas.
Atenué con una sonrisa mi posible exceso retórico.
— ¿Alude usted a cierta república del Caribe? —
dijo Zimmermann.
— Así es. A ese viaje inmediato debo el honor de su
visita — le respondí.
Trinidad nos sirvió café. Proseguí con lenta
seguridad:
— Usted ya sabrá que el ministro me ha encomendado
la misión de transcribir y prologar las cartas de Bolívar que un azar ha
exhumado del archivo del doctor Avellanos. Esta misión corona, con una suerte
de dichosa fatalidad, la labor de toda mi vida, la labor que de algún modo
llevo en la sangre.
Fue para mí un alivio haber dicho lo que tenía que
decir. Zimmermann no pareció haberme oído; sus ojos no miraban mi cara sino los
libros a mi espalda. Asintió con vaguedad y luego con énfasis:
— En la sangre. Usted es el genuino historiador. Su
gente anduvo por los campos de América y libró las grandes batallas, mientras
la mía, oscura, apenas emergía del ghetto. Usted lleva la historia
en la sangre, según sus elocuentes palabras; a usted le basta oír con atención
esa voz recóndita. Yo, en cambio, debo transferirme a Sulaco y descifrar
papeles y papeles acaso apócrifos. Créame, doctor, que lo envidio.
Ni un desafío ni una burla se dejaba traslucir en
esas palabras; eran ya la expresión de una voluntad, que hacía del futuro algo
tan irrevocable como el pasado. Sus argumentos fueron lo de menos; el poder
estaba en el hombre, no en la dialéctica. Zimmermann continuó con una lentitud
pedagógica:
— En materia bolivariana (perdón, sanmartiniana) su
posición de usted, querido maestro, es harto conocida. Votre siège est
fait. No he deletreado aún la pertinente carta de Bolívar, pero es
inevitable o razonable conjeturar que Bolívar la escribió para justificarse. En
todo caso, la cacareada epístola nos revelará lo que podríamos llamar el sector
Bolívar, no el sector San Martín. Una vez publicada, habrá que sopesarla,
examinarla, pasarla por el cedazo crítico y, si es preciso, refutarla. Nadie
más indicado para ese dictamen final que usted, con su lupa. ¡El escalpelo, el
bisturí, si el rigor científico los exige! Permítame asimismo agregar que el
nombre del divulgador de la carta quedará vinculado a la carta. A usted no le
conviene, en modo alguno, semejante vinculación. El público no percibe matices.
Comprendo ahora que lo que debatimos después fue
esencialmente inútil. Acaso entonces lo sentí; para no hacerle frente, me así
de un pormenor y le pregunté si en verdad creía que las cartas eran apócrifas.
— Que sean de puño y letra de Bolívar — me contestó
— no significa que toda la verdad esté en ellas. Bolívar puede haber querido
engañar a su corresponsal o, simplemente, puede haberse engañado. Usted, un
historiador, un meditativo, sabe mejor que yo que el misterio está en nosotros
mismos, no en las palabras.
Esas generalidades pomposas me fastidiaron y
observé secamente que dentro del enigma que nos rodea, la entrevista de
Guayaquil, en la que el general San Martín renunció a la mera ambición y dejó
el destino de América en manos de Bolívar es también un enigma que puede
merecer el estudio.
Zimmermann respondió:
— Las explicaciones son tantas... Algunos
conjeturan que San Martín cayó en una celada; otros, como Sarmiento, que era un
militar europeo, extraviado en un continente que nunca comprendió; otros, por
lo general argentinos, le atribuyeron un acto de abnegación; otros, de fatiga.
Hay quienes hablan de la orden secreta de no sé qué logia masónica.
Observé que, de cualquier modo, sería interesante
recuperar las precisas palabras que se dijeron el Protector del Perú y el
Libertador.
Zimmermann sentenció:
— Acaso las palabras que cambiaron fueron
triviales. Dos hombres se enfrentaron en Guayaquil; si uno se impuso, fue por
su mayor voluntad, no por juegos dialécticos. Como usted ve, no he olvidado a
mi Schopenhauer.
Agregó con una sonrisa:
— Words, words, words. Shakespeare,
insuperado maestro de las palabras, las desdeñaba. En Guayaquil o en Buenos
Aires, en Praga, siempre cuentan menos que las personas.
En aquel momento sentí que algo estaba
ocurriéndonos o, mejor dicho, que ya había ocurrido. De algún modo ya éramos
otros. El crepúsculo entraba en la habitación y yo no había encendido las
lámparas. Un poco al azar, pregunté:
— ¿Usted es de Praga, doctor?
— Yo era de Praga — contestó.
Para rehuir el tema central observé:
— Debe ser una extraña ciudad. No la conozco, pero
el primer libro en alemán que leí fue la novela El Golem de
Meyrink.
Zimmermann respondió:
—Es el único libro de Gustav Meyrink que merece el
recuerdo. Más vale no gustar de los otros, hechos de mala literatura y de peor
teosofía. Con todo, algo de la extrañeza de Praga anda por ese libro de sueños
que se pierden en otros sueños. Todo es extraño en Praga o, si usted prefiere,
nada es extraño. Cualquier cosa puede ocurrir. En Londres, en algún atardecer,
he sentido lo mismo.
— Usted — respondí — habló de la voluntad. En
los Mabinogion, dos reyes juegan al ajedrez en lo alto de un cerro,
mientras abajo sus guerreros combaten. Uno de los reyes gana el partido; un
jinete llega con la noticia de que el ejército del otro ha sido vencido. La
batalla de hombres era el reflejo de la batalla del tablero.
— Ah, una operación mágica —dijo Zimmermann.
Le contesté:
— O la manifestación de una voluntad en dos campos
distintos. Otra leyenda de los celtas refiere el duelo de dos bardos famosos.
Uno, acompañándose con el arpa, canta desde el crepúsculo del día hasta el
crepúsculo de la noche. Ya bajo las estrellas o la luna, entrega el arpa al
otro. Éste la deja a un lado y se pone de pie. El primero confiesa su derrota.
— ¡Qué erudición, qué poder de síntesis! — exclamó
Zimmermann.
Agregó, ya más serenado:
— Debo confesar mi ignorancia, mi lamentada
ignorancia, de la materia de Bretaña. Usted, como el día, abarca el Occidente y
el Oriente, en tanto que yo estoy reducido a mi rincón cartaginés, que ahora
complemento con una pizca de historia americana. Soy un mero metódico.
El servilismo del hebreo y el servilismo del alemán
estaban en su voz, pero sentí que nada le costaba darme la razón y adularme,
dado que el éxito era suyo.
Me suplicó que no me preocupara de las gestiones de
su viaje. (Tratativas fue la atroz palabra que usó.) Acto continuo,
sacó del portafolio una carta dirigida al ministro, donde yo le exponía los
motivos de mi renuncia, y las reconocidas virtudes del doctor Zimmermann, y me
puso en la mano su estilográfica para que la firmara. Cuando guardó la carta,
no pude dejar de entrever su pasaje sellado para el vuelo Ezeiza-Sulaco.
Al salir, volvió a detenerse ante los tomos de
Schopenhauer y dijo:
—Nuestro maestro, nuestro común maestro,
conjeturaba que ningún acto es involuntario. Si usted se queda en esta casa, en
esta airosa casa patricia, es porque íntimamente quiere quedarse. Acato y
agradezco su voluntad.
Acepté sin una palabra esta limosna última.
Fui con él hasta la puerta de calle. Al
despedirnos, declaró:
— Excelente el café.
Releo estas desordenadas páginas, que no tardaré en
entregar al fuego. La entrevista había sido corta.
Presiento que ya no escribiré más. Mon
siège est fait.