domingo, 3 de julio de 2022

WAINFELD DIXIT

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CFK....MOVIERON LAS BLANCAS....

 

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Cenital

INFINITO PUNTO VERDE

Elisabeth Möhle
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Pensando el desarrollo sustentable desde nuestro país.
02/07/2022

¡Hola! ¿Cómo estás?

En la entrega del día de hoy vamos a hablar sobre un tema que puede parecer medio ajeno a la Argentina y sus problemas sociales y económicos, pero vamos a ver que no lo es tanto: el fenómeno del fast fashion.

Te tiro algunos datos de la Comisión Económica de las Naciones Unidas y de Fashion Checker que después desarrollamos:

  • El 20% de las aguas residuales generadas globalmente provienen de la industria textil
  • 2–10% de las emisiones de gases de efecto invernadero provienen del sector
  • 1 de cada 6 personas en el mundo trabaja en esta industria
  • 80% de las trabajadoras de la moda son mujeres
  • 93% de las marcas de moda encuestadas no pagan a sus trabajadores un salario digno
  • 20–35% de los microplásticos oceánicos provienen de la industria de la moda

Tradicionalmente, la adquisición de indumentaria era una cuestión esporádica (la idea de que una prenda te tenía que durar varios años), pero desde hace algunas décadas se instaló una dinámica impulsada por ciertas empresas como Primark, Shein, H&M, Forever 21, etc., de un recambio de guardarropas mucho más acelerado.

Seguramente ya conozcas los conceptos, pero viene muy al caso introducir las ideas de obsolescencia programada y percibida.

Tal vez te resulten más reconocibles en los aparatos electrónicos. La obsolescencia programada es esa dinámica en que de un día para el otro dejan de funcionar, no se pueden reparar, no se les puede cambiar la batería, etc. Es decir, están fabricados sin ánimo de hacerlos durar más que un par de años. Por su parte, la obsolescencia percibida tiene más que ver con la moda. Esto de que sale un iPhone nuevo cada poco tiempo entonces el que tenés ya se siente desactualizado, no saca tan buenas fotos o va tan rápido como el último.

Bueno, con la moda sucede lo mismo. A fin de hacerla más barata y vender más, se va produciendo con materiales de peor calidad, dura menos y se lanzan colecciones nuevas en intervalos cada vez menores.

Que sea más barata puede inducir a un menor cuidado y da menos culpa dejar de usarla y así todo fomenta el desecho rápido y la continuidad del ciclo.

Desde ya que esto no es una cuestión de romantizar el pasado ni una oda al minimalismo, y mucho menos desconocer la importancia del acceso democrático a la vestimenta, pero sí una invitación a pensar qué desarrollos del presente pueden y deben ser revisados tanto para reducir los impactos ambientales como para mejorar las condiciones laborales.

Empecemos.

¿Cómo comenzó todo?

Antes de la Revolución Industrial la gente tenía poca ropa, a menudo la hacían ellos (ellas) mismos, se reparaba y se adaptaba cuando era necesario.

La Revolución Industrial y el desarrollo de tecnologías como el telar y la máquina de coser hicieron más sencilla, rápida y barata la producción de indumentaria. Surgieron los talleres de confección e iba aumentando la demanda y un creciente interés de las clases medias no sólo por la durabilidad o practicidad de la ropa, sino también por el estilo, la moda y la expresión de la personalidad a través de la ropa.

Luego, la recuperación económica post crisis del 29 y segunda Guerra Mundial implicó un fuerte fomento al consumo, acelerado en parte por las dinámicas de obsolescencia programada y percibida. La industria de la moda comenzó a moverse también a ese ritmo, traccionada por una creciente demanda de ropa accesible.

Las empresas comenzaron a abrir grandes fábricas textiles en los países con mano de obra barata permitiendo bajar aún más los precios y acelerar el ritmo de compra y renovación de vestuario. Los desarrollos tecnológicos permitieron a las compañías diseñar y ofrecer las prendas en momentos específicos y cada vez más cortos. De esta manera, cada mes, semana, e incluso día aparecen cosas nuevas en los locales que hacen a los consumidores tener que visitarlos seguidos para no perderse las tendencias. Así, surge el “fast fashion”, la producción en masa de ropa barata. El término fue acuñado oficialmente por el New York Times en la década de los 90.

Se consolida así una dinámica algo perversa entre permitir que todos podamos acceder a la vestimenta y garantizar esa democratización del acceso y la instalación de diferentes mecanismos publicitarios y socioculturales para fomentar una demanda creciente que, por decirlo breve y poco elegantemente, es excesiva.

Es imposible determinar de manera universal cuántos zapatos necesita una persona, pero sí hay ciertos límites y determinadas dinámicas que podemos reconocer como indiscutiblemente problemáticas y que nos obligan a detenernos sobre este fenómeno.

Dos ejemplos como botón de muestra:

1. Basural de ropa en Atacama

En el norte de Chile hay un basural gigante donde se amontona ropa usada (y nueva que no fue vendida) descartada. Con unas casi 60.000 toneladas actuales, Chile es considerado el mayor importador de ropa usada del continente. Pero más de la mitad de esa ropa no es reutilizada, sino que termina en vertederos clandestinos.

2. Hauls de ropa

Hay una moda mundial de ir a locales de ropa, comprar de todo simplemente porque es barato, volver con muchas bolsas encima y hacer videos de TikTok mostrando todo. Pasa en el mundo y pasa en Avellaneda. El concepto es fui a Avellaneda y volví con todas estas cosas porque está todo tan barato. Y si bien obviamente está buenísimo que chicas jóvenes accedan a comprarse la ropa que quieran, no aparece ahí ninguna idea sobre la calidad y durabilidad de lo que se está comprando. Y así las prendas corren el riesgo de convertirse en “prendas de un solo uso”.

¿Cuál es el impacto ambiental del fast fashion?

Actualmente, la producción de indumentaria aporta entre un 2 y un 10% de las emisiones de gases de efecto invernadero, más que otros sectores importantísimos como los vuelos internacionales y el transporte marítimo.

A su vez, la industria textil utiliza 93 mil millones de metros cúbicos de agua, el 4 por ciento del agua dulce mundial, anualmente. Por ejemplo, se necesitan 10.000 litros de agua para producir un kilo de algodón o casi 3.000 litros para una camisa del mismo material.

Pero no toda la ropa se hace de algodón, sino que de manera creciente la industria utiliza plásticos. De hecho, el poliéster ha superado al algodón como la columna vertebral de la producción textil. Se estima que el sector representa una quinta parte de las 300 millones de toneladas de plástico que se producen en el mundo cada año. Las prendas hechas de poliéster y otras fibras sintéticas son una fuente principal de contaminación por microplásticos, aproximadamente el 35% de todos los microplásticos encontrados en los océanos provienen de estos materiales sintéticos. Además, la combinación de materiales dificulta la separación para el reciclado.

Luego, el teñido de textiles requiere de productos químicos que, cuando no son correctamente tratados, terminan contaminando ríos y océanos. Hay cálculos que sostienen que más o menos el 20% de las aguas residuales a nivel mundial se atribuye al proceso de teñido de textiles.

El proceso de relocalización de fábricas no sólo implicó mano de obra más barata, sino en muchos casos también regulaciones de condiciones laborales y ambientales menos estrictas.

El mayor problema: es demasiada ropa

Estamos produciendo más ropa que nunca, y no solo porque seamos más personas, sino por lo que venimos hablando de la frenética renovación de colecciones y vestuarios. Por ejemplo, según Bloomberg, la marca china Shein saca un promedio de alrededor de 1,000 nuevas prendas de mujer por día.

Globalmente, sólo una pequeña parte (13%) de lo fabricado se recicla. El resto se incinera o termina en rellenos sanitarios. Según la Agencia de Protección Ambiental (EPA) de Estados Unidos, la cantidad de desechos de ropa generados anualmente por los estadounidenses pasó de alrededor de 1,7 millones de toneladas en 1960 a más de 17 millones de toneladas en 2018.

Si bien la preocupación por la sostenibilidad empieza a permear en las compañías que proponen estrategias de carbono neutralidad, la incorporación de materiales reciclados, mayor eficiencia en los diseños y demás innovaciones, el problema es la lógica del negocio. Y eso no parece estar cambiando.

¿Quién paga el costo?

Quienes cargan principalmente con los costos de esta forma de industria de la moda son las y los trabajadores del sector. Dado que el 80% son mujeres, esto también es una cuestión de género. Llevan adelante sus tareas en lugares peligrosos, con salarios bajos y a menudo sin cumplir con condiciones laborales mínimas. Esto se vio claramente con el colapso de la fábrica de ropa de Dhaka, Bangladesh, en 2013, donde murieron más de 1.100 personas o en 2006 donde murieron seis en un incendio en el taller textil de Caballito.

Pero aún sin llegar a este tipo de accidentes, las condiciones laborales son muy malas. Según una investigación de la organización Fashion Checker, el 93% de las marcas que encuestaron no paga a sus trabajadores un salario digno. Y esto no es un fenómeno exclusivo de los países con menos recursos, sino que aparece también en los países más ricos. Desde el Centro de Trabajadores de la Confección de Los Ángeles y el UCLA Center for Labor Research and Education hicieron una investigación sobre las condiciones laborales de los trabajadores del sector en Los Ángeles. Entre otras cosas encontraron que las fábricas se llenan de polvo y están mal ventiladas, las salidas de las instalaciones se bloquean, no hay capacitaciones en seguridad o salud laboral y a menudo no llegan al salario mínimo.

¿Qué puede hacer el Estado?

Definitivamente no puede prohibir la producción o la comercialización de prendas fast fashion, pero sí puede intervenir en la regulación y fiscalización de las condiciones laborales y los impactos ambientales del sector, siempre y cuando ocurran bajo su jurisdicción. Así como realizar campañas de sensibilización y llevar adelante estrategias de transparencia y trazabilidad de los productos.

A su vez, pueden fomentar e invertir en investigación y desarrollo de telas más sostenibles, así como promover el reciclaje textil y la donación de prendas.

¿Qué podemos hacer como consumidores?

Para empezar, tomar conciencia de este tema, particularmente a la hora de comprar indumentaria. No soy nadie para decirle a nadie que consuma menos, además no conozco tu situación personal, pero sí te invito a considerar algunas de las siguientes cuestiones a la hora de comprar una prenda nueva.

  • Elegir bien lo que compramos. Fijarnos qué tipo de material se utiliza, cuánta durabilidad tiene, si tiene contenido reciclado, etc.
  • Ver dónde lo hacemos, y considerar la posibilidad de visitar lugares o ferias donde vender ropa de segunda mano o vintage.
  • Al comprar prendas básicas, que combinan con todo, es más probable que sean más usadas.
  • Tratar de no comprar por impulso, así como no hay que ir al super con hambre, tampoco ir al shopping al voleo sino tratando de focalizar en aquello que necesitamos/queremos comprar. En general, comprar a conciencia, tomarnos el tiempo para barajar opciones, nos va a permitir encontrar un producto específico que necesitamos particularmente y hasta invertir un poco más en su calidad y consecuente durabilidad.
  • Por último, cuidar las prendas, donar las que ya no usemos pero estén en buen estado y disponerlas adecuadamente al final de su vida útil.

Comprar un nuevo abrigo lindo no nos hace directamente responsables ni de la contaminación ni de las condiciones laborales de la producción. De hecho, con las actuales formas de trazabilidad es muy difícil conseguir algo de cuya “pureza” podamos tener certeza absoluta. Es decir, tampoco pagar un jean el doble de lo que sale en Avellaneda garantiza que la diferencia de precio se la lleven las trabajadoras textiles. Y en cualquier caso, las responsabilidades de controlar las condiciones ambientales y sociales son de los respectivos gobiernos.

Pero, sí tenemos poder de decisión sobre lo que podemos alcanzar. Es decir, comprar algo solo porque es barato, solo por impulso, o que solo vamos a usar una vez, acumular prendas inutilizadas, etc., son hábitos que podemos mejorar a través de la concientización y la información.

Si te quedaste manija, aquí un documental de la Deutsche Welle sobre el tema.

que este va a ser el último news que recibas un sábado, a partir de la próxima entrega -el 20 de julio- lo vas a encontrar en tu bandeja de entrega cada dos miércoles. ¡Hasta entonces!

Te mando un abrazo,

Eli

 

POPULISTAS SOMOS TODOS

María Esperanza Casullo
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Algunos pensamientos sobre la política argentina, con un principio orientador: funciona mejor de lo que parece.
03/07/2022

Circula popularmente una maldición china que dice: “Vivirás en tiempos interesantes”. Seguramente es apócrifa; seguramente es sólo una frase de origen falso para archivar en una carpeta con la supuesta poesía en donde Borges decía que si volviera a vivir comería más helado y con el 90% de las frases motivacionales de Charles Bukowski que pululan. Esa frase, sin embargo, merecería una revisión: aun peor podría ser que te dijeran: “Vivirás en tiempo de trascendencia epocal”.

Estamos viviendo en tiempos de trascendencia epocal.

(Breve digresión: Bukowski fue un emblema del realismo sucio, ex peleador de bar amargado porque sus manos demasiado pequeñas lo ponían en desventaja en los combates de borrachos, cronista de las noches y de las mañanas de una década del setenta en la costa oeste norteamericana que fue mucho más una pesadilla de la clase trabajadora que una utopía de sol, drogas y surf. El hecho de que lo hayan convertido en una especie de generador de frases cursis para poner en tazas de café me hunde más en el pesimismo que casi todo lo que voy a poner a continuación).

Dicen que Hegel vio pasar a Napoleón en la batalla de Jena en 1806 y dijo: “Vi pasar la historia a caballo”. Es difícil sacudirse esa sensación por estos días, cuando vemos la historia pasar por nuestras pantallas cada semana, prácticamente. Una estampida de caballos que nos envuelve.

Vimos la mayor epidemia mundial desde 1918, con imágenes de personas acostadas en los pasillos de los hospitales, camiones preparados como morgues, ciudades vacías y famosos cantando “Imagine” a la cámara. Vimos la invasión de Rusia a Ucrania. Esa guerra, que iba a durar 3 días, ya lleva casi cinco meses. Cada jornada nos asaltan imágenes de ciudades bombardeadas, tanques cruzando campos, ciudades incendiadas y colas de refugiados. La guerra en Europa causó un alza mundial de los precios de alimentos y de la energía, que detonó o empeoró una serie de circuitos de crisis en el tercer mundo. Protestas por el precio del combustible en Ecuador, hambrunas en Etiopía, controles de precio del pan en Egipto, freno a las exportaciones de grano en India.

Para terminar de componer todo, entró en crisis epocal la potencia hegemónica. En la última semana, la Corte Suprema estadounidense con mayoría right winger decidió empuñar una maza de demolición y derribar el (precario) orden político que había estabilizado (más o menos) a los Estados Unidos de América en los últimos 50 años. En poco más de dos semanas decidió que no existe una garantía constitucional al derecho al aborto (el precedente de Roe v Wade tenía 49 años); que es legal que los maestros y maestras recen y hagan rezar en las escuelas públicas; que las tribus nativoamericanas no tienen soberanía sobre sus sistemas de justicia (algo establecidos en tratados de un siglo); que el Estado federal no tiene capacidad de regular a las empresas de energía desde el punto de vista del medioambiente (la ley era de 1970, pasada por el presidente republicano Richard Nixon); y que los estados no pueden legislar para restringir el acceso de la población a las armas, aun rifles automáticos de tipo militar (una ley de hace 40 años). Además de todo eso, señaló que iba a tomar para su revisión en los próximos meses un expediente que podría eventualmente sancionar que las legislaturas estaduales tienen la capacidad de revisar o suspender el resultado de las elecciones presidenciales si sospechan algún tipo de fraude. O sea, que las legislaturas provinciales podrían dar vuelta el resultado de una elección popular sin otra justificación.

Puede causar algún alivio pensar que vivimos en un país muy alejado de todas estas realidades vertiginosas. De hecho, resulta sorprendente pero no equivocado pensar que en algunas cuestiones estamos mejor. La legislación de defensa a la autonomía corporal de mujeres y personas gestantes, de defensa a los derechos de diversidad de género y orientación sexual, y de derechos de los pueblos originarios hoy es mejor, más moderna y más humana en Argentina que en Estados Unidos. Se siente raro poder decir eso. Sin embargo, sería una ingenuidad pensar que un país periférico y dependiente como Argentina podría efectivamente aislarse de semejantes turbulencias sistémicas. Es imposible que un país como el nuestro se aísle económicamente, políticamente o culturalmente.

No se trata, sin embargo, de pronosticar la victoria inevitable de una reacción de ultraderecha global que nos transformará a todos en avatares del Cuento de la Criada; no se trata de pronosticar un mundo en donde sólo podremos ser comandantes, esposas o criadas. De hecho, se trata sobre todo de aceptar que vivimos en un momento en que se vuelve imposible pronosticar cómo será exactamente el mundo en un par de años; sólo podemos saber que no será como lo es actualmente.

Es cierto que la ultraderecha global viene por todo, en todos lados, y que lo hace con una agenda que va más allá del neoliberalismo ingenuo que conocimos en los noventa. La ultraderecha actual sostiene una idea simple: los mercados deben ser totalmente desregulados, mientras que la vida social, sexual y cultural fuera de los mercados debe ser completamente regulada y jerarquizada según relaciones de género, de raza y de preferencia sexual. Dentro de los mercados, el ser humano debe ser un átomo libertario; dentro del hogar, un paterfamilias varón, blanco y heterosexual dominante o será un subordinado. No hay contradicción entre ambas cosas, así como no hay contradicción en sostener, por ejemplo, que las mujeres deben ser emprendedoras capitalistas en el mercado y madres de familia sin derechos reproductivos en la esfera privada. No hay contradicción en sostener que podría legalizarse la venta de niños pero que debería prohibirse la protección estatal a las identidades queer. Por esto mismo, no vale la pena señalar que un liberal que se opone al aborto “no es realmente liberal”; ese liberalismo o murió o nunca existió, y en todo caso eso no importa porque en el liberalismo realmente existente hoy las mujeres y personas gestantes no son reconocidas como individuos iguales en el mundo de lo privado.

Sin embargo, es importante señalar que el éxito de esta agenda no está escrito en piedra. En Estados Unidos las encuestas marcan que la mayoría está a favor de los derechos reproductivos; en América Latina hemos podido comprobar que no sólo se puede resistir sino que se han expandido los derechos de mujeres y personas LGBTIQ+ en la última década. El problema del progresismo global no es un conflicto de falta de popularidad de sus posiciones, sino, en todo caso, de falta de una teoría y una práctica de la acumulación de poder, y una duda sobre cuál es su sujeto histórico, toda vez que no puede serlo ya la clase trabajadora únicamente (pero eso sería tema para otro newsletter). El progresismo se enamoró tanto de la idea de la inevitabilidad del “fin de la historia” y de las instituciones que se olvidó de acumular poder. Eso, más una crisis de liderazgo encarnada en dirigentes como Joe Biden o Nancy Pelosi, que no pueden encarnar el enojo de sus bases, que apuestan a sostener instituciones de las cuales son producto.

Y esto me lleva al último punto. No es que no se pueda ganar. Sí se puede. El último mes vio la victoria de Gustavo Petro en Colombia y el rol preponderante en ella de su vicepresidenta, Francia Márques, mujer afrocolombiana, ambientalista y feminista. También vimos la potencia mundial del movimiento LGBTIQ+, con sus celebraciones del mes del orgullo. En Brasil, el derrumbe del gobierno de Jair Bolsonaro, que hace pocos meses era saludado como éxito mundial de la nueva derecha, nos hace evocar la figura de Marielle Franco, militante afro y lesbiana, asesinada, pero no silenciada.

En este momento de crisis es necesario que la centroizquierda o izquierda global pueda decir: admitimos que esas comunidades y movimientos (afro, feminista, indigenista, queer) tuvieron razón. Tuvieron razón y otros no. Muchos se complacieron en decir que exageraban, que el avance de la derecha no era tal, que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que el mundo se mueve hacia algo mejor, que vamos a tiempos “posmateriales” y que lo más eficiente es no hacer muchas olas. Pues no. Los, las, les militantes queer, trans, indígenas, afrolatinas, feministas tuvieron razón y la tuvieron mucho antes, más lúcidamente, más astutamente y más pragmáticamente. Fueron más y mejores dirigentes, estrategas, organizadores. Eso, para no hablar de poetas y cantores.

Corresponde, ahora, no sólo que resistan, como hacen siempre, sino que lideren. Sólo así podremos ganar el futuro. Y somos muchos los que estamos listos para eso.

JUSTICIa...

 

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