Fuente: Caras y Caretas.
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Fuente: Caras y Caretas.
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Hacía una semana que Susana había cumplido trece. Estaba en primer año de la escuela. Vivía en Villa del Parque, en Nazca casi esquina San Martín. Los aviones pasaban rasantes por su casa. «Salíamos al balcón y era una sensación muy fea la de sentir los aviones. No sabíamos bien qué pasaba. Una preocupación que
teníamos en mi casa era que uno de mis hermanos había ido al centro. No sabíamos nada; no había los medios de comunicación que hay ahora». Su hermano vuelve. Después se enteraron de que una bomba había partido un trolebús. Él estuvo en ese trolebús y bajó antes. «Yo no tengo recuerdos de que se haya hablado a la noche, salvo de lo de mi hermano. Hubo silencio. De eso no se habló nunca más. Y durante cincuenta años no se tocó nunca más el tema, como si no hubiera existido».
Como si no hubiera existido. Del mayor atentado ocurrido en la Argentina (cuatro veces más muertos que en la AMIA) nada se habló durante décadas. Hasta hoy es un tema olvidado en libros de historia y crónicas periodísticas. La memoria fragmentada, el miedo que aún perdura, el silencio (auto)impuesto en familias y niños testigos de las bombas y metralletas, giran alrededor del libro «La cotidianidad interrumpida. Testimonios sobre los bombardeos a la Plaza de Mayo», compilado por A. Abate, S. Belvedere, R. Cemborain, E. Constantino, N. B. Espíndola, M. Fernández Rodríguez, A. Macri Markov, Ma. R. Milo, I. Tomba, M. Velázquez y M. Velarde, y que se presentará en un conversatorio el próximo jueves 23 de junio a las 18 en el Edificio Anexo de Puan (José Bonifacio 1443), con la idea de debatir sobre los aportes de la escritura testimonial a los sentidos alrededor de los acontecimientos del pasado reciente.
En el capítulo presentación del libro explican que la publicación de testimonios de personas que vivenciaron ese momento se suscitan alrededor de la pregunta “¿qué estabas haciendo el 16 de junio de 1955?”, en un registro que va de la infancia a la juventud, «pregunta en apariencia sencilla y trabajada colectivamente, abre un enorme campo de meditación a propósito de lo que puede pensarse como una poética de narración de la experiencia: de qué modo la memoria retoma y hasta qué punto traduce un acontecimiento vivido».
«Son relatos en los que se iluminan planos de la vida familiar, doméstica, escolar y del trabajo, con observaciones de perplejidad y de intensidad dramática variable, de interrogación social, política e ideológica –continúa–, y muy insistentemente portadores de una autoconciencia que refiere el olvido, el silencio público y el carácter de objeto perdido en el que inmediatamente cayeron los bombardeos, aun a pesar (o mejor a causa) de la gravedad histórica que comportaban. Relatos de movimiento, de corridas, de escombros y viajes por la ciudad que llevan las huellas de su conmoción».
Foto: Telam
Liliana tenía siete años y vivía en la misma casa de Colegiales que construyó su abuela y que ella aún habita. De ese día recuerda poco, salvo que era invierno, que sentía un frío terrible (o ahora lo rememora como «terrible»), y que de pronto su abuelo abrió la ventana del comedor y comenzó a pasar una marcha que se llamaba Córdoba la heroica. «Mis primos que vivían al lado también tenían las ventanas abiertas y con esta canción».
Haydeé estaba en la escuela primaria de su barrio, Villa del Parque. A media mañana la enviaron a su casa. Iba caminando por Cuenca hacia la calle Argerich, y una vecina desde la ventana le grita: ¡Nena! ¡Corré a tu casa que hay revolución!. «Me dirigí a mi casa, donde mi familia era comunista; no tenía ninguna simpatía por Perón. Entonces todas las vecinas, incluso mi madre, fueron a comprar comida. Porque para todo aquel que venía de la guerra de Europa una revolución era como una guerra, y en ella falta la comida. Entonces en mi casa se acumularon fideos, arroz, lentejas, garbanzos».
Para ese entonces Bernardo no tenía una opinión política muy firme. En su casa, su papá era simpatizante radical. Su madre, a escondidas («para que mi papá no se enoje, porque solía tener sus arranques»), fue a una unidad básica y se afilió al partido peronista. «Me acuerdo de que casi en secreto me decía que estaba orgullosa de votar. Entonces yo fluctuaba reconociendo los derechos que se iban adquiriendo, pero también tenía un cierto grado de crítica hacia ciertas actitudes no demasiado democráticas». Los días siguientes al bombardeo, cuando se empezaron a conocer los entretelones, tuvo una discusión con su padre que defendía la posición radical. Bernardo se había enterado de que uno de los cabecillas civiles del intento de golpe era Zabala Ortiz, un radical que después tuvo mucha actuación con los gobiernos militares. «Mi viejo decía: ‘No puede ser, no puede ser’, pero tenía ciertas dudas respecto a los métodos terribles de la matanza que se hizo». Tres días después el entonces joven se dirigió con unos amigos a la Plaza de Mayo, a ver los efectos de los bombardeos. «Vi que había destrozos en la Casa de Gobierno. Vi la metralla sobre lo que era el Banco Hipotecario y vi también restos calcinados de un automóvil sobre Paseo Colón. Recuerdo haber caminado muy apesadumbrado. Eso me motivó una furia: un estado de rechazo total. Me solidaricé con la posición de mi mamá, que estaba angustiada por lo que había pasado. Mi papá se había llamado a silencio».
No son truenos, son bombas
El libro reseña que los bombardeos del 16 de junio de 1955 tuvieron lugar durante el conflicto entre el gobierno de Juan Domingo Perón y la Iglesia Católica, a raíz de la sanción de una serie de normativas que intentaban regular prácticas del orden familiar, como la ley 14.394 del Régimen Legal de Familia y Minoridad, que permitía el divorcio vincular. El 11 de junio, la jerarquía eclesiástica congregó a sus fieles en la Catedral Metropolitana, ubicada a metros de la sede de gobierno, para celebrar el Corpus Christi. Este evento no había sido autorizado en una primera instancia ya que, según el calendario litúrgico, correspondía al día 9.
Finalmente, el Ministerio del Interior autorizó la concentración únicamente dentro de la Catedral. Sin embargo, la procesión colmó la Avenida de Mayo. El evento religioso fue una marcha opositora que reunió a diferentes sectores de la sociedad. Se escuchó la proclama «Cristo Vence», visible pocos días después en el fuselaje de los aviones que lanzaron las bombas.
El 16 de junio de 1955 estaba previsto un espectáculo aéreo en el que se lanzarían flores en señal de apoyo al gobierno de Juan Domingo Perón. Con esta excusa, aviones de la Armada salieron de sus bases en Punta Indio. Al poco tiempo, se le sumaría una fracción de la Aeronáutica. A las 12.40, Néstor Noriega, jefe de la escuadra de la Armada, lanzó una bomba sobre la Plaza de Mayo. Fue la primera de los sucesivos ataques que tuvieron lugar hasta las 17.40. Una vez que se terminaron las bombas, los aviones comenzaron a ametrallar a la población.
Foto: Télam
Aviones sobrevolando, ametrallando, bombardeos, sirenas, estruendos, miedo, pánico, temblor de los edificios, personas ensangrentadas. Mucha gente en la calle, caminando, corriendo. Una hija que recuerda que su padre salvó su propia vida porque perdió el trolebús donde murieron todos sus pasajeros por una bomba.
Vita vivía a dos cuadras del Hospital Durand. De «metida» quiso ir a la puerta del centro de salud a ver qué pasaba: «primero llegaban en ambulancias, con los chicos, con la gente mayor, que venían muy heridos; por ahí venían con una pierna cortada, con un brazo cortado. Pero después ya los juntaban en un camión volcador y entonces ya entraban por el patio del fondo y los volcaban, como si fueran montones de tierra. Después llegó un camión en el que eran todos chicos: eran del trolebús que había en esa época; eran todos chicos los que iban: les tiraron una bomba ahí y los mataron a todos… Completo iba el trole ese día de criaturas que iban para la escuela. También vi cuando llegaron con todos los niños de guardapolvo blanco ensangrentado».
El bombardeo –relata el libro– fue un hecho sorpresivo, de una violencia inusitada sobre la población civil de quienes tenían la misión de preservar a la Nación y a sus integrantes. Y con una fuerte alianza entre la oposición, el empresariado, los militares y la iglesia. Antonia cursaba el segundo grado de un colegio de monjas ubicado en calle Moreno, entre Hipólito Irigoyen y Tacuarí, a un par de cuadras de Plaza de Mayo: «Las clases se suspendieron por tres días, creo. Este hecho me marcó mucho porque, sobre todo, cuando volvimos al colegio, lo único de lo que nos hablaban las monjas era de las quemas de las iglesias. Nadie nos nombró el bombardeo, y bastante después nos enteramos de que dos alumnas del colegio murieron en el colectivo línea 64 incendiado frente al Banco Hipotecario. En el colegio nunca se hizo referencia a este hecho. Estando ya en la secundaria, supe que en el sótano de colegio se hacían reuniones de los comandos civiles».
Los investigadores del libro observaron también a través de los testimonios las relaciones en el trabajo, muestras de la indefensión de les trabajadores a quienes, tras el hecho sorpresivo, sus empleadores les permitieron únicamente abandonar su trabajo a pie bajo los bombardeos, quedando en soledad en la calle, corriendo o caminando.
«Mi mamá trabajaba por esa época en el Ministerio de Marina, como empleada administrativa –rememora Sandra–. Siempre recordaba que el día del bombardeo, un rato antes de las bombas, les dijeron a los empleados que se podían retirar. Que fueran a su casa. Ella, sin saber por qué ni cómo, se tomó el trolleybus. Llegó a su casa y aprovechó para ponerse a limpiar una banderola, con tanta mala suerte que se cayó de la escalerita y se fracturó una pierna. Fue así que terminó en el hospital para que la asistieran y le pusieran yeso. En el hospital estaban los heridos del bombardeo».
Elena trabajaba en una fábrica de cerámica en calle Perú 441. Al mediodía les hicieron irse ya. Como sea. Corrió desesperada por la Avenida de Mayo: después se metió por Esmeralda al 600, ahí estaba la sede de la Asistencia Pública en aquel tiempo, vio bajar gente de un taxi toda ensangrentada. «Se escuchaban los estruendos; yo no puedo describir el sentimiento de pánico. No tengo palabras para describir eso. Pero ver la metralla que largaban, escupían, los aviones, para mí fue horroroso. La gente inocentemente iba a la Plaza de Mayo a mirar porque era el lugar de aglutinamiento: en la época de oro del peronismo era eso. Todos iban a la Plaza de Mayo».
Regresó a su casa en Lanús cinco horas después. Luego arribó su papá que se había perdido el colectivo 305. «Como mi papá era apuntador en el puerto perdió ese trolebús. Todos sus pasajeros murieron por una bomba». Después, vino el después. La obligación de callar. «Las imágenes no se me borraron nunca. Yo no podía hablar ni decir nada en aquella época porque había tenido afiliación gremial. Había sido delegada. Tenía que cuidarme para que no me señalaran porque empezaban las delaciones. Después del golpe tuve que esconder una medalla de oro que me habían otorgado por integrar la paritaria».
Alicia vivía en Santa Fe. Tenía nueve años, iba a un colegio de monjas. El 9 se celebró el Corpus Christi, procesión a la que solía ir «medio obligada». Pero en esa ocasión también asistió su padre, cosa que normalmente no hacía: «La razón de su asistencia se debía a que quería demostrar su apoyo a la Iglesia y su malestar para con el gobierno de Perón. En mi casa, al igual que en nuestro círculo familiar y en el de mis amistades, eran totalmente antiperonistas, y cuando sucedió el bombardeo y supimos que no había alcanzado sus objetivos, consideramos que sí, que fue un error. Pero se dijo que a esa gente no se la aguantaba más. La posición de mi familia fue que no deberíamos haber llegado a lo que se llegó, pero que no había más remedio y que habría otra vez. Y la hubo».
Aunque los pilotos jamás admitieron en público que el objetivo declarado era matar al presidente, un comando civil, Raúl Estrada, confirmó que “el propósito era matar a todo el Gobierno”, y Noriega afirmaría en 1971 que la meta era “destruir materialmente la Casa Rosada”. La cifra de las 309 víctimas fatales fue reconocida por parte del Estado recién en 2015 a partir de la segunda edición del informe publicado por el Archivo Nacional de la Memoria. Actualmente se hablan de 355. Trescientas cincuenta y cinco. En el libro se aborda cómo las cifras de las muertes fueron silenciadas en las obras de divulgación historiográfica publicadas en la Argentina como aquellas de Tulio Halperín Donghi y José Luis Romero.
El historiador y escritor Gonzalo Cháves también se pronunció en relación a este silencio. En su libro «La masacre de Plaza de Mayo» relata que una de las causas de este silencio, la más inmediata, fue que a los tres meses del hecho se produjo la irrupción de la dictadura autodenominada «Revolución Libertadora» que habría legitimado los bombardeos. El otro motivo fue la actitud del propio Perón, que buscó tender una mano de paz después de los bombardeos, en un gesto que no fue comprendido por el resto de las Fuerzas Armadas, y que se interpretó como “un gesto de debilidad”.
En 1955 Mónica vivía en Santa Fe. Dice que no recuerda la jornada del 16 de junio, pero sí el día que derrocaron a Perón, tres meses después, una fecha indisoluble del bombardeo. Fue con su familia a la calle San Martín: «Vi pasar a mi maestra, que era una chica universitaria, arrastrando un busto de Perón; me impactó eso. Y después, cuando yo volví a casa, tenía una empleada doméstica que tenía un chiquito que estaba llorando. Decía: ‘¿Qué va a ser de nosotros, los pobres?’«.
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