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Daniel James, en Resistencia e integración, su histórico trabajo sobre la militancia obrera durante los tiempos de Perón en el exilio, recuperaba en una frase una buena versión a la pregunta de dónde estaba el poder: “Con Perón nos hacíamos los machos”. Otra frase que corrió de boca en boca en las cocinas paquetas de esos años: “Desde Perón, las chinas me levantan la vista”. La solidez del peronismo no estuvo sólo en lo construido en diez años sino en lo que no se pudo destruir en dieciocho de proscripción (desde el poder sindical hasta la microfísica de aguantar la mirada). Pero la Argentina desde 1976 es una Argentina con pies de barro. ¿Dónde está el poder hoy? ¿En el voto, en la economía, en la oposición, en la concentración económica, en el dólar, en las redes sociales?
Una constante del discurso kirchnerista es esa pedagogía sobre el poder. “El poder no está sólo en el poder político”, “el poder no está en la formalidad del bastón”. Es una obviedad pero supone una postura desafiante. No quiere decir que literalmente no está en Balcarce 50, sino que si no se usa no se lo tiene, y que hay otros poderes sin bastón que pueden ser más poderosos. De hecho la democracia peronista y radical nació con una separación marcada (el orden civil contra el partido militar). Del democracia versus autoritarismo alfonsinista a la democracia versus corporaciones kirchnerista. Macri mismo hacía su gafe del baile del bastón, de subir el perro al sillón de Rivadavia. Tomárselo en sorna. Cuando Cristina dice que el poder no está en el bastón, también describe el propio círculo paradójico que la envuelve: no lo tiene Alberto (porque gobierna mal) y no lo tiene ella (porque lo tiene Alberto y no hace lo que le digo). Entonces, ¿qué poder tiene Alberto? ¿El de un okupa? ¿El de un desobediente? ¿El poder que no puede usar porque ella no se lo deja usar y que a la vez ella no usa porque él lo “ocupa”? O como diría Fernando Rosso, ¿“un gobierno con VAR” sometido a constantes revisiones internas? De tanto discutir el poder, ¿el FdT ya no sabe quién lo tiene?
La conclusión pedagógica es que el poder se usa, se hace, se impone, primero es real y luego formal. No brota de los símbolos, los símbolos brotan de él. Cristina es experta en poder. Y su palabra, siempre esperada, es su ejercicio máximo: la gestión de esa palabra. Pero a la vez en esa gestión de la palabra contra el presidente (lo que dice, lo que insinúa, lo que otros propios dicen cada vez con menos eufemismos y más mal gusto) no hace más que llevarlo al “débil Alberto” al límite del que podría ser su primer gesto de poder definitivo: ejercerlo contra ella. Cristina habla de poder -es en el fondo su gran tema- pero queda del lado de adentro de la paradoja: porque cada vez que dice “el rey está desnudo”, lo deja al presidente frente a una sola forma de resolver su dilema: fundarlo contra ella. De nuevo, el círculo imperfecto: Cristina dice que Alberto ocupa ese lugar, pero que no lo ejerce contra quienes debería (“corporaciones, el campo, la Justicia”), y coloca al presidente frente a dos caminos: la obediencia o la ruptura. Ser poderoso frente a los demás, que es ser débil frente a ella. Ser poderoso frente a ella, que es ser débil frente a los demás. Y para colmo este afán por pronunciar la declaración más incisiva corroe incluso al propio imaginario de una Argentina híper presidencialista en la que históricamente a Kirchner se le apuntaba el mérito de haber reconstruido la autoridad presidencial. “Alberto, sé fuerte y obedecenos”, le dicen, como otra variante de un concepto psicológico: el doble vínculo. Situar al otro en un lugar paradójico imposible de salir. “¡Sé espontáneo!”
Cristina, como Macri, no son solo resultados del sistema político. Representan una parte de la sociedad. Ambos encarnan pueblos (a tal punto que parte de sus pueblos fueron luchas de clases medias). Con los años CFK fue forjando una pregnancia entre los más pobres y las capas medias progresistas y Macri lo hizo también entre las capas medias y los sectores productivos (exportadores). Formaron una suerte de sistema bi-coalicional pero con coaliciones que funcionaron bien -o sobre todo- en el llano: cuando bloquean al otro. Todos unidos nos opondremos. La coalición ad hoc que tuvo que armar el gobierno para su voto más difícil (el acuerdo con el FMI) muestra los pies de barros del Frente de Todos. La pertenencia orgánica también se mide en las difíciles, en las malas, en los sapos que tragar. Alfonsín supo que tenía un partido cuando tuvo que hacerlo votar la obediencia debida. Menem supo que tenía al peronismo cuando lo hizo acompañar la reforma del Estado y las privatizaciones. Una coalición no se hace sólo fuerte en el “a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo”. La política es también saber qué se está dispuesto a perder.
A la pelea del Frente de Todos un diputado de primera línea le dice ya “la externa del Frente de Todos”. La clásica disputa de poder tiene encima cierta lógica kirchnerista: paulatinamente ir fustigando al que “eligen”. Se podría rastrear estas cuitas internas en los zamarreos que sufrió Daniel Scioli cuando era gobernador de la provincia y carreteaba como candidato a presidente. También Sergio Acevedo podría ser otro caso testigo al “ser ungido” en Santa Cruz. Nombremos a Acevedo -que había sido, además, un kirchnerista originario- porque su figura subraya a un tipo notable en su calidad humana y política. Scioli era un gobernador flojo pero un mejor candidato frente al agotamiento de la última etapa de Cristina.
Desde 1983 ningún presidente se amó con su vicepresidente. Alfonsín desconfiaba de Víctor Martínez, Menem fue traicionado por Duhalde (a quien a su vez él mismo rechazaba), Ruckauf se hizo duhaldista distanciándose de Menem. Y la enumeración suma los picos de tensión históricos: la renuncia de Chacho Álvarez en el 2000 contra De la Rúa y el voto no positivo de Cobos en el 2008 apagando el conflicto con el campo. Chacho renunció y dejó su fuerza política adentro del gobierno (que ya tenía la suerte echada); y Cobos era un solitario transmitiendo un mensaje que acaparó la luz un rato y paradójicamente -podríamos decir con el diario del lunes- salvó al kirchnerismo de un “triunfo” que le hubiera hecho más daño. (Maradona tras la noche de ese invierno dijo haber festejado el voto “no positivo” de Cobos como un gol contra la soberbia.) Sin embargo, el actual es un temblor de características propias. Arrancó, como decían Pablo Touzon y Federico Zapata, en un “pimpinelismo de Estado” hasta volverse este juego temerario que no parece reconocer límite.
¿Qué pasa si Alberto decide públicamente no intentar la reelección, asumirse como presidente de un solo mandato, reescribirse sin tantas pretensiones como el hombre de transición que negoció con los bonistas y el FMI, que aseguró que no explote el sistema sanitario, que consiguió una demandada Ley del Aborto y un crecimiento económico, envenenado con inflación brutal, pero como desenlace de un ciclo agotado? Un Duhalde. El caudillo de Lomas la pegó en una: cuando se vio a sí mismo como el último de una era. Encarnó lo que nadie quería: la ruptura de la convertibilidad. El valiente Remes Lenicov fue la cara de ese quiebre. Aunque recién tras la sangre derramada de Darío Kosteki y Maximiliano Santillán el expresidente metió violín en bolsa y anuncio que se iba. Si no soy el primero de lo nuevo, seré el último de lo viejo. Justo cuando la economía despacito empezaba a crecer y florecía el duhaldismo portador sano, a lo Aníbal Fernández. Duhalde terminó eligiendo a Kirchner y nació otro ciclo político. Suena pretencioso y barroco (“salir de la presidencia para entrar en la Historia”), pero puede ser una forma de reordenar la política.
En tiempos de la palabra “casta” quizás un político deberá funcionar contra lo intuitivo. Alberto podría hacer de su mandato corto su última fuerza. Estar a la altura de lo que la sociedad pide y no de lo que un círculo político espera. Porque el momento de ser líder en las “buenas” (y no en las “malas”) pasó cuando ocurría ese “presidente profesor universitario” de las conferencias de prensa de la Pandemia. ¿Qué ocurrió? Muchas cosas a la vez. La práctica de kirchnerismo anticipatorio (a lo Vicentín) para que los “propios no se enojen”, la prioridad de coordinar la coalición antes que liderar el país, el enamoramiento con la cuarentena y con las escuelas cerradas, la ausencia de un gesto de demagogia política (bajarle sueldos a algo de la burocracia cuando la cuarentena no hizo más que subrayar quiénes viven del Estado y quiénes no), el vacunatorio vip y el cumpleaños de Fabiola, el amarreteo de un IFE más (reclamado por el kirchnerismo) y un paulatino cierre político sobre sí mismo sin proyectar liderazgo. Esconder el poder, más que proyectarlo. Pero hoy, las mojadas de oreja contra la figura presidencial se vuelven un tanto obscenas, del gozador que dice “el aire es libre” e inversamente proporcionales a la “paciencia” que habría si la crítica fuera en sentido contrario.
El giro y sobregiro de esta interna agiganta la ansiedad. ¿Qué es lo tan inminente, qué es este minuto a minuto de silencios y declaraciones en carrera contra la nada? Si entramos a la Pandemia con la pandereta del Estado te salva, salimos con la palabra casta en el etiquetado frontal y una política colgada de este graph: “Cristina y Alberto no se hablan hace dos meses”. El gobierno procesa la crisis con su propia crisis. Descontrolarse.
Mientras, la sociedad parece al menos mínimamente ordenada no solo por la asistencia social sino también por la “mano invisible” de una recuperación económica con bruta inflación, un escenario sin crisis de empleo pero donde la guita no alcanza (el trabajo no te salva de ser pobre), es decir, una rueda económica que gira y mantiene a la sociedad (rota) en movimiento. Pero afuera del peronismo se hacen un picnic. Digamos que este momento de interna despiadada en el oficialismo se esperó con la servilleta puesta. El Frente de Todos sufre el síndrome Podemos: nacido para transformar el país, se agota discutiéndose a sí mismo.
¿Dónde está el poder hoy? Cristina actúa con la certeza de que hay más poder en el llano que en el Estado, entonces pone un pie acá, pero el otro allá. Es más fácil bloquear que hacer. Limitar que construir. Hay más “ganancia” en marcarle la cancha a Kulfas que en poner su reemplazo. Pero aún así, si todo esto fuera -como ahora dicen- tan sólo la áspera arena de un debate interno, ¿por qué el cristinismo que lo promueve lo gesticula como sin “salida”, como si el único desenlace para el presidente fuera la sumisión? ¿Por qué Cristina no habilita una negociación más decorosa para el Presidente?, ¿humillación o nada? ¿Y Alberto? ¿Por qué insiste en no responder a lo obvio, a lo evidente, por qué se embebe en gritos y discursos de unidad nacidos para no ser oídos? Como si se pudiera omitir lo que todos vemos: que el rey está desnudo.
MR
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