Las alteraciones que produce en la subjetividad el diario discurso del odio
Los espectadores de la violencia
El autor plantea la hipótesis de que el persistente y creciente odio hacia el populismo es la expresión de la cada vez mayor imposibilidad de creer en la derecha.
A la memoria de José Pablo Feinmann
I. José Pablo Feinmann escribió el pasado 14 de noviembre una nota en la que intentaba leer nuestro presente evocando el camino de la República de Weimar hacia el nazismo. En ese momento, aún no se habían hecho públicos los deseos de algunos miembros de JxC de contar con una Gestapo antisindical. La analogía de Feinmann, pues, no resultó para nada desacertada, sobre todo si procuramos pensar las condiciones de la violencia política.
II. La derecha neoliberal (desde el poder económico, la política, los medios y la justicia) pregona el odio sin pausa. Con presiones de todo tipo y a través de un lenguaje cada vez más corrompido, busca horadar el alma de propios y ajenos. Piden, exigen o imponen que ante la realidad quedemos desganados, la describamos con dos o tres frases cuya simplicidad no resiste lógica alguna o, directamente, que nos fuguemos hacia un solipsismo permanente.
III. Sin embargo, la debacle de Weimar y las condiciones de la violencia política no se consolidan únicamente por acción de los malos. También es fundamental el apego acrítico de un buen número de mansos, crédulos del vacío de sentido, los circunstantes de la violencia.
IV. Vayamos por el camino señalado por J. P. Feinmann y citemos a Primo Levi: “Distinguir entre buena y mala fe es tarea difícil: requiere una sinceridad profunda consigo mismo, exige un esfuerzo continuo, intelectual y moral... ha llegado el tiempo de explorar el espacio que separa a las víctimas de los perseguidores... Solo una retórica esquemática puede sostener que tal espacio está vacío: nunca lo está, está constelado de figuras torpes y patéticas... Precisamente, las deducciones inquietantes tienen una vida difícil: ni siquiera las incursiones de los sectarios nazis (y fascistas) de casa en casa fueron reconocidas como señales, se encontró la manera de ignorar el peligro” (Los hundidos y los salvados, Ed. Ariel).
V. Si nos desveló la pregunta sobre por qué y cómo tantos sujetos pueden creer en la hipocresía neoliberal, el interrogante hoy continúa sobre sus consecuencias: ¿qué ocurre cuando la falsedad se hace evidente? ¿Qué le sucede al acrítico, al circunstante, cuando descubre que creyó lo no creíble? Con Freud a cuestas redundaríamos en similares desmentidas de la realidad si, acaso, creyéramos que aquéllos se volcarían hacia la crítica a quienes les mintieron. Lo ominoso trabaja de otra manera. Los esfuerzos por desconocer la realidad no se dan fácilmente por vencidos. La vergüenza es harto perturbadora. Así, quien le creyó al odio, en su cíclica inanición, pedirá más del mismo alimento vacío. Le exigirá a quien lo engañó que le provea de nuevos argumentos para seguir creyendo y odiando.
VI. Respecto de las creencias religiosas Freud supuso que, finalmente, cederían ante la razón científica y que no debíamos temer a un incremento de la violencia una vez que se destrone a Dios como fuente del mandamiento “no matarás” (El porvenir de una ilusión). No obstante, el optimismo freudiano, en los dos sentidos mencionados, no le impidió comprender la necesidad de la creencia ni el motivo de aquel miedo. “Todo anda bien --afirma-- mientras no se enteran de que ya no se cree en Dios”. Y sigue: “¿No se corre el peligro de que la hostilidad de las masas hacia la cultura se precipite sobre el punto débil que han discernido en su sojuzgadora?” Páginas después explica: “el desplazamiento de la voluntad humana a Dios está por completo justificado; los hombres sabían, en efecto, que habían eliminado al padre mediante la violencia, y en la reacción frente a su impiedad se propusieron respetar en lo sucesivo su voluntad”.
Pese a su pronóstico, Freud entendió que la razón de las creencias ilusorias se funda en el propósito de desconocer la propia violencia, lo cual requiere conservar y proyectar la propia omnipotencia en una figura ficticia que sojuzga al sujeto y cuya insuficiencia no puede admitirse.
Nuestro optimismo, debemos decir, está algo más acotado que el que ostentó Freud.
VII. Mi hipótesis, entonces, es la siguiente: el persistente y creciente odio hacia el populismo es la expresión de la cada vez mayor imposibilidad de creer en la derecha. Quizá parezca paradójico, pero esta premisa permite que los hechos examinados resulten inteligibles. Es la consagración del poder de la mentira: haber comprendido que el engañado solicitará seguir siéndolo y que el dolor rabioso por haberse ofrecido a esa operación continuará dirigiéndose hacia quienes intentan mostrarle la realidad, vuelta ominosa.
En efecto, que al populismo no se lo critique por sus errores sino por sus aciertos es una confirmación de nuestra conjetura.
VIII. El valor pedagógico y docente de la experiencia histórica no parece ser del todo eficaz. La pandemia, por caso, exhibe lo que también ocurre en tantas subjetividades con la historia. Podemos decirlo así: el tiempo transcurrido, lo vivido, decanta más como agotamiento que como experiencia y aprendizaje. Sujetos que transitan desde la imposibilidad de anticipar un futuro (con la ansiolítica frase “esto no va a pasar”) hasta la urgencia por decretar que solo se trata de un pasado ya superado (con la píldora del “esto ya pasó”).
Pichon Rivière nos explicó cómo se enseñorean la parálisis y la fuga ante ciertas catástrofes naturales, por ejemplo, una inundación. El aumento de camalotes, de olores y de la corriente puede pasar inadvertido. Por mi parte, intuyo que participa también un tipo particular de angustia, relativa a una vivencia indescifrable.
Una vez más, pues, debemos atenernos a los hechos y advertir que muchos sujetos imaginan que la estrategia para disminuir la angustia no es la prevención sino la supresión de la percepción conciente del riesgo.
En suma, la capacidad predictiva sucumbe ante la seducción de la negación pronóstica. Y mecanismos similares pueden funcionar durante mucho tiempo cuando la violencia avanza, incluso cuando el huevo de la serpiente ya perdió su cáscara.
¿Cómo podremos lograr que las explicaciones sobre la humana tendencia a negar los riesgos sean operativas, es decir, intervengan eficazmente en nuestras mentes? No lo sabemos ni estamos autorizados para una esperanza optimista.
IX. Hemos estudiado a los violentos, a aquellos capaces de perpetrar actos crueles y a los ideólogos que no toman el garrote pero definen quiénes lo harán y sobre qué pescuezos. Sin embargo, los circunstantes son una condición esencial, son aquellos que quizá no disparan un fusil, no arrojan piedras sobre el descalzo, ni insultan dolorosamente al que ya ha sido estigmatizado. ¿Es el circunstante aquel que “no la ve venir”? ¿Es sencillamente un desprevenido? ¿O es, más bien, un aportante crucial de la tragedia? Es un indolente que, muy posiblemente, también concluya en la vereda de las víctimas, padeciendo la violencia y sus estragos más o menos directamente.
X. Malo es Milei cuando dice “zurdos de mierda”, Espert con su criminología del “queso gruyere” o de la opción “cárcel o bala”. Mala es Bullrich cuando invita a que quien quiera ir armado que vaya armado, o Vidal cuando discrimina por barrio y billetera el consumo de marihuana. Malo es Etchecopar con su verborragia dañina, o el periodista Feinmann cuando su derecho penal celebra el “uno menos”. Malos son los que matan mapuches o los que asesinaron a Lucas. Malos, también, son los que hacen campaña política prometiendo anular derechos consagrados. Malo es Seifert al ostentar misoginia, racismo y antisemitismo, tal como son malos quienes agredieron al periodista Bercovich. La lista sería muy larga.
XI. Ellos, los circunstantes, no son los malos. No se trata de los victimarios, los perseguidores. No recorren el camino de los injustos. Y aunque no son de los que avanzan sobre la piel del otro, tampoco están entre aquellos que ponen de sí para frenarlos. Por caso, no les duele la pobreza ni la desigualdad, porque antes aborrecen pararse de frente al conflicto. Ellos miran, parecen mansos, son los circunstantes de la violencia, aquejados por una apatía que tal vez no llegue a merecer sanción, pero tampoco configura inocencia. Para muchos de ellos la palabra desidia resulta descriptiva.
XII. El efecto del discurso del odio sobre los circunstantes tiene aristas que no podremos considerar aquí, pero aun así cabe plantear algunos interrogantes. ¿Qué le ocurre a un sujeto que día a día escucha en la televisión insultos, difamaciones, acusaciones bestiales, denigraciones, etc.? ¿Qué alteraciones se producen en la subjetividad cuando, diariamente, el sujeto se ve forzado a creer en el odio? ¿Qué legalidades psíquicas se rompen en ese proceso? La hipótesis filogenética de Freud, por ejemplo, permite comprender los factores que, en la historia de la especie, dieron lugar a desarrollar la inhibición del acto agresivo, sobre todo, a reemplazar un acto motriz por uno psíquico. Se hizo posible, entonces, que la venganza por un crimen no se traduzca en otro crimen sino en un acto jurídico. Por ello deberíamos ser mucho más severos con la práctica del insulto ya que si en el origen evidenció el reemplazo del golpe por la palabra, su insistencia puede promover el camino inverso, regrediente, y así desconstituir el valor de la palabra.
Algo similar acaso suceda con la vista, ese sentido que según Freud cobró relevancia a partir de la bipedestación y reemplazó al valor que hasta entonces tenía el olfato. Sin embargo, la permanencia hipnotizada ante las pantallas, en que la intensidad de la violencia discursiva captura la atención, puede conducir a que el sujeto deje de ser el dueño de sus propias investiduras de atención y solo pase a mirar, momento en que ya es pasivo ante otro que se apodera de su atención y pasa a comandar la actividad visual del sujeto. Quién sabe, como ahora alcanza con que algo huela mal, tal vez el olfato termine recuperando su vigencia.
XIII. En suma, en la mansedumbre de los circunstantes encontramos falta de reacción, de anticipación, adormecimiento de la angustia señal y rebajamiento ético, afectivo e intelectual.
XIV. No hace falta mucho para que se despliegue la violencia, pues ella está, no se la produce. En todo caso, se la frena o no, se la sofoca o no. Señalo así que más fecundo es preguntarnos sobre cómo crear ternura y solidaridad, antes que horrorizarnos y perdernos con teorías sobre las causas de la agresividad.
XV. El corolario del ítem previo es discernible: si se intensifica la violencia, la pregunta no es qué hemos hecho sino qué es lo que hemos dejado de hacer. Responder a este interrogante es la tarea urgente.
Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI). Coordinador del Grupo de Investigación en Psicoanálisis y Política.