miércoles, 15 de abril de 2020

PASAPORTE A LA ETERNIDAD Por qué estamos viviendo en el mundo de J. G. Ballard

  




La semana pasada, en plena edición de El Cohete A La Luna, Horacio Verbitsky —que me conoce bien y, sabrá Dios cómo, se hace tiempo para todo— me envió un artículo del New Statesman titulado: Por qué estamos viviendo en el mundo de J. G. Ballard. La idea había sobrevolado mi cabeza cuando supe del primer crucero arrasado por el coronavirus. Entonces pensé: «Eso debe ser como Rascacielos, pero en un barco». Rascacielos (High-Rise) es una de las novelas más conocidas de Ballard. Cuenta de un edificio en las afueras de Londres, provisto de todas las comodidades que demandamos al mundo contemporáneo: supermercado, banco, gimnasio, peluquería, escuela, restaurant y más. Viviendo allí, prácticamente no se necesita salir. Es una suerte de barrio privado de hoy, organizado como propiedad vertical. Pero muy pronto, inconvenientes de naturaleza menor —cortes de luz, problemas técnicos en el edificio— generan enfrentamientos entre vecinos, que empiezan a formar bandos y apelan a la violencia. El sistema perfecto colapsa y se abandona al caos. Los vecinos crean tribus y guerrean, por ejemplo, por el control del piso donde están las piscinas. Con el paso del tiempo, cada vez se torna más difícil distinguir qué es real y qué forma parte del delirio al que los vecinos se han entregado. La primera línea es una maravilla: «Más tarde, mientras estaba sentado en el balcón, comiéndose el perro, el doctor Robert Laing recordó otra vez los hechos insólitos que habían ocurrido en este enorme edificio de apartamentos en los tres últimos meses».



James Graham Ballard.



J. G. Ballard (1930-2009) era uno de mis escritores favoritos durante la adolescencia. Tenía todos los libros que Minotauro había editado en nuestro idioma, desde El mundo sumergido (1962) hasta Rascacielos (1975)(La edición que conservo data de 1983.) Se lo consideraba un autor de ciencia ficción, pero de la clase que más me seducía: no de aquellos que se deslumbraban con el espacio exterior sino de los que exploraban el espacio interior — el insondable universo de la mente humana. Las novelas y relatos que datan de su primera década de creación empleaban los juguetes del género, pero persiguiendo un fin distinto. En The Wind From Nowhere (1961), el clima se altera del tal forma que los vientos tornan imposible vivir en la superficie y la especie humana se reacomoda bajo tierra. En El mundo sumergido, el deshielo convierte a Londres en una suerte de involuntaria Venecia de clima subtropical. En La sequía (1964/5), la basura industrial ha interrumpido el ciclo de evaporación y precipitaciones y el planeta ha devenido un gigantesco Sahara. En El mundo de cristal (1966), un extraño fenómeno solidifica la vegetación y los animales de bosques y pantanos de Gabón, la Florida y la Unión Soviética.



Una edición de «El mundo sumergido», prologada por Martin Amis.



Así descriptas, las novelas parecen anticipar el desastre climático cuyo umbral pisamos hoy. Pero la preocupación de Ballard no es (exclusivamente) ecológica. Lo que más le interesa no es la explicación de los fenómenos que describe, el argumento científico, sino la observación desapasionada de la conducta humana: le gusta ver lo que hacemos como especie tan pronto el mundo conocido cambia sus reglas del juego.
A fines de los ’60, esta aproximación experimental se tornó más marcada. La exhibición de atrocidades (1970) juega con la idea de que los medios masivos dinamitan nuestra psique al borrar la barrera entre el mundo real que nos es inmediato y el mundo público, colectivo pero en esencia ficcional que bebemos de las pantallas. ¿O no existe gente para la cual Fantino —ese Max Headroom argento— es más real que su propia madre, o que considera a «Mirtha Legrand» —la Reina de Corazones de nuestra televisión— como un familiar más entrañable que los de su propia sangre? Hoy sostenemos relaciones con cuentas de las redes a cuyos responsables no conocemos personalmente. (¡A menudo no sabemos ni siquiera cuáles son sus nombres reales!)



¿Fantino o Max Headroom?



Con secciones tituladas Planes para el asesinato de Jacqueline Kennedy y Por qué me quiero coger a Ronald Reagan, Ballard puso en claro su intención de sacudir la mente de sus lectores, del mismo modo en que los cataclismos del mundo externo comprometían el coco de sus personajes. Ya lo había preanunciado en 1966, a través de un ensayo titulado Notas de ninguna parte, que aquí publicó la revista El Péndulo en 1981: «La ficción es una rama de la neurología», ponía allí. Y en efecto, como si fuese uno de esos cirujanos que pueblan sus relatos, se puso a joder con nuestros cerebros a través de la ficción —  que incluye, como ya dije, no sólo la producción artística tradicional, sino también las ficciones creadas por los medios que incorporamos como parte del mundo real y que a menudo constituyen la mayor parte de nuestra percepción. (Piénsenlo. Si tomamos el todo de lo que creemos verdadero y separamos aquello que sabemos real porque nos consta por experiencia directa de aquello que creemos real porque nos lo contaron de un modo u otro —redes, medios—, ¿cómo creen que resultarían esos porcentajes?)
Con Crash (1973) fue todavía más lejos. Allí inventa un culto liderado por el doctor Robert Vaughan —casi todos los protagonistas de Ballard son «doctores» de alguna clase, el summum de nuestra especie en materia académica—, que, habiendo sobrevivido a un accidente automovilístico, propugna una nueva sexualidad en la cual darse una piña equivale al orgasmo máximo.



Uno de los posters de «Crash», de David Cronenberg.



Hubo quien protestó ante este uso de la imaginación. Se cuenta que un lector de textos inéditos le aconsejó al editor que lo/la empleaba: «Este autor está más allá de toda ayuda psiquiátrica. ¡NO PUBLICAR!» La crítica que difundió el New York Times en septiembre del ’73 arrancaba diciendo que se trataba del «libro más repulsivo» que el crítico había leído y culminaba con la promesa formal de que nunca más leería nada nuevo de Ballard. Por algo el texto atrajo a ese otro enfermito tan interesante que es David Cronenberg, que venía de filmar otra novela infilmable —El almuerzo desnudo, de uno de los escritores más admirados por Ballard, William Burroughs— y se abocó a Crash en 1996. La película recibió un premio especial en Cannes. Francis Coppola, que presidía el jurado, dijo que el film merecía la distinción por «su originalidad y audacia», pero también aclaró que había sido una decisión controvertida: algunos miembros del jurado se habían «abstenido de forma muy apasionada».



David Cronenberg al volante de una máquina sexual: «¿Raro, yo?»



Ballard no ocultaba su admiración por el surrealismo en general, y por Dalí en particular, con su capacidad de reproducir con fidelidad fotográfica cuerpos y objetos en las combinaciones más inesperadas. (En Notas de ninguna parte, Ballard anotó un imperativo como punto 6: «Defender a Dalí».) De algún modo trataba de hacer en el terreno literario lo mismo que el catalán de Figueres intentaba desde lo visual: producir cópulas entre elementos inesperados, para que de ese entrevero surgiese una idea que de otro modo no habría aparecido nunca. Lo cual nos trae de regreso a nuestra realidad.
Una de las imágenes recurrentes en Ballard es la de la piscina que quedó vacía. No hace falta elaborar mucho para pescar la intención detrás del símbolo: la invención humana, aquello creado para contener el elemento natural y ponerlo al servicio del placer de la especie, que finalmente no logra contenerlo y queda reducida a una mueca inútil. (En su libro de memorias Miracles of Life recuerda la primera pileta vacía que vio: en una casa que su familia ocupó brevemente en Shanghai, durante la Guerra Sino Japonesa, y menciona que le quedó grabada porque, entre otras razones, apuntaba en la dirección de «la marea en baja del poder británico» que sus mayores se negaban a advertir.)



«Defender a Dalí».



¿Qué escenario más ballardiano puede existir que el del artefacto concebido para albergar multitudes (la ciudad y sus espacios públicos, plazas y canchas, autopistas y teatros) que sin embargo aparece desnudo de gente, la mueca de una boca sin dientes — otra piscina vacía?



La unidad de terapia intensiva

El artículo del New Statesman, firmado por Mark O’Connell, me llevó a chusmear dos cuentos que no recordaba haber leído. (Mi ejemplar de The Complete Short Stories tiene 1.200 páginas. Nunca había logrado leerlo entero, pero en fin: antes no había cuarentena…) Esos relatos adquieren relevancia escalofriante en estos días. The Intensive Care Unit (1977) habla de una «sociedad» en la que el contacto humano no existe. Su protagonista y narrador, médico él, ha desarrollado su vida entera —su educación, su práctica profesional, la relación con la que hoy es su esposa y madre de sus hijos— interactuando a través de pantallas. (Los hijos han sido concebidos por medios artificiales, se imaginarán.) El cuento anticipa la tendencia hoy común de alterar nuestra apariencia en las redes a través de aplicaciones que rediseñan los rasgos o les superponen máscaras digitales. Por eso mismo, cuando el narrador y su esposa deciden burlar el sistema y encontrarse cara a cara por primera vez, las cosas no salen como imaginaban. Desprovista de la máscara digital, el narrador encuentra que su esposa se ve «pastosa y poco saludable»; sus proporciones no son aquellas a las que estaba habituado; y su cuerpo despide un olor «leve pero no del todo agradable».
Aun así, deciden insistir y sumar a sus hijos al próximo encuentro. El relato evita describir cómo comenzó esa reunión, pero se detiene en sus consecuencias. Madre e hija se han trenzado a golpes. El hijo ha atacado al padre con un par de tijeras. Han destrozado todo en derredor y aun así se preparan para escalar la violencia. Sin embargo, el narrador llama a esto «pequeños problemas de ajuste mutuo» y describe lo que están haciendo como «establecer la posibilidad de una nueva forma de vida familiar». El cuento se cierra así: «Sonriéndoles afectuosamente, con rabia espesando la sangre en mi garganta, no siento otra cosa que no sea amor sin límites».



Ballard charlando con un viejito que era ciego pero no tonto.



Having A Wonderful Time (1978) tiene un —para uno— inevitable tufillo cortazariano. Está narrado a través de las postales que una mujer inglesa envía desde el lugar donde transcurren sus vacaciones: Las Palmas, en las islas Canarias. Todo transcurre de manera idílica, hasta que llega la hora de regresar. El vuelo hacia Gatwick se suspende, la fecha del próximo es incierta, la vacación se prolonga de manera forzosa. «Hemos esperado cada mañana en el lobby con nuestras maletas listas, pero el bus que va al aeropuerto no llega nunca», escribe Diana. Las semanas transcurren y circula la versión de que «los gobiernos de Europa Occidental, en colusión con las autoridades españolas, están empleando las Canarias como una suerte de campo de vacaciones permanentes para los desempleados, no sólo los trabajadores de las fábricas sino también los empleados jerárquicos». Su marido trata de escapar, el mar devuelve su cuerpo muerto al poco tiempo pero Diana sigue adelante, perfectamente adaptada a la vida del resort («Los hoteles están llenos, ahora») y escribiendo postales.
La obra de Ballard cuenta y recrea esta misma intuición de mil maneras distintas: la tecnología habría producido un cambio tectónico en la conciencia humana, que no advertimos del todo porque formamos parte de esa ola que está a punto de romper; nuestra forma de adaptarnos a ese cambio —nuestra forma de «evolucionar»— sería a través de ocasionales explosiones de actividad sexual (si es perversa, mejor) y del gozoso abandono a nuestro costado más violento.



Una edición de «La sequía».



Lo interesante es que todo esto no significa que la mirada de Ballard sea pesimista. Uno de sus admiradores más célebres, el escritor Martin Amis, sostiene que Ballard «le da la bienvenida a estas distopías desesperadas con cada átomo de su ser». En efecto, los procesos entrópicos que describe tienen menos de drama que de alborozada bienvenida a un mundo nuevo. (Y por eso no puedo dejar de vincularlo con esa idea del Indio que he contado más de una vez: esa que planteó en su propia distopía, El delito americano, según la cual a nadie le va a ir mejor en el mundo que adviene que al psicópata modelo full, con cuatro puertas, aire y llantas cromadas.)
Mucha gente tiene a Ballard de oídas por culpa de El imperio del sol, la novela que Spielberg llevó al cine en 1987, con un Christian Bale aún niño como protagonista. Allí recrea situaciones que atravesó cuando su familia vivía en Shanghai —su padre tenía un cargo directivo en la China Printing and Finishing Company— y, al estallar la segunda guerra con Japón, se los desplazó de su casa para evitar los bombardeos y más tarde los metieron en un campo de concentración. Amis celebra la novela pero al mismo tiempo se confiesa traicionado, porque el relato descubre «de dónde viene la imaginación de Ballard… El chamán reveló allí la fuente de toda su fiebre y su magia». Ahí se entiende todo, es verdad. El pibe, que estaba siendo criado como un perfecto ciudadano del Imperio Británico pero todavía no había cristalizado del todo, pescó el absurdo de la situación: estaban despachando a la colonia extranjera a un campo de concentración, y los tipos empacaban la ropa y esas cosas pero ante todo sus raquetas, sus bates de cricket, sus cañas y sus palos de golf. «La recreación —dice en la novela— figuraba muy alta en la lista de prioridades de los prisioneros».



El pequeño Christian Bale en «El imperio del sol».



Hasta hoy, El imperio del sol figuraba como la más tradicional de sus obras. Pero este mundo nuestro cambió los parámetros. En el texto del New Statesman, O’Connell dice haber visto a clientes con barbijos por los pasillos de Marks & Spencer, alejándose de otros clientes mientras compraban vino orgánico. Nuestra comunicación con el resto de la humanidad depende de pantallas, como en The Intensive Care Unit. Pocos días atrás el New York Times contó la aventura de Olivia y Raúl De Freitas, a quienes la pandemia pescó en un resort cinco estrellas en las Maldivas y ahora están viviendo una luna de miel perpetua. Lo cual puede sonar idílico, pero no lo es: a pesar de que les están haciendo un buen descuento, la habitación más barata del hotel cuesta 750 dólares por noche. (De la luna de miel soñada en las Maldivas a la bancarrota en su Sudáfrica natal, sin escalas. El pobre de Raúl es carnicero…) En estos días circuló el video de un perrito siendo paseado por drone a través de calles vacías.
En cuestión de semanas, Ballard dejó de ser un escritor experimental y de vanguardia para convertirse en el más realista de nuestros contemporáneos.







Mitos del futuro cercano

Si nunca me reconocí como fan absoluto de Ballard, fue porque su literatura carece de dos elementos que valoro mucho: argumento y protagonistas fuertes. Ya sé, hoy la onda es decir que las narraciones con mucho argumento y personajes seductores son parte de lo viejo. El argumento que usan para sustentar esta crítica suele ser banal: que todo lo que se puede hacer en esa materia ya ha sido puesto a prueba por siglos de literatura (¡gente de poca fe… y aun menor imaginación!), que en este mundo la noción del Yo está comprometida, que la estructura en tres actos no refleja esta realidad donde nada cambia sustancialmente… A mi entender, esta posición revela una conveniente mezcla de paja mental —porque para crear una historia con argumento y protagonistas fuertes, hay que trabajar mucho— y conservadurismo político. Por eso prefieren ponerse a delirar desde su Yo a partir de la primera línea de lo que escriben, hasta que al final se aburren de sí mismos y el libro termina.



El poster de «Rascacielos», la adaptación al cine de Ben Wheatley.



Aun a riesgo de ser considerado anticuado, yo prefiero construir argumentos fuertes porque me parece que ningún otro tipo de relato refleja mejor la realidad de un mundo donde todo el puto tiempo pasan miles de cosas; y me gustan los personajes de vida interior espesa, bien movida, porque, a diferencia del grupo de escritores a los que llamo Les Existenciels Fatigués, yo sigo creyendo que cambiar algo —externo, interno o ambas asimetrías a la vez— es posible. Si las cosas no cambiasen una y mil veces durante el curso de una sola vida, ¿cómo mierda habría llegado yo a este punto?
Lo que sigo apreciando de Ballard es su predisposición a entregarse al cambio. Tal vez por provenir de una cultura demasiado satisfecha de sí misma y de todos los consumos concebibles, sus personajes no suenen ser agentes de esa transformación sino más bien receptores pasivos. Antes que hombres de frontera, gente que construye un mundo nuevo allí donde comienza lo desconocido, sus protagonistas son más bien consumidores del cambio: se contentan con comprarlo hecho. A pesar de que los pinta como personas de gran preparación académica y de intervención práctica en el mundo (él mismo estudió medicina y aspiraba a convertirse en psiquiatra), su característica más distintiva en la capacidad de adaptarse a lo nuevo. Ninguno de ellos pierde tiempo lamentando el orden perdido. Al igual que su autor, pasan por encima de la experiencia trágica y eluden la nostalgia. Su actitud tiende a ser la de quien piensa: Wow. Qué delirio todo esto. ¿A ver qué gracia le encuentro, qué jugo le puedo sacar?
Por eso O’Connell, el autor del artículo del New Statesman (que en estos días acaba de sacar un libro llamado Notes From An Apocalypse —otro eco ballardiano—, donde habla de la gente real que construye bunkers y diseña colonias espaciales soñando con preservarse del Armagedón), lamenta en un pasaje que Ballard ya no esté entre nosotros para ver este mundo de hoy. «Quizás no sería adecuado decir que lo habría amado —porque quién puede amarlo, en estas circunstancias drásticamente reducidas—, pero estoy convencido de que lo habría reconocido», dice. «Se hubiese sentido como en casa en medio de esta extraña existencia nueva».



Tom Hiddleston en «High-Rise».



En ese punto no me cuesta nada identificarme, y por eso disfruto de sus relatos. Yo gozo imaginándome en situaciones extraordinarias, aun cuando puedan parecer peligrosas: ¿cuál sería la gracia de escribir ficción, si no? Es la misma razón por la cual amo bucear. Si alguno de ustedes lo intentó alguna vez, coincidirá conmigo: es la forma más extrema y a la vez próxima que tenemos de experimentar lo que es visitar un universo radicalmente distinto. Uno se sumerge y tiene la sensación de estar flotando mientras múltiples forman de vida vuelan alrededor. (La primera vez que lo hice fue con Miguel Rep, en Puerto Madryn, a comienzos de los ’90. Tan pronto descendí me esperaba un elefantito marino, que «volaba» a mi altura, torció el cuello y me miró amablemente a los ojos, como diciendo: «¿Y vo, guién so?» Nunca vi nada más parecido a un ángel en mi vida.) Allí abajo es todo silencio, lo único que oímos es nuestra propia respiración. Lo cual significa otra inversión de campana respecto de lo que vivimos cotidianamente: acá arriba no oímos nunca nuestra respiración, de hecho olvidamos que estamos respirando; abajo la ponemos en el plano que corresponde, volvemos a entender que respirar es el Primer Mandamiento de nuestras vidas.



El artículo sobre la pareja condenada a una luna de miel eterna.



Así como me ocurre cada vez que buceo, yo miro en derredor durante estos días, veo el modo en que el paisaje convencional se ha enrarecido, se ha extrañado, y con una cautelosa mezcla de curiosidad y de alegría —con cada átomo de mi ser, diría Amis—, pienso también: Wow. Qué delirio todo esto. Pero como soy un cabeza, y además latinoamericano (es decir, de esa parte del planeta que, a juzgar por el modo en que los poderosos del mundo arman los globos terráqueos, vivimos cabeza abajo), no me da por entregarme al mundo nuevo a través del sexo y la violencia psicopáticos.
Es que a Ballard no le copaba mucho la gente. En El imperio del sol recreó su infancia, pero eligió desaparecer del relato a sus padres. (En la vida real, nunca se quedó solo.) Amis subraya además que a Ballard «nada lo estimulaba menos que la interacción humana, a menos que tomase la forma de turba atávica o histeria masiva. Lo que lo excitaba era el aislamiento humano». Nosotros, insisto, somos distintos. Que estemos compelidos al aislamiento no significa que vayamos a elegirlo como forma de vida; y que debamos distanciarnos del resto de la gente no implica que guardemos distancia también de la gente amada con la cual —si tuvimos suerte— pasamos la cuarentena.
Hace pocos minutos mi hijo de 11 despertó e hizo lo de todos los días cuando se levanta y me encuentra en casa: vino hasta el escritorio donde estoy escribiendo, se asomó por detrás del sillón y me dio los buenos días con un abrazo. Por un lado hizo lo mismo de siempre, sí; por el otro, siendo estos días como son, registré el instante en mi alma como el momento en que recibí un tesoro.
En la intimidad de las casas o apartamentos, practicamos más y mejor que nunca la ceremonia del afecto: con nuestros seres amados (entre ellos, nuestras mascotas), con nuestras plantas, con nuestros libros viejos, con las pantallas y teléfonos que nos acercan a la gente querida. No estamos ni cerca de convertirnos en turba atávica ni de entregarnos a la histeria masiva. Muy por el contrario: hacemos consciente cada gesto amable y cada acto de amor como parte de un rito esencial, tan delicado como el de la ceremonia del té, desde la convicción de que todo ritual es la escenificación de una verdad sagrada, algo mucho más grande que nosotros.
Estamos ensayando para el mundo nuevo. Porque nos sabemos personajes espesos, dignos de protagonizar el cuento de nuestras vidas, y apostamos al argumento de lograr que el mundo nuevo sea un mundo mejor.

CACEROLAS VACÍAS DE IDEAS ¿No sería mejor pedir que lxs docentes ganen igual que lxs diputadxs?

  




Todo parecía indicar que la famosa grieta política argentina se había tomado un descanso para apoyar –prácticamente con unanimidad– las medidas de prevención y cuarentena implementadas desde el gobierno nacional. La ilusión duró poco. Nuevamente la división se dio (mejor dicho, simplemente volvió a ponerse en primer plano) a partir de los cacerolazos de las 21:30, iniciados el domingo pasado, pidiendo por una rebaja en los sueldos de los políticos. La iniciativa que fue propagada por redes sociales y cadenas de mensajes, nació aparentemente de funcionarios dentro de la oposición (Juntos por el Cambio) que se encuentran actualmente desligados de las responsabilidades gubernamentales cotidianas que implican estar a cargo de un distrito. Un reclamo similar había nacido en diciembre pasado, pidiendo que los políticos y funcionarios se sumen a las medidas de “solidaridad”. Es un tema que parece repetirse en la agenda pública de la discusión política. Del otro lado de la grieta, se contesta redirigiendo las culpas hacia los empresarios y a la oposición.
En la Argentina, el salario mínimo vital y móvil desde octubre de 2019 es de $16.875. El salario mínimo docente es de $23.000. Un o una maestrx jornada simple cobra en CABA $32.800. Un o una diputadx nacional, en bruto, cobra $218.935 mensuales (en neto, descontando ganancias, 169.000 pesos). En el caso de lxs senadores, $240.000 (neto y con ganancias, $163.316). ¿Cómo puede ser que lxs maestrxs ganen un poco más de 30.000 pesos, pero que un senador cobre ocho veces más? El razonamiento, de esta manera, se presenta infalible para un gran sector de la población. ¿Quién puede defender semejante situación de desigualdad? Aplicando este sentido común, se descubre una profunda injusticia de la sociedad argentina. ¿La culpa? La casta política. Sin embargo, profundizar sobre esta discusión es una necesidad para entender al inconsciente colectivo nacional.



Últimos puestos en la Copa América

El flamante gobierno neoliberal de Lacalle Pou en Uruguay aparece como el ejemplo a seguir: el nuevo «Fondo Coronavirus» fue financiado mediante recortes salariales a funcionarios públicos y políticos. Ante el pedido ¿popular?, Sergio Massa, presidente de la Cámara de Diputados, estaría tomando cartas en el asunto: decretaría una rebaja del 40% en los sueldos de lxs diputadxs, además de suspender asesores y rematar autos con los que cuenta la Cámara Baja. El resultado sería crear un fondo de 200 millones de pesos (3 millones de dólares, aproximadamente) para destinar a la Cruz Roja. Una iniciativa similar tuvieron los senadores del Frente de Todxs, decidiendo donar su sueldo por la crisis.
Cuando los sueldos de los políticos argentinos se comparan con sus semejantes de la región, el resultado puede sorprender. Un informe del diario colombiano La República, de diciembre del 2019, muestra que el sueldo de los parlamentarios argentinos es de los más bajos, solamente empeorado por los salarios de Bolivia y El Salvador. Mientras que en Chile –el caso ejemplar que genera envidias en cierta derecha argentina– un diputado cobra U$S 11.053 por mes, en Argentina gana U$ 3.132. Desde ya que si las comparaciones se pasan al ámbito privado, la brecha se ampliaría.




Si se profundiza el razonamiento común que lleva a poner el grito en cielo pidiendo un recorte a los políticos, el resultado sería exigir que estos trabajen gratuitamente. Pura vocación. No falta quienes lo reclaman. Es interesante: no es un problema que nació hace pocos años, sino que tiene siglos de historia.



La culpa la tiene Pericles

En la Grecia clásica, las compensaciones monetarias por las tareas políticas solía ser un reclamo de los sectores ciudadanos de menores recursos. El pago de salarios –denominado misthos– introducido por Pericles en Atenas en el siglo V a.C. para quienes ocuparan diversos cargos públicos y/o asistieran a la asamblea, posibilitó la forma más radical de democracia en dicha polis. Por el contrario, en la República romana, a pesar de que los reclamos lograron que los plebeyos pudieran legalmente ser elegidos para los cargos políticos más importantes (como cónsul o senador), en la práctica estas medidas tuvieron poco peso. Como no eran cargos pagos, solamente las clases privilegiadas (patricios y plebeyos enriquecidos) podían dedicarse a estas tareas. La falta de compensación monetaria de la política se traducía, por lo tanto, en un sistema oligárquico donde las clases terratenientes monopolizaban las decisiones públicas.
Resulta notorio que, en la actualidad, este reclamo no se restringe a sectores reaccionarios, ya que ciertos partidos de izquierda suelen proponer medidas similares (por ejemplo, que un o una diputadx gane igual que un o una maestrx). En paralelo, se denuncia que los salarios docentes no alcanzan para vivir. Caen así en el mismo problema de la República romana –si me permiten el anacronismo–: la política quedaría en manos solamente de los más ricos. ¿No sería entonces cuestión de pedir, mejor, que un o una docente gane igual que un o una diputadx? En este caso, el orden de los factores altera el producto.





Otro argumento subyacente sobre la crítica a los gastos públicos: las personas hacen política para enriquecerse. Por lo tanto, la mejor opción sería votar como Presidente a uno de las personas más multimillonarias del país. ¿Por qué robaría si ya cuenta con todo el dinero que desea? Todxs lxs argentinxs vivimos ese ejemplo y sabemos cómo terminó…


Es la economía (política), estúpido

Volvamos a la Argentina de 2020. Tomemos como válida la oferta de Sergio Massa: el ajuste a diputadxs conseguiría 200 millones de pesos (3 millones de dólares). ¿Alcanza este dinero para paliar la crisis? Para tomar dimensión, comparemos con el presupuesto público del año en cuestión: $ 6.247.756.404.531. Más de 6 billones de pesos. La cifra ofrecida por Diputados equivale, por lo tanto, 0,0003% del presupuesto público.
Pasemos a otra comparación, en este caso, con su equivalente en dólares. Solamente entre las PASO y las elecciones de octubre de 2019, las reservas del Banco Central cayeron 23.000 millones de dólares y 13.000 millones de dólares los depósitos. En dicho año, era común que el BCRA vendiera más de 100 millones de dólares diarios para mantener estable el precio del dólar. Números que sirven para tomar dimensión de por qué 3 millones de dólares, en una escala macroeconómica, no resuelve ningún problema estructural. Todo fondo es bienvenido, pero no se puede creer que la solución pase por ahí. ¿Será posible tanta ignorancia? Posiblemente la explicación radique, nuevamente, en la historia. En este caso, en la historia de la ciencia económica.
Las ideas de la economía política clásica como la ley del valor-trabajo habían llevado a las peligrosas conclusiones de Karl Marx sobre la naturaleza intrínsecamente explotadora del modo de producción capitalista. Por eso, e intentando superar los trabajos de David Ricardo, distintos autores como Jevons, Menger, Walras y Marshall llevaron adelante, entre 1870 y 1890, lo que se conoció como “revolución marginalista”. El resultado fue la fundación de la escuela neoclásica de economía, la ortodoxia, el mainstream. Dentro de esta nueva concepción, se cambió hasta el nombre de la ciencia en cuestión. Si la ciencia económica hasta finales del siglo XIX se denominaba “economía política”, con los marginalistas paso a llamarse “economía” a secas. Nada de política, por favor. Junto a esto, los análisis económicos empezaron a utilizar complejos modelos matemáticos y estadísticos, solamente comprensibles para especialistas. Se buscó erigir la economía como una ciencia dura, desligada de contenidos sociales e históricos. Con el correr de las décadas, podemos atribuirle cierto éxito a esta revolución marginalista: logró que la economía sea considera por la mayoría de la población como una ciencia que pocos “gurúes” manejan, esos economistas que salen en la televisión y pueden predecir el futuro del país. Solamente ese desconocimiento profundo de la economía política (sí, política: nunca dejó de serla) alentado por los neoclásicos explica cómo hoy una parte importante de la población pueda creer que 200 millones de pesos vayan a solucionar una crisis. Desconocimiento que ha parido frases peores, como la certeza de que se robaron “un PBI”. A perderle el miedo a la economía política, entonces, que es una ciencia común y corriente.


Diferencias entre la moral, la política y la mezquindad

Lo expuesto anteriormente no niega la posibilidad de que los políticos aporten de sus ingresos para conformar un fondo que permita ayudar en el abordaje de la presente crisis. De lo que se trata es de entender que se trataría de un “gesto político” (valga la redundancia), de una posición moral. Pero no solucionaría ningún problema real, de esos que hoy en día abundan en la Argentina y el mundo. Por el contrario, solamente sirve para desprestigiar y atacar a la política, que es la única que hoy en día tiene la capacidad de arreglar este lío. Por eso resulta irritante que, ante la situación crítica que estamos viviendo actualmente, un reducido grupo político tenga la mezquindad de operar estos temas que solamente aportan discusiones y debates. Si están preocupados por aumentar el presupuesto del Estado, se me ocurren algunos sectores que pueden aportar sus ingresos extraordinarios: la renta diferencial de la tierra que obtienen de lxs terratenientes, las ganancias que las multinacionales giran al exterior y la renta financiera.



FINAL ABIERTO La pandemia acelera conflictos pero puede permitir una transformación profunda

 


 

Un profundo sentimiento de desazón y miedo impregna al mundo. Los días se suceden mientras la cuarentena congela a los ciudadanos de a pie en un espacio sin tiempo. Los muertos e infectados se acumulan a un ritmo exponencial mientras el virus se agazapa en los rincones mas ignotos para atacar en el momento menos esperado. Distintos países ocupan fugazmente el epicentro de la pandemia pero ninguno ha podido terminar con ella y las incógnitas se multiplican a diario. Una niebla cada vez más espesa recubre el derrotero de este episodio sin tiempo ni final cantado. Proliferan las voces que repiten al unísono un mantra salvador: cuando esto termine, el mundo será diferente. Esta es una expresión de deseos impregnada por el tufo de la derrota de un orden social que no garantiza la vida de sus habitantes.
Nadie puede predecir lo que vendrá después de la Covid-19. Sin embargo, una realidad se impone a diario: la cuarentena y la subsiguiente paralización económica mundial destripan la fragilidad y vulnerabilidad de un orden establecido que no respeta el contrato social intrínseco a toda sociedad. Este sistema ha maximizado ganancias de corto plazo a costa de revolcar impunemente a millones de personas en la miseria contaminando de paso el clima y el hábitat y amenazando la supervivencia del propio planeta. Esta acumulación inmensa de poder parece derrumbarse, sin embargo, ante el galope desmadrado de un virus que expone la falta de recursos materiales imprescindibles para proteger la salud y la vida humana. Esta contradicción descarna la crisis de este orden social global y abre las puertas a un cambio cuya textura, ritmo y destino final se desconocen.
Desde los orígenes del tiempo la humanidad ha luchado contra las fuerzas de la naturaleza para sobrevivir. Esta pelea desigual no ocurrió en soledad. La necesidad de reproducirse y de subsistir en un medio hostil llevó a los seres humanos a agruparse constituyendo los primeros núcleos de vida social basados en formas incipientes de división del trabajo y de autoridad. Esta organización social primitiva fue mutando en complejos sistemas sociales organizados en torno a un determinado modo de producción y a especificas formas de dominación que, mas allá de sus diferencias, han dependido de la vigencia de un contrato social. Sus formas, su grado de explicitación y el modo en que ha impregnado a la sociedad han variado en las distintas culturas y a lo largo del tiempo. Sin embargo, su esencia ha permanecido inalterable. Cuando la vida de los ciudadanos no puede ser garantizada por el orden social establecido, sobreviene la crisis. El resultado es siempre abierto.


Desintegración y cambio

Se olfatea el cambio y al mismo tiempo se vive la desintegración social. El pasado muere, pero el futuro aún no ha sido parido. En estos tiempos de pánico y confusión algunas voces del pasado se apresuran a marcar el territorio del futuro, tanto en los países mas desarrollados como en la periferia. Las reacciones tienden a ser idénticas, aunque capas de verborragia y confusión las diferencien. Por otra parte, mientras las élites formadoras de opinión se apresuran a imponer categorías que tienden a ocultar el sentido último de lo que acontece, los sectores económicos más poderosos detonan acciones, muchas veces silenciosas y oscuras, que buscan controlar los cambios para acrecentar su poder. Mientras tanto, los que son más y tienen menos se desesperan para enfrentar una situación que los hunde todavía mas en la miseria y los atornilla en la primera trinchera que será arrasada por el virus.



Planificación de la vida social

Por estos días el ex secretario de Estado Henry Kissinger salió del ocaso de su vida para expresar su preocupación ante la magnitud de los desafíos mundiales del presente, al que definió como un verdadero cambio de época. Apelando a la dirigencia, instó a recordar que “las naciones se cohesionan y florecen cuando creen en la capacidad de sus instituciones para prevenir las calamidades, detener su impacto y restablecer el equilibrio”. Los estragos causados por la pandemia y la incapacidad para contenerla han socavado la confianza de la población en las instituciones. Esto configura, según Kissinger, una situación extremadamente peligrosa. De ahí la necesidad imperiosa de planificar el futuro al mismo tiempo que se combate la pandemia. Si esto no ocurre el mundo que viene será un mundo en llamas (zerohedge.com 4 4 2020).
El Financial Times (FT), uno de los principales voceros de las finanzas internacionales y del pensamiento neoliberal, ha reconocido que la pandemia ha expuesto la enorme fragilidad y vulnerabilidad de una organización social, que es el resultado de cuatro décadas de políticas publicas que será necesario revertir. En el futuro “los gobiernos tendrán que aceptar un rol más activo en la economía. Deberán percibir a los servicios públicos como una inversión en lugar de un pasivo, deberán buscar formas de hacer menos inseguro al mercado de trabajo. La redistribución volverá a estar en la agenda… y el salario universal básico y los impuestos a la riqueza” deberán ser incorporados a la misma pues para “demandar el sacrificio colectivo hay que ofrecer un contrato social que beneficie a todos” (ft.com 3 4 2020). Así, para el FT el camino hacia un futuro distinto pasa por un aggiornamento del keynesianismo para legitimar al orden social.
Esta apelación no se da, sin embargo, en el vacío. Constituye la música de fondo en un escenario signado por una batalla entre diversos actores sociales con intereses divergentes que pujan por obtener ventajas económicas y políticas de todo tipo. En esta pelea, que viene de lejos, el Estado ha intervenido constantemente en la economía a través de diversas políticas especificas. Ahora, en plena crisis, algunas de las instituciones cumplen un rol crucial. Entre ellas se destaca, como vimos en la ultima nota, la intervención rápida y profunda de la Reserva Federal en el mercado financiero apropiando y distribuyendo recursos para salvar a algunos en detrimento de otros. Este revoltijo oculta otro hecho de singular importancia: algunos grandes intereses económicos han quedado resguardados de la crisis y parecen prosperar con la pandemia. En particular, las grandes corporaciones que dominan la alta tecnología y la producción de medicamentos y vacunas aprovechan la pandemia para afianzar su poder económico y político al amparo de un Estado en las sombras cada vez mas poderoso que hace del espionaje el centro de su accionar.
La necesidad de contener a la pandemia vuelve aceptable socialmente un uso cada vez más abierto, profundo, y diversificado del seguimiento y la observación de la vida intima de los ciudadanos de a pie. Así, mientras la pandemia y la cuarentena resultante han paralizado a la producción imponiendo un resquebrajamiento de las cadenas de valor global, también ha abierto una ancha avenida por la que transitan otros grandes intereses económicos que configuran un capitalismo de espionaje. Este encuentra ahora una vía para legitimar su poder en la sociedad. Nada, sin embargo, es definitivo. Todo dependerá de la fuerza relativa de los distintos sectores en pugna, y de su capacidad para imponer sus intereses sobre el conjunto de la sociedad.


Endeudamiento y falta de liquidez en dólares

Desde principios de marzo, la paralización de la producción global ha tenido un severo impacto sobre el mercado financiero internacional, provocando una vertiginosa caída del valor de las acciones y bonos, que por su magnitud y rapidez ha superado todo lo conocido hasta ahora. Esto motivó una inmediata intervención de la Reserva Federal, que con diversas acciones generó los mecanismos necesarios para otorgar liquidez al mercado financiero y evitar una catástrofe inmediata. Esta, sin embargo, sigue a la vuelta de la esquina y es consecuencia del crecimiento desmadrado de un endeudamiento global en dólares que no puede ser contrarrestado por el crecimiento de la producción.
La deuda global en dólares ha crecido un 40% en relación a lo que era antes de la crisis financiera de 2008. Hoy asciende a los 255 billones de dólares (trillions) y representa un 322% del PBI mundial. Esto indica un crecimiento constante e irreversible de la brecha entre el aumento de la deuda y el crecimiento económico. Según el FMI, una crisis de menor envergadura a la del 2008 podría detonar el default de un 40% de la deuda global de las corporaciones no financieras, hoy uno de los focos mas vulnerables del sistema financiero internacional (cnn.com 14 3 2020).
La deuda publica de los Estados Unidos, centro del capitalismo global monopólico, asciende a los 25.3 billones de dólares (trillions). Esto se suma a los 14 billones de deuda por consum y a los billones de dólares de deuda corporativa. Todas estas magnitudes contrastan con la cantidad de dólares “físicos” circulantes que, según la Reserva Federal, hoy ascienden a 1,75 billones de dólares (trillions) (federalreserve.gov 12 2 2020). No existen pues en el sistema financiero dólares en efectivo en cantidad suficiente como para enfrentar una corrida que pueda desatarse en cualquier punto del sistema financiero internacional.
La actual falta de liquidez de dólares salió a la intemperie en septiembre del 2019 con la crisis en el mercado de pases interbancarios (repo) norteamericano. Esto motivó la intervención inmediata de la Reserva Federal, inyectando diariamente liquidez al sistema financiero. Sin embargo, lejos de ser resuelto, el problema estalló a plena luz del día en la crisis de marzo y motivó masivas intervenciones financieras de la Reserva Federal a través de distintos mecanismos, algunos creados especialmente para absorber activos financieros con problemas. Este jueves se anunció otro refuerzo de 2,3 billones de dólares (trillions) que incluirá la absorción de los bonos basura (junk bonds). Así, en la práctica la Reserva Federal ha nacionalizado al mercado de bonos en todas sus distintas acepciones. A pesar de esta activa intervención, el valor del dólar ha seguido en ascenso, poniendo en evidencia, conjuntamente con otros indicadores, la persistencia de la falta de liquidez en el mercado financiero internacional (zerohedge.com 8 4 2020).
Entre las medidas adoptadas en marzo, la Reserva Federal resucitó mecanismos usados en 2008 y creó otros nuevos con el objeto de asegurar una línea de swaps para proveer de dólares tanto a los principales bancos centrales del mundo como a otros que pudieran necesitarlos. El FMI, a su vez, ha recibido una demanda de dólares por parte de las economías emergentes de una magnitud sin precedentes en su historia. Actualmente estudia la posibilidad de ofrecer un paquete de ayuda especial, con garantías de la Reserva Federal, destinado a cubrir la escasez de dólares en el corto plazo (bloomberg.com 6 4 2020). Existen sin embargo dudas sobre el alcance de la medida ante una demanda cada vez mayor por parte de países que enfrentan a corto plazo vencimientos de deuda e intereses en una moneda cada vez mas difícil de conseguir y en circunstancias en que la paralización de la producción y el comercio global afectan a la demanda y a los precios de los bienes que ellos exportan.
La pandemia obliga a estas economías a utilizar parte de sus recursos para proteger la salud de su población y asegurar la alimentación de vastos sectores golpeados por la crisis. Esto aumenta la dificultad que tienen para el pago de los intereses de su deuda en dólares. Reflejando esta realidad cada vez más complicada, la apreciación del dólar ha incentivado una salida de capitales desde esta economía que es tres veces superior a la registrada durante el mismo periodo correspondiente a la crisis financiera de 2008 (reuters.com 9.4 2020). Todo indica entonces que el posible default de la deuda en dólares de las economías emergentes constituye a corto plazo un importante factor de riesgo para la estabilidad del sistema financiero internacional.
Esto coloca a países como el nuestro ante una encrucijada candente, e impone la necesidad de articular las medidas necesarias para desdolarizar lo más rápidamente sus economías y buscar una independencia creciente del dólar en sus transacciones comerciales y financieras.


Pandemia y desestabilización política

La cuarentena y la consiguiente paralización de la producción global ha asestado en los países más desarrollados un golpe brutal a los sectores más vulnerables de la sociedad y a las pequeñas y medianas empresas, principales proveedoras de empleo. Los gobiernos han articulado medidas de apoyo financiero que implican un enorme aumento del gasto fiscal. Estas medidas, sin embargo, solo cubren un corto lapso. Su objetivo es impedir la ruptura de la cadena de pagos pues esto tendría enorme impacto sobre las deudas contraídas, el desempleo y el hambre de los sectores mas vulnerables y podría dar lugar al estallido de la protesta social.
En la Argentina, la pandemia ha sido aprovechada por los sectores económicos más poderosos y por el círculo de dirigentes políticos próximos al ex Presidente Macri para desestabilizar al gobierno tratando de imponer un levantamiento de la cuarentena en circunstancias en que nos aproximamos al pico máximo de infecciones. El supuesto objetivo de este levantamiento es minimizar las pérdidas económicas. En esta arremetida, algunos grandes empresarios violan los DNU emitidos por el Presidente y concretan despidos masivos, incluso sin respetar las disposiciones del Ministerio de Trabajo. A su vez, los grandes bancos privados dilatan el desembolso de créditos blandos garantizados por el BCRA y destinados al pago de los salarios por parte de las pequeñas y medianas empresas. Esto aumenta la posibilidad de una inmediata ruptura de la cadena de pagos, con su inevitable impacto sobre la situación social y las posibilidades de conflicto.
Al mismo tiempo, dirigentes del entorno de Macri fogonean las criticas y el levantamiento de la cuarentena para impedir el supuesto “empoderamiento” del Presidente. (Alfredo Cornejo entre otros, lanacion.com 7 4 2020) Todos estos actores sociales han invisibilizado desde siempre a la pobreza, fenómeno que han contribuido a potenciar con sus acciones privadas y públicas. Ahora todos se oponen a un impuesto para recaudar fondos para enfrentar una crisis alimentaria y sanitaria que se agrava con la pandemia. Este contexto de odio social adquiere todo su significado a través de las invectivas de un concejal suplente del espacio UCR-PRO convocando a la pandemia para concretar “la limpieza étnica que todos merecemos” y es necesaria para terminar con los “peronchos, los negros” y “sus planes… capaz que el país así arranca” (cadena3.com 8 4 2020).
En estas circunstancias el gobierno ha cometido errores logísticos en los primeros días del pago de los haberes a jubilados y sectores mas vulnerables. Estos errores, inadmisibles, han puesto en riesgo la efectividad de la cuarentena y se suman al episodio de los sobreprecios pagados por el Ministerio de Desarrollo Social en la compra de alimentos. En todos los casos se han reconocido los errores cometidos y se ha sancionado a los culpables, retrotrayendo las ventas. Sin embargo, estos episodios erosionan la credibilidad del enorme esfuerzo que todos los días se hace desde todos los niveles de gobierno.
Por otra parte, el pago de sobreprecios pone al descubierto la vigencia de una mafia enquistada desde hace décadas en todos los niveles vinculados a las contrataciones de bienes y servicios del Estado. Esto es un verdadero Caballo de Troya que desestabiliza la posibilidad de concretar un proyecto de inclusión social votado masivamente. En este sentido, el traslado del control de precios a los intendentes debiera ser acompañada por una mayor participación de los movimientos sociales, ONGs y organizaciones barriales de los respectivos territorios para aumentar la efectividad de la medida y desarticular un posible clientelismo cuyas consecuencias son la antítesis del cambio que se busca.
La pandemia acelera el estallido de conflictos inevitables, pero por primera vez en mucho tiempo la índole de la crisis abre la oportunidad de una transformación social a condición de avanzar en la dirección correcta y con la participación ciudadana en el control de la gestión.

The New York Times Una de las principales farmacéuticas de EEUU, convertida en 'superpropagador' del coronavirus

Farah Stockman and Kim Barker
The New York Times
Gente delante de la sede central de Biogen en Cambridge, Massachusetts. (AP Photo/Steven Senne)
Gente delante de la sede central de Biogen en Cambridge, Massachusetts. (AP Photo/Steven Senne)
BOSTON — El primer lunes de marzo, Michel Vounatsos, director ejecutivo de la empresa farmacéutica Biogen (BIIB), parecía estar de muy buen humor. El nuevo medicamento de la compañía para combatir la enfermedad de Alzheimer mostraba avances después de varios años de decepciones. Las utilidades nunca habían sido tan altas.
Desde el escenario, durante una prestigiosa conferencia de la industria sanitaria en Boston, Vounatsos elogió el “excepcional recorrido” del medicamento. Cuando le preguntaron si el coronavirus que hacía estragos en China podría interrumpir las cadenas de suministro y cambiar por completo los grandes planes de la empresa, Vounatsos respondió que no.
“Hasta ahora, todo va muy bien”, dijo.
Sin embargo, al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras, el virus se iba propagando de manera silenciosa entre los altos directivos de Biogen, que no tenían ni la menor idea de que se habían infectado unos días antes, durante la reunión anual de directivos de la compañía.
Varios empleados de Biogen, que en su mayoría se sentían en perfectas condiciones de salud, abordaron aviones llenos de pasajeros y fueron a casa a reunirse con sus familias. Sin saberlo, habían esparcido el virus por lo menos en seis estados, el distrito de Columbia y tres países, por lo que fue imposible para los funcionarios locales de salud pública rastrear el contagio.
La reunión de Biogen fue uno de los primeros ejemplos en Estados Unidos de lo que los epidemiólogos han llamado “casos de superpropagación” del coronavirus COVID-19, aquellos en que una pequeña reunión de personas produce un número enorme de infecciones. A diferencia de los más ignominiosos casos de varios contagios originados en un asilo en las afueras de Seattle o una fiesta de cumpleaños (de 40 años) en Connecticut, los contagios de Biogen surgieron a partir de una reunión de distinguidos profesionales de la salud cuyo trabajo era evitar la enfermedad, no diseminarla.
“Son los cerebros más brillantes del sector de los servicios de salud y el desarrollo de medicamentos, y no vieron venir el mayor fenómeno que terminó por destrozar su mundo”, señaló John Carroll, editor de Endpoints News, organización dedicada a cubrir los acontecimientos en la industria biotecnológica.
El número oficial de contagiados asciende a 99, incluidos empleados y sus contactos, según el Departamento de Salud Pública de Massachusetts, pero solo abarca a los habitantes de ese estado. El verdadero número en todo Estados Unidos sin duda es mayor. Los primeros dos casos en Indiana fueron ejecutivos de Biogen. También el primer caso conocido en Tennessee, así como seis de los primeros casos en Carolina del Norte.
Todas las personas de fuera de Massachusetts con quienes ha hablado The New York Times en relación con ese grupo ya se recuperaron. Claro que es imposible saber con toda certeza si alguien enfermó de gravedad o murió a consecuencia del contagio originado en la conferencia.
En retrospectiva, muchos han criticado la decisión de Biogen de seguir adelante con la reunión de directivos a finales de febrero, a la que asistieron vicepresidentes de países europeos que ya estaban afectados por el virus. Otros miembros de la industria critican la falta de comunicación de Biogen acerca del brote.
En defensa de la forma en que manejó la reunión de directivos y los eventos posteriores, la empresa ha dicho que tomó las mejores decisiones que pudo con la información que tenía disponible en ese momento.
“Para una empresa dedicada a salvar vidas, fue muy difícil ver a nuestros colegas y nuestra comunidad directamente afectados por esta enfermedad”, afirmó Vounatsos en su primera declaración en público sobre lo sucedido en Biogen. “A sabiendas, nunca habríamos puesto a nadie en riesgo”
Marriott Long Wharf Boston, sede de la Conferencia de Biogen que fue el origen de más de cien casos confirmados de coronavirus. (Foto de David L. Ryan / The Boston Globo a través de Getty Images)
Marriott Long Wharf Boston, sede de la Conferencia de Biogen que fue el origen de más de cien casos confirmados de coronavirus. (Foto de David L. Ryan / The Boston Globo a través de Getty Images)
Fundada en 1978 y con sede cerca de Boston, Biogen fue una de las pioneras de la industria de la biotecnología, especializada en medicamentos para la esclerosis múltiple. La empresa es conocida por su trabajo en un tratamiento prometedor para la enfermedad de Alzheimer.
Cuando llegó el momento de la reunión anual de directores de Biogen los días 26 y 27 de febrero, la atmósfera era de optimismo. También estaban bajo enorme presión para dar resultados.
Aunque otras empresas cancelaron sus reuniones internacionales por esas fechas, Biogen nunca habló de esa posibilidad. El brote de coronavirus se propagaba en China, pero todavía no se declaraba una pandemia. Hasta el 21 de febrero, el viernes anterior a la reunión, en Estados Unidos solo había treinta casos confirmados, según datos recopilados por el Times. Ejecutivos de Biogen en Alemania, Suiza e Italia (donde solo se sabía de veinte casos) empacaron sus maletas.

Así comenzó todo y así se fue propagando

La primera noche, unos 175 ejecutivos se reunieron para una cena tipo bufet y cocteles en el hotel Marriott Long Wharf frente al puerto de Boston. Colegas que no se habían visto en un año se saludaron de mano y todos trataron de conversar con los directivos de mayor rango. Los europeos saludaron con los dos besos acostumbrados en las mejillas.
“Por desgracia, es el caldo de cultivo perfecto para un virus”, explicó un exvicepresidente, que habló con la condición de permanecer en el anonimato debido a sus vínculos con Biogen.
Dos días después, los altos directivos regresaron a sus oficinas. Uno de ellos condujo hasta un centro de manufactura en Carolina del Norte. Otros volaron de regreso a Europa.
Peter Bergethon, director de Medicina Cuantitativa y Digital en Biogen, regresó a casa para ver a su esposa, una doctora especializada en enfermedades infecciosas.
Una vicepresidenta de Biogen de la división dedicada a la enfermedad de Alzheimer y su esposo asistieron a una fiesta el siguiente sábado por la noche en casa de un amigo en Princeton, Nueva Jersey, con un grupo de alrededor de 45 personas.
Celebraron una festividad del calendario griego ortodoxo, el fin de la temporada de carnaval, con dulces especiales y bailes tradicionales para los que se tomaron de las manos en un círculo. A pesar de que se habían cancelado las celebraciones en Grecia, la fiesta de Nueva Jersey sí se realizó, pues los funcionarios de la Casa Blanca recién habían anunciado que el virus estaba bajo control en Estados Unidos.
Esa noche, Allana Taranto, la fotógrafa que cubrió la reunión de directores de Biogen, celebró su cumpleaños número 42 con su novio y otra pareja.
Sin embargo, durante ese fin de semana, algunos empleados de la empresa ya habían comenzado a sentirse enfermos.
Toda una paradoja, una empresa farmacéutica, plagada de expertos en la salud, se ha convertido en uno de los mayores propagadores del coronavirus COVID-19 de Estados Unidos. (Ilustración de Budrul Chukrut/SOPA Images/LightRocket via Getty Images)
Toda una paradoja, una empresa farmacéutica, plagada de expertos en la salud, se ha convertido en uno de los mayores propagadores del coronavirus COVID-19 de Estados Unidos. (Ilustración de Budrul Chukrut/SOPA Images/LightRocket via Getty Images)
Jie Li, bioestadística de 37 años que forma parte del equipo de trabajo concentrado en la enfermedad de Alzheimer, sufría escalofríos, tos y dolores. Debido a su rango inferior, no había asistido a la conferencia de directivos de la empresa, pero su jefe sí asistió y fue a la oficina a su regreso.
El 2 de marzo, el siguiente lunes, el director médico de la compañía envió un correo electrónico para informarles a todos los empleados que asistieron a la reunión que algunos habían enfermado y recomendarles que buscaran asistencia médica si tenían alguna molestia.
“Tomamos medidas rápidamente”, aseveró un vocero de Biogen, David Caouette.
De cualquier forma, ese mismo día, los cuatro principales ejecutivos de la empresa asistieron a una enorme conferencia de la industria sanitaria organizada por la compañía de inversiones Cowen. En otro hotel Marriott en Boston, sostuvieron reuniones en habitaciones de hotel con posibles inversionistas. Otro asistente que se reunió con los mismos inversionistas comentó que había escuchado que los miembros de Biogen se veían enfermos.
En la conferencia, aumentaron las inquietudes en torno al coronavirus debido a rumores de que algunas empresas, como Vertex y Seattle Genetics, habían cancelado sus presentaciones. Para el martes, el segundo día de la conferencia, muchos asistentes dejaron de saludar dándose la mano.

Cierre de oficinas

Al día siguiente, se tuvieron noticias de una terrible confirmación. Dos directores de Biogen que regresaron a Alemania y Suiza, donde era más fácil conseguir pruebas, habían resultado positivos.
El jueves, la empresa organizó una llamada con el personal para comunicarles la noticia. Se indicó a todos los empleados de oficina que trabajaran desde casa.
No obstante, ese mismo día, un ejecutivo de Biogen visitó las oficinas en Washington del principal grupo de cabildeo de la industria, Pharmaceutical Research and Manufacturers of America, o PhRMA. Poco después, se confirmó que ese ejecutivo estaba infectado, por lo que el grupo cerró sus oficinas centrales para realizar una limpieza profunda.
Los empleados de Biogen vivieron las siguientes semanas como entre sueños, con salidas para dejar comida a la entrada de la casa de otros y noticias sobre quiénes eran las víctimas más recientes de la enfermedad.
Bergethon infectó a su esposa, la especialista en enfermedades infecciosas. Si bien los síntomas de ambos fueron manejables, lo más preocupante fue la incertidumbre, recordó Bergethon hace poco durante una conversación virtual organizada por la Universidad de Rochester.
“No sabíamos si nos íbamos a recuperar”, dijo. “No sabíamos qué iba a suceder a continuación”.
Taranto, la fotógrafa que asistió a la conferencia de directivos de Biogen, sin saberlo contagió a uno de sus amigos durante la cena para celebrar su cumpleaños. En ese momento se sentía bien de salud.
De las casi cincuenta personas que asistieron a la fiesta en Nueva Jersey, por lo menos quince dieron resultados positivos más adelante, según las autoridades de salud pública.
Un ejecutivo de Biogen, Chris Baumgartner, fue el primer caso de COVID en Tennessee. “Fui el paciente cero”, escribió en Facebook. Añadió: “Imagínense tener que enfrentarse a un virus tan temido que tiene a todo el mundo al borde de la histeria total”.