lunes, 10 de junio de 2019

Noticias Qué tiene que ver la salsa de soja con la deforestación del Amazonas

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Qué tiene que ver la salsa de soja con la deforestación del Amazonas

 Mariángela Velásquez,Yahoo Noticias Hace 5 horas 

miércoles, 5 de junio de 2019

EL MUNDO 02 de junio de 2019 Mucho para desmantelar

Desde Río de Janeiro

Cuando, al principio de su mandato, le preguntaron al ultraderechista Jair Bolsonaro cómo pretendía construir un país mejor, la respuesta fue tajante: “Antes de construir, hay mucho para desmantelar”.
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Al entrar en su sexto mes como presidente, hay que reconocer que, en al menos ese aspecto específico, Bolsonaro viene cumpliendo, rigurosamente y con creces, lo anunciado: nunca hubo tanto esfuerzo para desmantelar, con furia asesina y urgencia de tempestad, al país. 
Por suerte, hasta ahora la única medida concreta decidida por Bolsonaro y que pasó a valer ha sido decretar el fin del horario de verano. Porque todo lo demás que está tramitando en el Congreso es puro desastre, y por donde se mire se constata un acelerado proceso de derrumbe.
Pilares básicos de la democracia recuperada en 1985, luego de 21 feroces años de dictadura, son blanco de la saña enloquecida de un presidente sin otro norte que no sea el precipicio. 
Están bajo riesgo de muerte la autonomía universitaria constitucional y los derechos de los pueblos originarios, los programas sociales creados a lo largo de más de treinta años, el patrimonio material del Estado, y más de siglo y medio de una tradición diplomática que siempre fue respetada en todo el mundo. 
Otros blancos de la furia bolsonarista son la educación y la cultura, la salud pública y el medioambiente, las investigaciones científicas y lo que quedó, luego de la presidencia del cleptómano Michel Temer, de los derechos laborales. Impresiona la urgencia obsesiva por destruir lo que se construyó a lo largo de décadas, sin tener un solo proyecto concreto para implantar sobre sus escombros. 
Con el argumento de la necesidad de reformar el sistema de jubilaciones, se arma un ataque atroz a los pocos derechos de los abandonados de siempre para asegurar los privilegios de los eternos privilegiados. 
Algunas iniciativas de ministros son clarísimos indicativos de que no hay lógica alguna, excepto privilegiar a los sectores dominantes de un sistema de injusticia y abismo social. 
Privatizar es obsesión dominante. En un intento de ser gracioso, el ministro de Economía, Paulo Guedes, dijo a empresarios norteamericanos que está dispuesto a privatizar hasta el Palacio Presidencial. Pocas veces un lapso fue tan revelador.
A propósito, esta semana el Supremo Tribunal Federal impidió la privatización, sin subasta y licitación, de parte esencial de la estatal Petrobras. Guedes anunció que recurrirá el fallo. 
En el campo, se liberó el uso de 196 agrotóxicos antes prohibidos. Por todo el gobierno consejos y comisiones destinados a asesorar y debatir iniciativas ministeriales, y que contaban con representantes de la sociedad civil, fueron directamente disueltos, o sufrieron cambios radicales en su formación para asegurar mayoría de votos favorables al gobierno.
Si se observa al ministro de Educación, Abraham Weintraub, surge el reflejo exacto de hasta qué punto éste es un gobierno es bizarro.
Además de cometer errores elementales de ortografía cuando escribe, y de concordancia gramatical cuando habla, ese señor decidió bajar instrucciones prohibiendo que profesores, alumnos, funcionarios y –¡atención!– padres de alumnos difundan convocatorias y participen de manifestaciones callejeras contrarias a su gestión y al gobierno. 
La sola constatación de que semejante esperpento sea ministro nada menos que de Educación muestra, de manera cristalina, la disposición inoxidable de Bolsonaro a cumplir lo anunciado, o sea, desmantelar todo.
Hubo, desde luego, iniciativas directas del presidente, a través de decretos que pasarán por examen en el Congreso. La más relevante libera el uso de armas para toda la población, el porte de armas para una veintena de categorías, como camioneros, además de permitir que propietarios rurales tengan fusiles de guerra “para defender su patrimonio”. 
Técnicos del Congreso apuntaron al menos veinte irregularidades jurídicas en el decreto, y al menos otra docena que contrarían frontalmente a la Constitución. 
Nada, sin embargo, muestra mejor el rumbo tomado por Brasil que la retracción de la economía –ya se sabe que 2019 está perdido, y por primera vez en 20 años el país no aparece en las listas de consultorías entre los 25 destinos preferidos por inversionistas extranjeros– y la expansión de la crisis social: Brasil llega a junio con unos doce millones quinientos mil desempleados y otros veinte y ocho millones de subempleados o con trabajo precario. Cuarenta millones: una población similar a la de Argentina, a cuatro veces la de Portugal, a más de un Canadá, a casi cinco Suizas.    
Siempre se podrá decir que se trata de herencia de los tiempos tenebrosos de Temer, y es verdad. 
Pero hay que reconocer que el cuadro empeoró en cinco meses, gracias a los denodados esfuerzos de Bolsonaro por cumplir lo anunciado: desmantelar el país lo más rápido posible.
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EL PAÍS 02 de junio de 2019 En Sudáfrica no hubo peronismo

Imagen: AFP
En el imaginario de la derecha argentina hay una idea muy simple, muy duradera, que dice que fuimos uno de los diez países más ricos del mundo y que nos vinimos abajo por culpa del peronismo. “Si no fuera por Perón”… suspiran tantos en Recoleta, resumiendo la idea de un país sin populismo, donde los pobres y morochos sabrían su lugar, y donde una Argentina de moneda fuerte sería un Canadá.
Pero resulta que existe otro país que fue también de los más ricos del mundo, que nunca tuvo peronismo y que todavía hoy es el modelo, la gema, el ejemplo que ya quisiera encajarnos a todos el Fondo Monetario Internacional. Es Sudáfrica, un país “ordenado” donde por encima de todo está la estabilidad monetaria, el déficit bajo control, la inflación al mínimo, la idea de que si no hay plata no hay plata, y la variable de ajuste es el pueblo. En Sudáfrica hay poca protesta, hay un sistema de clases predicado en un pequeño arriba y un enorme abajo, donde el mozo y el obrero son apenas ciudadanos y le siguen diciendo baas al patrón, como gente que sabe su lugar en la jerarquía. 
Uno llegaba a Johannesburgo en 1993 y se encontraba con un hervidero político y social, una esperanza que soplaba y una derecha que prometía el apocalipsis si no le daban los gustos. En un centro deportivo de las afueras de la capital, Pretoria, se negociaba línea por línea la nueva constitución y a puertas más cerradas se exigía la impunidad para los chupaderos del Apartheid. El resultado fue una inmediata transferencia del poder político en los cargos electivos, un gradualismo franquista en las instituciones militares y policiales, y una amnistía encubierta en la Comisión de Verdad y Reconciliación, criatura New Age donde se suponía que víctimas y victimarios se iban a abrazar y perdonar.
¿Y la economía? Lo único que quedó en claro hace veinticinco años es que Nelson Mandela no iba a tocar nada: ni reforma agraria, ni nacionalizaciones, ni expansión monetaria, ni estatización de la muy poderosa banca sudafricana. No sólo no se iban a tocar los intereses blancos, que eran cien por ciento de la economía por encima de un kiosco, sino que no se iba a quebrar la inmemorial ortodoxia financiera del país. La promesa que le hicieron a esta alianza progresista que incluía un aguerrido partido comunista y un ala armada, era la famosa lluvia de inversiones. Más discretamente, los que habían participado en las conversaciones confesaban años después que también les habían prometido un golpe militar si jodían.
En esos años movidos, el rand sudafricano se había devaluado por primera vez en décadas, saliendo de su tradicional banda de ocho o nueve contra el dólar y pasando los diez. Los blancos que se molestaban en saber cuánto costaba un dólar no paraban de rezongar y denunciar la devaluación como un portento de males futuros, de que “ahora sí vamos a ser Africa”, un continente de monedas-basura, descontrol, pobreza y corrupción. Todo el mundo andaba buscando pasaporte y hasta los nazis le preguntaban a este argentino si era cierto que en Viedma había una vieja colonia boer, emigrada en 1902. ¿Es verdad que por allá no hay negros...?
El desempleo era abismal, de un treinta por ciento como piso, el salario mínimo era de unos cien dólares, y la luz eléctrica algo que la mayoría veía brillar en mejores barrios, donde también había cosas como agua corriente, desagües y calles asfaltadas. Tampoco había huelgas como las entendemos nosotros, porque allá eran raros capítulos de resistencia contra el régimen y siempre acababan a balazos. En algún libro de derecho debía existir una legislación laboral, pero las vacaciones, las licencias y la estabilidad en el empleo eran cosa de blancos, deliberadamente escritas para dejar afuera a los más. 
Cualquier interacción entre las razas era implacablemente de arriba a abajo, una de las fuentes de la enorme cortesía de los sudafricanos, gente que sabía que una palabra fuera de lugar hacía que todo terminara mal y peor para el más morocho. A nadie se le ocurría que el mozo era una persona que trabajaba de mozo y no un sirviente. Al mozo tampoco.
Un cuarto de siglo después, después de Mandela, de Mbeki, del exótico Zuma y del actual Ramaphosa, hay una clase media negra, algo así como el diez por ciento de la población. Son los médicos y abogados que ahora cobran o facturan como médicos o abogados, y no como negros. Son los comerciantes ingeniosos, los deportistas, los actores, que ahora tienen acceso a un mercado nacional al mismo precio y con los mismos honorarios. Son los políticamente conectados que se sientan en los directorios de grandes empresas para cumplir la cuota racial obligatoria, y son los funcionarios públicos que se benefician de una vieja tradición inglesa, la de pagarle bien a los funcionarios importantes, y de las “oportunidades de negocios” que esos cargos traen.
Para el resto, la vida sigue igual: uno en tres no tiene laburo, los demás ganan miserias, viven lejos y trabajan muchas horas. Baas sigue siendo una palabra común, el mozo es un sirviente y la clase media sigue teniendo, si le va más o menos, un nivel de vida envidiable rodeada de cocinera, jardinero, piletero y, si te gusta, mayordomo, a cien dólares per capita. Las huelgas que joden siguen terminando a los tiros y la legislación laboral definitivamente está en los libros pero poco en la calle. Y sigue ahí esa cosa indefinible, esa convicción no articulada de que la vida es así, sacrificio para unos y privilegio para otros, que la resistencia sólo es explosiva y perdidosa, que hay que agachar la cabeza y esperar. Las últimas elecciones en las que el Congreso Nacional Africano se desbarrancó hasta el borde del fracaso tienen el agregado de que cada vez vota menos gente, desesperanzada de que ni el partido de Mandela arregle esto.
Y si uno llega a Johannesburgo hoy, va a ver lo de siempre: la violencia absurda de los que fueron criados como basura, la cabeza agachada de los que trabajan, los ojos brillantes de los chicos que se la ven venir, los BMW pasando cancheros. Allá los pobres hacen lo que aquí tantos piensan que deberían hacer, se acuerdan de su lugar y se quedan en ese lugar. El rand sigue estable, el déficit bajo control, la lluvia de inversiones un fantasma. ¿Cuánto falta para Canadá?
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