Por Diario del Juicio*
“Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice. Es de curiosa observación que los militares, que abolieron el Código Civil y prefirieron el secuestro, la tortura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer”.
Así cierra el texto Lunes 22 de julio de 1985. Lo escribió Jorge Luis Borges después de haber asistido a la audiencia del histórico Juicio a las Juntas. Presenció la declaración de Víctor Basterra, que duró 6 horas y fue una de las más significativas, porque luego abriría la chance de juzgar a los genocidas de la ESMA con contundencia a través de las fotos que el testigo rescató del infierno. Durante ese juicio regía a pleno la teoría de los dos demonios. Tanto que la sentencia intentó no dejar bien parado al testigo, confundiendo el trabajo forzado que debieron realizar quienes sobrevivieron, con una colaboración que nunca fue. La historia se encargó luego de poner las cosas en su lugar: los genocidas siguen siendo condenados, sobre todo por el aporte de los y las sobrevivientes, que ahora tienen el reconocimiento que se merecen.
Algo similar viene ocurriendo con los hechos de La Tablada. La justicia, apenas meses después de los hechos ocurridos en enero de 1989, más que aplicar la teoría de los dos demonios, se empecinó en que hubiera uno solo: los y las militantes del Movimiento Todos por la Patria (MTP). Quienes sobrevivieron sufrieron durísimas condenas y pasaron entre 8 y 14 años presos. De juzgar a los militares, ni hablar, hasta ahora; aun cuando se denunciaron las torturas y desapariciones desde el primer momento. Sin embargo, 30 años después, este juicio -del que solo queda conocer el veredicto el 12 de abril- parece haber llegado para torcer esa historia de injusticia e impunidad.
El lunes pasado, el defensor oficial de Alfredo Arrillaga, Hernán Silva, alegó intentando quitarle de encima las responsabilidades al único imputado, que ya tiene 5 condenas por delitos de lesa humanidad ocurridas en Mar del Plata durante el genocidio. Lo primero que hizo fue lo mismo que hacen todos sus colegas: pedir la prescripción de los delitos. Es decir, que ya pasó el tiempo legal para juzgarlo. Seguramente, la lectura del veredicto comenzará con el rechazo de este y otros planteos de la defensa. Luego vendría la condena.
Silva lo presentó a Arrillaga como a un general democrático. Lo trajó otra vez al entonces presidente Raúl Alfonsín -ya lo había hecho Arrillaga en su indagatoria de hace algunas semanas-, esta vez para decir que fue un presidente de izquierda (“aunque no de la izquierda revolucionaria”, aclaró por si hiciera falta) y que como tal no hubiera aceptado que sucedieran las cosas que sucedieron.
Silva lo presentó a Arrillaga como a un general democrático. Lo trajó otra vez al entonces presidente Raúl Alfonsín -ya lo había hecho Arrillaga en su indagatoria de hace algunas semanas-, esta vez para decir que fue un presidente de izquierda (“aunque no de la izquierda revolucionaria”, aclaró por si hiciera falta) y que como tal no hubiera aceptado que sucedieran las cosas que sucedieron.
Vestido con traje gris, adelantando siempre sus manos a sus palabras con gestos ampulosos, Silva utilizó buena parte de su tiempo para negar la evidente complicidad judicial que surgió en este juicio: “que alguien me explique por qué no lo sobreseyeron totalmente a Arrillaga para hacerlo pasible de la cosa juzgada”. Habría que preguntarle a Larrambebere, pero la impunidad puede ser una respuesta posible; es decir, que se pensara que este juicio no iba a llegar nunca. También dijo, aunque sea claramente comprobable lo contrario, que Arrillaga fue siempre el único imputado. En realidad, el militar Jorge Eduardo Varando no está en este juicio solo porque falleció, ya que también estaba imputado.
Mientras tomaba Coca Cola sin azúcar permanentemente desde la botellita de plástico, o eventualmente jugando con un breve jopo que cae sobre su frente, el abogado pidió la absolución de Arrillaga basado en que “no sabemos ni cuándo ni cómo ni dónde murió Díaz. Podríamos pensar, por ejemplo, que murió por el balazo que recibió en la cabeza”. Si bien está comprobado que Díaz tenía una herida en su cabeza y que uno de los colimbas desertores le dio su camisa para que se vendara, luego puede verse a Díaz, en fotos y videos, caminar e incluso responder a la orden de arrodillarse mientras le apuntaban con un fusil. Silva reconoció el “derecho de los familiares a saber la verdad”, aun cuando consideró que su defendido no puede ser condenado en esta causa.
“No queda otra alternativa para proteger el derecho de la defensa de Arrillaga que su absolución”, dijo varias veces.
El testigo estrella
"Si les parece monocorde mi tono, me piden y hacemos un cuarto intermedio", se excusó en un par de segmentos ante el tribunal. Salvo una interrupción al mediodía, más por el almuerzo que por el tono monocorde, los jueces Mancini, Rodríguez Eggers y De Korvez permitieron la continuidad de la intevención del defensor. Aunque esta vez cambiaron sus ubicaciones, que habían mantenido hasta aquí durante todo el juicio.
En un par de pasajes de su discurso, Silva se refirió a José Alberto Almada. Lo apodó "el testigo estrella". Almada es uno de los militares que rompió el pacto de silencio, y que relató que vio cómo se llevaban a Diaz y a Ruiz en un Ford Falcon blanco, Más que rebautizándolo, no aportó ninguna razón subjetiva u objetiva por la que desechar su testimonio. Solo un endeble: "es el único que declara eso". En el caso del otro testigo clave, el exmilitar César Ariel Quiroga, que desarmó la trama de complicidad judicial. ni lo nombró. Como ya explicamos líneas arriba, sí puso mucho más énfasis en rechazar la teoría de que la justicia encubrió tanto las desapariciones como las ejecuciones sumarias.
En un par de pasajes de su discurso, Silva se refirió a José Alberto Almada. Lo apodó "el testigo estrella". Almada es uno de los militares que rompió el pacto de silencio, y que relató que vio cómo se llevaban a Diaz y a Ruiz en un Ford Falcon blanco, Más que rebautizándolo, no aportó ninguna razón subjetiva u objetiva por la que desechar su testimonio. Solo un endeble: "es el único que declara eso". En el caso del otro testigo clave, el exmilitar César Ariel Quiroga, que desarmó la trama de complicidad judicial. ni lo nombró. Como ya explicamos líneas arriba, sí puso mucho más énfasis en rechazar la teoría de que la justicia encubrió tanto las desapariciones como las ejecuciones sumarias.
El odio visceral y el acta
En cuanto al pedido de la querella para que se lo condene y que cumpla su pena en cárcel común y efectiva, Silva dijo que “Argentina suscribió el 31 de julio de 2017 la Convención Interamericana sobre la protección de los derechos humanos de las personas mayores, que entre los principios que tiene son la protección y la defensa de la persona mayor. Incluso el artículo 4 dice que deben atenderse alternativas a la cárcel para personas mayores, y el justiciable (así llamó varias veces al genocida) supera en 20 años la edad de la que habla la convención”. Sin embargo, en casos de lesa humanidad, la justicia ha negado ese beneficio, que puede ser otorgado pero no constituye una obligación para los jueces darlo. Sobre todo porque se han demostrado las redes de inteligencia que todavía tienen a su favor (recordar a Jorge Julio López), o por el peligro de fuga. Ni hablar del incumplimiento permanente de las domicialiarias. En ese momento apareció nuevamente el apasionamiento. “¡Solo puede entenderse que se pida la cárcel común para Arrillaga en un odio visceral que el tribunal no puede admitir”, sostuvo el defensor oficial. En el tiempo de las réplicas, Ernesto Lombardi, abogado del equipo de Pablo Llonto, dijo que se sentían agraviados, y que harían una presentación en ese sentido, por lo que el defensor pidió luego disculpas y admitió que se quitara de las actas del juicio ese momento de efervescencia mayúscula.
Silva se mostró durante el juicio, o más bien fuera del debate, en los intermedios, siempre amable. Incluso aclaró varias veces, para que lo escucharan los familiares y sobrevivientes, que “el fervor que le pongo a esta defensa es el mismo que pongo en todos los casos. No es nada personal”. No parece ser el de Arrillaga un caso más. Es una persona que representando al Estado cometió los peores delitos. En dictadura y, como quedó claro en este juicio, también en democracia. En uno de esos intercambios, lo invitamos a leer el texto de Borges con el que comienza esta nota. Varios días después nos avisó que lo había leído, pero que seguía considerando que Arrillaga tenía derecho a la defensa. Es cierto, lo tiene, como todos los genocidas; pero los defensores oficiales pueden excusarse. Casi ninguno lo hace. En general, demuestran en los juicios un fervor especial, y en muchos casos hacen defensas ideológica más que técnicas.
“No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer”, dijo, con su fina acidez, Borges, un poco menos de izquierda que Alfonsín. No podríamos escribirlo mejor que él.
*Este diario del juicio por los desaparecidos de La Tablada es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardia, FM La Caterva y Agencia Paco Urondo, con la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguimos diariamente en http://desaparecidosdelatablada.blogspot.com