Imagen: Leandro Teysseire
Excepto por la certeza de que Cristina es un hueso muy duro de roer, las urnas del próximo domingo presentan un panorama dudoso en, primero, su proyección hacia octubre. Después, y sobre todo, por incógnitas que exceden a los resultados de estas elecciones..
Una aplastante mayoría de opinólogos, encuestadores y dirigencia política coincide en que CFK tiene un piso de voluntades inquebrantables –con alrededor de un tercio o más de los votos en el conurbano bonaerense– capaz de permitirle ganar la mentada madre de todas las batallas pero nunca, ni ahora ni luego, volver a elevarse como opción triunfadora en el escenario nacional. La conclusión de ese mundillo es que Cristina empieza y termina en ella; en los amores y odios que despierta; en el embrujo que ejerce sobre los sectores más humildes; en un carisma que siempre le habilitará un lugar de privilegio mediático con todo el resto agrupado para destruirla, pero en cualquier caso con el límite de que es jefa de una organización política ya inexistente. Una jefa para sí misma, que junto a sus acólitos no supo o no quiso generarle sucesión al kirchnerismo. Unido a que su figura continúa siendo excluyente con el 2019 a la vuelta de la esquina sin ninguna otra de su espacio siquiera asomando la nariz, la cuenta del establishment es que políticamente está liquidada en el mediano y largo plazo. Más aún, esa prospectiva dice que el “populismo” como tal carece de destino, porque para tenerlo se requiere inevitablemente de un líder y ella, en tanto oferta exclusiva, despertará también para siempre la victoria del rechazo sobre la adhesión. Esta lectura del andamiaje liberal dispone de algunos problemas importantes, sin por eso restarle mérito a datos iniciales –se subraya: iniciales– que son veraces. Es cierto que el kirchnerismo quedó territorialmente reducido al conurbano, a una franja interesante pero minoritaria de Capital y a expresiones provinciales dispersas; que por kirchnerismo debe interpretarse el influjo solitario de la ex presidenta porque como si fuera poco el espacio se quedó sin caja y en consecuencia sin aparato, y que no habiendo más penetración popular que la de ella el piso se acerca al techo. De ahí en más, la foto de los grupos de poder se queda congelada cual si la dinámica política no pudiera ser imprevisible.
La preocupación de los “agentes económicos” por una Cristina ganadora el próximo domingo, así fuere por margen estrecho, se contradice con la visión futurológica de un populismo izquierdoide e irremediablemente aniquilado. Son esos propios actores quienes refuerzan la contradicción, al sostener que, al cabo, si Cristina venciera no podría remontar que octubre se polarizara en su contra. ¿En qué quedamos? Si CFK no tiene más ascendiente que un triunfo provisorio en las PASO y, si en esa peor de las hipótesis, al sector que representa sólo le aguarda seguir confiando en ella al divino botón porque no hay nadie en condiciones de reemplazar su influjo y su techo, ¿de dónde sale que el dólar sube, y las inversiones no llegan, y la inflación no baja todo lo deseado a pesar de lo mucho que se hizo para enfriar la economía? Si Cristina es tan estéril, ¿hace falta convertirla en el cuco? ¿No hubiera sido mejor ignorarla, de acuerdo a esa lógica? Es allí donde se cae el castillo de naipes discursivo montado por la craneoteca mediática gubernamental. Stolbizer dijo que el kirchnerismo estaba en terapia intensiva y que fue resucitado por la estrategia oficial de ubicar a Cristina como el peligro supremo. La superficialidad de ese análisis, que comparten en voz baja varios macristas de todas las líneas, resulta espeluznante. ¿Es el Gobierno quien reinstaló a Cristina por obra tacticista duranbarbesca? ¿O es una situación económica deprimente que lleva a muchos más que los imaginados, para esta altura, a advertir que se retrocedió en todo sin avanzar en nada? El Gobierno parece haber trasladado a hoy la facilidad del marketing electoral 2015, centrado en las frases y actitudes escolares del provenir de un repollo que conquistaron a clase media y sectores populares suficientes para ganar por dos puntos. Pero hoy gobiernan, y tienen un candidato anodino en la provincia de Buenos Aires que no deja de pasar papelones cada vez que abre la boca, y cubrir más o menos el chango del supermercado es una fantasía, y la lucha contra la corrupción en boca del clan Macri –si se quiso creíble en campaña para derrotar a la yegua de las cadenas nacionales– es un chiste de mal gusto. Aun así, está claro que el Gobierno conserva una popularidad considerable porque el estigma de gorilismo y frivolidad no se desvencija de la noche a la mañana. O nunca. Pero que Cristina se haya “reinstalado” es merced a que fueron, ella, él, la experiencia kirchnerista en el balance completo, con todos sus errores y corruptos y deficiencias ideológicas y modos cansadores, mucho mejores que lo ¿revelado? con Macri presidente. De lo contrario, no estarían hablando del peligro cristinista.
En la foto congelada, siendo que CFK no tiene debajo estructura política alguna no hay por qué inquietarse. Pero en política no hay fotos de ese tipo. Las que había se dejaron ver al revés de lo pensado. Massa le muerde a Cambiemos y Randazzo a Massa, sin ir más lejos. No a Cristina. El cálculo no era ése, sino la cuenta global de un peronismo dividido que terminaría beneficiando al Gobierno. Era así cuando largaron los prolegómenos de la campaña. Ahora es que Casa Rosada mandó invisibilizar a Massa porque tiene fuga de votantes por ahí, y levantar a Randazzo para contener esa pérdida porque Bullrich (Esteban, el de la cerveza artesanal y el piloteo de drones como variante de desarrollo personal de los desocupados) podría quedar tercero. Esta demostración de lo dinámico de la política, en su acción y percepción popular, vale para todos. Nunca deja de tener ese dinamismo y menos que menos en una sociedad como la argentina, tan dividida y presta a variables que suben y bajan según humores circunstanciales. La organización política que le falta a Cristina podría reaparecer si gana, y dar cabida a un tapado –o a ella misma– en aptitud de ganar dentro de dos años. ¿Por qué no podría ocurrir eso si el Gobierno persistiera en ser una máquina de exclusión? ¿Dónde está escrito, certificado por quién, que una personalidad de su tamaño no puede “reinventarse”, como de hecho lo hace en la actualidad con su guerrilla en las redes y con los actos cara a cara que tanto le sirvieron al PRO cuando se trataba de lo fácil que es relatar la realidad y el cambio en vez de gobernar todos los días un país que es una suma de facciones discordantes? Y, en sentido contrario, tampoco sería el acabóse de Cambiemos –o de otra opción de derechas, dentro del panperonismo– si el Gobierno perdiera La Provincia en las urnas: tiene a Vidal como recambio sucesorio, con larga cuerda para crecer o mantenerse desde la efigie de Hada Buena mientras la órbita progresista, hasta donde hoy da la vista, dependa solitariamente de Cristina. De paso: vaya tema, que exige debate profundo de una vez por todas, el de las dificultades en la izquierda latinoamericana real para producir actualidad y horizontes que no dependan, en forma tan dramática, de la pervivencia de líderes omnipresentes.
En medio de interrogantes centrales como ésos, en los que se nuclea la pregunta de si “por fin” se consolidará asentarse un proyecto o simplemente quedar al arbitrio de acciones publicitarias, hay un mar acotado de certezas. Una elección de medio término supone otorgarse canitas al aire y entonces orillarán porcentajes testimoniales, permanentes, inmóviles pero sugestivos, atracciones como Luis Zamora o variantes de izquierda radicalizada que en esta oportunidad -más allá de su divisionismo crónico- confirmaron candidatos potables, gente joven, capacidad de recursos mediáticos. Nada que sea opción de poder, pero sí semblanza de una sociedad cuyas intensas minorías no logran confluir en una dirección común porque, es evidente, no hay quienes logren la síntesis que tuerza hacia un lado u otro el enfrentamiento entre Nación y colonia.
Los números gubernamentales darían para que Cambiemos dibuje el lunes un triunfo nacional acotado, pero no le alcanzaría para disimular la derrota bonaerense a manos de Cristina. Atacó con la corrupción K y el ninguneo de la economía como centro de la estrategia electoral, hasta percibir que con eso no le basta. El show republicanista sobre las andanzas de Julio De Vido terminó en bochorno. Inmediatamente, procuraron reinstalar a la economía mediante cifras de rebote positivo que nadie nota en su cotidiano. Fracasada la reinstalación, volvieron a la corruptela K, a la necesidad de mostrar a Venezuela como lo que le esperaba a Argentina, a las oscuridades del caso Odebrecht aunque no demasiado porque la famiglia presidencial puede quedar mucho más enchastrada que intacta. A la doctora Carrió, como numen protectora de la corrupción macrista, le es suficiente para ganar en Buenos Aires pero no para cargarse La Provincia. Y mientras tanto, los llamados indecisos fluctúan entre el rechazo a Cristina y lo comprobable de que lo elegido en 2015 no significó dejar de robar ni robar pero hacer.
Como de costumbre entre los argentinos, la única certeza es que todo sigue en disputa. Con algo de voluntad, puede vérselo como una buena noticia.