Con grititos y exclamaciones de asombro y horror, mi vieja y mi tía hacían coro al relato del tío Rodolfo.
El domingo, aprovechando la ausencia de Polo, el tío Rodolfo trataba de reproducir lo que había entendido de las revelaciones del doctor Rofo acerca de los cientos de muertes provocadas por “la Eva” cada vez que se le daba la loca de hacer demagogia.
Mi vieja y mi tía estaban impresionadas. ¿Cuánta gente había muerto por culpa de Evita si cada vez que salía a repartir cosas las plazas de las provincias y los andenes de las estaciones de tren quedaban llenas de cadáveres de mujeres y niños?
–Son los primeros que sufren: los niños, las mujeres y los viejos– había explicado el tío Rodolfo.
–Qué derechos de la ancianidad ni qué ocho cuartos -dijo mi vieja.
–Será el derecho a morir aplastados.
Mi primo, mi hermana y yo escuchábamos mudos de asombro las reacciones que despertaba el relato del tío Rodolfo, pero sólo yo conseguía entender: era el único que iba a la escuela. Además, mi hermana daba saltitos en la sillita alta cada vez que se echaba un rus (como decía mi tío haciéndose el fino) provocando las risas incontenibles de mi primo, sentado en la otra sillita alta.
Yo, en cambio, desde hacía mucho tiempo usaba una silla común y participaba del extraño mundo de los adultos.
–Dicen que en la gira por España hubo casi más muertos que en la guerra civil– apuntó mi tía.
–¿No estás exagerando? -preguntó mi vieja, súbitamente desconfiada.
Mi tía respondió de inmediato, herida en su amor propio.
–Me lo contó don Santiago.
Mi vieja no pudo disimular una mueca de escepticismo.
–¿Me pueden decir a qué mierda fue a España?
–¡Rodolfo! –exclamó mi tía– No digás palabrotas enfrente de los chicos.
Mi tío parecía molesto, no por el reto de su hermana, sino porque había olvidado preguntarle al doctor Rofo qué diablos había hecho Evita de gira por España. El doctor Rofo lo sabía todo. También el diariero Miguel, que leía La Vanguardia, pero el doctor Rofo era un auténtico señor: fumaba habanos, andaba siempre de traje y manejaba un Packard tan grande como los coches de los cortejos fúnebres.
–A mandarse la parte –dijo mi vieja–. A regalar el trigo.
–Y a repartir sidra y pan dulce.
–Pero no digás pavadas, Rodolfo. ¿Cómo alguien va a llevar sidra a España?
El tío Rodolfo quiso apelar a mi viejo, que seguía en silencio, como ausente.
–¿Y qué tiene? ¿Eh? Decile José.
Mi tía aprovechó el reconcentrado silencio de mi viejo.
–Fue a regalar el trigo para que después nosotros tuviéramos que comer pan negro, ¿se dan cuenta? Es como dice la Nena, fue para mandarse la parte, nomás.
“La Nena” era mi vieja, ya saben, la menor de todos los hermanos.
–Y esconder los crímenes -agregó mi tío, que ya se había olvidado de la sidra.
A continuación, todos volvieron a indignarse de la cantidad de muertos que había provocado la falsa caridad de Evita. Así lo había dicho el doctor Rofo, y si lo había dicho el doctor, para mi tío era palabra santa.
Para ser justos, el doctor se había referido únicamente a los sangrientos incidentes que, según contó, habían tenido lugar en la plaza Independencia de la ciudad de Tucumán. Nadie, pero nadie, excepto el doctor, había oído hablar de esa masacre gracias al silencio cómplice de los diarios, las radios y el noticiero de Sucesos Argentinos regimentados por Apold y Aloé, a quien el tío Rodolfo insistía en llamar Aloe, como la planta con la que mi tía y mi vieja curaban las quemaduras.
“Carlos Vicente Aloé –había dicho el doctor Rofo–, ínfimo y novelesco personaje de acomodo, uno de los serviles fantoches a quien la soberbia del César (como Calígula, que nombró cónsul a su caballo) hizo gobernador del primer estado argentino y lo utilizó como testaferro en millonarios negociados”.
A esa altura, la lista de testaferros de Perón ya ocupaba varias páginas de mi libretita de tapas de hule negro.
–Carlos Aloe -tradujo mi tío–, un caballo acomodado al que el que te dije nombró cónsul.
Llevadas por el entusiasmo e inmunes a la lógica, la razón y el sentido común, mi vieja y mi tía gritaron su indignación: realmente, Perón había sido capaz de cualquier cosa.
Mi viejo, por su parte, parecía no escuchar y comía en silencio sus ravioles. Contra su costumbre, no abrió la boca en todo el almuerzo. Lo miré varias veces, a ver qué decía: estaba seguro de que de ninguna manera podía creer que Perón hubiera hecho cónsul a una planta de aloe vera, pero mi viejo permanecía mudo y reconcentrado en la comida.
Por otra parte, me moría de ganas de saber qué significaba “cónsul”. Aunque no parecía otro de los crímenes peronistas, de las exclamaciones de mi vieja y mi tía era fácil deducir que debía tratarse de algo muy malo. No una mala palabra, ya que nadie había hecho callar a mi tío Rodolfo, aunque de todos modos resultaba inquietante. Pero ¿a quién preguntarle? Finalmente, me animé:
-Papá ¿qué quiere decir cónsul?
Mi viejo tragó los ravioles que venía masticando, apartó morosamente la vista del plato y suspiró.
–En Roma, los cónsules eran los magistrados que reemplazaron al rey una vez terminada la monarquía.
Todos lo miramos boquiabiertos, sin entender ni una palabra de lo que había dicho, como cada vez que se ponía a hablar de la Constitución del 49 o las historias de la Mitología Clásica Ilustrada, un libraco inmenso lleno de fotos de estatuas de mujeres desnudas que yo hojeaba con creciente entusiasmo. Con el tiempo, descubriría que el otro libro de cabecera de mi viejo era Vida de los doce Césares. Hasta ese entonces me había pasado desapercibido: no tenía fotos ni dibujitos.
Mi viejo tomó un trago de vino.
–Supongo que Rodolfo habla de Incitatus, el caballo al que el emperador Calígula designó cónsul.
–Claro, claro– aprobó el tío Rodolfo, que si tampoco tenía idea de qué significaba “cónsul”, mucho menos había oído hablar de ningún Incitatus ni, desde ya, del emperador Calígula.
–¡Pero ese era peor que el que te dije! –exclamó mi tía.
No, parece que no: el que te dije era peor. Y sino, escuchen.
–¿Calígula mandó matar a algún filósofo? –preguntó mi vieja.
–Casi.
–¿Cómo casi?
Mi viejo pareció salir del sopor en el que lo había hundido el relato del tío Rodolfo.
-–ondenó a muerte a Séneca –respondió, ya más animado–, pero lo convencieron de que estaba tuberculoso y que moriría pronto.
-¿Calúguila estaba tuberculoso?
El tío Rodolfo era capaz de deprimir hasta a Nicola Paone.
–Calígula –volvió a suspirar mi viejo–. Y nadie estaba tuberculoso, pero le hicieron creer a Calígula que Séneca moriría en seguida, así que lo dejó irse al exilio.
–Como Ghioldi– acotó mi tío.
Esa pareció ser una gota que colmó la paciencia de mi viejo.
–¿Qué carajo tiene que ver con lo que estamos hablando? ¿Por qué no te dejás de decir pelotudeces? ¡Sos una máquina de repetir pavadas!
–¡José!– exclamó mi vieja.
–A la final acá tampoco se puede hablar– exclamó mi tío. –¿Te das cuenta, José? Estás como Polo. ¿Sos peronista vos también?
Mi tía trató de calmar los ánimos.
–Tengamos la fiesta en paz– alzó la copa de vino y soda-. ¡Aguí piúr!
No tuvo suerte. Mi viejo ya se había levantado de la mesa. Mi vieja miró al tío Rodolfo y meneó la cabeza.
–Vos también…
Mi tío parecía sinceramente sorprendido.
–¿Y yo qué hice? ¿No era que ahora había libertad y se puede decir lo que uno piensa?
–La libertad es libre– acotó mi tía.
Mientras mi tío seguía haciendo manifestaciones de inocencia, yo me había quedado pensando si acaso Perón había mandado matar a algún filósofo.
Pero lo más importante: ¿qué era un filósofo?
Pocas horas después me enteraría, cuando mi vieja y mi tía secretearan en el patio, tomando mate.
–Pobre Discépolo– dijo mi vieja.
¿Y ese quién era?
–Un verdadero filósofo– acotó mi tía.
–Todo es igual, nada es mejor– tarareó mi vieja.
Uy dio, pensé. ¡Otra vez!
Ya me tenían podrido con que el siglo veinte era un cambalache, que la yerba de ayer se secaba al sol, que Carnera y San Martín, que el mundo sería siempre una porquería. ¿Era esa una manera apropiada de educar a un niño?
Mi vieja y mi tía se pasaban el día cantando esos tangos. Y lo peor es que lo hacían muy mal.
Cuando empezaron con la cantinela, estuve a punto de rajarme, como mi viejo y mi tío Polo cada vez que Rodolfo se ponía pesado, aunque en mi caso iría a la terraza, por si llegaba el avión negro. Pero la curiosidad pudo más: ¿Qué había pasado con el tal Discépolo?
Fue entonces que me enteré que el tipo del que siempre había oído hablar como Discepolín y que imaginaba chiquitito, como Pulgarcito, se llamaba en realidad Discépolo y que se había muerto de tristeza.
–¿Por qué?– me animé a preguntar revelando mi presencia en la escalera.
–Perón y la Eva lo fanatizaron– contestó mi vieja.
–Las barbaridades que decía por radio– agregó mi tía. –Peor que la yegua.
Mi vieja la chistó.
–Shhhh. Callate –susurró– ¿o querés que te escuchen?
Involuntariamente, miré a mi alrededor, por si había moros en la costa.
Lo de los moros en la costa era otra de las fantásticas imágenes que se formaban en mi cabeza por culpa de la irresponsabilidad de los mayores, como el sable sin remaches, la quimera de José, la gripe del amor y un café que se parecía a la vieja de mi vieja. No había conocido a esa abuela, que murió joven, pero por más esfuerzos que hiciera, no conseguía imaginarla parecida a un café.
Tampoco tenía idea de qué cosa eran los moros, pero sí sabía lo que era una costa, así que cuando íbamos a pescar a la costanera sur o de picnic a Punta Lara, lo primero que hacía era ver si no había moros. Estaba seguro de que en cuanto los viera, los reconocería.
Me había distraído y mi vieja ya seguía con su explicación.
–Después se arrepintió, pero ya era tarde para que lo perdonaran. Imaginate, había ofendido a mucha gente.
–Tan sensible que parecía.
–Era sensible –dijo enfáticamente mi vieja–. Pero se dejó llevar por Perón.
–Ese y la… la Eva lo engañaron.
–Claro que lo engañaron. Mirá si Discepolín iba a ser peronista…
–Como Polo.
–A Polo también lo tienen engañado. Es demasiada buena gente. Un ingenuo.
–Claro– aprobó mi tía.
–Cuando todos sus amigos dejaron de saludarlo…
–¿Dejaron de saludar a Polo? No sabía…
–¡De Discepolín estamos hablando!
–Claro, claro.
–Así que cuando dejaron de saludarlo y la gente buena y decente le empezó a dar la espalda, se dio cuenta de lo que había hecho. Todo lo que le quedaba en el mundo eran los peronistas.
–Y la Tania, que la verdá, Nena, era mejor perderla que encontrarla. Le arruinó la vida.
–La vida se la arruinó Perón.
–Sí. Y la Eva.
–Se debe haber muerto de tristeza. O se suicidó.
Mi tía frunció el ceño.
–Para mí que lo mataron.
Mi vieja se alzó de hombros.
–Puede ser.
–Seguro, igual que a Duarte. Lo que pasa –explicó mi tía– es que Rodolfo tiene razón: la prensa estaba toda sedimentada y nadie se enteraba de nada.
Abrí el cuaderno, humedecí con la lengua la punta del lápiz y vacilé: ¿con ce o con ese?