ran mayoría de los argentinos –los casi 30 millones que no vivimos en la CABA y conurbano– solemos escuchar a los dirigentes (de todos los sectores, frentes y partidos) hablar de, y referirse a, “la Argentina” cuando en realidad hablan de la capital de la república o de algún barrio.
Esta apropiación generalizante y con pretensión representativista del gentilicio nacional es un asunto siempre negado o minimizado, y es presumible que llevará tiempo y un gran esfuerzo educativo corregir. Pero mencionarlo es un modo de revelar el problema, que tiene que ver con nuestra vida y se expresa ahora mismo, cuando el desastre ambiental que padece el país –y no interesa a los actuales gobernantes– deviene drama para esos 30 millones.
Y es que cuando las cada vez más furiosas lluvias y tormentas tropicales hacen estragos en toda la históricamente llamada pampa húmeda, y apacibles campos y ciudades se inundan por meses y dejan consecuencias socioeconómicas devastadoras, es necio no reconocer que esa realidad está vinculada a la apropiación y manipulación del gentilicio nacional. Porque es la gallina de los huevos de oro lo que está muriendo, y eso, que es catastrófico para todos los argentinos, sigue en manos de corporaciones y terratenientes soberbios e ignorantes que en las capitales hablan del “campo” y de la Argentina como si fuera igual para todos.
En las provincias de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires hay estudios que demuestran, por ejemplo, que las napas freáticas que históricamente estaban a un promedio de 10 metros bajo la superficie, ahora están a entre uno y dos metros promedio. Y subiendo temporada tras temporada.
Los regímenes de lluvias y tormentas costeras han cambiado dramáticamente frente a pasividades bien argentinas llamadas imprevisión, cero mantenimiento, modificaciones estúpidas como “ganarles terreno” a los ríos, y fundamental y principalmente la deforestación. Sobre todo este último factor, por la sencilla razón de que donde hay árboles y plantas el ecosistema equilibra el consumo sano de agua. Y donde no los hay sucede lo contrario: o se desertifica o por efecto palangana el agua se junta y produce inundaciones.
Mientras ellos y sus medios les echan la culpa a fenómenos como “El Niño” y al Océano Pacífico, las consecuencias están a la vista y son tremendas: en el último año comunidades pujantes como Rafaela, La Carlota o Pergamino –por citar ejemplos de las tres provincias históricamente graníferas– han sufrido inundaciones y daños sin remedio inmediato. Cuadros similares se repiten en cientos de pueblos y ciudades de Santiago del Estero, Chaco, Corrientes, Entre Ríos. Casi medio país (el 90 por ciento del agropecuariamente más productivo) está hoy en emergencia y, lo que es peor, sin perspectivas de cambio, sin planes ambientales de recuperación y para colmo en manos de cajetillas agrarios.
La causa de todo esto es variada, añosa y compleja, pero tiene un responsable principal que en las últimas dos décadas ha producido el más grande daño ambiental padecido jamás por nuestro país: el cultivo desenfrenado e irracional de la soja. Grano que engorda a la derecha neoliberal y a una oligarquía ciega que, desde la Sociedad Rural y otros grupos, tampoco se da cuenta de que está escupiendo su propio asado. Y tragedia que alcanza a la pequeña y mediana burguesía agraria entregada a sus dictados por sumisión o ignorancia.
Mientras seguimos sin escuchar autocríticas sobre el resultado electoral de 2015, de un lado, y del otro sólo vemos estúpidas alegrías, se profundiza esta grieta tremenda de la que casi no se habla: la Argentina está en emergencia gravísima en materia de tierras, de aguas, del llamado “campo” y de la supervivencia como nación. La ceguera contumaz de las dirigencias –de todos los sectores– sigue sin atender, ni entender, la cuestión central de un país cuyo inmenso territorio e histórica riqueza potencial está en punto de desastre.
Quizá estemos a tiempo todavía para recuperar el territorio con que la pródiga naturaleza privilegió a este país. Pero seguro no será posible sin una política agropecuaria estratégica y con sentido nacional, planificación seria y acuerdos patrióticos que razonadamente organicen la producción, el consumo y las exportaciones. Suele decir Pedro Peretti, ex dirigente de la FAA y máximo referente agropecuario de El Manifiesto Argentino: “No se puede gobernar sin una política agropecuaria propia, dejando que las grandes corporaciones y los megaproductores la ejecuten a su antojo en nombre del mercado”.
No hay otro camino que el que ningún sector político se atreve siquiera a mencionar: el indispensable, urgente y definitivo freno al maltrato de la tierra por parte de los propios terratenientes y de sus organizaciones gremiales por un lado, y por el otro la aplicación de una política impositiva fuerte que grave el latifundio y organice sistemas de producción que antepongan los intereses de la nación a los de las corporaciones de exportadores. Esto es, un nuevo modelo productivo que respete y proteja a las unidades agrarias según su tamaño y su capacidad de producir alimentos tanto para el consumo interno como para la exportación.
No discutir una política agraria en un país agrario que está en semejante emergencia, es, por lo menos, imbécil. Y ése es el gran triunfo cultural de la oligarquía terrateniente que, como ya se ha señalado en esta columna, se expresa en el silencio de los mentimedios, sus tinterillos y cacatúas que le marcan la agenda al presidente: el debate agrario no existe en la Argentina. Bien dice Peretti que “el gran logro político-cultural de la derecha argentina radica en que el uso y tenencia de la tierra, la sojización, el impuesto al latifundio, el sujeto agrario, las políticas públicas diferenciadas, la segmentación, las deforestaciones, las migraciones y etcéteras ni siquiera se nombran”.
Las declaraciones del ministro Buryaile en La Nación dejan en claro que este gobierno viene a concentrar la tierra aún más y no va a proteger a los chacareros ni va a frenar los desmontes. En su propia provincia, Formosa, avanzan desiertos donde hubo bosques de maderas preciosas, diversidad ambiental y comunidades originarias hoy tratadas como maldición.