Este país ya no es lo que era: se ve y se lee a los hijos de la “barbarie populista” mostrando números, confrontando modelos políticos y económicos con los libros en la mano; le hablan a la gente de “transferencia de recursos a los sectores más concentrados”; mientras tanto, los liberales modernos, supuestos herederos de la razón ilustrada, dependen cada vez más de la manipulación mediática de las masas para sostener sus decisiones. ¿Quiénes son, hoy, los custodios de la civilización occidental y cristiana?
La apuesta a una “felicidad” siempre diferida –en espejo con una infelicidad cotidiana que se adjudica a la “pesada herencia”–; las apelaciones abstractas a un “amor universal” presuntamente desideologizado, el voluntarismo bobo del “¡sí, se puede!” hubiesen horrorizado a los teóricos de la escuela económica que reivindican. Ahora los atildados seguidores de Adam Smith (¡que Dios no lo condene por los desatinos de sus falsos apologistas!) reniegan de los postulados científicos del liberalismo y se encomiendan a promesas demagógicas (¡pobreza cero!) imposibles de sustentar con números duros; detectaron, evidentemente, una anomalía en el genoma humano: la gente quiere ser feliz, y hasta es capaz de sacrificar su felicidad para conseguirlo. Como contrapartida, la chusma populista se olvidó de cómo había que hacer para manejar a las masas y ahora se quema las pestañas para presentar prolijos informes sobre la redistribución regresiva del ingreso. Pretenden convencer con la Razón pero solo seducen a los ya convencidos. Es lo peor que le puede pasar a un populista que se precie.
El combo neo conservador criollo, en cambio, elude las incomodidades de esa Razón valiéndose de dos estrategias: puertas adentro se protegen con la insustancialidad tranquilizadora del “management zen” y el “tao de los líderes”; puertas afuera inducen al resentimiento punitivo de parte de la sociedad. El sujeto político que producen es una Doña Rosa sin alpargatas ni libros. Activan en ella las pulsiones más básicas, exacerban sus miedos latentes, potencian los prejuicios que brotan de la ignorancia política. Una receta que antes se les endilgaba a los totalitarismos de cualquier signo y que los liberales cultivados condenaban en nombre de la civilización y el progreso.
No se sabe aún si estos cambios de roles obedecen a un lapsus en el devenir del materialismo dialéctico, si responden a una mutación genética de alcance imprevisible o si, en definitiva, son el fruto podrido de un pragmatismo de entrecasa. Lo cierto es que, al lado de estos vendedores de humo amarillo, los populistas que te compraban la voluntad por un choripán terminan pareciendo constitucionalistas noruegos.