La gran epopeya de los derechos humanos es tan antigua como inapelable, y se sitúa en el corazón de las culturas a las que pertenecemos. Y dicho de otro modo, pertenecemos a esas culturas porque mucho nos dice el concepto de derechos humanos. Pero no los solicitamos siempre, ni siempre del mismo modo. Por eso hay una fuerte discusión en torno a los derechos humanos. Es evidente que apelan a lo que un sector fundamental de la filosofía llamó el “ser genérico del hombre” viendo en ellos un proyecto de liberación que estaba clausurado por la manera en que la sociedad rebajaba la conciencia productiva, expropiando sus frutos. Relacionado con este pensamiento, una variante del humanismo asociada a las izquierdas mundiales se omitió durante largo tiempo de las cuestiones vinculadas a la esfera democrática y no desdeñó la invocación de la violencia, por lo que recluyó el concepto de derechos humanos a un rincón minusvalorado de la tradición liberal-democrática. Entonces, persiguió sus propios itinerarios humanistas por la vía del “hombre colectivo”. Gramsci hizo abundante este concepto en toda su obra, y Trotsky no deja de mencionarlo, como síntesis de un hombre liberado por la comprensión política, artística y técnica de las fuerzas del trabajo. Además, Gramsci y Trotsky se cartean por la cuestión del “futurismo”, que hacía del arte el equivalente de una noción sobre el “poderío técnico de lo humano auto-centrado”. La raíz de la idea de “hombre nuevo”, clave de los años 60, está aquí.
El humanismo de izquierda tuvo su nombre casi excluyente en el siglo XX en la figura de Sartre. Este llegó a definir como “humanista” al conjunto de su filosofía y es necesario convenir que sus grandes trabajos se presentaban, de una forma que quedó inconclusa, como la integración superior del marxismo con la fenomenología, lo que apuntaba a la fusión de las capacidades prácticas del hombre, vinculadas a su grupo y a su clase social, sin abandonar las condiciones de su trágica libertad. Fue Heidegger el que se ocupó de neutralizar este giro que daba Sartre acusándolo del “olvido de la verdad del ser”. De una manera u otra, la fuerte recusación al humanismo sartreano que salía de las profundidades del “Dasein” heideggeriano alimentó a buena parte de la filosofía francesa posterior, que sin embargo conservó el eco de Sartre mucho más allá de su muerte, en la década del 80.
No es absurdo incluso pensarlo en el interior del peronismo, no tanto por la presencia bibliográfica de Fanon sino a través de las conocidas intervenciones de John William Cooke. La idea del “hecho maldito” testifica la presencia de un concepto sartreano. Por otra parte, podemos ver la visita de Sartre a Guevara en Cuba como un proyecto de verificación de las semejanzas y diferencias entre “humanismo” y “humanismo”, uno partiendo de una pequeña isla con alcances universales súbitos, el otro buscando singularidades históricas que sostuvieran “verdades fundamentales pero no abstractas”. Esta historia fue, como se sabe, tajantemente clausurada.
Fueron luego muy celebradas las revisiones antihumanistas de Althusser, quien declaró que el hombre era un “soporte de las relaciones sociales” o que la “sobre-determinación” podía disipar lo humano en las estructuras del lenguaje. Pero nadie llegó más lejos que Foucault en el ataque al humanismo, con la idea de que “el hombre” era una invención reciente y de próxima desaparición, lo que contaba con profusas argumentaciones de asombrosa originalidad. Pero esta tesis mostraba, a cada paso, partes ocultas de tono burlón con las que un filósofo errante gozaba de sus refinadas provocaciones. Por otra parte, la obra de Ernesto Laclau fue un gran proyecto de devolverles a los movimientos sociales de emancipación del siglo XXI los resultados a los que habían llegado el giro retórico y las filosofías del lenguaje, que en ese sentido general abandonaban o “deconstruían” el ejercicio de la hegemonía.
La paradoja del humanismo es que mientras se debilitaba filosóficamente viéndolo desde los confines del giro lingüístico, donde la forma y la cadena del lenguaje definían al sujeto, el fracaso de las insurgencias latinoamericanas obligaba a tender un puente con las tesis del “olvido de las revoluciones que pueden reaparecer como mito democrático”. Y debido a eso, resurgían formas abandonadas del humanismo bajo la forma del renacimiento militante de los derechos humanos, que perdían su condición abstracta para convertirse en alegatos de una condena a los torturadores y agentes estatales de la destrucción metódica de vidas (creadores de métodos como la desaparición).
Esta condena evitaba reivindicar en su interior el antiguo núcleo de hombre armado, por entenderse que los métodos con que se lo había combatido excedían las reglas de cualquier forma de guerra. Y eran a estos métodos a los que había que acusar. Se optaba por remarcar la ausencia de ley (en sentido jurídico, moral y comunitario) lo que permitía sancionar a los agentes estatales de la violencia, dejando en el espacio de las víctimas el peso y los efectos que pudieron tener los actos de la insurgencia armada. De ahí la crítica al prólogo de Sabato al Nunca más, que estaba lejos de ser una pieza sin interés, pero dejaba inadecuados equilibrios (provenía él de la influencia de otro humanista moralizante como Albert Camus) y es comprensible que se pensara que ese texto no podía presidir enteramente el inicio de una época nueva llamada de verdad, memoria y justicia.
De ahí que los derechos humanos, en nuestro país, no significaron una proposición universal sino un descubrimiento específico en torno a todo lo que podía aludir a la existencia de la nación en el grado último de disolución de su ligamento mínimo de significado –el respeto al ser genérico del hombre– sin lo cual se destruiría como ente público. No el Estado, no las clases sociales –aunque se dilapidarían también ellas, por cierto—, sino la entera nación. De ahí que los derechos humanos la refundaban por la mera fuerza de su significación específica y universal, sin significar que se reivindicaban el humanismo del hombre nuevo, sino el del hombre clásico, una estribación anterior no menos válida. Lecturas como la de Hannah Arendt, Lefort, Habermas, sirvieron entonces para afirmar este “demos”, esta “natalidad del sujeto”, esta democracia sin centralidad, que alentó una módica reconstrucción democrática en el país, tormentosa durante el alfonsinismo, y convencida de su paso hacia adelante –la “profundización”— con el kirchnerismo. Pero estos dos momentos se complementan y agregan a los muchos textos que se escribían a la luz de la Carta de Walsh, que recuperara la “indignación del perseguido”, uniéndose así su escrito póstumo al libro inicial de su ciclo dramático, Operación masacre.
Los organismos de derechos humanos, como se hizo evidente, tuvieron varias escisiones de hondo significado. ¿Había que identificar los osarios? ¿Poner nombres en los pañuelos? Hebe, siempre excesiva, limítrofe, trascendental, puso los grandes temas y los grandes abismos. Dionisíaca, no apolínea. Corrió los riesgos más inconcebibles, exploró lo alto y lo bajo. Colocó todo ante lo más explicable y lo más inexplicable. Nora rechazó la incomodidad de sostener relaciones gubernamentales, cualesquiera que fueran. Estela hizo una fina diplomacia al servicio de reparaciones elementales, de inmediato comprendidas por el mundo entero. Sería largo e incómodo hablar de todo esto. Lo explica bien Ulises Gorini en su historia de la Madres. Se demostraba que los derechos humanos, con sus hondos debates y penumbras, eran la forma específica de la sociedad argentina para pensar su existencia colectiva. Mucho más allá de las críticas comprensibles de Alain Badiou –amigo de los movimientos sociales argentinos– que las desarrollaba en su minoritaria tarea de demostrar el hilo “capitalista burgués” que atraviesa la idea abstracta de “derechos humanos”. Pero Badiou, creo, comprende que aquí no era de esta manera. De ahí sus charlas en las asociaciones de derechos humanos argentinas y su difícil tarea ante un público francés cada vez menos dispuesto a escuchar estos temas.
Decir la causa de esta situación lleva a reflexionar sobre el eclipse filosófico de Francia. Esta indiferencia se conjuga con otra forma de la captura de todo tema por la globalización, o bien por la “protocolización” o “judicialización de los conflictos”, lo que no impide sino al contrario que estos sean, en el planeta, cada vez más sangrientos. También queda arrollado el socialismo frugal de Hollande, que pudo ir del Parque de la Memoria a la cancha de Boca sin ninguna pregunta inquietante de por medio. Hizo lo correcto, cumplió el dictado de la diplomacia. ¿No es nuestro amicus curiae frente a Griesa? Ahí está su entusiasmo actual, que se demuestra más activo ahora, según veo. Estamos lejos de Mitterrand.
Otro caso diferente supone la visita de Obama en una fecha crucial para la historia nacional. Pudo ser casual o no, pero no: toda la operación completa significa un juego de billar a tres bandas, que hubiera dejado asombrados a los hermanos Navarrita, pues cesa aparentemente la tensión con Cuba, se declara a Venezuela país “sin derechos humanos” y se dispone a la Argentina como ariete de una reinterpretación de los derechos humanos –¿no era esa su potencia moral?— contra la situación en terceros países. En Venezuela el concepto pierde su connotación singular y humanista y se emplea como una pieza geopolítica activa para la caída de Maduro. Los derechos humanos con Obama involucran al alumno Macri, recientemente designado como del “equipo” argentino para dar vuelta a los derechos humanos como una media, invirtiendo su signo histórico. Eran por fin abstractos y reversibles, para lo cual tuvo que olvidar la frase del “curro”, por lo que se pueden utilizar ahora como una muletilla multívoca, apta para ser un apéndice argumental que acompañe como “protocolo indeterminado de la humanidad”, las necesidades militares y económicas de los complejos globalizados de poder. Con argumentos parecidos se ejerció el colonialismo europeo desde el siglo XVIII.
El gobierno de Macri demuestra tener así un permanente resorte de índole confiscatoria. De pasar a señalar los tropiezos que tuvieron en su largo ciclo democrático los ejercicios de los derechos humanos, ahora con una rápida visita a la ESMA, ya se convirtió en un paladín de la incautación de muchos años de lucha. Obama lo precisa más de lo que parece, pues hace años comenzó citando el gran discurso de Lincoln sobre la “Casa dividida” y luego acumuló retrocesos tras retrocesos. Que venga a la Argentina el 24 de marzo avala la requisa del máximo cordaje pasional de nuestro país contemporáneo. Realiza un desmantelamiento formal de la cárcel de Guantánamo e intenta volver a ser el joven estudiante de Harvard que asociaba derechos sociales a derechos humanos universales. Artificiosamente, quiere lograrlo ahora en la Argentina, gracias al macrismo, con el que montaron una escena de reversión de sentido de alcances mundiales. Dudosamente será efectiva. La manifestación del 24 será más grande que nunca y ya tuvieron que escuchar un documento excepcional y frases lacerantes –la “visita es una provocación”– en la misma sala de reuniones de Olivos. Una historia no se escribe a contrapelo así nomás.
* Sociólogo, ensayista.