viernes, 15 de enero de 2016
CHARLIE HEBDO REPUGNA
El semanario francés señaló que si Kurdi hubiese sobrevivido, murió ahogado en las costas de Turquía en 2015, se habría convertido en "acosador de mujeres…
LANACION.COM.AR
jueves, 14 de enero de 2016
De subversivo a militante Por Elizabeth Gómez Alcorta * y Lara González Carvajal **
“Lunes 9 am, a menos de un mes de asumido el nuevo gobierno nacional. En la puerta de ingreso de una dependencia estatal intervenida, se encuentra la infantería con camiones y decenas de policías impidiendo la entrada. Personas de civil custodiadas por la policía se paran frente a la puerta y definen quien puede y quien no puede entrar a trabajar, según un listado que tienen en la mano y que discrimina a qué trabajadores del organismo se les garantiza la continuidad de su empleo y cuales están despedidos. Este listado fue confeccionado a partir de la identificación de la filiación política de cada uno de ellos.”
Situaciones como estas sucedieron durante la última dictadura cívico militar. El gobierno de facto llevó adelante una política sistemática de persecución política y disciplinamiento de los trabajadores. Sin embargo, el relato corresponde a lo que está sucendiendo hoy en la Argentina.
El empleo público tiene una serie de particularidades vinculadas a que el Estado es el propio empleador, debiendo gozar todo trabajador estatal de la estabilidad de su empleo. A la vez, cuando el Estado quiere rescindir una relación laboral lo debe hacer con causa justificada y por medio de un procedimiento reglado.
Por este motivo, la decisión política del nuevo gobierno nacional, de despedir masivamente a trabajadores tanto en dependencias del ámbito ejecutivo, como del legislativo, a nivel nacional, provincial y municipal, no puede sino alarmarnos en términos institucionales, políticos, gremiales y sociales. Máxime cuando estas prácticas están vinculadas a lo más trágico de nuestra historia.
Esta política, sostenida por varios de los funcionarios nacionales, desde el presidente Mauricio Macri a Gabriela Michetti y Andrés Ibarra –sólo por mencionar algunos– se vio plasmada en la firma del Decreto No.254/2015 por el cual se ordena revisar todas las contrataciones del personal estatal efectuadas en los últimos tres años, prometiendo públicamente que en una primera etapa aquella pesquisa recaerá en 24.000 empleos y en 11.000 concursos en marcha; y en una segunda etapa en 40.000 contratos más.
Desde el plano fáctico, aquella “revisión” alcanza su paroxismo con el despido de miles de trabajadores del Senado nacional, del Centro Cultural Kirchner, de la Afsca y de múltiples dependencias y organismos públicos y diversos municipios.
Desde el plano discursivo, el gobierno anunció que se revisarán las contrataciones de los trabajadores estatales para poder identificar quienes son militantes, y de ese modo, llevar adelante una suerte de “limpieza” en la administración pública. Si bien el Ministro de Modernización, Andrés Ibarra, afirmó que se iba a revisar “caso por caso” en función de las necesidades de servicios y de la búsqueda de supuestos “ñoquis”, lo cierto es que en las pocas semanas de gestión del gobierno macrista se produjeron despidos masivos y selectivos, en función de la filiación política de los trabajadores.
La idea de que “el Estado no es una bolsa de trabajo, no tiene que pagarle a una cantidad enorme de militantes de algún partido político” podría conjugarse con la de “corregir excesos, impedir desviaciones, reordenar y reencauzar la vida nacional, cambiar la actitud argentina con respecto a la propia responsabilidad, facilitar en suma, el desarrollo de nuestra potencialidad”. Sin embargo, las primeras palabras fueron pronunciadas por la actual vicepresidenta de la Nación, días después del dictado del decreto antes mencionado –y luego de despedir a más de 4000 empleados del Senado–, y las segundas fueron expresadas por el general Horacio Tomás Liendo, Ministro de Trabajo de Videla, para justificar el decreto-ley 21.274.
Esta ultima norma, dictada a los pocos días del Golpe –el 29 de marzo de 1976–, autorizaba a dar de baja por razones de servicio –sin causa– al personal de planta, transitorio o contratado, de cualquier dependencia estatal y fue replicada en cada provincia por los interventores.
El paralelismo es evidente. Ambos gobiernos recién llegados al poder requieren “normalizar la administración publica”, por lo que deben prescindir de una importante cantidad de trabajadores politizados.
Durante el Terrorismo de Estado, la prescindibilidad estaba ligada a “un factor real o potencial de perturbación del normal funcionamiento del organismo al cual pertenece” o que “de cualquier forma [el trabajador] esté vinculado a actividades de carácter subversivo o disociadoras”.
Para el gobierno macrista, en la administración pública no hay lugar para militantes. Los trabajadores estatales que participan activamente de la vida política son falsamente identificados como ñoquis y deben ser “erradicados”, tal como sostuvo Gabriela Michetti. La vicepresidenta afirmó que la presencia de militantes políticos en el ámbito público “ha ido boicoteando las verdaderas funciones del Estado.”
Tanto el discurso como las prácticas autoritarias de ambos gobiernos tuvieron y tienen efectos subjetivos sobre la participación política de los trabajadores y, en definitiva, en la construcción y consolidación de una ciudadanía democrática.
Tener que militar clandestinamente en democracia para poder sostener un trabajo es claramente un gravísimo retroceso histórico y político que nos retrotrae a los tiempos de la dictadura y que tendrá ciertamente consecuencias e implicancias que aún no podemos percibir.
A diferencia del discurso republicano utilizado en su campaña, el gobierno de Macri tiene evidentes rasgos autoritarios que debieran interpelarnos a todos los ciudadanos desde la responsabilidad colectiva de cuidar nuestra vida democrática.
* Abogada (UBA). ** Politóloga (UBA).
Situaciones como estas sucedieron durante la última dictadura cívico militar. El gobierno de facto llevó adelante una política sistemática de persecución política y disciplinamiento de los trabajadores. Sin embargo, el relato corresponde a lo que está sucendiendo hoy en la Argentina.
El empleo público tiene una serie de particularidades vinculadas a que el Estado es el propio empleador, debiendo gozar todo trabajador estatal de la estabilidad de su empleo. A la vez, cuando el Estado quiere rescindir una relación laboral lo debe hacer con causa justificada y por medio de un procedimiento reglado.
Por este motivo, la decisión política del nuevo gobierno nacional, de despedir masivamente a trabajadores tanto en dependencias del ámbito ejecutivo, como del legislativo, a nivel nacional, provincial y municipal, no puede sino alarmarnos en términos institucionales, políticos, gremiales y sociales. Máxime cuando estas prácticas están vinculadas a lo más trágico de nuestra historia.
Esta política, sostenida por varios de los funcionarios nacionales, desde el presidente Mauricio Macri a Gabriela Michetti y Andrés Ibarra –sólo por mencionar algunos– se vio plasmada en la firma del Decreto No.254/2015 por el cual se ordena revisar todas las contrataciones del personal estatal efectuadas en los últimos tres años, prometiendo públicamente que en una primera etapa aquella pesquisa recaerá en 24.000 empleos y en 11.000 concursos en marcha; y en una segunda etapa en 40.000 contratos más.
Desde el plano fáctico, aquella “revisión” alcanza su paroxismo con el despido de miles de trabajadores del Senado nacional, del Centro Cultural Kirchner, de la Afsca y de múltiples dependencias y organismos públicos y diversos municipios.
Desde el plano discursivo, el gobierno anunció que se revisarán las contrataciones de los trabajadores estatales para poder identificar quienes son militantes, y de ese modo, llevar adelante una suerte de “limpieza” en la administración pública. Si bien el Ministro de Modernización, Andrés Ibarra, afirmó que se iba a revisar “caso por caso” en función de las necesidades de servicios y de la búsqueda de supuestos “ñoquis”, lo cierto es que en las pocas semanas de gestión del gobierno macrista se produjeron despidos masivos y selectivos, en función de la filiación política de los trabajadores.
La idea de que “el Estado no es una bolsa de trabajo, no tiene que pagarle a una cantidad enorme de militantes de algún partido político” podría conjugarse con la de “corregir excesos, impedir desviaciones, reordenar y reencauzar la vida nacional, cambiar la actitud argentina con respecto a la propia responsabilidad, facilitar en suma, el desarrollo de nuestra potencialidad”. Sin embargo, las primeras palabras fueron pronunciadas por la actual vicepresidenta de la Nación, días después del dictado del decreto antes mencionado –y luego de despedir a más de 4000 empleados del Senado–, y las segundas fueron expresadas por el general Horacio Tomás Liendo, Ministro de Trabajo de Videla, para justificar el decreto-ley 21.274.
Esta ultima norma, dictada a los pocos días del Golpe –el 29 de marzo de 1976–, autorizaba a dar de baja por razones de servicio –sin causa– al personal de planta, transitorio o contratado, de cualquier dependencia estatal y fue replicada en cada provincia por los interventores.
El paralelismo es evidente. Ambos gobiernos recién llegados al poder requieren “normalizar la administración publica”, por lo que deben prescindir de una importante cantidad de trabajadores politizados.
Durante el Terrorismo de Estado, la prescindibilidad estaba ligada a “un factor real o potencial de perturbación del normal funcionamiento del organismo al cual pertenece” o que “de cualquier forma [el trabajador] esté vinculado a actividades de carácter subversivo o disociadoras”.
Para el gobierno macrista, en la administración pública no hay lugar para militantes. Los trabajadores estatales que participan activamente de la vida política son falsamente identificados como ñoquis y deben ser “erradicados”, tal como sostuvo Gabriela Michetti. La vicepresidenta afirmó que la presencia de militantes políticos en el ámbito público “ha ido boicoteando las verdaderas funciones del Estado.”
Tanto el discurso como las prácticas autoritarias de ambos gobiernos tuvieron y tienen efectos subjetivos sobre la participación política de los trabajadores y, en definitiva, en la construcción y consolidación de una ciudadanía democrática.
Tener que militar clandestinamente en democracia para poder sostener un trabajo es claramente un gravísimo retroceso histórico y político que nos retrotrae a los tiempos de la dictadura y que tendrá ciertamente consecuencias e implicancias que aún no podemos percibir.
A diferencia del discurso republicano utilizado en su campaña, el gobierno de Macri tiene evidentes rasgos autoritarios que debieran interpelarnos a todos los ciudadanos desde la responsabilidad colectiva de cuidar nuestra vida democrática.
* Abogada (UBA). ** Politóloga (UBA).
Durante el siglo XX existió una experiencia inédita que mostró y volvió definitivamente patente un aspecto que anudaba la organización colectiva con el terror, el llamado Totalitarismo. Más allá de los distintos análisis que intentaron interpretarlo en su verdadera esencia, casi todos coinciden en que dicha formación histórica, admitiendo la diferencia crucial entre el estalinismo y el nacionalsocialismo, intenta asegurar su cohesión, su plenitud como identidad, su clausura como sociedad consistente y realizada desencandenando una lógica de terror y eliminación de toda existencia que se perciba como amenaza de la totalidad alcanzada. Después de Aristóteles la gran invención política moderna ha sido el totalitarismo como un estado de terror capaz de llegar a capturar en sus redes al lenguaje mismo. De esta experiencia siniestra de la política, surgieron distintos pensadores que intentaron pensar la democracia, como el auténtico reverso y cura del totalitarismo, como la auténtica prevención y “cura” de la vocación totalitaria. Para estos autores, la democracia como tal, debía presentarse como una estructura parcial, siempre mejorable, inacabada y constituida a partir de un vacío que no fuese posible colmar ni clausurar por un líder o una ley racial o una ley “científica de la Historia”. Así las democracias occidentales hablaron a través de sus representantes el idioma dilecto, tanto a izquierda como a derecha, del antitotalitarismo. Pero en esta nueva mutación del capitalismo, que denominamos neoliberalismo, la disyunción totalitarismo o democracia se ha vuelto opaca y enmascara una nueva cuestión, que las verdaderas decisiones que toman los mercados no son nunca votadas, y que es el neoliberalismo el que funciona como un dispositivo con pretensiones totalizantes, tanto intentando cerrar toda brecha social que muestre la heterogeneidad inevitable de lo social, como el de negar cualquier antagonismo con el nombre de “grieta”, “crispación” y finalmente denunciando como “totalitaria” a las experiencias populares que por desear no seguir los pasos del Amo corporativo necesitan sostenerse en un discurso ideológico que exige una militancia social que va mas allá de la vida institucional, vida, que hasta el momento de las experiencias contrahegemónicas populares, desfallecía en un inmovilismo inerte. Un ejemplo claro de todo esto es el actual gobierno argentino, el que se anunció como un gobierno “liberal”, “republicano” y democráticamente inspirado por los tonos de la autoayuda y el coach. Han bastado apenas unos días para observar la verdad de lo que estaba en juego. Primero, sus mercenarios mediáticos de las grandes cadenas se encargaron de mostrar al gobierno popular como totalitario, preparando de este modo la deslegitimación pertinente que les permitiera hacer cualquier cosa, reprimir como hacia años a los trabajadores en la calle, atentar contra los centros de derechos humanos con amenazas de bombas, presentar a los intelectuales y artistas que apoyaron el proyecto popular anterior como abducidos (utilizando la adhesión a Hitler cómo fenómeno explicativo) o en todo caso contratados por el Estado. Por ello, como están desmontando un estado totalitario, que además había construido un relato sobre su aventura la intención ilimitada de destruirlo se manifiesta en toda su potencia, incluso sin calcular en la propias condiciones de gobernabilidad, que aún el proyecto neoliberal tiene que demostrar. En cualquier caso se ha producido, por las exigencias de seguridad y los protocolos de control que la gobernanza neoliberal exige, una transformación perversa de la oposición entre el totalitarismo y la democracia. Ahora es el neoliberalismo, cuyo verdadero funcionamiento es el de un nuevo “estado de excepción”, el que tendencialmente no podrá ser regulado democráticamente, el que despliega su vocación totalitaria al modo de un festival, mientras acusa de totalitaria a cualquier experiencia, que desee, ya no atentar contra la propiedad privada o alentar la propiedad colectiva, sino incluso a aquellos proyectos populares que sólo deseaban la existencia de la inclusión social. Que los ricos nunca atentan contra ellos y votan por quienes los saben custodiar y en cambio un gran segmento de la población se entrega al proyecto neoliberal no es ajeno a lo que venimos invocando aquí. El neoliberalismo seduce y atrapa con lo ilimitado, con el comienzo absoluto, con el presente permanente de la tv, con la inmediatez sin rodeos de los medios técnicos y con un nuevo tipo de identificación propio de la pulsión de muerte en su expansión democrática, ser capaz de hacerme un gran daño, incluso perder todo con tal de destruir al otro. Hacerse la victima para poder matar, así el nuevo gobierno neoliberal argentino, llama al “amor” que el supuesto totalitarismo anterior no entendía porque asumía confrontaciones, mientras prepara la devastación general. * Psicoanalista y escritor. 12/01/16 Página|12
Desde la segunda mitad del siglo XX, el dólar se convirtió en una institución de la política nacional. Los argentinos se acostumbraron a pensar en él y a considerar la cotización: periodistas y noticieros las daban antes o después del pronóstico del tiempo. Según los sociólogos Ariel Wilkis y Mariana Luzzi, hoy, a través de la divisa norteamericana los productores sojeros que acopian y especulan expresan una gramática política y moral de resistencia al Estado.
El periodista e historiador Raimund Pretzel (que publicaba bajo el seudónimo de Sebastian Haffner) tenía 16 años en 1923, cuando estalló la hiperinflación alemana. La recuerda en un asombroso libro de memorias escrito desde el exilio inglés, a finales de los años 30. A medida que el aumento generalizado de los precios se desbocaba, el dólar iba ganando espacio en la vida de los alemanes, llegando a la tapa de los diarios, convirtiéndose en el tema del día. Ya no se trataba de una simple información financiera; la cotización de la moneda norteamericana (mucho antes de que su hegemonía mundial fuera indiscutible) se había convertido en un número cargado de sentidos, capaz de expresar el valor de la moneda nacional y, con él, tanto el rumbo de la economía como la suerte del gobierno: “Aquel año, el lector de periódicos tuvo la oportunidad de volver a practicar una variedad más del emocionante juego numérico que había tenido lugar durante la guerra, cuando las cifras de prisioneros y la cuantía del botín habían dominado los titulares. En esta ocasión las cantidades no se referían a acontecimientos bélicos, a pesar de que el año hubiese comenzado con un ánimo muy guerrero, sino a una cuestión bursátil rutinaria, hasta entonces carente de todo interés: la cotización del dólar. Las oscilaciones del valor del dólar eran el barómetro que permitía calcular la caída del marco con una mezcla de miedo y excitación. Además se podía observar otra reacción: cuanto más subía el dólar más aventurados eran nuestros vuelos hacia el reino de la fantasía.”
Si la descripción de Haffner puede sonar extraña para muchos –quizás incluso para los propios alemanes de hoy, nada de ello es ajeno para los argentinos, acostumbrados desde hace décadas a considerar la cotización del dólar como eso que los estudiosos de las estadísticas llaman números públicos y que suponen la transformación de ciertas medidas en verdaderos dispositivos culturales que exceden largamente el universo técnico que las creó, y contribuyen a dar forma a las prácticas y representaciones de diversos agentes sociales.
Fue en la Argentina de los años ’80, al calor de la inflación y el estancamiento económico, que el dólar llegó a los noticieros televisivos junto con las informaciones sobre la Bolsa. Así, muchos recordarán la placa con la que durante muchos años se cerraban los informativos, segundos antes (o después) del pronóstico del tiempo. Sólo los períodos de estabilidad monetaria permitieron abandonar el registro diario del mercado cambiario, rápidamente reinstalado –con las correspondientes actualizaciones terminológicas de la época- ante las primeras oscilaciones del valor de la moneda.
Ese fue el caso desde 2011, a medida que fueron implementándose las medidas popularizadas bajo el nombre del “cepo”. Y esta recuperación de la cotización del dólar como información cotidiana fue acompañada también por una reedición de las discusiones públicas en torno de la moneda norteamericana, sobre todo de la tendencia de los argentinos a ahorrar, invertir y hacer sus cuentas (al menos una parte de ellas) en dólares. Periodistas, funcionarios públicos, economistas, cientistas políticos y otros especialistas vienen debatiendo desde entonces sobre cuál es la mejor manera de comprender –y eventualmente superar- lo que consideran una de las grandes excepcionalidades de la Argentina. El reciente levantamiento del “cepo”volvió a alimentar este debate.
¿Por qué tantos argentinos quieren comprar dólares? parece ser la gran pregunta de la hora. A lo largo de las intervenciones que poblaron los diarios y los debates televisivos en el momento de la instauración del “cepo” dos argumentos diferentes (pero no siempre opuestos) fueron delineados. Por un lado, aquel que señalaba la búsqueda de dólares como un modo de “respuesta racional” frente a la persistencia de la inflación, en un país que ya había conocido períodos de alta inflación e inclusive dos hiperinflaciones en 1989 y 1990. En un contexto en el que la moneda nacional perdía valor, “refugiarse” en una moneda fuerte como el dólar era postulado como una respuesta “normal”. Por otro, aquel que sostenía que la preferencia por el dólar no podía explicarse en términos económicos, sino que era un “problema cultural”. En una coyuntura internacional en la que la moneda norteamericana perdía valor, y mientras existían alternativas de inversión más rentables que la “apuesta al dólar”, buscar dólares no podía ser visto como “racional”. Era entonces, para quienes defendían esta perspectiva, un rasgo cultural de los argentinos. Ambas hipótesis se vuelven líneas de fuga para enfrentar la mentada excpecionalidad argentina.Pensar una alternativa frente a ellas sugiere reponer la política.
El periodista e historiador Raimund Pretzel (que publicaba bajo el seudónimo de Sebastian Haffner) tenía 16 años en 1923, cuando estalló la hiperinflación alemana. La recuerda en un asombroso libro de memorias escrito desde el exilio inglés, a finales de los años 30. A medida que el aumento generalizado de los precios se desbocaba, el dólar iba ganando espacio en la vida de los alemanes, llegando a la tapa de los diarios, convirtiéndose en el tema del día. Ya no se trataba de una simple información financiera; la cotización de la moneda norteamericana (mucho antes de que su hegemonía mundial fuera indiscutible) se había convertido en un número cargado de sentidos, capaz de expresar el valor de la moneda nacional y, con él, tanto el rumbo de la economía como la suerte del gobierno: “Aquel año, el lector de periódicos tuvo la oportunidad de volver a practicar una variedad más del emocionante juego numérico que había tenido lugar durante la guerra, cuando las cifras de prisioneros y la cuantía del botín habían dominado los titulares. En esta ocasión las cantidades no se referían a acontecimientos bélicos, a pesar de que el año hubiese comenzado con un ánimo muy guerrero, sino a una cuestión bursátil rutinaria, hasta entonces carente de todo interés: la cotización del dólar. Las oscilaciones del valor del dólar eran el barómetro que permitía calcular la caída del marco con una mezcla de miedo y excitación. Además se podía observar otra reacción: cuanto más subía el dólar más aventurados eran nuestros vuelos hacia el reino de la fantasía.”
Si la descripción de Haffner puede sonar extraña para muchos –quizás incluso para los propios alemanes de hoy, nada de ello es ajeno para los argentinos, acostumbrados desde hace décadas a considerar la cotización del dólar como eso que los estudiosos de las estadísticas llaman números públicos y que suponen la transformación de ciertas medidas en verdaderos dispositivos culturales que exceden largamente el universo técnico que las creó, y contribuyen a dar forma a las prácticas y representaciones de diversos agentes sociales.
Fue en la Argentina de los años ’80, al calor de la inflación y el estancamiento económico, que el dólar llegó a los noticieros televisivos junto con las informaciones sobre la Bolsa. Así, muchos recordarán la placa con la que durante muchos años se cerraban los informativos, segundos antes (o después) del pronóstico del tiempo. Sólo los períodos de estabilidad monetaria permitieron abandonar el registro diario del mercado cambiario, rápidamente reinstalado –con las correspondientes actualizaciones terminológicas de la época- ante las primeras oscilaciones del valor de la moneda.
Ese fue el caso desde 2011, a medida que fueron implementándose las medidas popularizadas bajo el nombre del “cepo”. Y esta recuperación de la cotización del dólar como información cotidiana fue acompañada también por una reedición de las discusiones públicas en torno de la moneda norteamericana, sobre todo de la tendencia de los argentinos a ahorrar, invertir y hacer sus cuentas (al menos una parte de ellas) en dólares. Periodistas, funcionarios públicos, economistas, cientistas políticos y otros especialistas vienen debatiendo desde entonces sobre cuál es la mejor manera de comprender –y eventualmente superar- lo que consideran una de las grandes excepcionalidades de la Argentina. El reciente levantamiento del “cepo”volvió a alimentar este debate.
¿Por qué tantos argentinos quieren comprar dólares? parece ser la gran pregunta de la hora. A lo largo de las intervenciones que poblaron los diarios y los debates televisivos en el momento de la instauración del “cepo” dos argumentos diferentes (pero no siempre opuestos) fueron delineados. Por un lado, aquel que señalaba la búsqueda de dólares como un modo de “respuesta racional” frente a la persistencia de la inflación, en un país que ya había conocido períodos de alta inflación e inclusive dos hiperinflaciones en 1989 y 1990. En un contexto en el que la moneda nacional perdía valor, “refugiarse” en una moneda fuerte como el dólar era postulado como una respuesta “normal”. Por otro, aquel que sostenía que la preferencia por el dólar no podía explicarse en términos económicos, sino que era un “problema cultural”. En una coyuntura internacional en la que la moneda norteamericana perdía valor, y mientras existían alternativas de inversión más rentables que la “apuesta al dólar”, buscar dólares no podía ser visto como “racional”. Era entonces, para quienes defendían esta perspectiva, un rasgo cultural de los argentinos. Ambas hipótesis se vuelven líneas de fuga para enfrentar la mentada excpecionalidad argentina.Pensar una alternativa frente a ellas sugiere reponer la política.
La hipótesis política
La soja es como el dólar”, decía hace un año un productor rural de la provincia de Santa Fe. Escuchamos estas palabras en una de las primeras visitas a una zona que había transformado su fisonomía económica y social, desde la expansión del cultivo de la soja que comenzó a fines de los 80’, de la mano de una verdadera revolución tecnológica en el campo (la incorporación de OGM y la metodología de la siembra directa). Sobre todo en la última década y media, este cultivo se había transformado en un commodity global cuya comercialización aportaba miles de millones de dólares a la economía argentina. No por casualidad, uno de los conflictos políticos más agudos del período tuvo lugar en 2008, con los productores sojeros como grandes protagonistas Tiempo después, los mismos productores volverían a estar en las tapas de los diarios a raíz de las políticas de restricción cambiaria. Junto a los grandes comercializadores de granos, fueron señalados por representantes del gobierno como los responsables de llevar adelante acciones “desestabilizadoras” del peso argentino. Fueron acusados de retener la producción de soja en lugar de venderla en el mercado internacional, impedir el ingreso de divisas al país y así especular con una devaluación del peso.
“La soja es moneda corriente. Levanto el teléfono y vendo”, nos indicaba un productor para referirse a la soja acopiada en una cooperativa que comercializa su producción. Otros nos hablaban de la soja como un circuito financiero en sí mismo: se la puede “ahorrar”, se la puede ser usar para pagar y también para especular. Este último punto es que más había asomado luego de la restricción cambiaria. A los ojos de los funcionarios, los productores estaban desestabilizando la moneda argentina; según estos, estaban esperando vender en el mejor momento.
Seguir de cerca las transacciones, cálculos y narrativas de los productores sojeros (entre otros actores) nos ayuda a construir una hipótesis. Ellos expresan una gramáticapolítica y moral de resistencia al Estado; para ellos, la divisa norteamericana tiene una función que no se lee en los manuales de economía ortodoxa: es una moneda contra el Estado, para retomar la figura del antropólogo francés Pierre Clastres (la sociedad contra el Estado).
Hacia una historia de la popularización del dólar
Ahora bien, las restricciones externas y los ciclos inflacionarios e hiperinflacionarios son contextos necesarios pero no suficientes para comprender estas funciones políticas del dólar. Una historia de la popularización del dólar requiere ser trazada.
Durante nuestro trabajo de campo, un informante nos dijo sin sonrrojarse: “En Argentina, el dólar significó la democratización de los negocios”. Su comentario se refería al momento en el cual el acceso al dólar había dejado de ser exclusivo de ciertas élites para estar a la mano de otros sectores sociales. Este entrevistado ubicaba este momento a mediados y fines de los años ‘70, en un contexto de liberalización financiera y desarrollo de políticas activas que apuntaban al fomento del mercado de capitales.
A fines de los ‘50, con la primera gran devaluación, y las sucesivas que le siguieron durante los ‘60, el mercado cambiario conectaba a una emergente clase media acomodada con la divisa norteamericana. Esta asomaba como reserva de valor y competía ya con la inversión en bienes inmuebles, sobre todo en la costa argentina. El gobierno que derrocó a Perón había habilitado a los bancos a ofrecer depósitos en dolares, representando un claro indicador que la divisa norteamericana estaba ya presente en el repertorio financiero de los sectores acomodados (el sistema bancario era restringido). Esta posibilidad no debía sorprender: ya hacía un tiempo que el sistema bancario ofrecía la transferencia de divisas a plazas del exterior como Uruguay. En los tiempos del primer peronismo los circuitos financieros aceitaban estas tranferencias, muchas veces quienes los aprovechaban era los más acerrimos opositores al peronismo.
A fines de los ’60 y principios de los ’70, los modos de hacer periodismo se transformaron profundamente, en un movimiento que alcanzó también a las secciones económicas de los grandes matutinos y las revistas de actualidad. Se empezaba a usar un lenguaje más sencillo y amigable para comunicar los asuntos económicos, que ya no se concebían como exclusivos del mundo empresario sino como parte de los intereses del gran público La cobertura del dólar entró dentro de estas transformaciones, que permitirían volver ordinario un tema que hasta entonces había estado restringido a cuestiones técnicas como la balanza de pagos, el comercio exterior, o la actividad en la Bolsa. El periodismo económico requirió de estas transformaciones para acompañar un proceso de lenta maduración. Para quienes fueron pioneros en este proceso, la máxima era que los comentarios sobre la situación económica -y la divisa norteamericana como parte de ella- tenían que estar al alcance de la ama de casa, del “hombre común”.
A mediados de los ‘80 Juan Carlos Portantiero hablaba de la inflación como de un “fenómeno de fronteras”, a la vez económico y político, expresión de un punto crítico en todo sistema social (aquel que refiere a la posibilidad de establecer consensos sobre recursos básicos como el dinero y el poder). El argumento apuntaba a señalar que sólo la consideración de ese carácter liminar permitiría comprender cabalmente el fenómeno –y su persistencia. A esto apunta también la hipótesis que venimos a sostener aquí. Si la cotización del dólar es un número cargado de sentido para las audiencias argentinas es porque, al menos desde la segunda mitad del siglo XX, la moneda norteamericana se ha convertido en una verdadera institución de la política nacional. De ahí su persistencia. El dólar que permite resistir al Estado también –como observamos claramente en las últimas semanas- sirve a éste para distribuir ganancias y pérdidas entre diferentes actores sociales. El dólar puede ser así,también, una moneda contra la sociedad.
Revista Anfibia
www.revistaanfibia.com
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