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martes, 6 de octubre de 2015
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lunes, 5 de octubre de 2015
El duelo Por Jorge Luis Borges A Juan Osvaldo Viviano
Henry James –cuya labor me fue revelada por una de mis dos protagonistas, la señora de Figueroa– quizá no hubiera desdeñado la historia. Le hubiera consagrado más de cien páginas de ironía y ternura, exornadas de diálogos complejos y escrupulosamente ambiguos. No es improbable su adición de algún rasgo melodramático. Lo esencial no habría sido modificado por el escenario distinto: Londres o Boston. Los hechos ocurrieron en Buenos Aires y ahí los dejaré. Me limitaré a un resumen del caso, ya que su lenta evolución y su ámbito mundano son ajenos a mis hábitos literarios. Dictar este relato es para mí una modesta y lateral aventura. Debo prevenir al lector que los episodios importan menos que la situación que los causa y los caracteres.
Es típico de Marta Pizarro que, al referirse a ella, todos la definieran como hermana de la brillante Nélida Sara, casada y separada.
Antes de elegir el pincel, Marta Pizarro había considerado la alternativa de las letras. Podía ser ocurrente en francés, el idioma habitual de sus lecturas; el español, para ella, no pasaba de ser un mero utensilio casero, como el guaraní para las señoras de la provincia de Corrientes. Los diarios habían puesto a su alcance páginas de Lugones y del madrileño Ortega y Gasset; el estilo de esos maestros confirmó su sospecha de que la lengua a la que estaba predestinada es menos apta para la expresión del pensamiento o de las pasiones que para la vanidad palabrera. Sólo sabía de la música lo que debe saber toda persona que asiste correctamente a conciertos. Era puntana; inició su carrera con escrupulosos retratos de Juan Crisóstomo Lafinur y del coronel Pascual Pringles, que fueron previsiblemente adquiridos por el Museo Provincial. Del retrato de próceres locales pasó a las casas viejas de Buenos Aires, cuyos modestos patios delineó con modestos colores, no con la charra escenografía que otros les donan. Alguien –que ciertamente no fue la señora de Figueroa– dijo que todo su arte se alimentaba de los maestros de obras genoveses del siglo diecinueve. Entre Clara Glencairn y Nélida Sara (que, según dicen, había gustado alguna vez del doctor Figueroa) hubo siempre cierta rivalidad; quizá el duelo fue entre las dos y Marta un instrumento.
Todo, según se sabe, ocurre inicialmente en otros países y a la larga en el nuestro. La secta de pintores, hoy tan injustamente olvidada, que se llamó concreta o abstracta, como para indicar su desdén de la lógica y del lenguaje, es uno de tantos ejemplos. Argumentaba, creo, que de igual modo que a la música le está permitido crear un orbe propio de sonidos, la pintura, su hermana, podría ensayar colores y formas que no reprodujeran los de las cosas que nuestros ojos ven. Lee Kaplan escribió que sus telas, que indignaban a los burgueses, acataban la bíblica prohibición, compartida por el Islam, de labrar con manos humanas ídolos de seres vivientes. Los iconoclastas, argüía, estaban restaurando la genuina tradición del arte pictórico, falseada por herejes como Durero o como Rembrandt. Sus detractores lo acusaron de haber invocado el ejemplo que nos dan las alfombras, los calidoscopios y las corbatas. Las revoluciones estéticas proponen a la gente la tentación de lo irresponsable y lo fácil; Clara Glencairn optó por ser una pintora abstracta. Siempre había profesado el culto de Turner; se dispuso a enriquecer el arte concreto con sus esplendores indefinidos. Trabajó sin apremio, rehizo o destruyó varias composiciones y en el invierno de 1954 exhibió una serie de témperas en una sala de la calle Suipacha, cuya especialidad eran las obras que una metáfora militar, entonces en boga, llamaba de vanguardia. Ocurrió un hecho paradójico: la crítica general fue benigna, pero el órgano oficial de la secta reprobó esas formas anómalas que, si bien no eran figurativas, sugerían el tumulto de un ocaso, de una selva o del mar y no se resignaban a ser austeros redondeles y rayas. Acaso la primera en sonreír fuera Clara Glencairn. Había querido ser moderna y los modernos la rechazaban. La ejecución de su obra le importaba más que su éxito y no dejó de trabajar. Ajena a este episodio, la pintura seguía su camino.
Ya había empezado el duelo secreto. Marta no sólo era una artista; le interesaba con ahínco lo que no es injusto llamar lo administrativo del arte y era prosecretaria de la sociedad que se llama el Círculo de Giotto. Al promediar el año 55 logró que Clara, admitida ya como socia, figurara como vocal en la lista de las nuevas autoridades. El hecho, en apariencia baladí, merece un análisis. Marta había apoyado a su amiga, pero es indiscutible, aunque misterioso, que la persona que confiere un favor supera de algún modo a quien lo recibe.
Hacia el año sesenta, "dos pinceles a nivel internacional" –séanos perdonada esta jerga– se disputaban un primer premio. Uno de los candidatos, el mayor, había consagrado solemnes óleos a la figuración de gauchos tremebundos, de una altitud escandinava; su rival, harto joven, había logrado aplausos y escándalo mediante la aplicada incoherencia. Los jurados, que habían rebasado el medio siglo, temían que la gente les imputara un criterio anticuado y propendían a votar por el último, que íntimamente no les gustaba. Al cabo de tenaces debates, hechos al principio de cortesía y al fin de tedio, no se ponían de acuerdo. En el decurso de la tercera discusión, alguno opinó:
–B me parece malo; realmente me parece inferior a la misma señora de Figueroa.
–¿Usted la votaría? –dijo otro, con un dejo de sorna.
–Sí –replicó el primero, que ya estaba irritado.
Esa misma tarde, el premio fue otorgado por unanimidad a Clara Glencairn. Era distinguida, querible, de una moral sin tacha y solía dar fiestas, que las revistas más costosas fotografiaban, en su quinta del Pilar. La consabida cena de homenaje fue organizada y ofrecida por Marta. Clara la agradeció con pocas y atinadas palabras; observó que no existe una oposición entre lo tradicional y lo nuevo, entre el orden y la aventura, y que la tradición está hecha de una trama secular de aventuras. A la demostración asistieron numerosas personas de sociedad, casi todos los miembros del jurado y uno que otro pintor.
Todos pensamos que el azar nos ha deparado un ámbito mezquino y que los otros son mejores. El culto de los gauchos y el Beatus ille son nostalgias urbanas; Clara Glencairn y Marta, hartas de las rutinas del ocio, codiciaban el mundo de los artistas, gente que había dedicado su vida a la creación de cosas bellas. Presumo que en el cielo los Bienaventurados opinan que las ventajas de ese establecimiento han sido exageradas por los teólogos que nunca estuvieron ahí. Acaso en el infierno los réprobos no son siempre felices.
Un par de años después ocurrió en la ciudad de Cartagena el Primer Congreso Internacional de Plásticos Latinoamericanos. Cada república mandó su representante. El temario –séanos perdonada la jerga– era de palpitante interés: ¿puede el artista prescindir de lo autóctono, puede omitir o escamotear la fauna y la flora, puede ser insensible a la problemática de carácter social, puede no unir su voz a la de quienes están combatiendo el imperialismo sajón, etcétera, etcétera? Antes de ser embajador en el Canadá, el doctor Figueroa había cumplido en Cartagena un cargo diplomático; a Clara, un tanto envanecida por el premio, le hubiera gustado volver, ahora como artista. Esa esperanza fracasó; Marta Pizarro fue designada por el gobierno. Su actuación (aunque no siempre persuasiva) fue no pocas veces brillante, según el testimonio imparcial de los corresponsales de Buenos Aires.
La vida exige una pasión. Ambas mujeres la encontraron en la pintura o, mejor dicho, en la relación que aquélla les impuso. Clara Glencairn pintaba contra Marta y de algún modo para Marta; cada una era el juez de su rival y el solitario público. En esas telas, que ya nadie miraba, creo advertir, como era inevitable, un influjo recíproco. Es importante no olvidar que las dos se querían y que en el curso de aquel íntimo duelo obraron con perfecta lealtad.
Fue por aquellos años que Marta, que ya no era tan joven, rechazó una oferta de matrimonio; sólo le interesaba su batalla.
El día 2 de febrero de 1964, Clara Glencairn murió de un aneurisma. Las columnas de los diarios le consagraron largas necrologías, de las que todavía son de rigor en nuestro país, donde la mujer es un ejemplar de la especie, no un individuo. Fuera de alguna apresurada mención de sus aficiones pictóricas y de su refinado buen gusto, se ponderó su fe, su bondad, su casi anónima y constante filantropía, su linaje patricio –el general Glencairn había militado en la campaña del Brasil– y su destacado lugar en los más altos círculos. Marta comprendió que su vida ya carecía de razón. Nunca se había sentido tan inútil. Recordó sus primeras tentativas, ahora lejanas, y expuso en el Salón Nacional un sobrio retrato de Clara, a la manera de aquellos maestros ingleses que habían admirado las dos. Alguno la juzgó su mejor obra. No volvería a pintar más.
En aquel duelo delicado que sólo adivinamos algunos íntimos no hubo derrotas ni victorias, ni siquiera un encuentro ni otras visibles circunstancias que las que he procurado registrar con respetuosa pluma. Sólo Dios (cuyas preferencias estéticas ignoramos) puede otorgar la palma final. La historia que se movió en la sombra acaba en la sombra.
Es típico de Marta Pizarro que, al referirse a ella, todos la definieran como hermana de la brillante Nélida Sara, casada y separada.
Antes de elegir el pincel, Marta Pizarro había considerado la alternativa de las letras. Podía ser ocurrente en francés, el idioma habitual de sus lecturas; el español, para ella, no pasaba de ser un mero utensilio casero, como el guaraní para las señoras de la provincia de Corrientes. Los diarios habían puesto a su alcance páginas de Lugones y del madrileño Ortega y Gasset; el estilo de esos maestros confirmó su sospecha de que la lengua a la que estaba predestinada es menos apta para la expresión del pensamiento o de las pasiones que para la vanidad palabrera. Sólo sabía de la música lo que debe saber toda persona que asiste correctamente a conciertos. Era puntana; inició su carrera con escrupulosos retratos de Juan Crisóstomo Lafinur y del coronel Pascual Pringles, que fueron previsiblemente adquiridos por el Museo Provincial. Del retrato de próceres locales pasó a las casas viejas de Buenos Aires, cuyos modestos patios delineó con modestos colores, no con la charra escenografía que otros les donan. Alguien –que ciertamente no fue la señora de Figueroa– dijo que todo su arte se alimentaba de los maestros de obras genoveses del siglo diecinueve. Entre Clara Glencairn y Nélida Sara (que, según dicen, había gustado alguna vez del doctor Figueroa) hubo siempre cierta rivalidad; quizá el duelo fue entre las dos y Marta un instrumento.
Todo, según se sabe, ocurre inicialmente en otros países y a la larga en el nuestro. La secta de pintores, hoy tan injustamente olvidada, que se llamó concreta o abstracta, como para indicar su desdén de la lógica y del lenguaje, es uno de tantos ejemplos. Argumentaba, creo, que de igual modo que a la música le está permitido crear un orbe propio de sonidos, la pintura, su hermana, podría ensayar colores y formas que no reprodujeran los de las cosas que nuestros ojos ven. Lee Kaplan escribió que sus telas, que indignaban a los burgueses, acataban la bíblica prohibición, compartida por el Islam, de labrar con manos humanas ídolos de seres vivientes. Los iconoclastas, argüía, estaban restaurando la genuina tradición del arte pictórico, falseada por herejes como Durero o como Rembrandt. Sus detractores lo acusaron de haber invocado el ejemplo que nos dan las alfombras, los calidoscopios y las corbatas. Las revoluciones estéticas proponen a la gente la tentación de lo irresponsable y lo fácil; Clara Glencairn optó por ser una pintora abstracta. Siempre había profesado el culto de Turner; se dispuso a enriquecer el arte concreto con sus esplendores indefinidos. Trabajó sin apremio, rehizo o destruyó varias composiciones y en el invierno de 1954 exhibió una serie de témperas en una sala de la calle Suipacha, cuya especialidad eran las obras que una metáfora militar, entonces en boga, llamaba de vanguardia. Ocurrió un hecho paradójico: la crítica general fue benigna, pero el órgano oficial de la secta reprobó esas formas anómalas que, si bien no eran figurativas, sugerían el tumulto de un ocaso, de una selva o del mar y no se resignaban a ser austeros redondeles y rayas. Acaso la primera en sonreír fuera Clara Glencairn. Había querido ser moderna y los modernos la rechazaban. La ejecución de su obra le importaba más que su éxito y no dejó de trabajar. Ajena a este episodio, la pintura seguía su camino.
Ya había empezado el duelo secreto. Marta no sólo era una artista; le interesaba con ahínco lo que no es injusto llamar lo administrativo del arte y era prosecretaria de la sociedad que se llama el Círculo de Giotto. Al promediar el año 55 logró que Clara, admitida ya como socia, figurara como vocal en la lista de las nuevas autoridades. El hecho, en apariencia baladí, merece un análisis. Marta había apoyado a su amiga, pero es indiscutible, aunque misterioso, que la persona que confiere un favor supera de algún modo a quien lo recibe.
Hacia el año sesenta, "dos pinceles a nivel internacional" –séanos perdonada esta jerga– se disputaban un primer premio. Uno de los candidatos, el mayor, había consagrado solemnes óleos a la figuración de gauchos tremebundos, de una altitud escandinava; su rival, harto joven, había logrado aplausos y escándalo mediante la aplicada incoherencia. Los jurados, que habían rebasado el medio siglo, temían que la gente les imputara un criterio anticuado y propendían a votar por el último, que íntimamente no les gustaba. Al cabo de tenaces debates, hechos al principio de cortesía y al fin de tedio, no se ponían de acuerdo. En el decurso de la tercera discusión, alguno opinó:
–B me parece malo; realmente me parece inferior a la misma señora de Figueroa.
–¿Usted la votaría? –dijo otro, con un dejo de sorna.
–Sí –replicó el primero, que ya estaba irritado.
Esa misma tarde, el premio fue otorgado por unanimidad a Clara Glencairn. Era distinguida, querible, de una moral sin tacha y solía dar fiestas, que las revistas más costosas fotografiaban, en su quinta del Pilar. La consabida cena de homenaje fue organizada y ofrecida por Marta. Clara la agradeció con pocas y atinadas palabras; observó que no existe una oposición entre lo tradicional y lo nuevo, entre el orden y la aventura, y que la tradición está hecha de una trama secular de aventuras. A la demostración asistieron numerosas personas de sociedad, casi todos los miembros del jurado y uno que otro pintor.
Todos pensamos que el azar nos ha deparado un ámbito mezquino y que los otros son mejores. El culto de los gauchos y el Beatus ille son nostalgias urbanas; Clara Glencairn y Marta, hartas de las rutinas del ocio, codiciaban el mundo de los artistas, gente que había dedicado su vida a la creación de cosas bellas. Presumo que en el cielo los Bienaventurados opinan que las ventajas de ese establecimiento han sido exageradas por los teólogos que nunca estuvieron ahí. Acaso en el infierno los réprobos no son siempre felices.
Un par de años después ocurrió en la ciudad de Cartagena el Primer Congreso Internacional de Plásticos Latinoamericanos. Cada república mandó su representante. El temario –séanos perdonada la jerga– era de palpitante interés: ¿puede el artista prescindir de lo autóctono, puede omitir o escamotear la fauna y la flora, puede ser insensible a la problemática de carácter social, puede no unir su voz a la de quienes están combatiendo el imperialismo sajón, etcétera, etcétera? Antes de ser embajador en el Canadá, el doctor Figueroa había cumplido en Cartagena un cargo diplomático; a Clara, un tanto envanecida por el premio, le hubiera gustado volver, ahora como artista. Esa esperanza fracasó; Marta Pizarro fue designada por el gobierno. Su actuación (aunque no siempre persuasiva) fue no pocas veces brillante, según el testimonio imparcial de los corresponsales de Buenos Aires.
La vida exige una pasión. Ambas mujeres la encontraron en la pintura o, mejor dicho, en la relación que aquélla les impuso. Clara Glencairn pintaba contra Marta y de algún modo para Marta; cada una era el juez de su rival y el solitario público. En esas telas, que ya nadie miraba, creo advertir, como era inevitable, un influjo recíproco. Es importante no olvidar que las dos se querían y que en el curso de aquel íntimo duelo obraron con perfecta lealtad.
Fue por aquellos años que Marta, que ya no era tan joven, rechazó una oferta de matrimonio; sólo le interesaba su batalla.
El día 2 de febrero de 1964, Clara Glencairn murió de un aneurisma. Las columnas de los diarios le consagraron largas necrologías, de las que todavía son de rigor en nuestro país, donde la mujer es un ejemplar de la especie, no un individuo. Fuera de alguna apresurada mención de sus aficiones pictóricas y de su refinado buen gusto, se ponderó su fe, su bondad, su casi anónima y constante filantropía, su linaje patricio –el general Glencairn había militado en la campaña del Brasil– y su destacado lugar en los más altos círculos. Marta comprendió que su vida ya carecía de razón. Nunca se había sentido tan inútil. Recordó sus primeras tentativas, ahora lejanas, y expuso en el Salón Nacional un sobrio retrato de Clara, a la manera de aquellos maestros ingleses que habían admirado las dos. Alguno la juzgó su mejor obra. No volvería a pintar más.
En aquel duelo delicado que sólo adivinamos algunos íntimos no hubo derrotas ni victorias, ni siquiera un encuentro ni otras visibles circunstancias que las que he procurado registrar con respetuosa pluma. Sólo Dios (cuyas preferencias estéticas ignoramos) puede otorgar la palma final. La historia que se movió en la sombra acaba en la sombra.
Me lo dijo José Focus Publicado por Gerardo Fernández
Hoy me asombré al enterarme que Macri manifestó ayer en la exposición de candidatos opositores que no iba a hacer cadenas nacionales para no cortarle la novela a las señoras. Lo puse en Twitter y mi amigo José Focus, me mandó una serie de perlitas al respecto que no puedo menos que compartir con la barra.
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"Hablando de Macri y las novelas.... Eso sale en los focus groups. Aunque no lo creas. Focus groups de amas de casa anti K que dicen eso.
El problema es que tipos como Macri se hacen eco de eso ¡Y lo dicen!
Vamos a morir de focus groups...
El tema no es lo que dice Macri, el problema es que sólo habla a través de los focus groups. Macri sólo construye discurso a través de lo que le dice el consultor.
En los focus lo que sale a favor de Macri es "equipos" sin que nadie pueda decir más que esa palabra. También sale bien la cuestión de que "hace obra" (Metrobus básicamente)
Lo que le juega en contra es que no tiene sensibilidad social.
El tema no es lo que dice Macri, el problema es que sólo habla a través de los focus groups. Macri sólo construye discurso a través de lo que le dice el consultor.
En los focus lo que sale a favor de Macri es "equipos" sin que nadie pueda decir más que esa palabra. También sale bien la cuestión de que "hace obra" (Metrobus básicamente)
Lo que le juega en contra es que no tiene sensibilidad social.
A Scioli le sale muy bien que va a bajar los decibeles de las peleas que tiene cristina. No mucho más de lo que sale todo el tiempo en diarios
Macri y Massa performan muy bien en la gente grande del conurbano, básicamente en las señoras mayores.
Macri y Massa performan muy bien en la gente grande del conurbano, básicamente en las señoras mayores.
Massa y Scioli andan muy bien los más jovenes.
Macri no hace pie en los laburantes.
El problema de Macri y de todos- es que tratan de pescar en río conocido: Macri le dice eso de las novelas al público que ya sabe que lo va a votar. Es la campaña más aburrida de la historia
Y con respecto a las encuestas cuantitativas, es una gran mentira que Massa crece. Hoy hablaba con un amigo y me dijo que está todo igual."
El problema de Macri y de todos- es que tratan de pescar en río conocido: Macri le dice eso de las novelas al público que ya sabe que lo va a votar. Es la campaña más aburrida de la historia
Y con respecto a las encuestas cuantitativas, es una gran mentira que Massa crece. Hoy hablaba con un amigo y me dijo que está todo igual."
Indigesta seducción de campaña
Las propuestas de campaña son tan encantadoras que dan ganas de votar a todos los candidatos. Pero la democracia es autoritaria y sólo permite votar a uno. Entonces, hay que escuchar con atención para no comprar caramelos que resultarán indigestos. Algo que está claro es que nadie puede estar en contra de reducir la pobreza, combatir al narcotráfico o construir viviendas sociales, salvo que sea un malvado. El asunto está en quién lo dice y cómo llegará a esa meta. Cuando Sergio Massa propone su guerra contra las drogas, sólo menciona la militarización de las calles, sobre todo en los barrios humildes. Pero nada dice de los bancos que facilitan el blanqueo y fuga de capitales, herramientas fundamentales de los que se dedican a esa actividad a gran escala. Para él, solucionar el problema es cortar el hilo por lo más delgado y dejar que el lado grueso siga engordando. Nadie encara su campaña proponiendo infiernos ni caminos tortuosos, pero un par de orejas despiertas podrá impedir que el engaño se convierta en votos y nos cercenen el futuro justo ahora que ya estamos comenzando a disfrutarlo.
La propuesta de Pobreza Cero conmueve hasta las lágrimas y sería más tentadora si la promesa viniera de otro candidato, porque en boca de Macri puede significar cualquier cosa. No consideremos el exterminio de pobres –que sería la forma más expeditiva de una derecha extrema-, pero sí lo que ha hecho al frente del gobierno de la CABA. ¿O no fue él el creador de la UCEP, esas fuerzas especiales diseñadas para castigar a los que están en situación de calle? ¿No fue él quien habló de la inmigración descontrolada en tiempos de la crisis del parque Indoamericano? ¿O no es él quien recorta el presupuesto para escuelas y hospitales públicos, destinados a los que menos tienen? Si la Pobreza Cero se hace eco en los seguidores del PRO estaríamos ante una hipocresía en estéreo. Lo más sincero sería que ni hable del tema, pero la desesperación por llegar a La Rosada le impone no sólo el cinismo sino también la demagogia. Una desesperación que lo impulsa a inaugurar una estatua de Perón y hablar de la Justicia Social;sólo le falta peinarse con un rodete y dirigirse a losdescamisados.
Claro, ya no puede hablar de transparencia porque la opacidad de su gestión es cada vez más evidente. Quienes pensaron que con la renuncia de Fernando Niembro a su candidatura se terminaba la rabia, se equivocaron demasiado. El torrente de denuncias provenientes de radios y canales del interior que no recibieron las cifras publicadas en la página oficial del Gobierno porteño promete quebrar el dique de contención construido por los medios capitalinos. El“error de carga” -una burla con forma de explicación- es la frase que acompañará para siempre al futuro ex alcalde.
Un debate de siete contra un fantasma
No hay recetas para descifrar los spots de campaña. Como todos intentan vender un producto, que en este caso es un candidato, el destinatario está expuesto a las más variadas estrategias. Salvo Margarita Stolbizer que, en un esfuerzo por conquistar originalidad, pide al elector que “no vote por ella”, todos los demás hablan bien de sí mismos. En el caso de los candidatos de la oposición que tienen o han tenido gestión –Macri y Massa- sería pertinente poner la lupa en lo que han hecho en su distrito. El caso de Rodríguez Saa es muy particular, porque San Luis es un mundo aparte y Adolfo no tiene demasiadas posibilidades de llegar a nada, aunque es el único que ostenta una experiencia presidencial que se puede contabilizar en horas.
En caso de ser presidente, Sergio Massa copará las villas con militares pero no hará ni una amistosa visita a los barrios cerrados del Tigre, construidos, seguramente, con dineros blanqueados de esa actividad que denuesta y ocupados por muchos de los personajes que quiere combatir. Porque los grandes narcos no deben estar en las villas. Nadie se arriesga a amasar fortuna con grandes ilícitos para vivir como pobre.
Macri, en cambio, promete Pobreza Cero pero en su distrito erradicó a los pobres con la UCEP; asegura que construirá un millón de viviendas cuando en su mandato de casi ocho años apenas superó las tres mil y el presupuesto para el IVC se reduce y sub ejecuta año a año. ¿Cuánto tiempo piensa ocupar la presidencia para llegar al millón?¿Más de dos mil años?
Estas dudas y muchas más podrán plantear los espectadores ante los spots mediáticos y los cada vez más teatrales actos de campaña. Eso sí, no esperen respuestas inteligentes ni explicaciones complejas.Como quedó demostrado en el famoso debate del domingo, más que personas parecen rockolas que repiten el mismo disco. Más que un debate, parecía una pieza de ballet con coreografía paródica. Todos bailaron solos, en parejas y en grupo para deleitar a un público ansioso por ver la maqueta de un país unido. Los momentos más picantes fueron introducidos por Nicolás del Caño que, más que un exponente de la izquierda, parecía el sobrino rebelde al que se consiente con ternura porque no representa ningún peligro. Los periodistas que debían mediar el diálogo, también parecían candidatos.
Y, como se anticipó en el Apunte del viernes, Scioli estuvo presente como gran ausente. Si algunos todavía están esperando una explicación de su inasistencia es porque no vieron ese sainete, donde todos estabanansiosos por clavar sus colmillos en la yugular del ex motonauta. No estaba pensado como un intercambio de ideas, sino como un linchamiento. Pero no se quedaron con las ganas los siete opositores que compartían escena: el atril vacío –un reciclado 2.0 de la silla vacía de Neustadt- sirvió como eficaz sustituto. Por momentos, para ese quinteto de candidatos, el Scioli ausente era el amigo imaginario no abandonado en la infancia o la alucinación de un enfermo psiquiátrico. Y cada tanto, los conductores celebraban –dentro de la solemnidad dominguera- el rating o los tuits recibidos, a sabiendas que, de haber estado el candidato oficialista, los números se hubieran duplicado.
Pero más allá de estas cuestiones estadísticas, los debates televisados no son para los pueblos; la política mediática deleita al establishment porque es un simulacro de convivencia democrática y de participación ciudadana. Por si alguien todavía duda de las intenciones de este programa televisivo con aspiraciones a institución democrática, la Embajada de EEUU fue la única en celebrar su realización. La caricia del amo al cachorro obediente. La sonrisa complaciente del patrón a su más fiel sirviente. Y las marionetas bailaron al ritmo de una tenebrosa melodía del Norte. De a poco, Scioli se está dando cuenta de qué lado debe apoyar sus pies.
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