Un fantasma recorre las sobremesas del establishment: la sospecha de que, aun si cumplieran con su cometido de eliminar al kirchnerismo de la faz política, lo mejor de su herencia mantendrá vigor.
Un trabajo reciente elaborado para la consultora Ipsos Mora y Araujo muestra que el temor de las elites está justificado. El estudio revela que se necesitará mucho glifosato mediático para erradicar, por ejemplo, la revalorización del Estado, una conquista que las mayorías populares sembraron sobre los rastrojos de 2001 y que el gobierno, empujado por la creciente demanda social, hizo germinar con medidas como la reestatización de los ferrocarriles, que el domingo anunció Cristina Fernández.
El fantasma que martiriza a los que se ilusionan con una pronta restauración conservadora se corporiza en los candidatos de la oposición. Ni siquiera Mauricio Macri, la última esperanza blanca de la Argentina VIP, se atreve a despotricar contra la presencia estatal.
"¿Está de acuerdo con lo que se anunció hoy?", le preguntó el domingo por la noche Luis Majul. "No importa si los trenes son privados o del Estado, lo importante es que no se robe", eludió Macri para disgusto de la porción de su elenco que aún suscribe al postulado neoliberal: Estado chico –y bobo–, mercado grande –tiránico y rapaz–.
Por fortuna, la mayoría de los argentinos parece haber elegido otro camino. Un estudio reciente elaborado por el sociólogo Luis Costa para Ipsos Mora y Araujo muestra que buena parte del país dejó atrás la demonización del Estado que alfombró la depredación de los '90. Y ahora pide más.
Siete de cada diez consultados dicen que las empresas de servicios públicos "deben ser del Estado". El 57 % quiere lo mismo con las empresas del transporte, rubro en el que la demorada estatización tuvo como peor saldo las 51 muertes evitables de la tragedia de Once. Del mismo modo que aquel episodio trágico convenció al gobierno de retomar para el Estado la gestión de los ferrocarriles, el desmantelamiento de Aerolíneas Argentinas obligó a rescatar de la inanición a una empresa que brinda un servicio clave para un país de generosa extensión territorial: mantenerlo conectado.
La depredación de Repsol derivó en crisis energética y empujó a retomar las riendas de YPF, la petrolera de bandera enajenada en los '90 y explotada a destajo por la firma española bajo la falsa premisa de que la gestión privada es más eficiente que la estatal. Lo será para sus accionistas, pero no para el país, que ahora se ilusiona con recuperar el autoabastecimiento y la soberanía energética. Con un dato adicional: nominarla como Sociedad de Estado colabora para que la gestión sea transparente y eficaz, como lo reconoció la cúpula del sector privado que distinguió al presidente designado por el Estado, Miguel Galuccio, como CEO del año.
Con menos vocación estatista que la que se le asigna, el gobierno fue recuperando el control de algunos servicios públicos tras comprobar que la ineficaz gestión privada tiene doble costo: financiero y social. Una de las primeras firmas recuperadas fue Aguas Argentinas, hoy AySA, que se transformó en una herramienta crucial para avanzar en tendidos de redes de agua potable y cloacas que sus anteriores dueños habían abandonado en nombre de la rentabilidad. La mejora en la gestión de AySa –a manos del sindicato bajo gestión estatal– hizo que la empresa ya casi no figure en el ranking de quejas que la Secretaría de Defensa del Consumidor elabora en base a los reclamos de los usuarios. Al frente de ese listado, por lejos y desde hace años, están las empresas de telefonía celular, un negocio fabuloso para las telefónicas que el gobierno finalmente se propuso regular a través del programa Argentina Digital.
Cuestionada por presentarse con demora, esa regulación va en línea con lo que refleja la encuesta de Ipsos, donde el 55% reclama que las empresas de telefonía vuelvan a manos del Estado. Eso, en principio, no ocurrirá. Pero la declaración de la telefonía celular como servicio público crea herramientas para terminar con los abusos que las telefónicas perpetraron en un mercado que se desarrolló a discreción.
La confianza de los argentinos por el sector público llega incluso a lugares que los privados creían inexpugnables: cuatro de cada diez creen que las empresas de consumo masivo deberían estar en manos estatales. El dato se vincula con otro resultado contundente: el 71% de los consultados acusan a los supermercados y a las empresas por los incumplimientos en el programa Precios Cuidados, que el gobierno lanzó como un modo de amortiguar la inflación, pero que terminó siendo un eficaz mecanismo para visibilizar el rol de las empresas en la formación de precios.
En la encuesta, más del 50% de los consultados se mostró a favor de que el Estado ejercite el control de precios de los alimentos básicos y los servicios, un resultado que contradice la formidable campaña "anticontroles" que los medios afines al establishment llevaron adelante desde que Precios Cuidados entró en vigor. Según relevó Ipsos, otro país de la región en el que más de la mitad de la población valora que el Estado controle los precios es Brasil, donde sectores de la oposición, estimulados por un implacable oligopolio de prensa, hoy piden expulsar de la presidencia a Dilma Rousseff.
No parece casual que en ambos países los medios masivos utilicen argumentos idénticos para fustigar a los gobiernos: las multinacionales que suelen financiar a esos medios no sólo se transfieren productos sobrefacturados. También comparten, parece, los contenidos de las campañas de prensa con las que buscan manipular a la opinión pública en beneficio de sus intereses.
A contramano de la valorización del Estado, la reputación del sector privado está por el piso. Seis de cada diez argentinos creen que las empresas mienten cuando se refieren a la situación de sus compañías, y una cifra similar –62%– cree que es mejor un país con más cantidad de empresas públicas que privadas. Para ejemplificar esa caída, el trabajo de Ipsos hace foco en las empresas del sector automotriz, cuya reputación se desmoronó en menos de un semestre. El derrumbe se precipitó luego de que la presidenta acusara a las terminales de "encanutar" vehículos y boicotear el plan Procreauto. Esa pulseada con las automotrices permitió apreciar, además, cómo opera el sector privado para someter al Estado: cuando la rentabilidad se achica, amenazan con despidos.
El desempleo es la peor acechanza que un gobierno puede tener. Expertos en extorsionar al sector público para obtener prebendas, los sectores concentrados de la economía suelen amenazar con despidos masivos, fuga de capitales, restricción de divisas y elusión fiscal masiva, entre otras calamidades. Obligado a evitar sobresaltos para retener caudal electoral y garantizar la paz social, el poder político es susceptible a las amenazas y cede hasta lo inconfesable con el objetivo de mantener la "gobernabilidad". Cuánto más débil es el Estado, más frágiles son los gobiernos para afrontar el toma y daca del poder.
En la Argentina, el ejemplo más patético de ese sometimiento ocurrió durante el gobierno de la Alianza, cuando las oficinas públicas y hasta el Congreso se convirtieron en escribanías donde se firmaban y sellaban leyes que incluso llegaron a vulnerar conquistas laborales en nombre de la "competitividad".
Frente a esas evidencias históricas, parece mentira que en la Argentina todavía hay quienes repiten que la única función del Estado debe ser la de "controlar": un Estado pobre, diminuto y desvalido es incapaz de controlar los abusos de los dueños del dinero y, por lo tanto, del poder real. Por ese motivo, la crisis que estalló en diciembre de 2001 dejó, entre otras lecciones, un menú urgente de tres pasos: restituir la autoridad presidencial, reconciliar a la política con la sociedad y recuperar al Estado como herramienta redistributiva y correctiva de las asimetrías del mercado. Es obvio que la gestión pública debe ser transparente y eficaz, pero la advertencia vale, porque no siempre lo es: la corrupción en cualquiera de sus formas destruye el capital real y simbólico del sector público, y favorece la campaña que los voceros del establishment ya iniciaron para volver a demonizar la gestión estatal. Sólo por eso, los funcionarios corruptos deberían recibir doble castigo. Dicen que el ser humano es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. Los argentinos, está claro, no somos una excepción. Pero hay lecciones que, de tan dolorosas, dejaron enseñanzas imborrables. Una de ellas: destruir al Estado fue un suicidio social.
Un trabajo reciente elaborado para la consultora Ipsos Mora y Araujo muestra que el temor de las elites está justificado. El estudio revela que se necesitará mucho glifosato mediático para erradicar, por ejemplo, la revalorización del Estado, una conquista que las mayorías populares sembraron sobre los rastrojos de 2001 y que el gobierno, empujado por la creciente demanda social, hizo germinar con medidas como la reestatización de los ferrocarriles, que el domingo anunció Cristina Fernández.
El fantasma que martiriza a los que se ilusionan con una pronta restauración conservadora se corporiza en los candidatos de la oposición. Ni siquiera Mauricio Macri, la última esperanza blanca de la Argentina VIP, se atreve a despotricar contra la presencia estatal.
"¿Está de acuerdo con lo que se anunció hoy?", le preguntó el domingo por la noche Luis Majul. "No importa si los trenes son privados o del Estado, lo importante es que no se robe", eludió Macri para disgusto de la porción de su elenco que aún suscribe al postulado neoliberal: Estado chico –y bobo–, mercado grande –tiránico y rapaz–.
Por fortuna, la mayoría de los argentinos parece haber elegido otro camino. Un estudio reciente elaborado por el sociólogo Luis Costa para Ipsos Mora y Araujo muestra que buena parte del país dejó atrás la demonización del Estado que alfombró la depredación de los '90. Y ahora pide más.
Siete de cada diez consultados dicen que las empresas de servicios públicos "deben ser del Estado". El 57 % quiere lo mismo con las empresas del transporte, rubro en el que la demorada estatización tuvo como peor saldo las 51 muertes evitables de la tragedia de Once. Del mismo modo que aquel episodio trágico convenció al gobierno de retomar para el Estado la gestión de los ferrocarriles, el desmantelamiento de Aerolíneas Argentinas obligó a rescatar de la inanición a una empresa que brinda un servicio clave para un país de generosa extensión territorial: mantenerlo conectado.
La depredación de Repsol derivó en crisis energética y empujó a retomar las riendas de YPF, la petrolera de bandera enajenada en los '90 y explotada a destajo por la firma española bajo la falsa premisa de que la gestión privada es más eficiente que la estatal. Lo será para sus accionistas, pero no para el país, que ahora se ilusiona con recuperar el autoabastecimiento y la soberanía energética. Con un dato adicional: nominarla como Sociedad de Estado colabora para que la gestión sea transparente y eficaz, como lo reconoció la cúpula del sector privado que distinguió al presidente designado por el Estado, Miguel Galuccio, como CEO del año.
Con menos vocación estatista que la que se le asigna, el gobierno fue recuperando el control de algunos servicios públicos tras comprobar que la ineficaz gestión privada tiene doble costo: financiero y social. Una de las primeras firmas recuperadas fue Aguas Argentinas, hoy AySA, que se transformó en una herramienta crucial para avanzar en tendidos de redes de agua potable y cloacas que sus anteriores dueños habían abandonado en nombre de la rentabilidad. La mejora en la gestión de AySa –a manos del sindicato bajo gestión estatal– hizo que la empresa ya casi no figure en el ranking de quejas que la Secretaría de Defensa del Consumidor elabora en base a los reclamos de los usuarios. Al frente de ese listado, por lejos y desde hace años, están las empresas de telefonía celular, un negocio fabuloso para las telefónicas que el gobierno finalmente se propuso regular a través del programa Argentina Digital.
Cuestionada por presentarse con demora, esa regulación va en línea con lo que refleja la encuesta de Ipsos, donde el 55% reclama que las empresas de telefonía vuelvan a manos del Estado. Eso, en principio, no ocurrirá. Pero la declaración de la telefonía celular como servicio público crea herramientas para terminar con los abusos que las telefónicas perpetraron en un mercado que se desarrolló a discreción.
La confianza de los argentinos por el sector público llega incluso a lugares que los privados creían inexpugnables: cuatro de cada diez creen que las empresas de consumo masivo deberían estar en manos estatales. El dato se vincula con otro resultado contundente: el 71% de los consultados acusan a los supermercados y a las empresas por los incumplimientos en el programa Precios Cuidados, que el gobierno lanzó como un modo de amortiguar la inflación, pero que terminó siendo un eficaz mecanismo para visibilizar el rol de las empresas en la formación de precios.
En la encuesta, más del 50% de los consultados se mostró a favor de que el Estado ejercite el control de precios de los alimentos básicos y los servicios, un resultado que contradice la formidable campaña "anticontroles" que los medios afines al establishment llevaron adelante desde que Precios Cuidados entró en vigor. Según relevó Ipsos, otro país de la región en el que más de la mitad de la población valora que el Estado controle los precios es Brasil, donde sectores de la oposición, estimulados por un implacable oligopolio de prensa, hoy piden expulsar de la presidencia a Dilma Rousseff.
No parece casual que en ambos países los medios masivos utilicen argumentos idénticos para fustigar a los gobiernos: las multinacionales que suelen financiar a esos medios no sólo se transfieren productos sobrefacturados. También comparten, parece, los contenidos de las campañas de prensa con las que buscan manipular a la opinión pública en beneficio de sus intereses.
A contramano de la valorización del Estado, la reputación del sector privado está por el piso. Seis de cada diez argentinos creen que las empresas mienten cuando se refieren a la situación de sus compañías, y una cifra similar –62%– cree que es mejor un país con más cantidad de empresas públicas que privadas. Para ejemplificar esa caída, el trabajo de Ipsos hace foco en las empresas del sector automotriz, cuya reputación se desmoronó en menos de un semestre. El derrumbe se precipitó luego de que la presidenta acusara a las terminales de "encanutar" vehículos y boicotear el plan Procreauto. Esa pulseada con las automotrices permitió apreciar, además, cómo opera el sector privado para someter al Estado: cuando la rentabilidad se achica, amenazan con despidos.
El desempleo es la peor acechanza que un gobierno puede tener. Expertos en extorsionar al sector público para obtener prebendas, los sectores concentrados de la economía suelen amenazar con despidos masivos, fuga de capitales, restricción de divisas y elusión fiscal masiva, entre otras calamidades. Obligado a evitar sobresaltos para retener caudal electoral y garantizar la paz social, el poder político es susceptible a las amenazas y cede hasta lo inconfesable con el objetivo de mantener la "gobernabilidad". Cuánto más débil es el Estado, más frágiles son los gobiernos para afrontar el toma y daca del poder.
En la Argentina, el ejemplo más patético de ese sometimiento ocurrió durante el gobierno de la Alianza, cuando las oficinas públicas y hasta el Congreso se convirtieron en escribanías donde se firmaban y sellaban leyes que incluso llegaron a vulnerar conquistas laborales en nombre de la "competitividad".
Frente a esas evidencias históricas, parece mentira que en la Argentina todavía hay quienes repiten que la única función del Estado debe ser la de "controlar": un Estado pobre, diminuto y desvalido es incapaz de controlar los abusos de los dueños del dinero y, por lo tanto, del poder real. Por ese motivo, la crisis que estalló en diciembre de 2001 dejó, entre otras lecciones, un menú urgente de tres pasos: restituir la autoridad presidencial, reconciliar a la política con la sociedad y recuperar al Estado como herramienta redistributiva y correctiva de las asimetrías del mercado. Es obvio que la gestión pública debe ser transparente y eficaz, pero la advertencia vale, porque no siempre lo es: la corrupción en cualquiera de sus formas destruye el capital real y simbólico del sector público, y favorece la campaña que los voceros del establishment ya iniciaron para volver a demonizar la gestión estatal. Sólo por eso, los funcionarios corruptos deberían recibir doble castigo. Dicen que el ser humano es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. Los argentinos, está claro, no somos una excepción. Pero hay lecciones que, de tan dolorosas, dejaron enseñanzas imborrables. Una de ellas: destruir al Estado fue un suicidio social.