viernes, 27 de febrero de 2015

OPINION Derechas gemelas

Por Emir Sader
La derecha latinoamericana nunca estuvo tan débil. Pierde sucesivamente elecciones en países como Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Venezuela, El Salvador. Nunca estuvo tanto tiempo desalojada del gobierno en esos países como ha estado en este siglo.
Las trasformaciones sociales llevadas a cabo por los gobiernos de esos países, los avances en los procesos de integración independientes respecto de Estados Unidos y la recuperación del rol activo del Estado han llevado al aislamiento de la derecha en la región.
Estados Unidos siempre ha jugado con la división y la competencia entre gobiernos de la región para mantener su poder. Fue así, por ejemplo, a lo largo de todo el proceso de renegociación de las deudas de los países, que nunca han logrado hacerla colectivamente.
Golpe durísimo en ese juego fue la sólida alianza sellada entre los gobiernos de Argentina y Brasil, con la elección de Lula y de Néstor Kirchner para presidir dos de los tres países más grandes de la región. Esa alianza, que nunca fue tan sólida entre Argentina y Brasil, es el eje a partir del cual los procesos de integración regional se consolidan y se expanden, factor del mayor aislamiento de EE.UU. en América latina.
Las derechas argentina y brasileña tienen enormes similitudes, porque ambas se han reorganizado alrededor de los dos gobiernos populares más importantes que han tenido esos países en el siglo XX: los de Perón y de Getúlio Vargas. Por ello son derechas elitistas, oligárquicas, racistas, antinacionales.
Es la derecha que intentó tumbar a Vargas en 1954 y lo llevó al suicidio. Es la que volteó a Perón en 1955 y llevó a la Argentina a iniciar el ciclo de acción de militares gorilas en la región. Es la derecha que dio finalmente el golpe en Brasil en 1964 e instauró la más larga dictadura en la región. Es la misma derecha que intentó hacer lo mismo en 1966 en Argentina, pero vio frustrado su golpe. Tuvo que volver a la carga en 1976, para cerrar el círculo de terror de las dictaduras en el Cono Sur.
Es la misma derecha que no se resigna a que sean gobiernos populares los que rescaten a Argentina y Brasil de los desastres producidos por la derecha –de las dictaduras militares a los gobiernos neoliberales–. De nuevo sienten que la promoción de los derechos de las grandes mayorías populares dan la base de sostén a esos gobiernos, de modo que profundizan su odio hacia ellos y sus bases populares.
Los pretextos son similares: la situación económica sería caótica, como si la que han dejado como herencia a estos gobiernos no fuera catastrófica. La corrupción, como si no fueran sus gobiernos militares y neoliberales los que han protagonizado los casos de corrupción más grandes de la historia de esos países, especialmente en los procesos de privatización de los bienes públicos.
Amenazan con nuevos golpes, con impeachment –procesos en que sólo ellos mismos creen–, porque no tienen confianza en obtener mayoría para triunfar en las elecciones, a pesar de contar con el monopolio de los medios de comunicación como su gran triunfo. Lo hacen como forma de intentar desgastar a los gobiernos de Cristina y de Dilma. No tienen formas democráticas, transparentes, de oponerse a los gobiernos de esas dos grandes mujeres latinoamericanas, mujeres de trayectoria, de coraje, de compromiso con la defensa de los intereses populares, de sus países y de América latina.
No tienen razones ni apoyo para cualquier intento de derrumbar a esos gobiernos. De lo que tratan es de poner obstáculos a que los programas sociales sigan adelante, superando las terribles herencias que han recibido de la derecha y consolidando cada vez más el apoyo popular a sus gobiernos.
Los medios internacionales suelen reflejar lo que la prensa de derecha de esos países publica diariamente, contribuyendo a difundir una versión falsa de lo que realmente pasa. Son poderosos grupos monopólicos mediáticos –que tienen en The Wall Street Journal, en el Financial Times, en The Economist, en El País algunos de sus órganos más conocidos–, que repercuten la guerra que las derechas latinoamericanas hacen diariamente, buscando crear imágenes internacionales negativas de esos gobiernos. Felizmente ya hay órganos alternativos que permiten que la verdadera cara no sólo de Argentina y de Brasil, sino también de Uruguay, de Venezuela, de Ecuador, de Bolivia, de Cuba, puedan llegar a sectores cada vez más amplios de la opinión pública mundial.

El riesgo de polarizar en un sistema sin partidos


Por Martín Rodríguez
La lógica de las presidenciales de la región fue la polarización. Su impacto en una Argentina donde prevalece la centralidad peronista.
Desde hace un tiempo la fórmula política está dictada por la región: polarizar la elección. Para eso se necesita un candidato capaz de encarnar la credibilidad de esa polaridad. Brasil mostró confrontación electoral y cautela en el inicio de la gestión: a la polarización (impulsada también por sus “rivales” ideológicos) le siguió el comienzo de un segundo mandato donde Dilma, como escribió Eric Nepomecuno en Página 12 el 18 de enero, “a la hora de elegir quién sería su ministro de Hacienda buscó nombres en la banca privada”. Lo cierto es que el fin de las vacas gordas de los commodities, la desaceleración económica, etc., coloca a la región y sus gobiernos ante desafíos más complejos, con hojas de ruta menos lineales. Entre las denuncias de corrupción y los aires ortodoxos en la economía brasileña, este segundo mandato de Dilma se inicia problemático. Veremos.
Mi hipótesis es que Brasil o Uruguay (dos países que tampoco reformaron la Constitución), a diferencia nuestra, tienen partidos o estructuras políticas que aseguran menos vértigo en sus transiciones internas. Leo a menudo politólogos interesantes como Andrés Malamud, que desestiman este lugar común de que “los partidos políticos no existen”. Perdón Andrés, y perdón a muchos que respeto, pero adhiero a ese lugar común, a riesgo de idealizar un pasado donde los partidos sí existían plenamente, y al país no le solucionaban nada. Y hago una salvedad: parte de la política argentina hoy está pendiente de lo que se resuelva en la convención radical de los próximos días. Si el peronismo se olvidó del partido para no olvidarse de la gente, el radicalismo, que se olvidó de la gente pero no del partido, ahora encuentra en eso su fortaleza. Hay otras excepciones: el Movimiento Popular Neuquino (MPN). Vale mencionarlo.
La preexistencia peronista ha sido para el kirchnerismo un atajo de gobernabilidad tanto como un punto muerto a la hora de construir la organización “propia”. El PJ asegura demasiadas cosas como para hacer el gasto de construir algo nuevo o alternativo a él. Hubo intentos, aburre nombrarlos (transversalidad, concertación plural, etc.), quedaron “ahí”, sobre todo porque la dinámica política hizo necesitar al gobierno de espaldas institucionales (gobernaciones, intendencias, sindicatos). ¿Es el peronismo (PJ) un partido? ¿Qué clase de estructura es? Ricardo Sidicaro lo definía como una coordinadora de gobernadores con “recuerdos en común”. La forma más rápida de advertir su forma está en la palabra Estado. Es un partido de Estado, aunque no sea sólo Estado.
Volvamos a la región. Lula no es Dilma, Pepe no es Tabaré, pero en cada caso hay una estructura partidaria que compensa los péndulos internos. Todos entienden la dimensión del cambio que significa pasar de Mujica a Tabaré, pero sin mortificarse ante un abismo. Rupturas y continuidades. La política argentina solucionó su crisis de representatividad con liderazgos fuertes e ideológicos (Kirchner, Macri), pero no su crisis de partidos, y no reformó la Constitución como para “eternizar” un liderazgo en el poder. Mucho liderazgo populista, pero la Constitución es la misma. Y ese desfasaje se sufre con todos los condimentos anotados en el horizonte: la herencia militante, la suerte judicial, los giros ideológicos.
Como dijo el ya citado sociólogo Ricardo Sidicaro sobre el 2001: “gritamos que se vayan todos y se fueron los partidos”, en la Argentina subsiste una idea que combina principios y estado gaseoso, ya que si bien los liderazgos ostentan líneas ideológicas, lo cierto es que la existencia de un partido funcionaría como contención pero también como límite, es decir, le daría a la política mayor previsibilidad. Un horror para el populismo teórico o para los asesores posmodernos. El kirchnerismo elogia la centralidad de CFK y la basa en un rasgo que para otros sería mortificante: nunca se sabe qué va a hacer, de qué va a hablar, por dónde va a salir. Ministros o funcionarios se enteran de cambios que los involucran mirando una cadena. Todavía resuena la pieza ochentona del “discurso de Parque Norte” como el momento wagneriano de los demócratas: un presidente, un Estado, un gobierno y un partido perfectamente distinguidos unos de otros. Pero no somos ilusos: los mejores momentos del bipartidismo soñado no fueron claves de éxito económico o social. Y el ordenamiento de centroizquierda y centroderecha con el que Alfonsín, Chacho Álvarez, Néstor Kirchner o CFK soñaron tiene un obstáculo en la centralidad del peronismo, que impone la reducción de ese sueño: centroizquierda peronista versus centroderecha peronista.
Para este 2015 Scioli intentó catapultarse como “candidato natural” previendo no sólo la captura de un voto por afuera del techo kirchnerista, sino también del voto kirchnerista silencioso. Apuestan al voto de los que quisieran un cambio moderado, y también un voto kirchnerista que confía en que el conservadurismo de Scioli es tal, que no desandará todo el camino de estos años. Pero en estos meses emergió un candidato nuevo: Randazzo. ¿Por qué Randazzo “mide” (aunque sea un poco más que los otros)? ¿Por su “pureza ideológica”? Más bien parece un peronista clásico, del interior de la provincia de Buenos Aires, con las dosis manejables de sentido común + progresismo adaptable + lenguaje llano + “en la economía… vemos”. Si su fuerza dependiera de representar al kirchnerismo auténtico medirían algo un Rossi o Domínguez, hombres con perfiles más culturalmente identificados con las ideas kirchneristas.
La virtud hasta ahora de Randazzo no viene de esas “garantías ideológicas”, sino de su contrario: construyó un perfil basado en “temas propios” (se apropió de los DNI y de la política ferroviaria), que revela también en una parte del voto sentimental kirchnerista la preferencia por alguien que no viene a hacer playback del relato sino también a mostrar un peso específico. No es que no sea kirchnerista (sino, al final, el kirchnerismo sólo resulta la identidad de los intelectuales de Carta Abierta). Randazzo es un político sencillo, menos diferente de Massa, Scioli o Macri de lo que se quisiera por más que su camino electoral incierto implique encarnar duramente esa polaridad deseada por el gobierno.