Opinión
Un espíritu proveniente de la Escuela de Frankfurt acompañó a Nicolás Casullo en sus andanzas eruditas por la historia de una humanidad entre soñadora y desquiciada. Por eso no fue casual, a modo de ejemplo, que el Sarmiento que le interesó no fue el de la exaltación del progreso, de la filosofía spenceriana y el de las interpretaciones racistas y eugenésicas predominantes en el aire de los tiempos en los que las ideas de Darwin eran atrapadas en las reflexiones seudocientíficas de una nueva sociología de la superioridad de una raza sobre el resto, ni tampoco el del ideal civilizatorio que había que importar de Europa y de Estados Unidos para impregnar a esta tierra de bárbaros con algo de la cultura que venía allende los mares; sino que le apasionó el Sarmiento de los viajes, el que se internó, siendo joven, por las ciudades del Viejo Continente y descubrió sus opacidades y sus zonas oscuras; el Sarmiento que le devolvía otro rostro de esa modernidad tan añorada y tan difícil de traer a estas geografías de un sur indómito y el que, más allá de sus profundas convicciones, terminó por inmortalizar a la figura de Facundo. Un cierto Sarmiento desmesurado, afiebrado por una escritura imprescindible para intentar comprender nuestro sino como una nación imposible. Ese Sarmiento, en todo caso, le abrió lo clausurado de una narración histórica que, desde siempre, prefirió reducir la complejidad de nuestra trama como nación a un binarismo elemental.
Regresado de la derrota de la revolución en el interior de su propia experiencia generacional, Casullo pudo descubrir en el sanjuanino un espíritu que intentó vérselas con una realidad atravesada, de lado a lado, por la violencia y la irresolución; que buscó con cierta desesperación modelos alternativos y que creyó encontrarlos, no tanto en la Europa que conoció en sus viajes, portadora ya de las marcas de su anunciada decadencia, sino en los Estados Unidos de Norteamérica que, con ojos –sin saberlo– hegelianos fue visto por Sarmiento como el futuro que llegaba para darle forma a la nueva etapa de la civilización occidental. Le interesó, entonces, ese escritor prolífico y apasionado que intentó pensar lo impensable de una realidad que le devolvía, con tozuda insistencia, no el rostro de la razón abriéndose camino entre las mil formas del salvajismo, sino la mueca espantosa del rostro de la barbarie.
Un Sarmiento anticipador de la violencia que sería derramada en nombre de la civilización y que, más allá de su clara y radical toma de partido por los vencedores, trazó, de un modo lúcido, el drama que acompañaría nuestro derrotero como una nación siempre dominada por las retóricas y las prácticas de la tachadura y el horror. “Si regresamos en la crónica intelectual al vasto pensar latinoamericano –escribe Casullo en Historia y memoria–, es en el Facundo de Sarmiento de mediados del siglo XIX donde se tiene la primera escritura política de orden fundacional sobre la Argentina en que la experiencia de la revolución para el autor devino ‘enigma’, ‘revolución desfigurada’, revolución que caníbalmente se habría comido a sí misma juntamente con una ‘sociedad desaparecida’. Es decir, desaparición de la revolución genuina que había nacido en 1810 como hecho esencialmente cultural, político-militar civilizatorio, según el ensayista. Pero es precisamente esa lectura del fracaso y brutal disolución de la revolución la que le permitió a Sarmiento encauzar su pensamiento crítico-explicativo en medio de lo que vivía como situación catastrófica y regresiva en aquella circunstancia nacional.”
Recorrer la genealogía de esa actitud sarmientina no con ánimo de clausura o reivindicador, escapando de los maniqueísmos, sería parte de ese proyecto intelectual-político que lo llevó a seguirle la pista a una historia nacional fallida y espectral. Casullo no sentía ningún aprecio por los simplificadores de la historia, por aquellos que jibarizan la complejidad tanto de una época como de un personaje. Hubiera esbozado una sonrisa sarcástica ante los nuevos adalides de un revisionismo apolillado del mismo modo que hubiera rechazado la defensa corporativa y reaccionaria de algunos historiadores que se creen los dueños del “saber científico”. Lo que no hubiera rechazado es la oportunidad de revitalizar el debate, político, por la historia y sus consecuencias en el presente.
En ese mismo texto citado, y como para reafirmar ese uso de los extremos como mecanismo iluminador, Casullo establece una relación, sin dudas extraña para el sentido común prevaleciente, entre Sarmiento y John W. Cooke allí donde ambos hombres intentaron dar cuenta de aquello que ahogó a la revolución. Mientras que el sanjuanino leyó la historia argentina como el resultado, en gran medida, del fracaso de la Revolución de Mayo pensada como portadora de los ideales civilizatorios, Cooke pretendió reordenar una lectura del proceso argentino desde 1955 en adelante sobre la base de la figura de la revolución vencida que desarticuló el movimiento de masas. La interpretación se sustentó –escribió Cooke– en que “dicha revolución fue derrotada por la represión y la barbarie militar, pero contó con la desbandada, huida, y claudicación de los cuadros de gobierno, políticos burgueses y gremialistas del propio peronismo”. A esa comprensión cookeana del fracaso de la revolución, Casullo la pondrá en juego dialéctico con el pesimismo sarmientino, de ahí la conclusión que extraerá: “Tanto en la visión examinadora de Sarmiento como en la de Cooke, separadas por más de un siglo de distancia, se destaca el soporte reflexivo de la figura de la revolución revocada. Figura que despliega una constelación de elementos teóricos en tanto sujetos e imaginarios sociales consecuentes. Figura que cita una reunión de indicios que permiten la elaboración de un pensamiento crítico sobre la complejidad de la realidad en estudio. Las intervenciones ensayísticas –y éste era el punto que le interesaba subrayar– recuperan la memoria de un tiempo que yace como relato anestesiante de sus tensiones dialécticas, o cae en el desuso de sus sentidos más profundos. En Sarmiento, a mediados del siglo XIX, y en Cooke, desde los años cincuenta del siglo XX, se postula la elaboración de una situación de excepcionalidad, como lo es un proceso de corte revolucionario abortado, en tanto laboratorio reflexivo para interpelar sus claves y secuelas en términos de una situación nacional latinoamericana de crisis generalizada y aguda”.
Al leer la historia argentina a la luz de Sarmiento y Cooke, recobrada como fracaso de la revolución, como ímpetu frustrado, Nicolás Casullo elegía pensar la deriva de su generación a través de esos prismas –lejano el del sanjuanino, más próximo el del inclasificable e insobornable delegado de Perón–, como si un destino trágico, escrito en los albores del mayo decimonónico y perpetuado en las distintas estaciones de nuestra historia laberíntica, explicasen la caída en abismo que encontró en marzo de 1976 su inicio aciago. Pero también, una sensibilidad signada por la idea de lo irresuelto, de aquello que recorre las grietas de un cuerpo, el argentino, que sólo es posible comprender desde las lecturas descentradas y, a veces, enfebrecidas como, de modos diferentes pero encontrados en el trazo casulleano, lo fueron las de Sarmiento y Cooke. En todo caso, y una vez más, la persistencia en el rechazo de una concepción reduccionista o maniquea que no puede sustraerse a la simplificación histórica. Para Casullo no había ideología ni identidad política que pudiera ponerse por encima de la honestidad intelectual y, todavía más importante, que pudiera privilegiarse ante la densidad y diversidad de la historia.
En el momento de su distanciamiento, y posterior ruptura, de montoneros en el proceso abierto por su decisión de irse del país por las amenazas de la Triple A en 1974, lo que primó, una vez más, fue esa imposibilidad de renunciar a las exigencias de un pensar crítico aunque, esas exigencias, no impidieron la toma de partido y, cuando fue necesario, el claro compromiso político. Sintió, en todo caso, que había llegado a un punto de no retorno y que le resultaba imposible mantener la impostura de una militancia orgánica que, desde su perspectiva, conducía al suicidio de la organización y a la muerte de miles de compañeros. Quizás, en aquellos días demasiado arduos y quemantes, los ecos de los textos de Sarmiento y de Cooke le permitieron recorrer el inevitable camino de la revisión crítica de lo que se anticipaba como una derrota inapelable sobre la que, de ahí en más, nunca dejaría de pensar y de convocar en términos espectrales. Recuerdos de un dolor nunca superado. Experiencia del exilio que lo acercaba a las del autor de Recuerdos de provincia y a las del revolucionario que creyó encontrar en la Cuba de Fidel y del Che el ejemplo para Latinoamérica, un ejemplo que, sin embargo, nunca logró hacer mella en Juan Domingo Perón.
Indudablemente la lectura que hizo de ambos personajes distanciados por el tiempo y las ideas pero que, sin embargo, parecían portar algo común, era el resultado de la desgarrada inquietud de quien intentaba pensar sin dobleces la experiencia del fracaso de la revolución. Casullo supo muy pronto, en la vorágine de ese tiempo signado por la ruptura de Perón y los montoneros, por la muerte del General, por la irrupción criminal del lopezreguismo y sus esbirros de la Triple A, por el aceleramiento militarista de la organización, que se cerraba un ciclo histórico bajo el signo de la derrota y el horror. Su exilio lo confrontó con los restos de una ilusión desgarrada y con la necesidad de tener que interrogar/se para intentar dilucidar el punto sin retorno de una estrategia que terminó en tragedia. Pero también, y siguiendo en esto al propio Sarmiento, sabía que la Argentina, una cierta Argentina que recorría nuestra historia desde el siglo XIX, se apresuraría a borrar ese tiempo insoportable y que la tarea de los sepultureros de la memoria ya estaba en marcha. Por eso se dedicó con ahínco a recorrer los hilos desgarrados de la revolución fallida sin dejar de lado la necesidad de preguntarse por los extraordinarios cambios que se venían desarrollando en el centro del mundo capitalista. Para Casullo la pregunta por la derrota era correlativa a la indagación de lo que de a poco se le presentaba como una fabulosa crisis civilizatoria. Ya no se trataba de discutir exclusivamente el militarismo vanguardista de montoneros ni de quedarse aprisionado en el provincianismo argentino como si fuéramos el ombligo del mundo. Su proyecto, que comenzó a desplegar en México y que continuó al regresar al país, suponía internarse en la crisis de la modernidad.
Desde la lejanía de una escritura fundacional, Sarmiento será para Casullo no sólo el primer gran ensayista de la tradición argentina, el punto de partida junto con Echeverría de la literatura nacional, sino lo más acabadamente parecido a lo que, mucho tiempo después, se definirá bajo la impronta del intelectual. Sarmiento “desembarcando en Francia en 1846 con su obra inédita debajo del brazo, su Facundo. En esa obra, el sanjuanino intentará, inventará, gestará –afirma Casullo– el ensayo nacional y, por ende, desde ahí, el hilo de un pensar lo propio literaria y políticamente: lo argentino y lo latinoamericano”. Lejos de las lecturas simplificadoras que reducen a Sarmiento al paradigma europeísta, más lejos todavía de quienes sólo se detienen en su prosa racista o positivista, lo que destaca con determinación el autor de Las cuestiones es el anclaje de la escritura del sanjuanino, su profundo y visceral arraigo en estas geografías del sur del mundo que le dieron sustancia y encarnadura a una obra que, buscando la pedagogía civilizatoria, acabó por encontrarse con la especificidad de lo argentino.
“De un lado –afirma Casullo–, por lo tanto, el autor, la individualidad crítica, el viaje a París, el contacto con mentes brillantes europeas de aquel entonces, el sueño de un progreso que deje atrás la desolada y deshabitada pampa de la revolución inconclusa, la ambición de politizar su vida en extremo desde el ardor intelectual con que toca las cosas del mundo. Del otro lado, su biografiado Facundo, caudillo norteño, el poder actuante, la fuerza de la historia en acto, lo identificante con la tierra y las penurias, el caudillo con sus gentes, con sus tropas, el mito viviente configurado en términos políticos.” Dos mundos que cuando se tocan lo hacen para especificar sus contrastes y para abrir las compuertas de violencias irrevocables (la una, la que proviene allende los mares, para imponer su lógica expansiva siempre en nombre del progreso y de una nueva humanidad; la otra, la que encarna Facundo, para defenderse de esas promesas de bienestar que, a sangre y fuego, buscan arrojar fuera de la historia a quienes ya no tienen derecho a ser parte de la novedad republicana ni pueden inscribir sus nombres en el libro inexorable del progreso).
“De un lado –sigue su periplo argumentativo Casullo anclando en Sarmiento–, la política instituida o representada, paisaje de los llanos, batallas, vida o muerte; el político, culto o agreste, pacificador o violentador, letrado o de pocas palabras, de frac o de poncho. Del otro lado del imaginario diálogo del binomio: apenas una literatura, un gestador de escritura y pensamiento, un intelectual, un hombre de la pluma, un periodista, un cronista, un ensayista, un ensayador de futuros. Sarmiento, que precisamente plantea el drama entre esa política del país de los desiertos pampeanos –aquel Facundo, su sombra, que emerge de oscuras formas de la historia argentina–, y un intelectual, él mismo, que es un pensar la historia, que está pensando la Revolución de Mayo abandonada. Sarmiento, que está tramando su carrera política desde el exilio chileno, también desde París. Que está utopizando cómo insertar a la Argentina en un desarrollo civilizatorio en el cual cree profundamente. Desde la pluma de Sarmiento –concluirá con una profecía retrospectiva– se va a gestar una marca, una muesca de lo que podría ser el gesto intelectual argentino, mezcla de candor, intensidad y diabolismo. Ese leer una maldición en nuestra historia, y al mismo tiempo percibir que la historia contendría una suerte de secreto a ser develado, para extirparle el mal sea como sea, es decir, para resolverla.” En eso, y en algunas otras cosas, se parecieron Domingo F. Sarmiento y John W. Cooke a los ojos críticos de Nicolás Casullo.