4 DE NOVIEMBRE DE 1970.
Un slogan reiterado ("la Unidad Popular sólo cuenta con un tercio del electorado y, por lo tanto, no tiene derecho a trasformar a Chile en un Estado socialista"), parece por ahora desterrado. El pasado domingo 4, los trasandinos ofrendaron a su gobierno izquierdista con el 49,73 por ciento de los votos, en unos comicios unánimemente señalados como "limpios y honestos". Las fuerzas opositoras acumularon el 48,04 por ciento, mientras algunos candidatos independientes se repartieron el resto.
Estas cifras crean en Chile una nueva situación política. Hasta el momento, la coalición gobernante había moderado sus impulsos (aun cuando avanzó audazmente en algunos terrenos) debido a que su respaldo electoral apenas sobrepasaba el 36 por ciento; la oposición de centro y de derecha, además, controlaba férreamente el Parlamento. Ahora, la relación de fuerzas en el Congreso no se modifica (faltan dos años para las elecciones respectivas) pero ello puede ser sólo un detalle formal en la medida en que Salvador Allende utilice su reciente victoria para obligar a diputados y senadores a aprobar los proyectos oficiales. Si ello no ocurriera, el gobierno proyecta convocar a un plebiscito para reformar !a Constitución y alterar la composición del Congreso (ver reportaje).
Así, Chile entra en una nueva fase del apasionante proceso iniciado en septiembre último, cuando las urnas consagraron a un gobierno mayoritariamente integrado por fuerzas marxistas. Entonces alumbró una experiencia inédita en todo el mundo: el intento de ir estructurando, en forma paulatina, un Estado socialista dentro de los marcos de la democracia tradicional.
Por eso, el resultado de las últimas elecciones abre un abismo ante la derecha. Obligada el año pasado a aceptar el ungimiento de Allende, las fuerzas opositoras trazaron un plan sencillo: consistía en bombardear al gobierno desde todos los flancos y tender en el Congreso una muralla que frenara el cumplimiento del programa oficial. La Democracia Cristiana y el Partido Nacional esperaban, de esa manera, paralizar la política de la UP y hundirla en un brete fatal: o se resignaba a dejar de lado los puntos esenciales de su programa (con lo cual hubiera sufrido un irremediable desgaste) o violentaba las amarras institucionales, embarcándose en un curso revolucionario de incierto futuro, ya que en ese caso la intervención de las FF.AA. se computaba como inevitable.
Ninguno de esos dos supuestos se cumplieron. En sus cinco meses de gestión, Allende (cuya perspicacia política es sólo comparable a la de la tradicional clase dirigente chilena) evitó minuciosamente tomar actitudes que irritaran a los militares, al tiempo que aprovechó todos los resquicios legales para filtrar medidas capaces de ampliar sus bases de apoyo en el electorado. De ese modo, el gobierno pudo concitar apoyo popular sin necesidad de violar el libre juego de las instituciones. Y lo más importante: consiguió canalizar la lucha política hacia la arena comicial, quitándole pretextos al golpismo.
Es obvio que ahora las huestes de Allende se sienten más seguras y que intentarán aprovechar la coyuntura para acelerar el cumplimiento de su programa transformador. "El respaldo que recibió la Unidad Popular —editorializó el matutino oficialista La Nación, de Santiago— se ve consolidado y reforzado abriendo el camino a una ofensiva definitiva contra los dueños del gran capital y los latifundistas". Este juicio tajante se explica, además, por otras razones: La Nación es un diario dirigido por los socialistas (la corriente mas izquierdista de la coalición gobernante), quienes no sólo festejan el triunfo del gobierno, sino también el de su propio partido, que desde el domingo 4 emerge como el más poderoso del frente: acaparó el 22,38 por ciento de los votos (en 1969 había obtenido sólo el 12,2) contra el 16,97 de los moderados comunistas y apenas el 8 por ciento de los radicales, el grupo más tibio del gobierno.
Si a ello se agrega que el Partido Socialista está ahora liderado por el senador Carlos Altamirano (un ortodoxo que piensa que "las elecciones dan el derecho a gobernar, pero no el poder para hacerlo", y que abomina del "reformismo burocrático" para postular una "permanente movilización de masas") puede suponerse que en el seno de la Unidad Popular se abre la perspectiva de un enfrentamiento entre moderados y ultras. Es improbable, sin embargo, que dicha colisión estalle de inmediato: pese a tos pronósticos de la prensa opositora, Allende desmintió que esté tramando una reorganización del gabinete para dar mayoría a los socialistas; por ahora, los tres partidos mayores seguirán teniendo tres ministros cada uno.
En el campo de la oposición, la Democracia Cristiana se ha consolidado como polo de alternativa frente al gobierno, al retener el privilegio de ser la fuerza política individual mayoritaria (25,62 por ciento de los votos). Con todo, es obvio que el mayor caudal obtenido por el frente oficialista se debió a que muchos ciudadanos que en septiembre habían sufragado por la DC, esta vez prefirieron dar sus votos al gobierno. Esta circunstancia crea una delicada situación interna en el partido del ex presidente Frei: algunos afirman que en el próximo congreso de la agrupación, previsto para este año, se producirá el desgajamiento del ala izquierda encabezada por Radomiro Tomic y el acercamiento de ésta al gobierno de Allende.
La derecha, a su vez, contabilizo e! 21,12 por ciento de la votación, manteniendo las cifras logradas en 1969. Sin embargo, se estima que la previsible agudización de la lucha política eclipsará al Partido Nacional en beneficio de la DC, una agrupación que —desprendida de sus grupos izquierdistas— buscará repetir la operación de 1964: canalizar en su provecho los votos de todos los chilenos antimarxistas y, eventualmente, erigirse en opción de recambio, si se diera la emergencia de un golpe de Estado.
No asombra, por eso, que el senador Narciso Irureta, presidente de los democristianos, haya comentado las recientes elecciones diciendo: "Le pueden dar un recado al señor Allende: los cambios deben hacerse ahora, guardando estricto respeto del régimen democrático y de la libertad de los chilenos. Esta es una noche de victoria". Es que la DC sigue entonando el mismo leitmotiv que antes, y continúa sosteniendo que el resultado electoral no habilita al gobierno a salirse de los marcos legales: la mitad del país —sostiene— se opone a una arremetida de ese tipo. Por lo visto la oposición no ha modificado su táctica y confía en que las instituciones democráticas frenen el ímpetu socializante del allendismo. Curiosamente, los grupos más "duros" del gobierno piensan lo mismo, sólo que desde una óptica diferente: suponen que ahora, a caballo de la victoria electoral, es necesario profundizar el proceso, para evitar que éste se diluya en la madeja de la "democracia burguesa".
Revista Siete Días Ilustrados, abril 1971
Estas cifras crean en Chile una nueva situación política. Hasta el momento, la coalición gobernante había moderado sus impulsos (aun cuando avanzó audazmente en algunos terrenos) debido a que su respaldo electoral apenas sobrepasaba el 36 por ciento; la oposición de centro y de derecha, además, controlaba férreamente el Parlamento. Ahora, la relación de fuerzas en el Congreso no se modifica (faltan dos años para las elecciones respectivas) pero ello puede ser sólo un detalle formal en la medida en que Salvador Allende utilice su reciente victoria para obligar a diputados y senadores a aprobar los proyectos oficiales. Si ello no ocurriera, el gobierno proyecta convocar a un plebiscito para reformar !a Constitución y alterar la composición del Congreso (ver reportaje).
Así, Chile entra en una nueva fase del apasionante proceso iniciado en septiembre último, cuando las urnas consagraron a un gobierno mayoritariamente integrado por fuerzas marxistas. Entonces alumbró una experiencia inédita en todo el mundo: el intento de ir estructurando, en forma paulatina, un Estado socialista dentro de los marcos de la democracia tradicional.
Por eso, el resultado de las últimas elecciones abre un abismo ante la derecha. Obligada el año pasado a aceptar el ungimiento de Allende, las fuerzas opositoras trazaron un plan sencillo: consistía en bombardear al gobierno desde todos los flancos y tender en el Congreso una muralla que frenara el cumplimiento del programa oficial. La Democracia Cristiana y el Partido Nacional esperaban, de esa manera, paralizar la política de la UP y hundirla en un brete fatal: o se resignaba a dejar de lado los puntos esenciales de su programa (con lo cual hubiera sufrido un irremediable desgaste) o violentaba las amarras institucionales, embarcándose en un curso revolucionario de incierto futuro, ya que en ese caso la intervención de las FF.AA. se computaba como inevitable.
Ninguno de esos dos supuestos se cumplieron. En sus cinco meses de gestión, Allende (cuya perspicacia política es sólo comparable a la de la tradicional clase dirigente chilena) evitó minuciosamente tomar actitudes que irritaran a los militares, al tiempo que aprovechó todos los resquicios legales para filtrar medidas capaces de ampliar sus bases de apoyo en el electorado. De ese modo, el gobierno pudo concitar apoyo popular sin necesidad de violar el libre juego de las instituciones. Y lo más importante: consiguió canalizar la lucha política hacia la arena comicial, quitándole pretextos al golpismo.
Es obvio que ahora las huestes de Allende se sienten más seguras y que intentarán aprovechar la coyuntura para acelerar el cumplimiento de su programa transformador. "El respaldo que recibió la Unidad Popular —editorializó el matutino oficialista La Nación, de Santiago— se ve consolidado y reforzado abriendo el camino a una ofensiva definitiva contra los dueños del gran capital y los latifundistas". Este juicio tajante se explica, además, por otras razones: La Nación es un diario dirigido por los socialistas (la corriente mas izquierdista de la coalición gobernante), quienes no sólo festejan el triunfo del gobierno, sino también el de su propio partido, que desde el domingo 4 emerge como el más poderoso del frente: acaparó el 22,38 por ciento de los votos (en 1969 había obtenido sólo el 12,2) contra el 16,97 de los moderados comunistas y apenas el 8 por ciento de los radicales, el grupo más tibio del gobierno.
Si a ello se agrega que el Partido Socialista está ahora liderado por el senador Carlos Altamirano (un ortodoxo que piensa que "las elecciones dan el derecho a gobernar, pero no el poder para hacerlo", y que abomina del "reformismo burocrático" para postular una "permanente movilización de masas") puede suponerse que en el seno de la Unidad Popular se abre la perspectiva de un enfrentamiento entre moderados y ultras. Es improbable, sin embargo, que dicha colisión estalle de inmediato: pese a tos pronósticos de la prensa opositora, Allende desmintió que esté tramando una reorganización del gabinete para dar mayoría a los socialistas; por ahora, los tres partidos mayores seguirán teniendo tres ministros cada uno.
En el campo de la oposición, la Democracia Cristiana se ha consolidado como polo de alternativa frente al gobierno, al retener el privilegio de ser la fuerza política individual mayoritaria (25,62 por ciento de los votos). Con todo, es obvio que el mayor caudal obtenido por el frente oficialista se debió a que muchos ciudadanos que en septiembre habían sufragado por la DC, esta vez prefirieron dar sus votos al gobierno. Esta circunstancia crea una delicada situación interna en el partido del ex presidente Frei: algunos afirman que en el próximo congreso de la agrupación, previsto para este año, se producirá el desgajamiento del ala izquierda encabezada por Radomiro Tomic y el acercamiento de ésta al gobierno de Allende.
La derecha, a su vez, contabilizo e! 21,12 por ciento de la votación, manteniendo las cifras logradas en 1969. Sin embargo, se estima que la previsible agudización de la lucha política eclipsará al Partido Nacional en beneficio de la DC, una agrupación que —desprendida de sus grupos izquierdistas— buscará repetir la operación de 1964: canalizar en su provecho los votos de todos los chilenos antimarxistas y, eventualmente, erigirse en opción de recambio, si se diera la emergencia de un golpe de Estado.
No asombra, por eso, que el senador Narciso Irureta, presidente de los democristianos, haya comentado las recientes elecciones diciendo: "Le pueden dar un recado al señor Allende: los cambios deben hacerse ahora, guardando estricto respeto del régimen democrático y de la libertad de los chilenos. Esta es una noche de victoria". Es que la DC sigue entonando el mismo leitmotiv que antes, y continúa sosteniendo que el resultado electoral no habilita al gobierno a salirse de los marcos legales: la mitad del país —sostiene— se opone a una arremetida de ese tipo. Por lo visto la oposición no ha modificado su táctica y confía en que las instituciones democráticas frenen el ímpetu socializante del allendismo. Curiosamente, los grupos más "duros" del gobierno piensan lo mismo, sólo que desde una óptica diferente: suponen que ahora, a caballo de la victoria electoral, es necesario profundizar el proceso, para evitar que éste se diluya en la madeja de la "democracia burguesa".
Revista Siete Días Ilustrados, abril 1971
Fuente: www.magicasruinas.com.ar