martes, 4 de noviembre de 2014
Y AHORA? QUIEN PODRA AYUDARNOS? CACEROLAZO YA!!
Continúa el éxodo de las marcas de lujo: Carolina Herrera se va de la Argentina
La diseñadora venezolana Carolina Herrera anunció que su firma seguirá los pasos de Emporio Armani, Polo Ralph Laurent, Yves Saint Laurent, Escada, Lous Vuitton, Calvin Klein, y otras marcas de lujo que en los últimos años han decidido dejar el país.
La empresa de la reconocida creadora de alta costura confirmó que cerrará su único local en el país, ubicado en el centro comercial Patio Bullrich, de la Ciudad de Buenos Aires.
Ella misma había viajado a la Argentina en junio de 2009 para inaugurar esa tienda. Poco más de cinco años después, resolvió terminar sus operaciones en el país por las trabas a la importación de sus productos.
"Se ha visto obligada a cerrar su tienda de Patio Bullrich, debido a que la actual coyuntura en el país hace imposible mantener el nivel de variedad y actualización de producto requerida para estar a la altura de nuestra marca y clientes", confirmó Rosana Agrelo, responsable de CH Carolina Herrara para América Latina, al diario El Cronista Comercial, luego de que el portal especializado Dbiz publicara las primeras versiones al respecto.
El local de Patio Bullrich era uno de los 72 locales boutique que la firma opera en el mundo. Trece de ellos están en España, diez en los Estados Unidos, otras diez en Medio Oriente y una en Londres, entre otros. Su primera tienda la había abierto en Nueva York en el 2000.
En Argentina, Carloina Herrera vendía ropa para mujeres y hombres, bolsos, zapatos, joyas, guantes para manejar, mantas de viaje, entre otros accesorios. En los próximos meses, según El Cronista, tenía previsto sumar una línea para niños, pero nunca logró ingresarla al país.
En 2010, la firma italiana de lujo Emporio Armani se convirtió en la primera en dejar el país. Al año siguiente la siguieron Yves Saint Laurent, Escada y Polo Ralph Laurent, firma que después declaró ante la Securities and Exchange Commission (SEC) de los Estados Unidos haber pagado coimas para ingresar productos a la Argentina.
En 2012 cerraron sus locales la francesa Louis Vuitton y la línea de ropa interior de la firma norteamericana Calvin Klein. El año pasado siguieron sus pasos la italiana Fendi y la joyería Cartier.
lunes, 3 de noviembre de 2014
Trabajadoras migrantes: el desafío de la sindicalización
Una mirada en clave histórica. La visibilidad del
empleo doméstico como trabajo que debe ser regulado.
Por María José Magliano y Ana Inés Mallimaci
Barral (Doctoras e investigadoras
CONICET, UBA –UNAJ)
El tema de la convocatoria del dossier “Mujeres, trabajo y organización
sindical” a la que fuimos convocadas nos interpeló por la negativa: en tanto
investigadoras de las dinámicas migratorias contemporáneas en Argentina nos
encontramos con poblaciones trabajadoras con escasas experiencias de
sindicalización. Relacionadas con prácticas localizadas y estrategias de largo
plazo, las acciones sindicales suelen ser construidas desde y para trabajadores
nacionales, sedentarios y son excepcionales los sindicatos que tomaron como
propia la agenda de reclamos de los y las trabajadoras/as inmigrantes. Nos
interesa en los siguientes párrafos, destacar la presencia de las mujeres
migrantes como trabajadoras y analizar su relación con el servicio doméstico en
Argentina.
Un poco de historia: el rol de las migraciones en el desarrollo de Argentina
La historia del Estado argentino y la conformación de sus sociedades y economías están irremediablemente asociadas con los procesos migratorios. Fueron los y las migrantes europeos quienes conformaron el grueso de la mano de obra necesaria en las grandes ciudades para la implementación del programa económico del modelo agroexportador que se instala desde fines del Siglo XIX y quienes engrosaron las filas de obreros y obreras requeridas por las necesidades de la industrialización que se acelera en la década del 30.
Paralelamente a la llegada de personas de origen europeo Argentina ha sido históricamente un polo de atracción para las poblaciones de los países de la región Sudamericana. La proporción de migrantes regionales constituye un elemento estructural de sus componentes demográficos que se expresa en una proporción sobre la población total que se ha mantenido estable durante el siglo XX y XXI (la población extranjera de países vecinos representa desde 1869 entre el 2 y el 3 por ciento de la población argentina). Los y las migrantes limítrofes se sumaron a la población laboral nativa en las diferentes etapas del desarrollo del país: primero como mano de obra estacional en diferentes economías regionales y luego en su desplazamiento hacia las grandes ciudades (se pasa de una migración rural – rural a una rural – urbana y se las modalidades migratorias comienzan a mostrar mayores permanencias). A diferencia de lo ocurrido entre las corrientes europeas, las migraciones de países vecinos mostraron una presencia de mujeres desde épocas tempranas.
En términos generales, desde 1980, se puede observar una mayor presencia de mujeres extranjeras como consecuencia de dos procesos: mayor sobrevivencia de extranjeras de más edad, y por aumento de ingreso de extranjeras provenientes de países cercanos. Diferentes estudios han comprobado además que independientemente de las formas de la migración, las mujeres migrantes han trabajado en grandes números a lo largo de la historia, desafiando cierta representación social que las supone como “acompañantes”. Ahora bien, su condición de extranjeras ha incidido en el tipo de trabajo que realizaron y realizan a pesar de ciertas coincidencias con las labores destinadas a las mujeres en general.
Mujeres inmigrantes y empleo doméstico
En este sentido, junto con las tareas rurales, el servicio doméstico ha sido un “nicho de mercado” para las inmigrantes. Primero para las europeas que luego desarrollan trayectorias hacia otro tipo de inserciones, y luego para las mujeres migrantes internas y regionales que encuentran en el servicio doméstico un modo relativamente rápido e informal de emplearse. En un estudio reciente (Groissman y Confienza 2013) se destaca que el 20% de las mujeres que son empleadas domésticas han nacido en el extranjero. Si bien se trata de una ocupación relevante para el empleo femenino en general (17% del total de asalariadas de todo el país) entre las mujeres migrantes representa el nicho sectorial en el que se insertan mayoritariamente (47%), especialmente las mujeres paraguayas (69%) y las peruanas (58%). Ello significa que el espectro sectorial de las oportunidades de inserción se reduce notablemente entre las migrantes respecto a la población nativa que presenta una distribución mucho más diversificada pero además, las trabajadoras migrantes pueden llegar a ser confinadas a las peores condiciones dentro de esta actividad. La situación migratoria es una condición central a la hora de analizar las posibilidades de inserción laboral, siendo quienes no tienen regularizada su residencia aquellas que se encuentran condenadas a la informalidad laboral, en tanto puede “coexistir” más fácilmente que otras ocupaciones con la irregularidad migratoria debido a la falta de controles. Esto es especialmente cierto con el empleo doméstico que se desarrolla en el universo “privado” del hogar. Esta situación, por ende, potencia las condiciones de explotación e inestabilidad a la que se ven expuestas las empleadas domésticas migrantes.
Si bien el acceso a la regularización se ha simplificado a partir de la sanción de la ley de migraciones del año 2004 (Ley de Migraciones N° 25.871); el camino que deben transitar muchas mujeres (y también los varones) migrantes para obtener el DNI y las residencias temporarias y permanentes no deja de ser engorroso. Pero además, el hecho de poseer la documentación no garantiza la formalidad laboral, justamente por la tradición de informalidad e invisibilidad que caracteriza a las actividades que comprende el empleo doméstico remunerado.
En los últimos años, sin embargo, se advierte una mayor politización de las empleadas domésticas migrantes canalizadas a través de organizaciones de migrantes, como AMUMRA (Mujeres Unidas, Migrantes y Refugiadas en Argentina), y también de los sindicatos que nuclean a las trabajadoras domésticas en distintas ciudades del país. En el caso de Córdoba, por ejemplo, si hasta bien entrada la década pasada prácticamente no había mujeres migrantes sindicalizadas en el Sindicato del Personal de Casas de Familia (SIN.PE.CAF.), en la actualidad es posible reconocer un número significativo de mujeres migrantes que comparten experiencias de sindicalización y asumen un rol más activo y visible dentro de la institución. Mucho ha tenido que ver con esto el proceso de discusión del Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares (Ley N° 26.844) de abril del año 2013, que busca regular el empleo doméstico remunerado, el cual contó con la participación de organizaciones sociales (como AMUMRA) y de los sindicatos de todo el país (entre ellos el SIN.PE.CAF)[1]. Uno de sus principales propósitos fue la “regularización” de las trabajadoras domésticas que se encontraban en condición de informalidad. Bajo la consigna de que las trabajadoras domésticas tienen derechos, cada vez son más las mujeres migrantes que participan activamente en las jornadas y actividades de difusión y campañas de información para la formalización de la situación laboral y para la regularización de la condición migratoria de otras mujeres migrantes que ejercen esta tarea.
Si bien la condición de regularidad migratoria no actúa directamente en la formalidad/informalidad laboral, y la formalidad laboral no implica necesariamente una transformación radical de las condiciones de vida de muchas empleadas domésticas, tanto la propia como la familiar; la tradicional invisibilidad del empleo doméstico ha comenzado a ser disputada a partir de su reconocimiento como trabajo y de quienes lo realizan como trabajadoras y sujetos de derecho. Esto puede ser el inicio de un cambio cualitativo en el modo en que es pensada y configurada en términos sociales, políticos e ideológicos una inserción laboral que fue constituida históricamente como “no trabajo” y que ocupó –y aún ocupa– las bases más invisibles y precarias del mundo del trabajo.
[1] En su dimensión política e ideológica, el trabajo doméstico en Argentina no ha sido incluido en la normativa laboral común reunida en la Ley de Contrato de Trabajo (ley N° 20.744/1976), sino que ha estado regulado por un estatuto especial, el decreto-ley N° 326, sancionado en 1956 en un contexto de dictadura militar (Lerussi 2011). Fue recién en marzo de 2013 cuando se discutió y sancionó una ley que regula el trabajo doméstico (ley N° 26.844/2013: Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares).
Un poco de historia: el rol de las migraciones en el desarrollo de Argentina
La historia del Estado argentino y la conformación de sus sociedades y economías están irremediablemente asociadas con los procesos migratorios. Fueron los y las migrantes europeos quienes conformaron el grueso de la mano de obra necesaria en las grandes ciudades para la implementación del programa económico del modelo agroexportador que se instala desde fines del Siglo XIX y quienes engrosaron las filas de obreros y obreras requeridas por las necesidades de la industrialización que se acelera en la década del 30.
Paralelamente a la llegada de personas de origen europeo Argentina ha sido históricamente un polo de atracción para las poblaciones de los países de la región Sudamericana. La proporción de migrantes regionales constituye un elemento estructural de sus componentes demográficos que se expresa en una proporción sobre la población total que se ha mantenido estable durante el siglo XX y XXI (la población extranjera de países vecinos representa desde 1869 entre el 2 y el 3 por ciento de la población argentina). Los y las migrantes limítrofes se sumaron a la población laboral nativa en las diferentes etapas del desarrollo del país: primero como mano de obra estacional en diferentes economías regionales y luego en su desplazamiento hacia las grandes ciudades (se pasa de una migración rural – rural a una rural – urbana y se las modalidades migratorias comienzan a mostrar mayores permanencias). A diferencia de lo ocurrido entre las corrientes europeas, las migraciones de países vecinos mostraron una presencia de mujeres desde épocas tempranas.
En términos generales, desde 1980, se puede observar una mayor presencia de mujeres extranjeras como consecuencia de dos procesos: mayor sobrevivencia de extranjeras de más edad, y por aumento de ingreso de extranjeras provenientes de países cercanos. Diferentes estudios han comprobado además que independientemente de las formas de la migración, las mujeres migrantes han trabajado en grandes números a lo largo de la historia, desafiando cierta representación social que las supone como “acompañantes”. Ahora bien, su condición de extranjeras ha incidido en el tipo de trabajo que realizaron y realizan a pesar de ciertas coincidencias con las labores destinadas a las mujeres en general.
Mujeres inmigrantes y empleo doméstico
En este sentido, junto con las tareas rurales, el servicio doméstico ha sido un “nicho de mercado” para las inmigrantes. Primero para las europeas que luego desarrollan trayectorias hacia otro tipo de inserciones, y luego para las mujeres migrantes internas y regionales que encuentran en el servicio doméstico un modo relativamente rápido e informal de emplearse. En un estudio reciente (Groissman y Confienza 2013) se destaca que el 20% de las mujeres que son empleadas domésticas han nacido en el extranjero. Si bien se trata de una ocupación relevante para el empleo femenino en general (17% del total de asalariadas de todo el país) entre las mujeres migrantes representa el nicho sectorial en el que se insertan mayoritariamente (47%), especialmente las mujeres paraguayas (69%) y las peruanas (58%). Ello significa que el espectro sectorial de las oportunidades de inserción se reduce notablemente entre las migrantes respecto a la población nativa que presenta una distribución mucho más diversificada pero además, las trabajadoras migrantes pueden llegar a ser confinadas a las peores condiciones dentro de esta actividad. La situación migratoria es una condición central a la hora de analizar las posibilidades de inserción laboral, siendo quienes no tienen regularizada su residencia aquellas que se encuentran condenadas a la informalidad laboral, en tanto puede “coexistir” más fácilmente que otras ocupaciones con la irregularidad migratoria debido a la falta de controles. Esto es especialmente cierto con el empleo doméstico que se desarrolla en el universo “privado” del hogar. Esta situación, por ende, potencia las condiciones de explotación e inestabilidad a la que se ven expuestas las empleadas domésticas migrantes.
Si bien el acceso a la regularización se ha simplificado a partir de la sanción de la ley de migraciones del año 2004 (Ley de Migraciones N° 25.871); el camino que deben transitar muchas mujeres (y también los varones) migrantes para obtener el DNI y las residencias temporarias y permanentes no deja de ser engorroso. Pero además, el hecho de poseer la documentación no garantiza la formalidad laboral, justamente por la tradición de informalidad e invisibilidad que caracteriza a las actividades que comprende el empleo doméstico remunerado.
En los últimos años, sin embargo, se advierte una mayor politización de las empleadas domésticas migrantes canalizadas a través de organizaciones de migrantes, como AMUMRA (Mujeres Unidas, Migrantes y Refugiadas en Argentina), y también de los sindicatos que nuclean a las trabajadoras domésticas en distintas ciudades del país. En el caso de Córdoba, por ejemplo, si hasta bien entrada la década pasada prácticamente no había mujeres migrantes sindicalizadas en el Sindicato del Personal de Casas de Familia (SIN.PE.CAF.), en la actualidad es posible reconocer un número significativo de mujeres migrantes que comparten experiencias de sindicalización y asumen un rol más activo y visible dentro de la institución. Mucho ha tenido que ver con esto el proceso de discusión del Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares (Ley N° 26.844) de abril del año 2013, que busca regular el empleo doméstico remunerado, el cual contó con la participación de organizaciones sociales (como AMUMRA) y de los sindicatos de todo el país (entre ellos el SIN.PE.CAF)[1]. Uno de sus principales propósitos fue la “regularización” de las trabajadoras domésticas que se encontraban en condición de informalidad. Bajo la consigna de que las trabajadoras domésticas tienen derechos, cada vez son más las mujeres migrantes que participan activamente en las jornadas y actividades de difusión y campañas de información para la formalización de la situación laboral y para la regularización de la condición migratoria de otras mujeres migrantes que ejercen esta tarea.
Si bien la condición de regularidad migratoria no actúa directamente en la formalidad/informalidad laboral, y la formalidad laboral no implica necesariamente una transformación radical de las condiciones de vida de muchas empleadas domésticas, tanto la propia como la familiar; la tradicional invisibilidad del empleo doméstico ha comenzado a ser disputada a partir de su reconocimiento como trabajo y de quienes lo realizan como trabajadoras y sujetos de derecho. Esto puede ser el inicio de un cambio cualitativo en el modo en que es pensada y configurada en términos sociales, políticos e ideológicos una inserción laboral que fue constituida históricamente como “no trabajo” y que ocupó –y aún ocupa– las bases más invisibles y precarias del mundo del trabajo.
[1] En su dimensión política e ideológica, el trabajo doméstico en Argentina no ha sido incluido en la normativa laboral común reunida en la Ley de Contrato de Trabajo (ley N° 20.744/1976), sino que ha estado regulado por un estatuto especial, el decreto-ley N° 326, sancionado en 1956 en un contexto de dictadura militar (Lerussi 2011). Fue recién en marzo de 2013 cuando se discutió y sancionó una ley que regula el trabajo doméstico (ley N° 26.844/2013: Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares).
Mano de obra femenina en el medio rural
¿Cuál es el trabajo
que hacen las mujeres en el campo argentino? La mirada de la investigadora del
CONICET Elena Mingo.
Por Elena Mingo (Docente e
investigadora CEIL-CONICET)
Tanto los discursos como las prácticas a través de las cuales se han normativizado los roles de mujeres y varones, estructuran el sistema de representaciones que da sentido a las formas de organizar y asignar funciones productivas y reproductivas adecuadas a cada sexo.
Desde las perspectivas feministas se aportaron nuevos interrogantes en el análisis de la participación de las mujeres, destacándose la segmentación ocupacional por sexo y una multiplicidad de formas de precarización del empleo entre las que sobresale la subvaloración del trabajo femenino.
Las características de la inserción laboral de las mujeres se hacen visibles analizándolas desde la perspectiva de la división sexual del trabajo. Este enfoque permite observar el peso de los roles sociales vinculados a los sexos en los mercados de trabajo. En este sentido, la fuerte asociación de lo femenino con la exclusividad en las responsabilidades por la maternidad y las tareas de cuidado confiere particularidades en las trayectorias laborales, a la vez que conforma estereotipos de trabajo remunerado femenino adaptables a empleos temporarios de baja remuneración y calificación.
El reconocimiento de las calificaciones de la fuerza de trabajo femenina, en particular la no profesional, constituye una de las dimensiones de análisis donde los enfoques de género y las perspectivas feministas aportaron claves fundamentales para comprender el lugar de las mujeres en los mercados de trabajo. En este sentido, se ha señalado que la naturalización de determinadas habilidades atribuidas a lo femenino determinan el tipo de puestos de trabajo que serán ocupados por las mujeres.
El medio rural no es ajeno a los mecanismos de invisibilización de los aportes que hacen las mujeres a la producción, ya sea desde su participación en las explotaciones familiares o bien como asalariadas en el sector agrario. Es frecuente encontrar representaciones del rol de las mujeres relacionadas con una “reserva de valor cultural” que, a través de un “saber hacer doméstico” que es propio del “campo”, transfiere a la sociedad una imagen de tradicionalidad cuya reserva es el trabajo de las mujeres.
Ahora, ¿Cuál es el trabajo que hacen las mujeres en el campo argentino? Arce y Patiño (2008) muestran la forma en que la organización social y familiar propia de las configuraciones productivas de la región pampeana dominaron las imágenes con las que las que se construiría una idea predominante acerca de los roles femeninos en el medio rural. Las imágenes que devuelven estas construcciones, ubican a las mujeres dedicadas a las tareas doméstico- reproductivas y, en los casos donde existe, encargadas de la producción orientada hacia el autoconsumo, como cuidado de ganado menor en la producción de granja y la producción hortícola. En lo que respecta a la actividad productivo- económica de las explotaciones, suele describirse una participación de las mujeres (generalmente ubicadas en la posición esposa e hijas del productor jefe de familia) que representa una “ayuda excepcional” ante la falta de mano de obra asalariada o bien reemplazada a medida que se mecaniza producción.
Fuera de la región pampeana, se replican estas imágenes sobre las que se organiza la división sexual del trabajo. El trabajo asalariado de las mujeres frecuentemente es considerado una ayuda familiar, mientras que la responsabilidad principal de las mujeres continúan siendo las tareas reproductivas.
Teniendo en cuenta que los salarios promedio para el sector no permiten pagar por servicios domésticos y de cuidado, el rol de las mujeres en la reproducción es fundamental. Ejemplo de ello son las representaciones de los empleadores del sector, donde se observa la forma en que la división sexual del trabajo reproductivo tiene su correlato en el trabajo asalariado. En esta línea, la asignación de los puestos de trabajo de mayor temporalidad y en tareas manuales, donde no se reconocen las calificaciones adquiridas, se vinculan con una supuesta necesidad de las mujeres de trabajar por periodos acotados para poder dedicarse a las tareas reproductivas. En tanto, la sobrerrepresentación en tareas manuales se justifica en una supuesta habilidad natural para estos menesteres.
Mientras que para los varones la inserción en el trabajo agrícola se piensa como un oficio, en el caso de las mujeres la experiencia y las destrezas necesarias para ocupar los puestos de trabajo son adquiridas fuera del ámbito laboral. Los años transcurridos en los puestos de trabajo conforman una trayectoria de aprendizaje del oficio en el caso de los varones. Mientras tanto, las mujeres solo reproducen saberes propios del trabajo domestico que se adaptan a las necesidades de aquellos puestos de trabajo feminizados.
Comprender las trayectorias laborales de las mujeres en producciones intensivas implica ampliar la categoría de trabajo que utilizamos para su análisis. En este sentido, no solo se trata de analizar el trabajo doméstico y asalariado sino también considerar las tareas de articulación entre ambas esferas. Una mirada más compleja sobre el trabajo femenino permite comprender la forma en que el mercado de trabajo reinterpreta una división del trabajo, establecida para el ámbito reproductivo, que permite incorporar mecanismos de flexibilización, precarización y desvalorización del trabajo que se profundizan en el caso de las trabajadoras mujeres.
En tanto, el aumento de la demanda de mano de obra femenina en el trabajo agrícola que se verifica en las últimas décadas, producto de algunas modificaciones productivas, no ha logrado visibilizar la experiencia y trayectoria de femenina entre la fuerza de trabajo del sector.
Tanto los discursos como las prácticas a través de las cuales se han normativizado los roles de mujeres y varones, estructuran el sistema de representaciones que da sentido a las formas de organizar y asignar funciones productivas y reproductivas adecuadas a cada sexo.
Desde las perspectivas feministas se aportaron nuevos interrogantes en el análisis de la participación de las mujeres, destacándose la segmentación ocupacional por sexo y una multiplicidad de formas de precarización del empleo entre las que sobresale la subvaloración del trabajo femenino.
Las características de la inserción laboral de las mujeres se hacen visibles analizándolas desde la perspectiva de la división sexual del trabajo. Este enfoque permite observar el peso de los roles sociales vinculados a los sexos en los mercados de trabajo. En este sentido, la fuerte asociación de lo femenino con la exclusividad en las responsabilidades por la maternidad y las tareas de cuidado confiere particularidades en las trayectorias laborales, a la vez que conforma estereotipos de trabajo remunerado femenino adaptables a empleos temporarios de baja remuneración y calificación.
El reconocimiento de las calificaciones de la fuerza de trabajo femenina, en particular la no profesional, constituye una de las dimensiones de análisis donde los enfoques de género y las perspectivas feministas aportaron claves fundamentales para comprender el lugar de las mujeres en los mercados de trabajo. En este sentido, se ha señalado que la naturalización de determinadas habilidades atribuidas a lo femenino determinan el tipo de puestos de trabajo que serán ocupados por las mujeres.
El medio rural no es ajeno a los mecanismos de invisibilización de los aportes que hacen las mujeres a la producción, ya sea desde su participación en las explotaciones familiares o bien como asalariadas en el sector agrario. Es frecuente encontrar representaciones del rol de las mujeres relacionadas con una “reserva de valor cultural” que, a través de un “saber hacer doméstico” que es propio del “campo”, transfiere a la sociedad una imagen de tradicionalidad cuya reserva es el trabajo de las mujeres.
Ahora, ¿Cuál es el trabajo que hacen las mujeres en el campo argentino? Arce y Patiño (2008) muestran la forma en que la organización social y familiar propia de las configuraciones productivas de la región pampeana dominaron las imágenes con las que las que se construiría una idea predominante acerca de los roles femeninos en el medio rural. Las imágenes que devuelven estas construcciones, ubican a las mujeres dedicadas a las tareas doméstico- reproductivas y, en los casos donde existe, encargadas de la producción orientada hacia el autoconsumo, como cuidado de ganado menor en la producción de granja y la producción hortícola. En lo que respecta a la actividad productivo- económica de las explotaciones, suele describirse una participación de las mujeres (generalmente ubicadas en la posición esposa e hijas del productor jefe de familia) que representa una “ayuda excepcional” ante la falta de mano de obra asalariada o bien reemplazada a medida que se mecaniza producción.
Fuera de la región pampeana, se replican estas imágenes sobre las que se organiza la división sexual del trabajo. El trabajo asalariado de las mujeres frecuentemente es considerado una ayuda familiar, mientras que la responsabilidad principal de las mujeres continúan siendo las tareas reproductivas.
Teniendo en cuenta que los salarios promedio para el sector no permiten pagar por servicios domésticos y de cuidado, el rol de las mujeres en la reproducción es fundamental. Ejemplo de ello son las representaciones de los empleadores del sector, donde se observa la forma en que la división sexual del trabajo reproductivo tiene su correlato en el trabajo asalariado. En esta línea, la asignación de los puestos de trabajo de mayor temporalidad y en tareas manuales, donde no se reconocen las calificaciones adquiridas, se vinculan con una supuesta necesidad de las mujeres de trabajar por periodos acotados para poder dedicarse a las tareas reproductivas. En tanto, la sobrerrepresentación en tareas manuales se justifica en una supuesta habilidad natural para estos menesteres.
Mientras que para los varones la inserción en el trabajo agrícola se piensa como un oficio, en el caso de las mujeres la experiencia y las destrezas necesarias para ocupar los puestos de trabajo son adquiridas fuera del ámbito laboral. Los años transcurridos en los puestos de trabajo conforman una trayectoria de aprendizaje del oficio en el caso de los varones. Mientras tanto, las mujeres solo reproducen saberes propios del trabajo domestico que se adaptan a las necesidades de aquellos puestos de trabajo feminizados.
Comprender las trayectorias laborales de las mujeres en producciones intensivas implica ampliar la categoría de trabajo que utilizamos para su análisis. En este sentido, no solo se trata de analizar el trabajo doméstico y asalariado sino también considerar las tareas de articulación entre ambas esferas. Una mirada más compleja sobre el trabajo femenino permite comprender la forma en que el mercado de trabajo reinterpreta una división del trabajo, establecida para el ámbito reproductivo, que permite incorporar mecanismos de flexibilización, precarización y desvalorización del trabajo que se profundizan en el caso de las trabajadoras mujeres.
En tanto, el aumento de la demanda de mano de obra femenina en el trabajo agrícola que se verifica en las últimas décadas, producto de algunas modificaciones productivas, no ha logrado visibilizar la experiencia y trayectoria de femenina entre la fuerza de trabajo del sector.
Mujeres, conflicto laboral y experiencia durante los años 40 en Tucumán
En 1942 tuvo lugar
una larga huelga que fue protagonizada por costureras a domicilio. Repercusiones
de una larga lucha.
Por María Ullivarri (Doctora de la
Universidad de Buenos Aires)
En 1942 una larga huelga fue protagonizada por costureras a domicilio en Tucumán. El conflicto fue intenso y estuvo atravesado por disputas de clase en sentido más puro, tensiones entre las representaciones de género, la inserción de cuerpos femeninos en un mundo sindical mayormente masculino, la visibilidad de la reyerta callejera, la explotación, la miseria, los prejuicios, la religión, la Iglesia, la experiencia de la ley y la consolidación de una cultura de derechos. Cuáles fueron las formas de la experiencia obrera femenina en una ciudad del norte argentino antes del peronismo. En esa trama enrevesada, estos factores moldearon la experiencia de estas trabajadoras y tiñeron también la lucha. En esos procesos las mujeres dejaron huellas de sus sutiles coincidencias, de los reclamos comunes que de forma no siempre explícita y no siempre ordenada, construyeron las aspiraciones generales de la clase obrera en el sentido de derechos, reconocimiento, legitimidad e intereses. Pero, fundamentalmente, aparecieron allí también los sentidos identitarios, los objetivos y los deseos de las trabajadoras, como mujeres y como obreras.
Trabajo, empleo y organización
En Tucumán a principios de los años cuarenta el trabajo femenino se centraba principalmente en la industria azucarera, la de la alimentación, el vestido y el trabajo doméstico. Asimismo, un porcentaje menor lo hacía en el rubro productos químicos (tintorerías y fósforos) y en las fábricas de cigarrillos. El porcentaje de trabajo femenino registrado era ínfimo (3,69%). Sin embargo, por otros datos, principalmente publicados en la prensa, se infiere que el número de trabajadoras era mucho mayor.
El subregistro del trabajo femenino era una constante debido a que muchas veces se lo consideraba “trabajo complementario” o “ayuda familiar”. Pero esta invisibilidad también estaba determinada por los espacios donde muchas mujeres desarrollaban sus labores: el domicilio. En tal sentido, en este tipo de tareas se suponía que las mujeres podían sostener su rol en la reproducción social. Sin embargo, el trabajo a domicilio estaba lejos de constituir una panacea para las mujeres. Pensado como el departamento exterior de la fábrica, este tipo de tarea fue una de las formas del trabajo más duras y agobiantes. Caracterizado por jornadas extenuantes y salarios magros, las posibilidades de atender el hogar y completar un jornal digno eran una quimera. Entre los rubros principales del trabajo a domicilio se destacaba el de costura que según datos del Departamento Nacional de Trabajo, creció un 58% durante los años treinta. Este tipo de faena, al realizarse a destajo o por pieza agudizaba la intensidad del trabajo que, al mismo tiempo, estaba sujeto una demanda que no siempre era continua y a un estricto control patronal sobre la calidad de las prendas. Así, "Basta que una obrera coloque un color de hilo que no corresponde exactamente al del vestido –decía una editorial del diario tucumano La Gaceta- para que su trabajo sea rechazado y se lo descuente del precio de su propio trabajo o de la garantía." Por otro lado, y a pesar de que para confeccionar una prenda de buena calidad se necesitaban años de oficio, la capacitación necesaria para realizar los trabajos de costura estaba socialmente asociada a patrones de femineidad, no era considerada una calificación y, en consecuencia, no cotizaba en el mercado de trabajo.
Pero el trabajo a domicilio no era tierra de nadie, estaba regido por unan ley sancionada en 1918, la ley 11.505 que, no obstante, garantizaba un vínculo laboral sin riesgos para los empleadores. Allí fue donde apuntaron las organizaciones obreras y la Iglesia Católica quienes, después de varias años, lograron en 1942 la sanción de una nueva ley de Trabajo a Domicilio: la N° 12.713. Esta ley proponía transformar los usos y costumbres en una rama de actividad acostumbrada a la informalidad y la precariedad, dando un salto cualitativo en materia de derechos y protección laboral. Pero fundamentalmente, esta ley reconfiguró un nuevo escenario de disputa entre capital-trabajo brindando un nuevo escenario de derechos adquiridos, que envalentonó a las trabajadoras nucleadas en dos organizaciones de costureras, la Sociedad de Obreras Costureras de Confección en General (1936) que respondía al Socialismo Obrero y el Sindicato de Costureras (1938) que funcionaba bajo el amparo del Secretariado Social de la Acción Católica. De esta forma, ambos sindicatos, en conjunto con varios miembros de la curia y la Comisión Cooperadora de la CGT presionaron insistentemente al gobierno para lograr que la ley de Trabajo a Domicilio ya sancionada a nivel nacional, fuera reglamentada para su aplicación en la provincia.[1] Finalmente, el 7 de julio de 1942 la ley entró en vigencia en Tucumán y terminó una etapa de demanda pero comenzó una nueva de lucha.
Uno de los puntos fuertes de la nueva ley era el proceso de conciliación de salarios/tarifas de prendas a través de comisiones obrero/estatal/patronales. Esta era una experiencia de negociación colectiva novedosa en el mundo obrero de la provincia que comenzó a funcionar en agosto. No obstante, luego de un par de reuniones, estaba claro que no existía posibilidad de acuerdo y la delegación patronal se retiró de la Comisión. Esta abrupta interrupción de los canales legales para fijar tarifas generó un clima de tensiones que se fue recrudeciendo y después de dos meses de reuniones fallidas, el 5 de octubre, las costureras decidieron declarar la huelga, a la que el Sindicato católico acompañó por un “acto de disciplina.”
Con las obreras en huelga y los delegados patronales sin voluntad de negociación, la posibilidad de arreglo llegó a un punto muerto, quedando en manos del presidente de la Comisión la facultad de laudar sobre el precio de las prendas. Estas tarifas finalmente fueron aceptados por las costureras, quienes dieron por terminada la huelga. Sin embargo, al concurrir a buscar encargos, los patrones se negaron a proporcionárselos aduciendo que no podían pagar los precios laudados. El 3 de noviembre de 1942 los talleres de confección y los registros de la provincia decretaron un lock out que se prolongó durante casi dos meses.
En una rama de actividad como la de costura, sostener medidas de fuerza prolongadas no era fácil, no solo porque se trabajaba a destajo, sino también porque la labor de una costurera podía ser fácilmente sustituida mediante la importación de prendas o la entrega de tareas a otras obreras. Por lo tanto, la unidad de las acciones durante la protesta era un elemento imprescindible para la lucha. Pero los primeros días del lock out las obreras llevaban ya más de un mes sin trabajar y las posibilidades de llegar a un acuerdo se vislumbraban escasas. Esta situación comenzó a deteriorar la unidad de las trabajadoras y frente al desasosiego por una situación inesperada, varios grupos de costureras, especialmente las católicas, comenzaron a manifestar la necesidad de aceptar los salarios que la patronal ofrecía.
La división aparecía muy tangible y la disputa se trasladó entonces al interior del conjunto de trabajadoras. Allí, la presión de aquellas que solicitaban aceptar los salarios ofrecidos motivó a las dirigentes del otro sindicato a intensificar su lucha. Por eso decidieron redoblar la apuesta y no entregar los trabajos que tenían en su poder. Al mismo tiempo dejaron claro que no aceptarían otras tarifas que no fueran las fijadas por la Comisión de Salarios, mientras mantenían motivadas a sus afiliadas realizando asambleas periódicas y recorriendo los barrios. Por su parte, las afiliadas al sindicato católico, que habían dejado clara su incomodidad con las acciones de protesta enarbolaron su voluntad conciliadora y empezaron a disputar espacios de representación sindical, intentando posicionar a su organización como la única entidad representativa de las “verdaderas trabajadoras.”. Ellas que “legítimamente viven de su trabajo”, no podían esperar más para llegar a un acuerdo –decían los representantes de las obreras católicas– porque “se estaba jugando con intereses vitales: el pan de cientos de madres desesperadas que no comprendían aún cuál era el motivo de la huelga.”
Para las católicas (o sus representantes) la construcción de su rol como trabajadoras estaba subsumido en un discurso que las victimizaba y las “maternizaba.” Esta versión maternalista no era inocente y, por supuesto, no solo apuntaba a sostener el rol social de estas mujeres que, sino que además, asociado a valores religiosos y morales, les permitía diferenciarse de aquellas guiadas por la “viciosa costumbre de los principios subversivos del comunismo ateo.” Para las obreras “comunistas”, en cambio, presentarse como “madres desesperadas” no era una estrategia de fortalecimiento en un conflicto gremial, sino una herramienta para “distraer su posición de clase.” Ellas, en cambio, apelaron a un discurso donde sus valores, su cultura y su experiencia estaban forjados sobre una profunda vivencia de explotación y de lucha que no solo avaló su reclamo, sino que perfiló su identidad. La tensión estaba puesta entonces en ponderar demandas de clase frente a roles de género, porque en definitiva ellas no podían zanjar esa cuestión, no podían dejar de ser mujeres, pero si podían dejar de ser explotadas. Estaban en huelga “para lograr que se nos pague como corresponde.” Las “comunistas” señalaron, entonces, que en tanto “un grupo de obreras que llevadas por la miseria ha aceptado las tarifas patronales” era su “deber luchar por sus intereses, así que para defenderlas, tendremos que luchar también en contra de ellas.”
A lo largo del conflicto, una de las cuestiones más disruptivas fue la presencia sostenida de las mujeres en las calles. Las crónicas describían una ciudad invadida por grupos de obreras convocando a otras mujeres a sumarse a las movilizaciones. Esos mismos relatos también destacaron que las obreras intentaron impedir que sus compañeras siguieran trabajando y algunas huelguistas fueron detenidas "por haber pretendido hostilizar a dos costureras que concurrían a su trabajo" o haber despojado a otra de ”unas ropas que debía entregar.” Durante varios meses noticas de manifestaciones, enfrentamientos con la policía, visitas a despachos oficiales, actos, así como la concurrencia de las obreras a las confiterías de la ciudad con el fin de vender bonos para sostener el comedor de huelga o promocionando los bailes del gremio para conseguir fondos, mostraron cotidianamente a los habitantes de la ciudad el problema de las costureras. En ese proceso, editoriales, reportajes, notas y crónicas reprodujeron los anhelos, deseos, expectativas y visibilizaron las condiciones de vida, los rostros y los cuerpos de las obreras costureras. La esfera pública era un espacio principalmente masculino, pero en 1942 fue cooptado también por mujeres trabajadoras.
Pero no fue solo la calle, sino también el Estado el espacio a conquistar. La sensación de amparo estatal que acompañó el proceso de reglamentación de la ley les posibilitó a las obreras, a pesar de las dificultades, reclamar protección e intervenir públicamente de un modo legítimo. Desde ahí potenciaron un sentido de derecho colectivo donde, decían, “el Estado no puede tolerar una industria sostenida por el hambre de los trabajadores, ya que la industrialización del país deber servir para elevar el nivel de vida de la población laboriosa.” En esa batalla las obreras concurrieron diariamente a los despachos oficiales para solicitar la intervención del gobierno en el conflicto, lograr el cambio de presidente de la Comisión y exigir respuestas para las compañeras despedidas.
A fines de 1942, después de casi tres meses sin actividades, las fuerzas de las obreras estaban muy deterioradas y el gobernador decidió intervenir personalmente. Finalmente se llegó a un acuerdo para negociar tarifas luego de un ensayo de producción. A fines de enero de 1943, obreras representantes de todos los sectores cosieron durante ocho horas seguidas. Los resultados obtenidos se promediaron y finalmente pudieron tarifarse las prendas. Luego de seis meses de conflictos, demandas, negociaciones, huelga y lock out, las costureras volvieron a trabajar.
Un conflicto protagonizado por mujeres suele desarmar los análisis normativos, matizar las formas reconocidas de acción colectiva y proponer nuevos sentidos para pensar el lugar de las mujeres en el mundo sindical. Las aristas de la reyerta mostraron cómo a veces las condiciones de clase y de sexo se amalgamaban en contra de las trabajadoras que soportaron duras jornadas de lucha. En estos procesos se involucraron prejuicios, dificultades sindicales, problemas internos originados a partir de sus diferentes maneras de entender sus roles de género, posiciones políticas, religiosas, ideológicas y experiencias de clase. Ese conjunto de factores actuó sobre la subjetividad de las trabajadoras poniéndoles diferentes sentidos a su identidad. En un orden de ponderación, sabemos que la religión era un componente importante de las sensibilidades colectivas en la provincia. Proporcionaba un conjunto de significados y valores intensamente vividos y sentidos y ejercía, por ello mismo, presiones concretas a la par que establecía límites efectivos sobre la experiencia y la acción. En paralelo, un mundo sindical, mayormente masculino, también demandaba lealtades a las obreras a partir de un discurso de clase, de lucha y derechos obtenidos o por conquistar.
Puestos en tensión, discursos ferozmente encontrados tiñeron y complejizaron el conflicto de las costureras que, enfrentadas discursivamente (y en oportunidades también físicamente), pretendieron instalar como legítimas diferentes formas de ser obreras y mujeres, a la par de sostener una lucha por sus derechos. Por ello, abordar diferencias entre ellas, tanto en la práctica como en el discurso, obliga a problematizar también el concepto de clase. Quizás cierta conciencia “impuesta” del deber de una trabajadora no deja ver bien las plurales manifestaciones de la clase. Es entonces desde la insistencia en las “racionalidades múltiples”, como señala Dora Barrancos, desde donde podemos asomarnos a desentrañar su conducta. De esta forma, un antagonismo de clase no siempre adquiere los matices de un “enfrentamiento modelo”, sino que puede emerger a partir de una cultura religiosa, una representación de género o una idea de moral. Así, las reapropiaciones creativas, distorsivas o pasivas de los roles genéricamente asignados, los valores religiosos y sus implicancias morales perfilaron las formas de la lucha de algunas de estas costureras. Sus aristas surcaron la lucha por defender su “moral”, sus obligaciones como mujeres, planteada como no necesariamente incompatible con una disputa por sus derechos como trabajadoras. En ese plano, quizá más que en la disputa por un mejor salario, es donde se percibía la más virulenta resistencia de un grupo de costureras. Frente a ellas las obreras vinculadas a los partidos de izquierda y al mundo sindical de la provincia entablaron una forma más “pura” de antagonismo, al entender que su lucha se inscribía en su historia de explotación, en sus afiliaciones políticas y sindicales y, fundamentalmente, en sus derechos como trabajadoras.
En definitiva, los cruces de acusaciones, las formas de entablar la disputa, los sentidos atribuidos a la lucha, develan percepciones, subjetividades e identidades disímiles a partir de similares experiencias de explotación. Factores como la religión, los grupos de filiación y el sistema de relaciones constituyeron papeles decisivos en la configuración de las experiencias de clase y de los roles de género de estas obreras. O por lo menos de aquellos puestos en juego a la hora de plantear un conflicto laboral, ya que ambos cobraron sentido en el marco de las relaciones entabladas y en la dinámica de los espacios sociales por donde éstas circularon.
[1]La ley sancionada por el Congreso Nacional solo regía en Capital Federal y Territorios Nacionales. Para su aplicación en los territorios provinciales debía ser reglamentada por las Legislaturas locales. La provincia de Tucumán fue el primer territorio en reglamentarla.
En 1942 una larga huelga fue protagonizada por costureras a domicilio en Tucumán. El conflicto fue intenso y estuvo atravesado por disputas de clase en sentido más puro, tensiones entre las representaciones de género, la inserción de cuerpos femeninos en un mundo sindical mayormente masculino, la visibilidad de la reyerta callejera, la explotación, la miseria, los prejuicios, la religión, la Iglesia, la experiencia de la ley y la consolidación de una cultura de derechos. Cuáles fueron las formas de la experiencia obrera femenina en una ciudad del norte argentino antes del peronismo. En esa trama enrevesada, estos factores moldearon la experiencia de estas trabajadoras y tiñeron también la lucha. En esos procesos las mujeres dejaron huellas de sus sutiles coincidencias, de los reclamos comunes que de forma no siempre explícita y no siempre ordenada, construyeron las aspiraciones generales de la clase obrera en el sentido de derechos, reconocimiento, legitimidad e intereses. Pero, fundamentalmente, aparecieron allí también los sentidos identitarios, los objetivos y los deseos de las trabajadoras, como mujeres y como obreras.
Trabajo, empleo y organización
En Tucumán a principios de los años cuarenta el trabajo femenino se centraba principalmente en la industria azucarera, la de la alimentación, el vestido y el trabajo doméstico. Asimismo, un porcentaje menor lo hacía en el rubro productos químicos (tintorerías y fósforos) y en las fábricas de cigarrillos. El porcentaje de trabajo femenino registrado era ínfimo (3,69%). Sin embargo, por otros datos, principalmente publicados en la prensa, se infiere que el número de trabajadoras era mucho mayor.
El subregistro del trabajo femenino era una constante debido a que muchas veces se lo consideraba “trabajo complementario” o “ayuda familiar”. Pero esta invisibilidad también estaba determinada por los espacios donde muchas mujeres desarrollaban sus labores: el domicilio. En tal sentido, en este tipo de tareas se suponía que las mujeres podían sostener su rol en la reproducción social. Sin embargo, el trabajo a domicilio estaba lejos de constituir una panacea para las mujeres. Pensado como el departamento exterior de la fábrica, este tipo de tarea fue una de las formas del trabajo más duras y agobiantes. Caracterizado por jornadas extenuantes y salarios magros, las posibilidades de atender el hogar y completar un jornal digno eran una quimera. Entre los rubros principales del trabajo a domicilio se destacaba el de costura que según datos del Departamento Nacional de Trabajo, creció un 58% durante los años treinta. Este tipo de faena, al realizarse a destajo o por pieza agudizaba la intensidad del trabajo que, al mismo tiempo, estaba sujeto una demanda que no siempre era continua y a un estricto control patronal sobre la calidad de las prendas. Así, "Basta que una obrera coloque un color de hilo que no corresponde exactamente al del vestido –decía una editorial del diario tucumano La Gaceta- para que su trabajo sea rechazado y se lo descuente del precio de su propio trabajo o de la garantía." Por otro lado, y a pesar de que para confeccionar una prenda de buena calidad se necesitaban años de oficio, la capacitación necesaria para realizar los trabajos de costura estaba socialmente asociada a patrones de femineidad, no era considerada una calificación y, en consecuencia, no cotizaba en el mercado de trabajo.
Pero el trabajo a domicilio no era tierra de nadie, estaba regido por unan ley sancionada en 1918, la ley 11.505 que, no obstante, garantizaba un vínculo laboral sin riesgos para los empleadores. Allí fue donde apuntaron las organizaciones obreras y la Iglesia Católica quienes, después de varias años, lograron en 1942 la sanción de una nueva ley de Trabajo a Domicilio: la N° 12.713. Esta ley proponía transformar los usos y costumbres en una rama de actividad acostumbrada a la informalidad y la precariedad, dando un salto cualitativo en materia de derechos y protección laboral. Pero fundamentalmente, esta ley reconfiguró un nuevo escenario de disputa entre capital-trabajo brindando un nuevo escenario de derechos adquiridos, que envalentonó a las trabajadoras nucleadas en dos organizaciones de costureras, la Sociedad de Obreras Costureras de Confección en General (1936) que respondía al Socialismo Obrero y el Sindicato de Costureras (1938) que funcionaba bajo el amparo del Secretariado Social de la Acción Católica. De esta forma, ambos sindicatos, en conjunto con varios miembros de la curia y la Comisión Cooperadora de la CGT presionaron insistentemente al gobierno para lograr que la ley de Trabajo a Domicilio ya sancionada a nivel nacional, fuera reglamentada para su aplicación en la provincia.[1] Finalmente, el 7 de julio de 1942 la ley entró en vigencia en Tucumán y terminó una etapa de demanda pero comenzó una nueva de lucha.
Uno de los puntos fuertes de la nueva ley era el proceso de conciliación de salarios/tarifas de prendas a través de comisiones obrero/estatal/patronales. Esta era una experiencia de negociación colectiva novedosa en el mundo obrero de la provincia que comenzó a funcionar en agosto. No obstante, luego de un par de reuniones, estaba claro que no existía posibilidad de acuerdo y la delegación patronal se retiró de la Comisión. Esta abrupta interrupción de los canales legales para fijar tarifas generó un clima de tensiones que se fue recrudeciendo y después de dos meses de reuniones fallidas, el 5 de octubre, las costureras decidieron declarar la huelga, a la que el Sindicato católico acompañó por un “acto de disciplina.”
Con las obreras en huelga y los delegados patronales sin voluntad de negociación, la posibilidad de arreglo llegó a un punto muerto, quedando en manos del presidente de la Comisión la facultad de laudar sobre el precio de las prendas. Estas tarifas finalmente fueron aceptados por las costureras, quienes dieron por terminada la huelga. Sin embargo, al concurrir a buscar encargos, los patrones se negaron a proporcionárselos aduciendo que no podían pagar los precios laudados. El 3 de noviembre de 1942 los talleres de confección y los registros de la provincia decretaron un lock out que se prolongó durante casi dos meses.
En una rama de actividad como la de costura, sostener medidas de fuerza prolongadas no era fácil, no solo porque se trabajaba a destajo, sino también porque la labor de una costurera podía ser fácilmente sustituida mediante la importación de prendas o la entrega de tareas a otras obreras. Por lo tanto, la unidad de las acciones durante la protesta era un elemento imprescindible para la lucha. Pero los primeros días del lock out las obreras llevaban ya más de un mes sin trabajar y las posibilidades de llegar a un acuerdo se vislumbraban escasas. Esta situación comenzó a deteriorar la unidad de las trabajadoras y frente al desasosiego por una situación inesperada, varios grupos de costureras, especialmente las católicas, comenzaron a manifestar la necesidad de aceptar los salarios que la patronal ofrecía.
La división aparecía muy tangible y la disputa se trasladó entonces al interior del conjunto de trabajadoras. Allí, la presión de aquellas que solicitaban aceptar los salarios ofrecidos motivó a las dirigentes del otro sindicato a intensificar su lucha. Por eso decidieron redoblar la apuesta y no entregar los trabajos que tenían en su poder. Al mismo tiempo dejaron claro que no aceptarían otras tarifas que no fueran las fijadas por la Comisión de Salarios, mientras mantenían motivadas a sus afiliadas realizando asambleas periódicas y recorriendo los barrios. Por su parte, las afiliadas al sindicato católico, que habían dejado clara su incomodidad con las acciones de protesta enarbolaron su voluntad conciliadora y empezaron a disputar espacios de representación sindical, intentando posicionar a su organización como la única entidad representativa de las “verdaderas trabajadoras.”. Ellas que “legítimamente viven de su trabajo”, no podían esperar más para llegar a un acuerdo –decían los representantes de las obreras católicas– porque “se estaba jugando con intereses vitales: el pan de cientos de madres desesperadas que no comprendían aún cuál era el motivo de la huelga.”
Para las católicas (o sus representantes) la construcción de su rol como trabajadoras estaba subsumido en un discurso que las victimizaba y las “maternizaba.” Esta versión maternalista no era inocente y, por supuesto, no solo apuntaba a sostener el rol social de estas mujeres que, sino que además, asociado a valores religiosos y morales, les permitía diferenciarse de aquellas guiadas por la “viciosa costumbre de los principios subversivos del comunismo ateo.” Para las obreras “comunistas”, en cambio, presentarse como “madres desesperadas” no era una estrategia de fortalecimiento en un conflicto gremial, sino una herramienta para “distraer su posición de clase.” Ellas, en cambio, apelaron a un discurso donde sus valores, su cultura y su experiencia estaban forjados sobre una profunda vivencia de explotación y de lucha que no solo avaló su reclamo, sino que perfiló su identidad. La tensión estaba puesta entonces en ponderar demandas de clase frente a roles de género, porque en definitiva ellas no podían zanjar esa cuestión, no podían dejar de ser mujeres, pero si podían dejar de ser explotadas. Estaban en huelga “para lograr que se nos pague como corresponde.” Las “comunistas” señalaron, entonces, que en tanto “un grupo de obreras que llevadas por la miseria ha aceptado las tarifas patronales” era su “deber luchar por sus intereses, así que para defenderlas, tendremos que luchar también en contra de ellas.”
A lo largo del conflicto, una de las cuestiones más disruptivas fue la presencia sostenida de las mujeres en las calles. Las crónicas describían una ciudad invadida por grupos de obreras convocando a otras mujeres a sumarse a las movilizaciones. Esos mismos relatos también destacaron que las obreras intentaron impedir que sus compañeras siguieran trabajando y algunas huelguistas fueron detenidas "por haber pretendido hostilizar a dos costureras que concurrían a su trabajo" o haber despojado a otra de ”unas ropas que debía entregar.” Durante varios meses noticas de manifestaciones, enfrentamientos con la policía, visitas a despachos oficiales, actos, así como la concurrencia de las obreras a las confiterías de la ciudad con el fin de vender bonos para sostener el comedor de huelga o promocionando los bailes del gremio para conseguir fondos, mostraron cotidianamente a los habitantes de la ciudad el problema de las costureras. En ese proceso, editoriales, reportajes, notas y crónicas reprodujeron los anhelos, deseos, expectativas y visibilizaron las condiciones de vida, los rostros y los cuerpos de las obreras costureras. La esfera pública era un espacio principalmente masculino, pero en 1942 fue cooptado también por mujeres trabajadoras.
Pero no fue solo la calle, sino también el Estado el espacio a conquistar. La sensación de amparo estatal que acompañó el proceso de reglamentación de la ley les posibilitó a las obreras, a pesar de las dificultades, reclamar protección e intervenir públicamente de un modo legítimo. Desde ahí potenciaron un sentido de derecho colectivo donde, decían, “el Estado no puede tolerar una industria sostenida por el hambre de los trabajadores, ya que la industrialización del país deber servir para elevar el nivel de vida de la población laboriosa.” En esa batalla las obreras concurrieron diariamente a los despachos oficiales para solicitar la intervención del gobierno en el conflicto, lograr el cambio de presidente de la Comisión y exigir respuestas para las compañeras despedidas.
A fines de 1942, después de casi tres meses sin actividades, las fuerzas de las obreras estaban muy deterioradas y el gobernador decidió intervenir personalmente. Finalmente se llegó a un acuerdo para negociar tarifas luego de un ensayo de producción. A fines de enero de 1943, obreras representantes de todos los sectores cosieron durante ocho horas seguidas. Los resultados obtenidos se promediaron y finalmente pudieron tarifarse las prendas. Luego de seis meses de conflictos, demandas, negociaciones, huelga y lock out, las costureras volvieron a trabajar.
Un conflicto protagonizado por mujeres suele desarmar los análisis normativos, matizar las formas reconocidas de acción colectiva y proponer nuevos sentidos para pensar el lugar de las mujeres en el mundo sindical. Las aristas de la reyerta mostraron cómo a veces las condiciones de clase y de sexo se amalgamaban en contra de las trabajadoras que soportaron duras jornadas de lucha. En estos procesos se involucraron prejuicios, dificultades sindicales, problemas internos originados a partir de sus diferentes maneras de entender sus roles de género, posiciones políticas, religiosas, ideológicas y experiencias de clase. Ese conjunto de factores actuó sobre la subjetividad de las trabajadoras poniéndoles diferentes sentidos a su identidad. En un orden de ponderación, sabemos que la religión era un componente importante de las sensibilidades colectivas en la provincia. Proporcionaba un conjunto de significados y valores intensamente vividos y sentidos y ejercía, por ello mismo, presiones concretas a la par que establecía límites efectivos sobre la experiencia y la acción. En paralelo, un mundo sindical, mayormente masculino, también demandaba lealtades a las obreras a partir de un discurso de clase, de lucha y derechos obtenidos o por conquistar.
Puestos en tensión, discursos ferozmente encontrados tiñeron y complejizaron el conflicto de las costureras que, enfrentadas discursivamente (y en oportunidades también físicamente), pretendieron instalar como legítimas diferentes formas de ser obreras y mujeres, a la par de sostener una lucha por sus derechos. Por ello, abordar diferencias entre ellas, tanto en la práctica como en el discurso, obliga a problematizar también el concepto de clase. Quizás cierta conciencia “impuesta” del deber de una trabajadora no deja ver bien las plurales manifestaciones de la clase. Es entonces desde la insistencia en las “racionalidades múltiples”, como señala Dora Barrancos, desde donde podemos asomarnos a desentrañar su conducta. De esta forma, un antagonismo de clase no siempre adquiere los matices de un “enfrentamiento modelo”, sino que puede emerger a partir de una cultura religiosa, una representación de género o una idea de moral. Así, las reapropiaciones creativas, distorsivas o pasivas de los roles genéricamente asignados, los valores religiosos y sus implicancias morales perfilaron las formas de la lucha de algunas de estas costureras. Sus aristas surcaron la lucha por defender su “moral”, sus obligaciones como mujeres, planteada como no necesariamente incompatible con una disputa por sus derechos como trabajadoras. En ese plano, quizá más que en la disputa por un mejor salario, es donde se percibía la más virulenta resistencia de un grupo de costureras. Frente a ellas las obreras vinculadas a los partidos de izquierda y al mundo sindical de la provincia entablaron una forma más “pura” de antagonismo, al entender que su lucha se inscribía en su historia de explotación, en sus afiliaciones políticas y sindicales y, fundamentalmente, en sus derechos como trabajadoras.
En definitiva, los cruces de acusaciones, las formas de entablar la disputa, los sentidos atribuidos a la lucha, develan percepciones, subjetividades e identidades disímiles a partir de similares experiencias de explotación. Factores como la religión, los grupos de filiación y el sistema de relaciones constituyeron papeles decisivos en la configuración de las experiencias de clase y de los roles de género de estas obreras. O por lo menos de aquellos puestos en juego a la hora de plantear un conflicto laboral, ya que ambos cobraron sentido en el marco de las relaciones entabladas y en la dinámica de los espacios sociales por donde éstas circularon.
[1]La ley sancionada por el Congreso Nacional solo regía en Capital Federal y Territorios Nacionales. Para su aplicación en los territorios provinciales debía ser reglamentada por las Legislaturas locales. La provincia de Tucumán fue el primer territorio en reglamentarla.
Mujeres, trabajo y organización sindical
Por Cynthia Rivero y Hernán Palermo
(Grupo Antropología del Trabajo
GAT-UBA)
La decisión de realizar un dossier que abordase la temática del acceso de las
mujeres al mercado de trabajo, su participación en las organizaciones sindicales
y las representaciones en torno a lo que significa el trabajo en el ámbito
reproductivo, fue impulsada por una intuición que luego, avanzado el mismo, se
convirtió en un dato de la realidad. Las mujeres sufren más el desempleo, la
informalidad, la brecha salarial, la escasa participación en la conducción de
los gremios y el no reconocimiento a las tareas que desarrollan tanto, en lo que
hace al mantenimiento de la casa, como al cuidado de los hijos e hijas.
Aún persiste la desigualdad –más allá de las diferencias- entre varones y mujeres que nos exige debatir las diversas formas de subordinación e invisibilización que las mismas padecen, en este caso respecto del ámbito laboral y sindical. Siendo que paradójicamente numerosas mujeres desarrollan más de un trabajo y no solo el remunerado por el mercado. La llamada doble jornada –doméstica y salarial- condiciona la presencia femenina a un estereotipo muy arraigado, que en muchos casos les impide acceder a ciertos puestos de trabajo o bien ámbitos políticos y sindicales.
Al mismo tiempo si bien el registro histórico nos demuestra que las mujeres aumentaron su participación en el mercado de trabajo, ello ha ocurrido a costa de sufrir una mayor subocupación y precariedad. Bajo estas condiciones ¿cómo lograr tener fuerza de representación o un lugar preponderante en la toma de decisiones? En esta dirección reivindicamos los aportes del feminismo y el movimiento de mujeres que plantearon una serie de demandas orientadas a transformar la percepción de lo femenino en la sociedad. Tal sentido naturalizado y eternizado respecto de cuál debe ser la figura de la mujer y su rol apropiado es hoy ampliamente cuestionado.
Cuando analizamos dicha problemática desde la perspectiva de la división sexual del trabajo hacemos referencia al reparto social de tareas o actividades según el sexo-género. Este es el enfoque propuesto por Elena Mingo en su artículo “Mano de obra femenina en el medio rural” en el que analiza las características de la inserción laboral de las mujeres en el denominado ‘campo argentino’. Ella sostiene que el trabajo asalariado de las mujeres es considerado una ayuda familiar, de tipo más bien excepcional, dado que su responsabilidad principal continúa siendo las tareas reproductivas. Mientras que para los varones la inserción en el trabajo agrícola se postula como un oficio, ellas solo reproducirían saberes propios del trabajo domestico adaptados a las necesidades de aquellos puestos de trabajo feminizados. Por lo que dicha autora considera fundamental problematizar la categoría de trabajo o la mirada sobre el trabajo femenino que nos permita comprender dichas trayectorias laborales.
En esta clave de lectura es posible abordar además el texto de María José Magliano y Ana Inés Mallimaci sobre “Mujeres migrantes y trabajadoras. Inserciones precarias y experiencias de sindicalización” donde afirman que a pesar de la fuerte inserción laboral de las mujeres migrantes a lo largo de la historia, aún persiste cierta representación social que las supone como “acompañantes”. El servicio doméstico –tal como para otras las tareas rurales- ha sido su principal espacio de inserción laboral, dada su condición migratoria que las confina al universo privado del hogar donde la informalidad e irregularidad en el cumplimiento de las leyes laborales suele ser la norma. Sin embargo, en los últimos años, las autoras advierten un dato positivo que señala una mayor politización canalizada a través de organizaciones de migrantes, como AMUMRA (Mujeres Unidas, Migrantes y Refugiadas en Argentina), o bien algunos sindicatos que en distintas ciudades del país nuclean a las trabajadoras domésticas.
Por otra parte el artículo de Johanna Maldovan Bonelli “Entre la precarización y el reconocimiento: las trabajadoras cartoneras en la ciudad de Buenos Aires” analiza el incremento de las mujeres en el “ciclo de trabajo cartonero” y los reconocimientos que han logrado en la última década, respecto de la ampliación de derechos y obligaciones en el contexto de una política ambiental. Sin embargo aún se mantienen las condiciones de precariedad que limitan un reconocimiento pleno de los derechos laborales y, en el caso de las mujeres la sobrecarga de trabajo en el hogar les impide ejercer de modo más activo su rol de delegadas y representantes de las organizaciones a las que pertenecen.
En esta dimensión podemos inscribir también el texto de Nora Goren “cuanto más avanzamos, más pesa el camino por recorrer. Mujeres, trabajo y sindicatos” que plantea como denominador común las formas que asume la división sexual del trabajo. En este sentido Goren afirma que las brechas de género existentes en el trabajo productivo no pueden ser explicadas solo por el nivel de instrucción, sino a partir de los argumentos que subyacen a los mercados de trabajo segmentados que producen y reproducen inequidades. En este escenario ella identifica como actor central al sindicato, que si bien constituye el espacio por excelencia de representación de los/as trabajadores/as, aún requiere de fuertes articulaciones con el feminismo y la academia para ceder lugares de poder a las mujeres y a sus intereses estratégicos.
En una clave similar Estela Díaz postula en su artículo “El mundo sindical y las mujeres: entre los cambios y las permanencias” que los sindicatos han sido reproductores del orden de género. A pesar de los cambios en el mundo del trabajo y de la sanción de leyes que persiguen la búsqueda de una mayor igualdad como la Ley 25674 “de cupo sindical femenino” el resultado es bastante modesto. Aún cuando las mujeres llegan a los lugares de conducción en los sindicatos, tienen mucho menor poder que sus pares varones, además de la notoria segregación de tareas según género. Sin embargo, Díaz sostiene también que los cambios políticos acontecidos en los últimos años posibilitan establecer una agenda que ponga fin a la histórica discriminación laboral de las mujeres y que avance en un debate profundo acerca de la democracia sindical.
Coincidente con esta propuesta política Verónica Maceira se pregunta en su artículo “Las mujeres en el mundo del trabajo: apuntes para el balance de una década”, si los cambios vinculados a la recuperación del mercado de trabajo en la post-convertibilidad han redundado en pautas más equitativas en cuanto a la participación de varones y mujeres en el mundo del trabajo. Por un lado ella constata una disminución en la actividad económica que llevan a cabo las mujeres de hogares más desventajosos, dada la implementación de políticas públicas que han mejorado su condición de vida. No obstante esta cuestión, postula Maceira lleva a la necesidad de examinar las condiciones diferenciales de inserción de las mujeres en el mundo laboral. Un primer resultado de tal investigación arroja que la estructura ocupacional no solo reproduce una división generizada del trabajo sino también una demanda diferenciada en términos de niveles de calificación. En segundo lugar, continúa existiendo una barrera al acceso a cargos de mayor jerarquía y una brecha de género en los niveles de ingreso percibidos. Por último, ella verifica una señal positiva respecto de la disminución de la brecha de género en las condiciones de informalidad y precariedad del empleo.
En un registro de tipo histórico María Ulivarri propone en su texto “Mujeres, conflicto laboral y experiencia durante los años cuarenta en Tucumán” recuperar y repensar una larga huelga ocurrida en 1942 por costureras a domicilio en dicha provincia. La autora plantea que tal conflicto estuvo atravesado por disputas de clase, tensiones entre las representaciones de género, la participación femenina en un mundo sindical mayormente masculino, la explotación, los prejuicios, etc.. En esos procesos, sostiene Ulivarri, las mujeres dejaron huellas de sus sutiles coincidencias y de aquellos reclamos comunes que de forma no siempre explícita y ordenada, construyeron las aspiraciones generales de la clase obrera. Pero, sobre todo la autora reconstruye la memoria de aquellos sentidos identitarios, objetivos y deseos de las trabajadoras, como mujeres y obreras.
Con esta propuesta de lectura y con muchas otras que surjan de las inquietudes de cada uno de nuestros y nuestras interlocutoras invitamos a imbuirnos de la riqueza y diversidad del dossier que presentamos.
Aún persiste la desigualdad –más allá de las diferencias- entre varones y mujeres que nos exige debatir las diversas formas de subordinación e invisibilización que las mismas padecen, en este caso respecto del ámbito laboral y sindical. Siendo que paradójicamente numerosas mujeres desarrollan más de un trabajo y no solo el remunerado por el mercado. La llamada doble jornada –doméstica y salarial- condiciona la presencia femenina a un estereotipo muy arraigado, que en muchos casos les impide acceder a ciertos puestos de trabajo o bien ámbitos políticos y sindicales.
Al mismo tiempo si bien el registro histórico nos demuestra que las mujeres aumentaron su participación en el mercado de trabajo, ello ha ocurrido a costa de sufrir una mayor subocupación y precariedad. Bajo estas condiciones ¿cómo lograr tener fuerza de representación o un lugar preponderante en la toma de decisiones? En esta dirección reivindicamos los aportes del feminismo y el movimiento de mujeres que plantearon una serie de demandas orientadas a transformar la percepción de lo femenino en la sociedad. Tal sentido naturalizado y eternizado respecto de cuál debe ser la figura de la mujer y su rol apropiado es hoy ampliamente cuestionado.
Cuando analizamos dicha problemática desde la perspectiva de la división sexual del trabajo hacemos referencia al reparto social de tareas o actividades según el sexo-género. Este es el enfoque propuesto por Elena Mingo en su artículo “Mano de obra femenina en el medio rural” en el que analiza las características de la inserción laboral de las mujeres en el denominado ‘campo argentino’. Ella sostiene que el trabajo asalariado de las mujeres es considerado una ayuda familiar, de tipo más bien excepcional, dado que su responsabilidad principal continúa siendo las tareas reproductivas. Mientras que para los varones la inserción en el trabajo agrícola se postula como un oficio, ellas solo reproducirían saberes propios del trabajo domestico adaptados a las necesidades de aquellos puestos de trabajo feminizados. Por lo que dicha autora considera fundamental problematizar la categoría de trabajo o la mirada sobre el trabajo femenino que nos permita comprender dichas trayectorias laborales.
En esta clave de lectura es posible abordar además el texto de María José Magliano y Ana Inés Mallimaci sobre “Mujeres migrantes y trabajadoras. Inserciones precarias y experiencias de sindicalización” donde afirman que a pesar de la fuerte inserción laboral de las mujeres migrantes a lo largo de la historia, aún persiste cierta representación social que las supone como “acompañantes”. El servicio doméstico –tal como para otras las tareas rurales- ha sido su principal espacio de inserción laboral, dada su condición migratoria que las confina al universo privado del hogar donde la informalidad e irregularidad en el cumplimiento de las leyes laborales suele ser la norma. Sin embargo, en los últimos años, las autoras advierten un dato positivo que señala una mayor politización canalizada a través de organizaciones de migrantes, como AMUMRA (Mujeres Unidas, Migrantes y Refugiadas en Argentina), o bien algunos sindicatos que en distintas ciudades del país nuclean a las trabajadoras domésticas.
Por otra parte el artículo de Johanna Maldovan Bonelli “Entre la precarización y el reconocimiento: las trabajadoras cartoneras en la ciudad de Buenos Aires” analiza el incremento de las mujeres en el “ciclo de trabajo cartonero” y los reconocimientos que han logrado en la última década, respecto de la ampliación de derechos y obligaciones en el contexto de una política ambiental. Sin embargo aún se mantienen las condiciones de precariedad que limitan un reconocimiento pleno de los derechos laborales y, en el caso de las mujeres la sobrecarga de trabajo en el hogar les impide ejercer de modo más activo su rol de delegadas y representantes de las organizaciones a las que pertenecen.
En esta dimensión podemos inscribir también el texto de Nora Goren “cuanto más avanzamos, más pesa el camino por recorrer. Mujeres, trabajo y sindicatos” que plantea como denominador común las formas que asume la división sexual del trabajo. En este sentido Goren afirma que las brechas de género existentes en el trabajo productivo no pueden ser explicadas solo por el nivel de instrucción, sino a partir de los argumentos que subyacen a los mercados de trabajo segmentados que producen y reproducen inequidades. En este escenario ella identifica como actor central al sindicato, que si bien constituye el espacio por excelencia de representación de los/as trabajadores/as, aún requiere de fuertes articulaciones con el feminismo y la academia para ceder lugares de poder a las mujeres y a sus intereses estratégicos.
En una clave similar Estela Díaz postula en su artículo “El mundo sindical y las mujeres: entre los cambios y las permanencias” que los sindicatos han sido reproductores del orden de género. A pesar de los cambios en el mundo del trabajo y de la sanción de leyes que persiguen la búsqueda de una mayor igualdad como la Ley 25674 “de cupo sindical femenino” el resultado es bastante modesto. Aún cuando las mujeres llegan a los lugares de conducción en los sindicatos, tienen mucho menor poder que sus pares varones, además de la notoria segregación de tareas según género. Sin embargo, Díaz sostiene también que los cambios políticos acontecidos en los últimos años posibilitan establecer una agenda que ponga fin a la histórica discriminación laboral de las mujeres y que avance en un debate profundo acerca de la democracia sindical.
Coincidente con esta propuesta política Verónica Maceira se pregunta en su artículo “Las mujeres en el mundo del trabajo: apuntes para el balance de una década”, si los cambios vinculados a la recuperación del mercado de trabajo en la post-convertibilidad han redundado en pautas más equitativas en cuanto a la participación de varones y mujeres en el mundo del trabajo. Por un lado ella constata una disminución en la actividad económica que llevan a cabo las mujeres de hogares más desventajosos, dada la implementación de políticas públicas que han mejorado su condición de vida. No obstante esta cuestión, postula Maceira lleva a la necesidad de examinar las condiciones diferenciales de inserción de las mujeres en el mundo laboral. Un primer resultado de tal investigación arroja que la estructura ocupacional no solo reproduce una división generizada del trabajo sino también una demanda diferenciada en términos de niveles de calificación. En segundo lugar, continúa existiendo una barrera al acceso a cargos de mayor jerarquía y una brecha de género en los niveles de ingreso percibidos. Por último, ella verifica una señal positiva respecto de la disminución de la brecha de género en las condiciones de informalidad y precariedad del empleo.
En un registro de tipo histórico María Ulivarri propone en su texto “Mujeres, conflicto laboral y experiencia durante los años cuarenta en Tucumán” recuperar y repensar una larga huelga ocurrida en 1942 por costureras a domicilio en dicha provincia. La autora plantea que tal conflicto estuvo atravesado por disputas de clase, tensiones entre las representaciones de género, la participación femenina en un mundo sindical mayormente masculino, la explotación, los prejuicios, etc.. En esos procesos, sostiene Ulivarri, las mujeres dejaron huellas de sus sutiles coincidencias y de aquellos reclamos comunes que de forma no siempre explícita y ordenada, construyeron las aspiraciones generales de la clase obrera. Pero, sobre todo la autora reconstruye la memoria de aquellos sentidos identitarios, objetivos y deseos de las trabajadoras, como mujeres y obreras.
Con esta propuesta de lectura y con muchas otras que surjan de las inquietudes de cada uno de nuestros y nuestras interlocutoras invitamos a imbuirnos de la riqueza y diversidad del dossier que presentamos.
inicio > la muerte tiene permiso DIARIO DE BICISENDA
inicio > la muerte tiene permiso
DIARIO DE BICISENDA
02 NOVIEMBRE 2014
La muerte tiene permisoEn lenguaje coloquial, los mexicanos usan mucho la palabra bronca. El uso es tan amplio que agarrarse una bronca puede hacer referencia a un embotellamiento, un trámite engorroso o un juicio laboral. Pero cada cierta cantidad de años, el uso de bronca excede el uso coloquial e impacta de lleno sobre el sistema político y más de una vez se convierte en un hito en la historia del México bronco.
Esta bronca empezó hace poco más de un mes, cuando un grupo de estudiantes que se dirigían hacia una protesta fue interceptado por un comando que dejó seis personas fallecidas, 17 heridas y 43 que hasta ahora permanecen desaparecidas. No queda claro si el grupo comando que los interceptó era de la policía o de unos de los cárteles que operan en el estado de Guerrero llamado Los Guerreros Unidos. Pero no queda claro no porque todavía no identificaron a los autores sino porque a partir de la investigación resultaron detenidas 60 personas de las cuales 36 eran policías. También se dio a conocer que el jefe de los sicarios del mencionado cartel le daba órdenes a los policías municipales. Al momento el alcalde de Igualá está prófugo y sospechado de tener vínculos estrechos con el narcotráfico. El gobernador de Guerrero debió pedir licencia. Lo primero que hizo el gobernador interino tras asumir es reconocer que tiene miedo.
Podría decirse, también, que es un acto de barbarie sin mayores explicaciones, Pero la matanza de Igualá es la consecuencia de una tontería política que comenzó en el año 2006, cuando el presidente de entonces, Felipe Calderón, prometió un combate frontal y militarizado contra los cárteles del narcotráfico. Desde entonces los muertos se multiplicaron y desaparecidos se calculan en 70 mil. La cifra se cuadriplica cuando se agregan muertos y torturados, según los organismos de derechos humanos. Sólo durante el mes de octubre, aparecieron 25 fosas comunes en diferentes estados.
El fatalismo geográfico que ubica al pobre México tan cerca de Estados Unidos y tan lejos de Dios parece aplicar una vez más: lo que hizo durante su sexenio Felipe Calderón no fue otra cosa que la guerra contra las drogas propuesta por sus vecinos del norte. En 2012, el General del Comando Norte de EEUU, Charles Jacoby, admitió que la captura de los capos narcos no tuvo el efecto deseado. El lenguaje castrense del imperio no se priva de hablar con sutilezas como efecto no deseado y eso le valió una condecoración por parte del gobierno de Peña Nieto hace sólo un par de meses. En enero de este año una investigación reveló que la DEA y el Departamento de Justicia de EEUU mantuvieron reuniones secretas y negociaciones con los cárteles mexicanos, principalmente el de Sinaloa, para desestabilizar grupos rivales. Ceder la capitanía del combate al narcotráfico al país que más consume drogas tiene sus consecuencias y para entenderlo basta mirar lo sucedido en Medellín y Cali antes y después del Plan Colombia: de dos cárteles se pasó a 242; de 10 departamentos que cutivaban coca se pasó a 23. Guerreros Unidos es uno de los tantos que surgieron tras la balcanización del narcotráfico.
Los escenarios a futuro no parecen auspiciosos: las dos principales fuerzas del sistema político mexicano, el PRI y el PAN, aparecen tan cercanas al problema como distantes de la solución. No fueron capaces de asegurar gobernabilidad y sus acciones llevaron a los mexicanos a convivir con la muerte y las fosas comunes en medio país. El sexenio de Peña Nieto se inauguró con el abandono del discurso belicista y puso paños fríos a la situación del país aunque desde que comenzó su presidencia aparecieron más de 250 fosas comunes. Pero la tragedia de Igualá erosiona también a la izquierda mexicana que reaccionó bien sumándose a las manifestaciones exigiendo justicia pero que deberá lidiar con la imagen de su principal figura, Andrés Manuel López Obrador, apoyado en las últimas elecciones por el alcalde prófugo. Cuando las fronteras del Estado y el crimen organizado se desdibujan el gobierno se vuelve en un mero administrador del infierno.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)