domingo, 10 de agosto de 2014
Tinelli, el regreso Por Mario Wainfeld
Marcelo Tinelli regresó a la tevé y, en lo que a esta columna concierne, le dedicó su tiempo a “atender” al Gobierno. Recorrió, sarcástico, presuntos diálogos con el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich. Se victimizó en su tono habitual de muchacho langa, tan de moda en los medios y en nuevas estrellas de la dirigencia política.
Se dirigía a una audiencia de millones de personas, deslizó algunas menciones sólo comprensibles para un puñado de iniciados (unos “pocos” miles, pongamos), como la referida a un logo que le habrían rechazado. Algo así como un mensaje cifrado. Bromeó sobre supuestos permisos o vetos para hacer imitaciones. Un tono opositor no partidista recorrió su mensaje, matizado con guiños al gobernador Daniel Scioli.
El Grupo Clarín propagó esos comentarios cual si hubieran sido pronunciados por otro “cuervo” ilustre: el papa Francisco. El rating endiosa, qué tanto.
Para el oficialismo será un grano el tono zumbón de Tinelli. Necio sería replicarlo en la tele, donde el hombre juega de local. Lo mejor es dejarlo correr sin entrar en payadas ni en polémicas que siempre se inclinan contra “la política”. El cualunquismo tiene su rating y su gravitación. Tinelli lo expresa como pocos, sobre todo porque maneja registros variados, no siempre se encasilla y casi nunca se enoja.
- - -
De cualquier modo, conviene no creer a pie juntillas los mitos urbanos que agigantan exagerar el potencial del conductor-animador. Ni fue el causante de la caída del gobierno de Fernando de la Rúa ni de la derrota del kirchnerismo a manos de Francisco de Narváez en 2009. Esos fenómenos derivan de una multiplicidad de variables, cifrarlos sólo en un programa de tevé es un reduccionismo tan tentador como errado. Un simplismo trivial y seductor, como suelen ser los mensajes de la tele.
El gobierno de la Alianza fue un desastre que construyó su propia salida. Y el resultado de las elecciones de 2013 (año sabático para Tinelli), tan similar al de 2009, incita a pensar que los hechos históricos son multicausados y no lineales consecuencias de un programa de tevé.
ShowMatch puede mortificar o visibilizar a gobiernos o protagonistas. Si pudiera ganar elecciones y consagrar presidentes, ya lo estaría haciendo en favor del propio Tinelli. La ambición de los empresarios poderosos no tiene límites. Si sueñan De Narváez y el jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri (que sólo aprovecharon la fortuna que hicieron sus familiares), qué no querría para sí Tinelli, que “la hizo solo”.
El Gobierno se buscó solo el entuerto. Se equivocó al intentar asociar a Tinelli en el Fútbol para Todos. Es imposible un acuerdo leal con quien tiene una cuota relevante de poder, nula responsabilidad social, un ethos individualista e intereses personales irrenunciables.
Todo contrato con vedettes de ese porte es disfuncional para los intereses públicos, desigual desde el vamos y sujeto a los caprichos y negocios del “socio”.
El error no forzado se pagará en cuotas. Con todo, no deben exagerarse los cálculos anticipados sobre los costos ni caer en lecturas apocalípticas sobre el poder de las cámaras. Por todo lo dicho y porque el empresario-conductor-dirigente de fútbol no se somete a dogmas ni tiene convicciones permanentes: su conveniencia es móvil, cual pluma al viento.
10/08/14 Página|12
El viaje más largo Por Miradas al Sur contacto@miradasalsur.com
Del libro Laura, de María Eugenia Ludueña
El viernes 25 de agosto de 1978, el vigilante salió con la citación de la Comisaría 9a, ubicada frente al departamento de la Gordi. Caminó hasta la casa de los Carlotto. El mensaje era breve: “A los progenitores de Laura Carlotto se los cita con carácter de urgente a la comisaría de Isidro Casanova. A los efectos que se les comunicarán.”
Remo y Kibo se ilusionaron.
–No habíamos perdido la esperanza de encontrar a mi hermana. Esperábamos con ingenuidad, desde hacía tiempo, cada año, un acto de misericordia. Que nos dijeran dónde estaban ella y el bebé –recuerda Remo.
Anochecía cuando Estela y Guido, acompañados por Ricardo, el padrino de Laura, encararon en el Rastrojero para Isidro Casanova. Entre los tres se alegraban y entristecían sucesivamente con las conjeturas.
–A lo mejor está detenida en esa comisaría.
–A lo mejor la blanquean como detenida común.
–¡Miren si nos volvemos con el bebé! –fantaseaba Estela.
–Cuidado. No vaya a ser cosa que estos desgraciados nos digan lo peor.
Era de noche cuando llegaron a la comisaría y se presentaron en el mostrador. Estela mostró el telegrama al oficial de guardia. El tipo leyó, los miró. La Ñata, Guido y el padrino prestaron mucha atención a esa mirada, los ojos de saber un secreto horrible. No es que tuviera un tono compasivo cuando dijo: “Esperen acá. Ya vuelvo”.
Por la cara con que el agente les devolvió el papel, intuyeron que pasaba algo grave. Después de unos minutos, el oficial les hizo señas de que pasaran al despacho del subcomisario, que los recibió de pie, detrás de su escritorio. En ningún momento les hizo señas de que se sentaran. Estela, su hermano y su esposo permanecieron parados, mirando una figura de Cristo apoyada sobre la mesa de trabajo. El subcomisario abrió un cajón, sacó una libreta cívica y extendió la mano hacia ellos para que la vieran. “¿Conocen a esta persona?”, les dijo con frialdad, mientras Ñata reconocía que era el documento de su hija.
La última fotografía que existe de Laura: 4x4, tres cuartos perfil, la belleza despreocupada e invencible de la juventud. La piel luminosa, el pelo lacio y oscuro, las cejas ultradepiladas y los ojos inconfundibles, con mucha sombra y máscara de pestañas, maquillados para ir a la fiesta de la vida.
–Sí, es Laura.
–¿Y qué son de ella?
–Los padres.
–Bueno, entonces lamento informarles que falleció –les dijo el hombre.
–¿Cómo que falleció? –alcanzó a preguntar Estela en voz baja.
La madre de Laura sintió que se volvía loca y se quedó un instante en blanco. Cuando logró subir a la superficie del dolor más brutal, gritó como nunca, como jamás en su vida había gritado, cómo nunca más volvería a hacerlo.
–¡¿Cómo que falleció?! ¡¡¡Ustedes la asesinaron!!! ¡La tuvieron nueve meses para matarla! ¡¿Por qué?!
¡Asesinos! ¡Cobardes! ¡Canallas! ¡Criminales!
El subcomisario no se inmutó, estaría acostumbrado a cosas peores. Estela seguía descontrolada. Su esposo intentaba tranquilizarla. El padrino de Laura preguntó:
–¿Y dónde está?
–Está afuera. En un furgón. –El policía abrió otro cajón del escritorio, sacó una pistola y se la calzó en la cintura.
–¿Y el bebé? –preguntó Estela.
–No sé –le contestó el policía con la expresividad como un pescado muerto–. No sé nada más. Cumplo órdenes del Ejército. Del área de operaciones 114.
Estela apuntó con su dedo a la figura del Cristo. Miró al subcomisario a los ojos y le dijo:
–Ese, el que está ahí: él es quien los va a juzgar; y los va a condenar para toda la eternidad.
El policía miró al padre y al tío de Laura, y les hizo señas de que lo siguieran. Guido y el padrino de Laura caminaron detrás del tipo y salieron de la comisaría. Estela quiso acompañarlos pero su esposo la abrazó y le pidió que los esperara adentro.
El agente los condujo hasta un furgón estacionado junto al edificio. El padre encontró el cuerpo de la hija extendido sobre el piso del vehículo. No había dudas. Laura tenía el rostro desfigurado por un disparo, estaba semivestida, llevaba un corpiño de color negro y medias verdes, y yacía junto al cuerpo de un muchacho. Guido la besó, le acarició el rostro y se quedó unos minutos a solas con ella, contemplándola sin pronunciar palabra.
Después volvió sobre sus pasos, entró a la comisaría y abrazó a Estela.
–Es Laurita. –La madre lloraba a los gritos, repetía que quería verla.
–No, vos no la veas –insistía el padrino.
–Te vas a volver loca. Quedate con la imagen de Laurita viva –decía Guido. El subcomisario les preguntó qué iban a hacer con el cuerpo.
–Vamos a llevarla.
La partida de defunción describía a “dos jóvenes delincuentes secuestrados, prófugos, armados en el interior de un Renault blanco”. Según los registros policiales, Laura y el muchacho que la acompañaba se habían resistido a un control, no habían acatado la orden de detención en la Ruta Nacional N° 3 en Cristania de La Matanza. La versión policial decía que a la una y cuarenta de la madrugada se había producido un tiroteo, al que ellos habían respondido desde el interior del vehículo contra las fuerzas de seguridad, “resultando muertos en el enfrentamiento”. Los cuerpos habían sido entregados a la Subcomisaría de Isidro Casanova por el Ejército.
Una vez que se labró el acta, Estela, su esposo y su hermano marcharon a recoger el cuerpo. Junto al furgón ya se había apersonado, sin que los Carlotto lo pidieran, el dueño de una funeraria de Ramos Mejía. “Si quieren se la pongo en un ataúd y se la llevo hasta La Plata”, ofreció con indiferencia.
Abrumados, aceptaron. Pero antes de partir necesitaban hacer un llamado. Guido discó el teléfono del departamento en La Plata. Había prometido a sus dos hijos, Kibo y Remo, contarles cualquier novedad.
Apenas sonó la campanilla Kibo corrió a atender. Remo, el menor, vio a su hermano derrumbarse junto al teléfono. Comprendió lo que había pasado incluso antes de que su hermano lo repitiera. “La mataron a Laura, la mataron a Laura”. Los hermanos se abrazaron y lloraron. La otra hermana, Claudia, se enteraría de las malas noticias bastante después.
Todo fue desgarrador en esos días –dirá Remo muchos años después–. Parecía que se perdía el sentido para nosotros. Ya nos había tocado la desaparición de mi cuñada María Claudia Falcone. Era decir: “Ya nos hicieron lo que querían, ya lo consiguieron”. Creo que mi viejo no lo pudo superar más. Él veía por los ojos de Laura. Mis padres, como casi toda su generación, se habían casado con el sueño del american way of life. Tenían cuatro hijos –dos nenas y dos varoncitos–, la casa propia, la pequeña empresa. La idea de “vamos a criar a nuestros nietos mientras tejemos a la luz de un hogar con leños prendidos”. Pero pasó la aplanadora por arriba de ese mundo.
* * *
El funebrero subió el cuerpo de Laura al furgón y los Carlotto lo siguieron detrás, hasta Ramos Mejía. Cuando bajaron en la funeraria, el hombre, que se llamaba D’Ercole, les dijo que estaba preparando todos los elementos para enterrar a la joven y al muchacho que habían encontrado a su lado.
–¿No se lo quieren llevar también? –arriesgó.
–¿Al muchacho? Pero si no lo conocemos –dijo Guido.
–Si usted nos dice quién es, lo llevamos y le avisamos a la familia –dijo Estela.
–No señora. No sé quién es. No tengo idea –dijo el funebrero.
–Si no sé quién es, no lo puedo llevar –se negó ella. Muchas veces se preguntará cómo no le dio una cachetada a ese hombre que era cómplice y se victimizaba.
–Nosotros acá enterramos todos los días. Los ponemos como NN. La otra noche éramos varias empresas fúnebres enterrando. Y gratis. Porque a mí ni el Ejército ni la Policía me dan un centavo para los cajones. Eso sí: yo los entierro en cajones. Nadie me da la madera. Pero los otros los meten en bolsas. La verdad que ustedes tuvieron suerte: es raro que entreguen el cuerpo. El otro día vino la señora de un militar, rogando por su hijo, tenían el cuerpo atrás de la puerta, pero no se lo dieron. Y después estaba una piba que yo conocía pero no me dejaron avisarle. Menos mal que llegaron antes de las doce, si no, la enterraba como NN. Mire, no miento.
El funebrero les mostró una orden del Área 114 del Ejército que pedía dos parcelas gratuitas al intendente para enterrar a dos NN: una mujer de 23 años y un “masculino”.
Después de elegir un ataúd para su hija, Estela pidió al hombre si podía prepararla lo mejor posible para que se la viera presentable. Quería velarla a cajón abierto. Mostrar a todos el horror. En su búsqueda de Laura, Estela se había cruzado con muchas personas que no creían que esas muertes fueran ciertas. Mostrar su verdad, eso quería. Pero el funebrero dijo que no había forma de recomponer la cara de Laura.
El camino de vuelta a La Plata nunca fue tan triste. Estela se quedó pensando en las palabras del funebrero. Se preguntó: si el dinero que había entregado para tratar de rescatar a su hija no había servido, ¿por qué le habían devuelto el cuerpo? ¿Por qué el privilegio? Ensayó una hipótesis: “Detrás de eso habrá estado la mano de Bignone. Después de verme, habrá dicho: voy a dar la orden para que se la entreguen a la señora”, pensaba Estela. Con el correr de los años el razonamiento se le hizo más fuerte.
* * *
La amiga de la secundaria de Laura, Marita Mac Dougall, se había instalado una temporada en Bolívar con su familia. Pero en agosto de 1978 pensó que lo peor había pasado y volvió a La Plata con su marido y sus hijos para quedarse a vivir.
“Cuando volvimos del campo, fuimos con los chicos y mi marido a lo de mi mamá, en 7 y 36 –dice Marita–.
Subimos con el auto a la vereda. Bajaron mis dos hijos con mi sobrino, y entonces yo vi venir caminando a una compañera nuestra del Normal 7. Vivía en la otra cuadra de lo de mi vieja. Trabajaba en la Policía. Venía hacia nosotros y traía un papel en la mano.
–¡Marita, Marita, Marita! –gritaba la chica a medida que se acercaba.
Marita no entendía. Miró a su marido.
–¿Qué le pasa a esta mujer? –le preguntó.
–¡Marita! ¡Mirá lo que pasó! Leé esto. Lo recibimos recién en la oficina –dijo la chica.
La ex compañera le alcanzó un papel. Era un télex. Marita leyó: las fuerzas de seguridad habían interceptado un auto en González Catán. Se había producido un enfrentamiento. Como resultado del operativo, habían a matado dos personas. Una era un “masculino” NN. El otro cuerpo había sido identificado como el de Laura Estela Carlotto.
–¡Es Laura! –le decía la chica–. ¡Es nuestra compañera!
Marita estaba aturdida. No entendía si era verdad. En el barrio se comentaba que el marido de esa mujer era un hombre de derecha.
Yo me quedé muda. Dudé de si sería verdad. Tenía el papel en la mano, lo estaba leyendo yo. Entré en shock.
Le expliqué: ‘Perdón, pero recién llego, después hablamos. A Laura hace muchísimo que no la veo...’. No sabía qué hacer, con quién hablar, a quién preguntarle. Después me enteré de que era cierto: le habían dado el cuerpo a Estela.”
Marita estaba muerta de miedo. Se preguntaba si no la vendrían a buscar a ella y a sus hijos. Entró en la casa de su mamá y le ordenó: “Ni se te ocurra abrir la puerta”. Marita recuerda haber visto una última vez a Laura, unos meses atrás. Se habían encontrado de casualidad.
“Creo que fue en marzo de 1978 cuando me crucé con Laura en el centro de La Plata, no recuerdo exactamente dónde. Yo ya tenía dos hijos: el menor había nacido en junio de 1977. Pensé: ‘Qué bueno, está de vuelta embarazada’. Por el tamaño de la panza, calculé que tendría fecha para junio o julio. Mi hijo y el de ella se iban a llevar justo un año.”
* * *
Guido levantó la tapa del cajón. Estela tomó de la mano a Laura. La mano de Laura: una mano crispada, los dedos manchados con la tinta de las huellas dactilares. No quiso detenerse a mirar la cara, la vio rápido, del cuello para abajo. Los pequeños surcos en el vientre, las estrías dejadas por la pólvora, el costado de la pierna, algo de la ropa interior.
Sin un papel que certificara su identidad, el domingo 27 de agosto los Carlotto enterraron a Laura en el cementerio municipal como NN. Los trámites para escribir su nombre en la tumba demorarían años. Al otro día, Estela recibió la respuesta a un hábeas corpus que había presentado hacía meses acompañada por las mujeres del grupo de madres y abuelas.
Llevaba la firma del juez Russo: “Laura Carlotto nunca estuvo detenida. Se desconoce su paradero”.
Tres días después de enterrar a su hija, llegó la otra novedad: le había salido el trámite de la jubilación. La primera impresión la amargó, la ironía la apuñalaba. Un instante después, le pareció que podía ser una bendición, una señal: de ahí en más podía disponer libremente del tiempo para encontrar a su nieto.
10/08/14 Miradas al Sur
El viernes 25 de agosto de 1978, el vigilante salió con la citación de la Comisaría 9a, ubicada frente al departamento de la Gordi. Caminó hasta la casa de los Carlotto. El mensaje era breve: “A los progenitores de Laura Carlotto se los cita con carácter de urgente a la comisaría de Isidro Casanova. A los efectos que se les comunicarán.”
Remo y Kibo se ilusionaron.
–No habíamos perdido la esperanza de encontrar a mi hermana. Esperábamos con ingenuidad, desde hacía tiempo, cada año, un acto de misericordia. Que nos dijeran dónde estaban ella y el bebé –recuerda Remo.
Anochecía cuando Estela y Guido, acompañados por Ricardo, el padrino de Laura, encararon en el Rastrojero para Isidro Casanova. Entre los tres se alegraban y entristecían sucesivamente con las conjeturas.
–A lo mejor está detenida en esa comisaría.
–A lo mejor la blanquean como detenida común.
–¡Miren si nos volvemos con el bebé! –fantaseaba Estela.
–Cuidado. No vaya a ser cosa que estos desgraciados nos digan lo peor.
Era de noche cuando llegaron a la comisaría y se presentaron en el mostrador. Estela mostró el telegrama al oficial de guardia. El tipo leyó, los miró. La Ñata, Guido y el padrino prestaron mucha atención a esa mirada, los ojos de saber un secreto horrible. No es que tuviera un tono compasivo cuando dijo: “Esperen acá. Ya vuelvo”.
Por la cara con que el agente les devolvió el papel, intuyeron que pasaba algo grave. Después de unos minutos, el oficial les hizo señas de que pasaran al despacho del subcomisario, que los recibió de pie, detrás de su escritorio. En ningún momento les hizo señas de que se sentaran. Estela, su hermano y su esposo permanecieron parados, mirando una figura de Cristo apoyada sobre la mesa de trabajo. El subcomisario abrió un cajón, sacó una libreta cívica y extendió la mano hacia ellos para que la vieran. “¿Conocen a esta persona?”, les dijo con frialdad, mientras Ñata reconocía que era el documento de su hija.
La última fotografía que existe de Laura: 4x4, tres cuartos perfil, la belleza despreocupada e invencible de la juventud. La piel luminosa, el pelo lacio y oscuro, las cejas ultradepiladas y los ojos inconfundibles, con mucha sombra y máscara de pestañas, maquillados para ir a la fiesta de la vida.
–Sí, es Laura.
–¿Y qué son de ella?
–Los padres.
–Bueno, entonces lamento informarles que falleció –les dijo el hombre.
–¿Cómo que falleció? –alcanzó a preguntar Estela en voz baja.
La madre de Laura sintió que se volvía loca y se quedó un instante en blanco. Cuando logró subir a la superficie del dolor más brutal, gritó como nunca, como jamás en su vida había gritado, cómo nunca más volvería a hacerlo.
–¡¿Cómo que falleció?! ¡¡¡Ustedes la asesinaron!!! ¡La tuvieron nueve meses para matarla! ¡¿Por qué?!
¡Asesinos! ¡Cobardes! ¡Canallas! ¡Criminales!
El subcomisario no se inmutó, estaría acostumbrado a cosas peores. Estela seguía descontrolada. Su esposo intentaba tranquilizarla. El padrino de Laura preguntó:
–¿Y dónde está?
–Está afuera. En un furgón. –El policía abrió otro cajón del escritorio, sacó una pistola y se la calzó en la cintura.
–¿Y el bebé? –preguntó Estela.
–No sé –le contestó el policía con la expresividad como un pescado muerto–. No sé nada más. Cumplo órdenes del Ejército. Del área de operaciones 114.
Estela apuntó con su dedo a la figura del Cristo. Miró al subcomisario a los ojos y le dijo:
–Ese, el que está ahí: él es quien los va a juzgar; y los va a condenar para toda la eternidad.
El policía miró al padre y al tío de Laura, y les hizo señas de que lo siguieran. Guido y el padrino de Laura caminaron detrás del tipo y salieron de la comisaría. Estela quiso acompañarlos pero su esposo la abrazó y le pidió que los esperara adentro.
El agente los condujo hasta un furgón estacionado junto al edificio. El padre encontró el cuerpo de la hija extendido sobre el piso del vehículo. No había dudas. Laura tenía el rostro desfigurado por un disparo, estaba semivestida, llevaba un corpiño de color negro y medias verdes, y yacía junto al cuerpo de un muchacho. Guido la besó, le acarició el rostro y se quedó unos minutos a solas con ella, contemplándola sin pronunciar palabra.
Después volvió sobre sus pasos, entró a la comisaría y abrazó a Estela.
–Es Laurita. –La madre lloraba a los gritos, repetía que quería verla.
–No, vos no la veas –insistía el padrino.
–Te vas a volver loca. Quedate con la imagen de Laurita viva –decía Guido. El subcomisario les preguntó qué iban a hacer con el cuerpo.
–Vamos a llevarla.
La partida de defunción describía a “dos jóvenes delincuentes secuestrados, prófugos, armados en el interior de un Renault blanco”. Según los registros policiales, Laura y el muchacho que la acompañaba se habían resistido a un control, no habían acatado la orden de detención en la Ruta Nacional N° 3 en Cristania de La Matanza. La versión policial decía que a la una y cuarenta de la madrugada se había producido un tiroteo, al que ellos habían respondido desde el interior del vehículo contra las fuerzas de seguridad, “resultando muertos en el enfrentamiento”. Los cuerpos habían sido entregados a la Subcomisaría de Isidro Casanova por el Ejército.
Una vez que se labró el acta, Estela, su esposo y su hermano marcharon a recoger el cuerpo. Junto al furgón ya se había apersonado, sin que los Carlotto lo pidieran, el dueño de una funeraria de Ramos Mejía. “Si quieren se la pongo en un ataúd y se la llevo hasta La Plata”, ofreció con indiferencia.
Abrumados, aceptaron. Pero antes de partir necesitaban hacer un llamado. Guido discó el teléfono del departamento en La Plata. Había prometido a sus dos hijos, Kibo y Remo, contarles cualquier novedad.
Apenas sonó la campanilla Kibo corrió a atender. Remo, el menor, vio a su hermano derrumbarse junto al teléfono. Comprendió lo que había pasado incluso antes de que su hermano lo repitiera. “La mataron a Laura, la mataron a Laura”. Los hermanos se abrazaron y lloraron. La otra hermana, Claudia, se enteraría de las malas noticias bastante después.
Todo fue desgarrador en esos días –dirá Remo muchos años después–. Parecía que se perdía el sentido para nosotros. Ya nos había tocado la desaparición de mi cuñada María Claudia Falcone. Era decir: “Ya nos hicieron lo que querían, ya lo consiguieron”. Creo que mi viejo no lo pudo superar más. Él veía por los ojos de Laura. Mis padres, como casi toda su generación, se habían casado con el sueño del american way of life. Tenían cuatro hijos –dos nenas y dos varoncitos–, la casa propia, la pequeña empresa. La idea de “vamos a criar a nuestros nietos mientras tejemos a la luz de un hogar con leños prendidos”. Pero pasó la aplanadora por arriba de ese mundo.
* * *
El funebrero subió el cuerpo de Laura al furgón y los Carlotto lo siguieron detrás, hasta Ramos Mejía. Cuando bajaron en la funeraria, el hombre, que se llamaba D’Ercole, les dijo que estaba preparando todos los elementos para enterrar a la joven y al muchacho que habían encontrado a su lado.
–¿No se lo quieren llevar también? –arriesgó.
–¿Al muchacho? Pero si no lo conocemos –dijo Guido.
–Si usted nos dice quién es, lo llevamos y le avisamos a la familia –dijo Estela.
–No señora. No sé quién es. No tengo idea –dijo el funebrero.
–Si no sé quién es, no lo puedo llevar –se negó ella. Muchas veces se preguntará cómo no le dio una cachetada a ese hombre que era cómplice y se victimizaba.
–Nosotros acá enterramos todos los días. Los ponemos como NN. La otra noche éramos varias empresas fúnebres enterrando. Y gratis. Porque a mí ni el Ejército ni la Policía me dan un centavo para los cajones. Eso sí: yo los entierro en cajones. Nadie me da la madera. Pero los otros los meten en bolsas. La verdad que ustedes tuvieron suerte: es raro que entreguen el cuerpo. El otro día vino la señora de un militar, rogando por su hijo, tenían el cuerpo atrás de la puerta, pero no se lo dieron. Y después estaba una piba que yo conocía pero no me dejaron avisarle. Menos mal que llegaron antes de las doce, si no, la enterraba como NN. Mire, no miento.
El funebrero les mostró una orden del Área 114 del Ejército que pedía dos parcelas gratuitas al intendente para enterrar a dos NN: una mujer de 23 años y un “masculino”.
Después de elegir un ataúd para su hija, Estela pidió al hombre si podía prepararla lo mejor posible para que se la viera presentable. Quería velarla a cajón abierto. Mostrar a todos el horror. En su búsqueda de Laura, Estela se había cruzado con muchas personas que no creían que esas muertes fueran ciertas. Mostrar su verdad, eso quería. Pero el funebrero dijo que no había forma de recomponer la cara de Laura.
El camino de vuelta a La Plata nunca fue tan triste. Estela se quedó pensando en las palabras del funebrero. Se preguntó: si el dinero que había entregado para tratar de rescatar a su hija no había servido, ¿por qué le habían devuelto el cuerpo? ¿Por qué el privilegio? Ensayó una hipótesis: “Detrás de eso habrá estado la mano de Bignone. Después de verme, habrá dicho: voy a dar la orden para que se la entreguen a la señora”, pensaba Estela. Con el correr de los años el razonamiento se le hizo más fuerte.
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La amiga de la secundaria de Laura, Marita Mac Dougall, se había instalado una temporada en Bolívar con su familia. Pero en agosto de 1978 pensó que lo peor había pasado y volvió a La Plata con su marido y sus hijos para quedarse a vivir.
“Cuando volvimos del campo, fuimos con los chicos y mi marido a lo de mi mamá, en 7 y 36 –dice Marita–.
Subimos con el auto a la vereda. Bajaron mis dos hijos con mi sobrino, y entonces yo vi venir caminando a una compañera nuestra del Normal 7. Vivía en la otra cuadra de lo de mi vieja. Trabajaba en la Policía. Venía hacia nosotros y traía un papel en la mano.
–¡Marita, Marita, Marita! –gritaba la chica a medida que se acercaba.
Marita no entendía. Miró a su marido.
–¿Qué le pasa a esta mujer? –le preguntó.
–¡Marita! ¡Mirá lo que pasó! Leé esto. Lo recibimos recién en la oficina –dijo la chica.
La ex compañera le alcanzó un papel. Era un télex. Marita leyó: las fuerzas de seguridad habían interceptado un auto en González Catán. Se había producido un enfrentamiento. Como resultado del operativo, habían a matado dos personas. Una era un “masculino” NN. El otro cuerpo había sido identificado como el de Laura Estela Carlotto.
–¡Es Laura! –le decía la chica–. ¡Es nuestra compañera!
Marita estaba aturdida. No entendía si era verdad. En el barrio se comentaba que el marido de esa mujer era un hombre de derecha.
Yo me quedé muda. Dudé de si sería verdad. Tenía el papel en la mano, lo estaba leyendo yo. Entré en shock.
Le expliqué: ‘Perdón, pero recién llego, después hablamos. A Laura hace muchísimo que no la veo...’. No sabía qué hacer, con quién hablar, a quién preguntarle. Después me enteré de que era cierto: le habían dado el cuerpo a Estela.”
Marita estaba muerta de miedo. Se preguntaba si no la vendrían a buscar a ella y a sus hijos. Entró en la casa de su mamá y le ordenó: “Ni se te ocurra abrir la puerta”. Marita recuerda haber visto una última vez a Laura, unos meses atrás. Se habían encontrado de casualidad.
“Creo que fue en marzo de 1978 cuando me crucé con Laura en el centro de La Plata, no recuerdo exactamente dónde. Yo ya tenía dos hijos: el menor había nacido en junio de 1977. Pensé: ‘Qué bueno, está de vuelta embarazada’. Por el tamaño de la panza, calculé que tendría fecha para junio o julio. Mi hijo y el de ella se iban a llevar justo un año.”
* * *
Guido levantó la tapa del cajón. Estela tomó de la mano a Laura. La mano de Laura: una mano crispada, los dedos manchados con la tinta de las huellas dactilares. No quiso detenerse a mirar la cara, la vio rápido, del cuello para abajo. Los pequeños surcos en el vientre, las estrías dejadas por la pólvora, el costado de la pierna, algo de la ropa interior.
Sin un papel que certificara su identidad, el domingo 27 de agosto los Carlotto enterraron a Laura en el cementerio municipal como NN. Los trámites para escribir su nombre en la tumba demorarían años. Al otro día, Estela recibió la respuesta a un hábeas corpus que había presentado hacía meses acompañada por las mujeres del grupo de madres y abuelas.
Llevaba la firma del juez Russo: “Laura Carlotto nunca estuvo detenida. Se desconoce su paradero”.
Tres días después de enterrar a su hija, llegó la otra novedad: le había salido el trámite de la jubilación. La primera impresión la amargó, la ironía la apuñalaba. Un instante después, le pareció que podía ser una bendición, una señal: de ahí en más podía disponer libremente del tiempo para encontrar a su nieto.
10/08/14 Miradas al Sur
El festival de la corrección política
De las heridas del plan sistemático de robo de bebés durante la dictadura a la banalización de la noticia.
Por Ricardo Ragendorfer
En su última edición, la revista humorística Barcelona titula en la portada: "El siniestro plan del gobierno para restituir nietos cada vez que se pudre todo." Y en la bajada, amplía: "Todo sobre el búnker donde se almacenan los 400 que esperan nuevas crisis para salir a la luz." Una parodia, desde luego, que alude a ciertos especímenes del espíritu público que, sin un átomo de broma, piensan exactamente eso sobre la aparición de Guido Montoya Carlotto.
Tal es el caso del ex crítico de películas y actual columnista del diario Perfil, Eduardo Antín, alias Quintín, quien, con suma seriedad, escribió en su cuenta de Twitter: "La revista Barcelona hizo una tapa en joda con algo que yo dije en serio: la aparición de nietos está programada."
Más notables, en cambio, fueron algunas expresiones de beneplácito ante el hecho en cuestión, vertidas por plumas y voces no muy afines a la revisión del pasado. El diario La Nación, por ejemplo, le dispensó a Estela de Carlotto una columna titulada: “La mujer que con su alegría hizo llorar al país”, mientras la señal de cable TN, del Grupo Clarín, apelaba –también en una nota sobre ella– al siguiente zócalo: "Historia de una mujer que nunca se cansó de luchar." Era como si tales medios –junto con otros de idéntica sintonía– hubieran caído por unas horas en el país del Nunca Jamás. Un mundo paralelo en el cual tampoco parecían ausentes almas tan sensibles como, por caso, la del dirigente macrista Diego Santilli, quien al respecto dijo: "Me emociona el encuentro de la señora de Carlotto con su nieto, después de tantos años de búsqueda." Conmovedor.
Pero en este festival de la corrección política, el editor jefe del diario Clarín, Julio Blanck, dio –en su columna del 8 de agosto– un paso muy esclarecedor, al describir el hecho en sí con las palabras justas: "Un formidable logro de la democracia (…) Un logro ante el que no deberían tener espacio las miserias y mezquindades, ni de un lado ni del otro." ¿De qué "otro lado" habla? ¿Acaso les reclama grandeza a los hacedores del terrorismo de Estado?
Lo cierto es que, en medio de tan encomiables sentimientos, buena parte de la patria movilera se lanzó –sin una intencionalidad determinada; es decir, casi por reflejo– a vampirizar la historia del hijo que Laura Carlotto dio a luz en la oscuridad de una mazmorra militar, al difundir –tras una infidencia de la jueza federal María Servini de Cubría– su nombre de crianza, el sitio en cual vive y otros datos que incomodan su revinculación familiar. Tal avidez por banalizar el asunto no es muy diferente del cartoneo informativo ante un crimen pasional o un escándalo de la farándula. Pero aplicada ahora a un par de ejes que son en sí mismas un misterio y, también, un viaje: la memoria y la identidad.
En este punto, no está de más recordar la película alemana Messer im Kopf (El cuchillo sobre la cabeza), dirigida en 1978 por el director Reinhard Hauff, sobre la novela homónima de Peter Shneider, quien también escribió el guión.
Su argumento gira en torno a un científico dedicado a la genética, quien va a una manifestación en apoyo del grupo Baader Meinhof sin otro propósito que el de buscar a su mujer. En tales circunstancias, es herido en la cabeza por una bala de goma, durante la represión policial. Y despierta en una sala de terapia intensiva, con amnesia. En resumen, el tipo no tiene la menor idea de quién es. Sus recuerdos son una hoja en blanco. Mientras tanto, los organizadores de la marcha lo usan como pancarta y la policía quiere arrestarlo. Y él descubre que el único modo de recuperar la memoria radica en hallar al policía que le disparó, puesto que en ese encuentro se produciría lo que los alemanes llaman "ein kritichen Punkt" (un punto crítico). El film concluye con esos dos hombres frente a frente.
En determinado momento, hay un flashback que ubica al protagonista en su laboratorio, frente a un ventanal, antes de partir al sitio del hecho. Y dice: "Si fuera americano dispararía a través del vidrio." En aquellas ocho palabras está depositada la clave de la película, pero su significado no es fácil de comprender. Hace unos años, en una conversación con el autor de esta nota, Schneider explicó el asunto: "Aquella frase no es mía; la tomé de la película Taxi Driver. Y quiere decir: cuando los americanos sienten miedo disparan a través del vidrio; en cambio, los alemanes perdemos la memoria."
Los argentinos, por cierto, también.
Lo cierto es que, entre todas las heridas dejadas por la última dictadura militar, las ocasionadas por el llamado plan sistemático de robo de bebés fue una de las más ominosas. Ni siquiera a los nazis se les había ocurrido algo así. Sin embargo, tanto apropiadores militares como sus cómplices civiles (médicos, parteras, curas y jueces) supieron esgrimir al respecto –las pocas veces que abrieron la boca– razones "humanitarias".
Esa pátina piadosa también impregnó, durante los primeros años de la democracia, el punto de vista de ciertos políticos, comunicadores y hasta simples taxistas. Y con el siguiente argumento: "A la terrible tragedia de los nietos apropiados –ellos aún eran niños–, la restitución les significa otro trance doloroso." Una retórica, entre imbécil y perversa, que la propia Estela de Carlotto refutó de una forma inapelable ya por entonces: "Claro que recuperar la identidad es doloroso. Pero es como el dolor del parto."
Algo debe haber cambiado desde esos ya lejanos días, para que, incluso, los peores canallas del presente simulen emoción ante esta victoria de la vida.
Infonews
Perfil de Puño Montoya Por Raúl Argemí argentina@miradasalsur.com
El relato de un amigo y compañero del padre de Guido.
El nuevo nieto reaparecido tendrá que agregar al Ignacio, que lo acompañó hasta ahora, el nombre Guido y los apellidos Montoya Carlotto, lo que viene acompañado de una necesidad común a los hijos de los militantes muertos o desaparecidos en los años de plomo, recuperar, saber, cómo eran sus padres, en este caso Walmir Oscar Montoya, su padre biológico. Y para eso el testimonio que más puede pesar es el de sus compañeros de juventud y de militancia política, sus amigos. Miradas al Sur entrevistó a Luis Porciel, quien vive en Caleta Olivia, la ciudad sureña donde comenzó aquella historia.
“Teníamos unos 20 años, y nos encontrábamos para tomar mate, hacer música, leer poesía, a veces a escribirla, en la casa de Alberto Luna. Era como un refugio, donde hablábamos de política, de arte y de todo lo propio de esa edad”, dice con nostalgia. “Ahí me encontraba siempre con el Puño Montoya, a quien llamábamos así porque se había pintado en la campera de tela de vaquero un puño cerrado –acota Luis Porciel–. Y cuando vi en la televisión la foto del hijo no tuve ninguna duda, tiene la cara del Puño.” De aquellas “peñas” de ciudad chica, donde se entreveraban arte, fiesta y política, rescata que a su amigo, que no era alto, algunos lo llamaban “Chiquito”.
En escenarios como Caleta Olivia, ciudad de Santa Cruz que hoy tiene algo así como 50.000 habitantes, era difícil ser un desconocido. Eso, más los avatares de la actividad política, hicieron que sobre el ’74 Montoya se trasladara a Sierra Grande con Reinaldo Tatú Rampoldi, otro oriundo de la Patagonia que sigue desaparecido; luego de estar un tiempo relativamente breve en Trelew y Madryn. La empresa Hierro Patagónico Sociedad Anónima Minera (Hipasam) había multiplicado al menos por diez el pequeño pueblo original, con trabajadores de todo el país; y donde hay trabajadores hay sindicatos.
“Había reclamos y, a fin del ’75, cuando ya los militares participaban en la represión en todo el país, entraron con todo y la mayoría de los hombres de Sierra Grande fue a parar a Rawson. Ahí le perdí la pista a Puño. Pensaba que había caído, pero tuve una gran sorpresa cuando me mudé a Bahía Blanca. Había un parque grande, donde nos juntábamos los compañeros de todos los frentes en una especie de picnic. Era un poco loco, por la seguridad, pero... era así. Ahí me lo volví a encontrar. Un alegrón. Por esos días pudimos leer un informe de los ‘servicios’, donde tenían todos los datos de los compañeros que militaban en el sur, y figuraba Montoya. Me acuerdo que decía: sujeto muy capaz. Habría sido trasladado a Bahía Blanca y estaría en Logística”.
Poco tiempo más tarde, la casa donde vivía Luis Porciel con otros compañeros fue allanada. “No caimos porque estábamos trabajando a esa hora, pero reventaron todo, hasta levantaron el piso. Así que hice mi bolsito y salí huyendo, sin saber dónde me podía guardar. La solidaridad de un camionero me dio techo, pero seguía descolgado. Hasta que unos días después, cuando iba por la calle buscando alguien conocido, por casualidad me lo crucé al Puño que venía en bicicleta”.
Ese fue el último tiempo que compartiría con Walmir Oscar Puño Montoya, porque Luis Porciel tendría que emigrar a Córdoba, donde iba a comenzar otra historia, con su paso por el campo de concentración de La Perla y, al final, el ingreso al penal de Rawson.
“Luego, pasados los años, cuando buscaban a Laura Carlotto, tuve la certeza, estaba seguro, de que había sido la compañera de Montoya, pero no tenía mucho para fundamentarlo. Así que, ahora, cuando aparece el pibe y se confirma que sus padres fueron el Puño y Laura, no sé, fue una emoción muy grande. ¿Cómo explicarlo? Con los compañeros cercanos, más que amigos, uno tiene una ligazón profunda, y me llenó de alegría ver la foto del pibe. La mamá de Montoya tiene 91 años, y si no tiene al hijo, al menos recupera a su nieto, que ya era hora”.
En ningún momento Luis Porciel dijo que le gustaría conocer a Guido, pero es previsible que un día se encuentren, tal vez en Caleta Olivia, y entre mate y mate recreen aquellas lejanas mateadas con el Puño Montoya.
10/08/14 Miradas al Sur
LA ANTROPOLOGIA FORENSE LE PERMITIO A ESTELA DE CARLOTTO SABER QUE TENIA UN NIETO El rastro de la ciencia
Una de las excavaciones del Equipo Argentino de Antropología Forense para identificar a desaparecidos.
Imagen: Télam
La llegada del norteamericano Clyde Snow y la creación del Equipo Argentino permitió identificar a cientos de NN. En este caso, en 1985 pudo establecer cómo fueron asesinados los padres de Guido Montoya Carlotto y que Laura había tenido un bebé.
Con casi un cuarto de siglo de diferencia, el trabajo de los antropólogos forenses derivó en aportes sustanciales para la reconstrucción de la historia familiar de Ignacio Hurban, el joven músico que esta semana conoció su verdadera identidad y supo que es el nieto que Estela de Carlotto buscaba desde 1978. En el caso de su madre, Laura Carlotto, la exhumación del cuerpo y la pericia encabezada por Clyde Snow, fundador del Equipo Argentino de Antropología Forense, implicó para Estela en 1985 la confirmación del nacimiento de Guido, como lo llamó su hija. En el caso del padre, Oscar Walmir Montoya, el avance de la ciencia y su aplicación al servicio de la investigación del genocidio argentino permitió ni más ni menos que la identificación de los restos, un logro impensable sin la posibilidad del cruce masivo de muestras de ADN en el marco de la Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas.
El 27 de agosto de 1978, sin ningún documento que acreditara su identidad, Estela y su esposo Guido Montoya Carlotto enterraron a Laura en el cementerio de La Plata. Por el contacto con sobrevivientes de La Cacha y el testimonio de un ex conscripto conocieron detalles de su cautiverio y del nacimiento de su nieto. Pero fue recién tras el retorno de la democracia, en 1985, cuando esa certeza tuvo por primera vez un respaldo científico. “Estela, tú eres abuela”, fueron las palabras de Snow que la presidenta de Abuelas recordó una y otra vez.
Abuelas de Plaza de Mayo y la Conadep habían recurrido un año antes a la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, la ONG estadounidense que contactó a Snow. Poco después el antropólogo llegó al país, explicó que a partir del estudio de los huesos se podía reconstruir parte de la historia de las víctimas, dio con un grupo de estudiantes de antropología y medicina que aceptaron el desafío de asumir un trabajo “sucio, deprimente y peligroso”, como lo definió Snow, y creó el EAAF.
“Hice exhumar el cuerpo y el Equipo de Antropología Forense lo examinó a fondo para determinar con exactitud todo lo que los militares habían negado”, contó Estela en 1999 durante una entrevista con la periodista Gabriela Castori en la revista El Mensajero. “El deterioro de su dentadura probaba su largo secuestro; por la pelvis supimos que había tenido un bebé y por las balas que tenía alojadas en el cráneo, que había sido ejecutada con una Itaka disparada a 30 centímetros, por la espalda”, relató. “Así reuní elementos de prueba para la Justicia y para demostrar en el exterior, donde teníamos causas abiertas, qué era lo que había pasado. Esta vez sí quise verla. Vi sus huesitos, su pelo, la vi a ella, la vi. Y cerré el duelo y nunca más necesité ir al cementerio”, agregó.
En 2004, al declarar en el Juicio por la Verdad de La Plata, Carlotto recordó que familiares y amigos presenciaron la exhumación. “Vi sus huesitos, pero era ella, tenía el corpiño que le había regalado Alcira Ríos, tenía las medias que le habían visto ponerse, un zapato, porque el otro apareció en el cajón cuando exhumaron a Carlos Lahite”, con quien la habían ejecutado. “Ahí en el cementerio, después de cepillar y tocar casi religiosamente esos huesos, el doctor Clyde Snow me llamó aparte y me dijo ‘Estela, tú eres abuela’, porque los huesitos de la pelvis tenían las marquitas de cuando un bebé se apoya hasta el momento de nacer.”
“Ese informe meticuloso, científico, está agregado a todos los expedientes de la Justicia en el país y en el exterior, porque dice claramente que Laura fue asesinada, que para reducirla le quebraron un hueso del brazo, que se resistió, que en el suelo y de espaldas le dispararon con armas de grueso calibre a 30 centímetros de distancia en la cabeza, porque las cápsulas estaban dentro del cráneo, y además balearon su vientre para no poder probar la maternidad. Todo eso demuestra que tengo un nieto”, recordó ante los jueces de la Cámara Federal platense.
La incertidumbre de la familia Montoya duró varios años más. “Puño”, como lo apodaban, también estuvo secuestrado en La Cacha y fue asesinado el 27 de diciembre de 1977, mientras Laura sobrellevaba en cautiverio su tercer mes de embarazo. Sus restos habían sido enterrados como NN en el cementerio de Berazategui, de donde los antropólogos forenses lo exhumaron el 3 de abril de 2006 por orden de la Cámara Federal porteña. El único dato de la burocracia de la época era el acta de defunción, que señalaba que dos hombres habían muerto ese día en un enfrentamiento en calle 4, entre 30 y Carlos Pellegrini, de esa localidad. De la exhumación y el estudio de los huesos surgió que Montoya tenía no menos de 16 impactos de bala en “el cráneo, tórax, miembros superiores e inferiores”. La versión oficial del enfrentamiento sumada a las evidencias del fusilamiento, marcas registradas de la dictadura, no dejaban dudas sobre el rol del Estado terrorista. La cantidad de casos similares y la incertidumbre sobre el destino de miles de desaparecidos, sin embargo, impedían establecer una hipótesis específica sobre las identidades.
Mientras los restos de Montoya se mantenían a resguardo en el EAAF con la identificación BZ 9/69 (por el cementerio de Berazategui y el número de sepultura), su hermano Jorge y sus padres, José Montoya y Hortensia Ardura, dejaron muestras de sangre en el marco de la Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas. El cruce masivo de muestras de ADN hizo el resto. En octubre de 2009 la Cámara que preside el juez Horacio Cattani, impulsor de las identificaciones desde hace dos décadas, confirmó que los restos de uno de los ejecutados en Berazategui correspondían a Montoya. La familia los cremó y esparció sus cenizas en un campo de Cañadón Seco, a once kilómetros de Caleta Olivia, en Santa Cruz, donde vivió su infancia. Antes la Cámara Federal mandó una muestra de ADN al Banco Nacional de Datos Genéticos, paso que le permitió a Ignacio “saber quién soy y quién no era”, como resumió el viernes durante su presentación en sociedad junto a su familia.
10/08/14 Página|12
Aparecidos Por Marta Dillon Clyde Snow, fundador del EAAF.
“Recuerdo que era uno de los brillantes atardeceres de La Plata, el sol estaba bajando y era muy crepuscular, fue un momento muy intenso porque pude decirle a Estela: sí, realmente éstos son los huesos de tu hija pero en algún lugar allá afuera tienes un nieto que debería estar vivo. Fue un momento amargamente dulce. Esos huesos encapsulaban una historia: los huesos de Laura nos estaban diciendo ‘busquen a mi hijo’”, así rememoraba Clyde Snow, el fundador del Equipo Argentino de Antropología Forense frente al periodista Walter Goobar, el momento en que aparecía la primera prueba material de la existencia de ese joven tal vez demasiado canoso para su edad, de nariz fuerte y palabra luminosa, que creció llamándose Ignacio aunque era deseado, esperado, buscado como Guido. Fueron los huesos los que hablaron entonces, el rastro de su paso por el cuerpo de la madre, una mujer que había parido por primera vez cuando ya había sido robada a su comunidad, cuando su existencia estaba en esa zona sin nombre del cautiverio clandestino, ni viva ni muerta, desaparecida. Estela, la madre de Laura, definitivamente abuela del hijo de ésta desde la exhumación de esos huesos testigos, dice que desde ese preciso momento dejó de ocuparse del cementerio, de pensar en placas y ornamentos funerarios: tenía una tarea, la vida la reclamaba, tenía que encontrar a su nieto. Y además su hija tenía un lugar en el mundo aunque fuera entre los muertos, el duelo iba a continuar, pero el luto ya no. En aquel atardecer luminoso de 1985 todavía no se soñaba con que una operación de reactivos, aparatos que despiden números, números que construyen algoritmos, algoritmos que dibujan perfiles, perfiles que coinciden con un nombre y un nombre que se instala en un árbol genealógico, en una comunidad, una familia, serían, 30 años después, un procedimiento corriente. Los estudiantes de antropología y medicina que en torno de Snow formaron el EAAF contaban con lo que veían, con lo que podían hacer sus manos rescatando con cuidado esqueletos que no estaban mudos pero que no podían decir su nombre, excavando de día y llorando de noche porque esos huesos delataban a personas jóvenes, fusilamientos, ensañamiento en la vida y también después de la muerte y porque lo que buscaban no terminaba de aparecer: la humanidad de esos testigos silenciosos no era completa sin nombre, sin identidad.
Se contaba entonces con los testimonios, con la palabra de los sobrevivientes que reconstruyeron el mapa de esa zona liminar de los centros clandestinos, con su descripción de los tormentos, con sus listas de nombres, la mayoría atrapados en la no muerte y la no vida de la desaparición. Palabra sospechada al principio por el solo hecho de estar vivos. Palabra que se escuchó en los primeros juicios y fue conculcada con las leyes de impunidad que no consiguieron el silencio pero la volvieron menos audible sobre todo para quienes de antemano no querían o no queríamos escuchar del todo. Porque también de eso se trata la situación del desaparecido: nadie duda de la muerte y a la vez la muerte no se instala, no ordena, no deja a la vida seguir su curso. La presencia del desaparecido –de la desaparecida– es constante: en torno de ellos no se organiza el duelo, las familias no lloran juntas en el mismo momento, no se despiden. Cada quien siente el aleteo intermitente de la presencia y de la ausencia, una locura que lleva a mirar cada tanto el pasaje de un colectivo con una esperanza vacua; a lo mejor, tal vez, la tortura le quitó el juicio, esa mujer sentada en el fondo por un instante, un mínimo parpadeo de locura capaz de alterar el tiempo, podría ser mi madre. ¿Y acaso es fácil abandonar esa ilusión? ¿Desprenderse de ese milímetro de esperanza aunque sea vana? No es fácil, aunque tampoco es fácil confesar que se la mantiene, que en algún lugar del corazón o de la mente se la alienta como se sopla una brasa tapada de cenizas.
En estos más de treinta años que pasaron desde aquel atardecer luminoso en que un hombre de sombrero texano que venía a decir que se podía hacer hablar a los huesos y que esos huesos, en el caso de la hija de Carlotto, decían que había desaparecidos vivos, la tecnología avanzó y la palabra se jerarquizó. Cayeron las leyes de impunidad, se sentaron algunos culpables en la silla de los condenados y hubo lugar para las apariciones.
El padre de ese niño que dejó un rastro en los huesos de su madre, el padre del joven que hoy conmueve al país entero, también fue un aparecido. Gracias a la perseverancia y a la tecnología sus restos fueron hallados en 2006, su nombre escrito en un epitafio, su perfil genético conservado y ambas cosas, como una cuña en el devenir, ocuparon su espacio entre generaciones, el espacio necesario para que su hijo pudiera aparecer y para que apenas aparecido se reivindicara como una herramienta de una posible cicatrización.
La historia que esta semana nos conmovió con una alegría contagiosa, impertinente, rebelde frente a cualquiera otra noticia, otra amargura, alegría incluso por sobre la evidencia de la pérdida o potenciada por eso mismo, es una historia de apariciones. De apariciones que vienen sucediéndose, de desaparecidos vivos como son los nietos y las nietas que completaron su identidad con las familias que los buscaban. Y también de los desaparecidos y desaparecidas asesinados, masacrados, ocultados de los ritos de pasaje que las familias y la sociedad entera necesitan para seguir adelante, para procesar el legado, para pelearse incluso con ese legado. Cientos de cuerpos –esqueletos, sí, pero también cuerpos– emergieron del anonimato donde habían sido enterrados en los últimos años con la fuerza de la prueba: cuerpos amados, llorados y enterrados y también cuerpos del delito que acusan por sí mismos a los perpetradores.
Aparecidos que ocupan su espacio entre nosotros, entre nosotras y que abren otros nuevos, que dejan que las generaciones se organicen, que permiten llorar la muerte y llorar de alegría. Que volvieron inteligible una historia que nos pertenece y que puede ser contada incluso a los más chicos. Porque está la prueba, porque está el lugar, porque están las voces. Y están también los oídos que escuchan.
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sábado, 9 de agosto de 2014
El día que Eva Perón ayudó a los niños pobres (y negros) de Washington
Por Juan Salinas
Tomado de Patria o Colonia, el blog de Jorge Devicenzi, a quién pertenece también esta introducción: “La Red Nac & Pop que conduce el compañero Martín García inserta una nota de Graciela Larrañaga, a quien no conozco, sobre un hecho poco conocido de la obra de Evita y del gobierno peronista. Se titula “El día que Evita ayudó a los niños pobres de Washington”. Cabe recordar que La Fundación tomó medidas similares con España e Israel, destinos que también suelen ocultarse.
En un clima diplomático tenso con EE.UU., Eva Perón envió, en 1949, ayuda a los niños negros de Washington.
Obra de Daniel Santoro
El acto fue tachado de arrogante y generó pedidos de explicaciones.
En 1952, cuando falleció, pronto hará sesenta años*, muchos aún recordaban en los Estados Unidos que tres años antes Eva Perón había asombrado al mundo político al enviar un avión con ayuda de invierno para los niños pobres de Washington.
Fue en 1949, en medio de un clima de tensión diplomática creciente entre nuestro país y los Estados Unidos, y en vísperas de que Harry Truman asumiera la presidencia.
El vicepresidente Truman era un granjero de Missouri a quien la muerte del presidente Franklin Roosevelt depositó en el centro del poder mundial.
Truman arrojó sin titubear la bomba atómica sobre Japón y había dado muestras de que estaba dispuesto a poner a los Estados Unidos a la cabeza del mundo cuando se firmara la paz.
Su elección por cuatro años, a partir del 21 de enero de 1949, fue una celebración internacional marcada por la guerra fría ya desatada contra la Unión Soviética y un reconocimiento hacia la mayor potencia.
Las principales figuras de la política se hicieron presentes en Washington y todos se sorprendieron al recibir una comunicación de la embajada argentina que informaba sobre un evento que tendría lugar al día siguiente de los festejos oficiales. Se trataba de la entrega de ropa de invierno para 600 niños pobres residentes en los barrios bajos de la capital.
La donación en nombre de Eva Perón y su Fundación de Ayuda Social había sido gestionada cuidadosamente con el reverendo Ralph Faywatters, quien presidía la Children”s Aid Society, una entidad caritativa que protegía a los niños negros de Washington. Consistía en ropa de abrigo y calzado, fabricados en la Argentina y enviados por avión, lo que sugería la situación apremiante de quienes se beneficiarían con la ayuda.
La reacción del gobierno norteamericano no se hizo esperar y la embajada argentina tuvo que dar explicaciones sobre las intenciones del regalo. Entretanto, el reverendo Faywatters había puesto en acción a otras organizaciones y un total de 27 entidades —en su mayoría de ciudadanos negros— reclamaron su porción del cargamento.
La idea de que el gobierno norteamericano podía impedir que los niños pobres obtuvieran su ropa de invierno argentina produjo una rápida agitación entre miles de familias de Washington.
El asunto fue tratado por la prensa internacional. La Agence France Presse describió “una situación que por momentos parecía casi enojosa, debido a la confusión producida por la inesperada noticia” de la donación. “No hubo intención de demostrar que en un país rico cual es Estados Unidos, hay niños ”pobres””, agregó la AFP.
Los diarios de la cadena Scripps-Howard no ocultaron su perplejidad y publicaron en docenas de ciudades norteamericanas un comentario donde afirmaban que “la Fundación encabezada por la esposa del presidente argentino no hace las cosas con moneda pequeña ni tampoco peca de falsa modestia”.
También trataron el episodio los semanarios de mayor circulación, como Newsweek, bajo el título “Señora” pockets (Señora bolsillos) y Time, que lo encabezó “Helping hand” (Dando una mano), donde no ocultaban que la filantropía peronista transpiraba arrogancia pero había golpeado exactamente en un punto muy sensible, el de la pobreza alarmante de la mayoría negra de Washington.
El reverendo Faywatters, silencioso cómplice de Evita, se hizo cargo de los regalos y retribuyó con una nota oficial donde subrayó que “entendemos ante esta evidencia su deseo (de Eva Perón) de que toda América viva y trabaje unida para bien de su pueblo (y) esta contribución para los niños necesitados está por encima de toda diferencia internacional de opinión política”.
El caso quedó cerrado definitivamente y la embajada argentina insistió en que si bien la entrega formal de la donación se había superpuesto con la asunción presidencial de Truman, se trataba de una coincidencia sin propósitos secundarios.
Truman le dio en parte la razón a Evita cuando en su discurso de posesión afirmó que “Estados Unidos sufre el efecto de los precios excesivamente elevados, la producción no cubre aún las necesidades y los salarios mínimos son demasiado bajos, al mismo tiempo que las pequeñas empresas pierden terreno en beneficio de los monopolios”.
La prosa de Truman anticipaba los cambios en los derechos civiles para los negros aunque faltaban años y mucha sangre para que estos se concretaran definitivamente.
Unos apuntes de Eva Perón hasta ahora inéditos, pertenecientes a la Colección Alberto Casares, revelan cómo siguió personalmente la donación a la Children”s Aid Society y en todo momento fue conciente de su alto contenido político.
“Sirva de ejemplo este acto y esta ayuda que lo hacemos con todo el respeto y todo el cariño por el gran pueblo de los Estados Unidos y humildemente le hacemos llegar nuestro granito de arena de ayuda”, escribió con su tumultuosa caligrafía.
En otro lugar afirma que “este avión argentino que pronto llegará a Estados Unidos representa a la bondad de nuestro conductor y lo que somos capaces de hacer por el desposeído, esté donde esté y se encuentre donde se encuentre”.
Pero en Washington la procesión iba por dentro y a nadie se le ocultó que detrás de la prosa protocolar rugía la furia de la mujer más poderosa de la Argentina y sin duda la más famosa en el mundo de su tiempo. En los dos años siguientes la misma Fundación de Ayuda Social enviaría donaciones semejantes a más de ochenta países, entre los que se incluían naciones europeas devastadas por la guerra, pequeños principados africanos y prácticamente todos los países latinoamericanos.
Sin embargo, aquella donación para los niños pobres de Washington D.C. resultó incomparable.
*El original decía hace medio siglo, lo que indica que fue escrito hace una década.
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