sábado, 19 de abril de 2014

CEPEDA, CUNA DEL FEDERALISMO (1820)

Buenos Aires y las provincias.

La Junta de 1810, el Triunvirato hasta 1813 y el Directorio hasta 1819 habían llevado los ecos de la Revolución de y declarando la independencia argentina; habían hecho triunfar en San Lorenzo, Suipacha, Las Piedras, Tucumán, Montevideo, El Cerrito, Salta, Chacabuco y Maipú. Era lo más que podía conseguirse en los diez primeros años de la vida.

Los elementos dirigentes de Buenos Aires, ostentando ciertas tendencias absolutistas y cierta soberbia que suscitaron contra ellos las pasiones del elemento popular, el cual iba ocupando la escena a medida que se obtenían ventajas sobre los realistas.

Dueños del gobierno y de la administración por la influencia de la logia política que reorganizara Pueyrredón en 1816, empeñábanse en conservara todo trance el régimen centralizador sobre la base de Buenos Aires, cuyos prestigios suponían más fuertes que los del resto del país, hasta que se desata una crisis en 1819, de incertidumbres y de luchas desesperadas, hasta dar por tierra con el Directorio. Ese símbolo, esa palabra, esa bandera fue la Federación.

Constitución uniaria; la anarquía

La Constitución unitaria de abril de 1819 fue rechazada por las provincias del interior, y la reacción arrojó sus furias sobre la capital tradicional del virreinato y asiento del gobierno unitario. Cuando el Director Supremo de las Provincias, don Juan Martín de Pueyrredón, entregó el mando al general Rondeau, Entre Ríos y Corrientes estaban sometidas al jefe federal don Francisco Ramírez; y bajo la influencia de éste, don Estanislao López, gobernador de Santa Fe, invadía Buenos Aires por el norte; Tucumán se había declarado república independiente, nombrando Director a don Bernabé Aráoz; y éste enviaba sus fuerzas a Santiago del Estero y a Catamarca para impedir que se segregasen de aquella provincia. Córdoba y La Rioja se sustraían completamente a la obediencia del Gobierno General. Los realistas estaban del otro lado de Salta, a duras penas contenidos por los heroicos esfuerzos de Güemes. Los portugueses se posesionaban de la provincia de Montevideo. En Cádiz se aprestaba una nueva expedición de veinte mil soldados con destino a Buenos Aires. Los dos hombres que gozaban de mayor prestigio en el país no podían venir en ayuda del Gobierno Central: el general Belgrano, que caía postrado de la enfermedad que lo llevó a la tumba, y el general San Martín, que se trasladó a Chile para concluir los preparativos de la expedición con que dio libertad al Perú.

Para colmo de este desquicio, el Regimiento 19 de los Andes, que envió San Martín a San Juan, sublevóse el día 9 de enero de 1820 y depuso al gobernador de esa provincia. El ejército auxiliar que venía en marcha para Buenos Aires, se sublevó también el 12 del mismo mes a instigaciones de los coroneles José M. Paz y Juan B. Bustos; y este nuevo escándalo dejó en manos del último de estos jefes la suerte de las provincias del interior, mientras que Quiroga y Aldao en Cuyo, e Ibarra en Santiago del Estero, proseguían la serie de los gobiernos personales. El desastre se hizo general cuando el gobernador de Santa Fe y el de Entre Ríos, ya nombrados, unidos con el proscrito chileno don José Miguel Carrera, invadieron a Buenos Aires "para libertarla del Directorio y del Congreso que pactaban con las Cortes de Portugal, España, Francia e Inglaterra la coronación de un príncipe europeo en el Río de la Plata, contra la opinión de los pueblos que han jurado sostener la forma republicana federal".

Gobierno Directorial

La verdad es que el Gobierno Dírectorial, fuera especulativamente para ganar tiempo y asegurar la Independencia del país, por los auspicios de las cortes europeas que habían entrado en la Santa Alianza, según lo afirmaban después sus principales corifeos; o positivamente porque creyese que la unificación y felicidad del país solo se obtendría con la Monarquía, a la cual se inclinaban sin duda alguna muchos de los prohombres del partido directorial, desde el año 1813 venía negociando alternativamente con aquellas cortes el establecimiento de la Monarquía en las Provincias Unidas, por medio de la coronación de un príncipe de las familias reinantes. Belgrano, Rivadavia, Gómez y García no tuvieron otra misión. en Francia, Inglaterra, España y Portugal; y aun después de derrocado el Directorio, los directoriales que recobraron el gobierno a fines de 1820 reanudaron esas negociaciones con los comisionados regios de S. M. C.

Tales negociaciones, cualquiera que fuese el alcance que tuviesen y que no podían medir, por más que se diga, los mismos que las entretenían, así habían minado el crédito del Gobierno Directorial, como sublevado iras y tempestades en el pueblo que seguía los votos patrióticos de la prensa y de los tribunos republicanos de Buenos Aires. Esa diplomacia siniestra y vejatoria de los principios de la Revolución de Mayo fue, pues, la que proporcionó a los jefes federales la mejor coyuntura para venirse sobre Buenos Aires y dejar sentada con su victoria la imposibilidad de fundar por entonces una autoridad nacional que no obedeciese a los propósitos que los empujaban.


Cepeda, la cuna del federalismo

El Director Rondeau, que caía bajo el anatema de los jefes federales, por pertenecer al partido directorial unitario, salió de la capital con algunas fuerzas. El día 19 de febrero de 1820 se encontró con el ejército federal sobre la Cañada de Cepeda, y fue completamente derrotado. Tan solo se salvó la infantería y la artillería a las órdenes del general Juan Ramón Balcarce. A consecuencia de este descalabro, la suerte de las autoridades nacionales quedó a merced de los caudillos victoriosos; por manera que el Congreso que había declarado la Independencia en 1816, no pudo menos que declararse en receso y abdicar su autoridad en el Presidente del Cabildo de Buenos Aires, a quien había nombrado Director sustituto el 31 de enero.

Inmediatamente el jefe del Ejército Federal dirigió al Cabildo una nota en la que invocaba las aspiraciones de los pueblos cuya representación asumía, arrojaba tremendos cargos contra el Gobierno del Directorio, y dejaba ver que si no caían todos los hombres que habían pertenecido al partido de Pueyrredón o directorial, no pararía sus marchas hasta llegar a la plaza principal de Buenos Aires. En vano muchos hombres resueltos intentaron apoyarse en el Ayuntamiento, para que éste provocase una reacción favorable en el cabildo abierto, a que se convocó al pueblo con motivo de la intimación del jefe federal.

"Yo era muy joven entonces, fogoso y exaltado en mi patriotismo", -dice el general Mansilla, refiriéndose a este día, en la Memoria póstuma antes citada-. "Un número considerable de jefes de mayor graduación que la mía, me designó para ir al cabildo abierto a pedir, a nombre de los que me habían elegido y de muchos otros jefes y oficiales residentes en la capital, que se nos diera un fusil para defender la patria amenazada por la insolente intimación de los caudillos vencedores en Cepeda. Me presenté arrogante en la sala capitular, pero esa corporación, sobrecogida. dominada por el terror, estaba decidida a ceder a todo; y se irritó ante mi pedido, más aún, trató de prenderme, clasificando de anárquico el acto más noble de un jefe patriota. Salvé de ser preso, y recordando que había tenido relaciones íntimas en Chile con la familia de Carrera, monté a cáballo en busca del ejército ven cedor, con el fin de evitar, si me era posible, su entrada en la ciudad. Más afuera del Pilar encontré a Carrera, López y Ramírez que se disponían a marchar al puente de Márquez a tratar con el general Soler, que al mando de una fuerza de la capital, los había invitado a un arreglo..." (Mansilla. Memoria póstuma)

El Ayuntamiento, bajo la doble presión de los sucesos y de los principales corifeos federales de la ciudad, se apresuró a diputar una comisión cerca de Ramírez para que arreglase "las bases de una transacción que restituya la paz, conviniendo con los votos del señor general del ejército federal, expresados en su oficio del 2 del corriente'

El general del ejército federal reiteró sus votos al general Miguel Estanislao Soler, jefe del ejército exterior de Buenos Aires y de una dé las fracciones federales de esta ciudad. Fue Soler quien dio el golpe de gracia al orden gubernativo que había imperado en la primera década de la revolución, intimando, a nombre de las conveniencias invocadas por los jefes del ejército federal, la disolución del Congreso y el cese del Directorio de las Provincias Unidas. El 11 de febrero el Cabildo reasumió el mando de Buenos Aires... "Habiendo el Soberano Congreso y Supremo Director del Estado dice el balido del Cabildo penetrádose de los deseos generales de las provincias sobre las nuevas formas de asociación que apetecen, en los que ambas autoridades están muy distantes de violentar la voluntad de los pueblos. . ."

El Cabildo comunicó esta resolución a las provincias, declarando que quedaban libres para regirse por sus propias autoridades hasta que un nuevo congreso reglase sus relaciones entre sí. Al día siguiente, el 12, convocó al pueblo a elección de doce representantes para que nombrasen el gobernador de la nueva provincia federal. Éstos se constituyeron en junta electoral y ejecutiva al mismo tiempo, iniciando por la primera vez en la República el desenvolvimiento del gobierno representativo, sobre la base de las instituciones provinciales coexistentes.

La anarquía que ahogó Pueyrredón más de una vez para poder llevar a cabo la obra de la emancipación argentina, en los tres años fecundos de su gobierno, se desató furiosa en Buenos Aires a partir de ese momento, en que las facciones federales que habían venido medrando se encontraron frente a frente, en una escena nueva para ellas y sin más aspiración por el momento que la de posesionarse del Gobierno de la provincia. Los partidarios de Soler tenían para sí que este general seria nombrado gobernador. Empero, Sarratea, que había esperado con Alvear desde Montevideo el desenvolvimiento de los sucesos, se anticipó a bajar a Buenos Aires. Una vez aquí, trabajó por su propia candidatura, a pesar de lo convenido con Alvear. Sea que ganase a los representantes con su habilidad característica, o que despertase más confianza y menos resistencia que Alvear y Soler, respectivamente, el hecho es que Sarratea fue nombrado gobernador provisional de la provincia de Buenos Aires y paró por el momento el golpe que podía asestarle el general Soler, renovando el Cabildo con adictos de este último.

Tratado de Pilar

El 22 de febrero, el gobernador Sarratea se trasladó al campo de los jefes federales acompañando al regidor decano don Pedro Capdevila. "Estoy cierto, -decía en una proclama al pueblo-, que nunca mejor que ahora los jefes del ejército federal demostrarán que sus intentos no han tendido a humillarnos, sino a prestarnos más bien una mano benéfica, para ayudarnos a sacudir el yugo que gravita sobre la cerviz de la nación entera." 

El día 23 firmó con López y Ramírez la célebre convención fechada en la capilla del Pilar; en la cual se ratificó a nombre de las provincias del Litoral lo que los hechos acababan de producir: la federación, que proclamaban esas provincias, sometiendo la resolución definitiva de la cuestión a un Congreso compuesto de los diputados de todas las que formaban la Nación, y que debían ser invitadas al efecto. Por otra cláusula, Buenos Aires se obligaba a dar ciertos subsidios de armas y dinero a López y a Ramírez, y se mandaba abrir un juicio político a los miembros del Congreso y del Directorio derrocados. (Ver 
Tratado de Pilar )

Entre tanto, el general don Juan Ramón Balcarce entraba en Buenos Aires con la infantería que había salvado en Cepeda, y consumaba el pronunciamiento del 6 de marzo que lo llevó momentáneamente al poder, seguido de los restos del partido directorial y del elemento joven e ilustrado de la época, que por la tradición, así como por el sentimiento repulsivo que le inspiraban los caudillos federales, acabó por confundirse con aquellos restos, bajo la calificación de unitarios. El gobernador Sarratea se retiró al pueblo del Pilar, y desde allí dirigió circulares a todas las autoridades, reclamando la obediencia que le era debida, "pues que él era gobernador de la provincia y no el general Balcarce, que había asaltado el poder por medio de un motín militar". Con este motivo se convocó a Cabildo abierto, y el pueblo ratificó el nombramiento de gobernador en la persona del general Balcarce, declarando, como dice el acta del Cabildo, "una, dos y tres veces, que este nombramiento había sido por su libre voluntad en la sesión del día 7, en la iglesia de San Ignacio, y que renovaba las omnímodas facultades, que le había conferido y de nuevo le confiere al expresado general para que sin consulta alguna obre en favor del pueblo, de su honor y libertad".

“…Me encontraba en el campo de los jefes del ejército federal, -dice el general Mansilla en su Memoria póstuma citada-, cuando se presentaron allí don Manuel de Sarratea y don Pedro Capdevila, con poderes de la ciudad para arreglar el célebre tratado del Pilar, en cuyas conferencias me dieron participación de un modo extrajudicial. Ramírez especialmente, simpatizó conmigo, concediéndome mayor confianza en sus juicios personales, muy distintos de los de López y Carrera: éstos se pertenecían a sí mismos, no asi Ramírez, que era subalterno de Artigas, sin más categoría que la de comandante del arroyo de la China.

Ahora bien, en el tratado público y secreto que yo conocía, se estipulaba: 19, que Artigas ratificaría ese tratado, por lo que hacía a la provincia Oriental, principalmente; 29, que había de suspender sus hostilidades contra las fuerzas brasileras que ocupaban la Banda Oriental; 39, que Buenos Aires entregaría a Ramírez una cantidad de dinero, un armamento completo para mil soldados y su oficialidad. En un momento de expansión y confianza con Ramírez, le dije que juzgaba que Artigas no ratificaría el tratado, reservando la idea de que tampoco le darla un solo peso ni una tercerola. Ramírez me contestó que "si Artigas no aceptaba lo hecho, lo pelearían"; y que si era de mi agrado, me invitaba a la pelea. Eludí la respuesta, y me retiré a la ciudad. Conversé acerca de esto con el gobernador Sarratea; y le manifesté la idea de acompañar a Ramírez con el fin de trabajar por el tratado, haciendo lo que conviniera, según como el caso se presentase. Sarratea aceptó, y ma dio una licencia temporal...” 
(Mansilla. Memoria póstuma)

Ante el golpe de audacia de Balcarce que no contaba a la verdad con el apoyo de la opinión pública, tan dividida en esos días de transformación, Sarratea reunió a sus parciales, Soler sacó de la ciudad la tropa que le era adicta y Ramírez y López se adelantaron con su ejército hasta los suburbios de Buenos Aires, exigiendo del Cabildo la reposición de Sarratea en el gobierno y los subsidios de armas, municiones y dinero a que se refería la Convención del Pilar. Por lo que a Balcarce hacía, Ramírez le intimó que abandonase la provincia, diciéndole en su nota de fecha 7 de marzo: "Usted envuelve a su patria en sangre, con una indiscreción admirable. Su autoridad... no será respetada por este ejército, campaña y provincias federales, que reconocen como gobernador legítimo al señor don Manuel de Sarratea."

Balcarce tuvo que huir acompañado de algunos de sus parciales; el general Alvear, a quien Sarratea había ofrecido el gobierno como queda dicho, quiso aprovechar para obtenerlo del momento de acefalía en que se encontraba la provincia y con este objeto promovió por medio de su aliado y amigo don José Miguel Carrera, un Cabildo abierto en la plaza de la Victoria. Éste se verificó el día 12 de marzo, y la intentona tuvo éxito en el primer momento, pero al saber que se había entrado en la plaza el soberbio dictador de 1815, el pueblo y la tropa se amotinaron, y Alvear tuvo que ocultarse para salvar su vida, ya que no su reputación, que comprometía con ligereza imperdonable. El pueblo se presentó enérgicamente al Cabildo y éste diputó una comisión cerca de Sarratea para que reasumiese el mando de lá provincia.


Golpes teatrales
Pero este mando era nominal ante la influencia militar de Soler, quien obligó al gobernador a que pusiese bajo sus inmediatas órdenes, y en su carácter de comandante general de armas, todas las tropas y recursos militares que había en la ciudad. Para conjurar este peligro, Sarratea se propuso destruir la influencia de Soler, explotando las ambiciones impacientes de Alvear, que era el más aparente aunque no el menos temible para él. Al efecto puso en juego su habilidad y sus amigos para hacerle entender a Alvear que quería confiarle las tropas y recursos de la provincia, pero que el único obstáculo que se oponía a ello era Soler, quien iba a apoderarse del Gobierno; que si Alvear ideaba algún medio para salvar esta dificultad, el gobernador lo dejaría hacer en guarda de los intereses generales y de las promesas que tenía empeñadas con él y que serían cumplidas oportunamente. La ligereza genial de Alvear tenía con esto mucho más de lo que necesitaba para obrar incontinenti. Al punto quiso ver a Carrera, y en la noche del 25 de marzo se dirigió a un cuartel donde le esperaba un grupo de jefes y oficiales que a todas partes lo acompañaban, y Carrera con sus adictos. De ahí desprendió una comisión, la cual aprehendió a Soler en el mismo despacho del gobernador. Éste fingía ceder a la fuerza, y los conspiradores elevaban entre tanto una representación para que el general Alvear fuese reconocido comandante general de armas.

Éste golpe teatral puso en ebullición al pueblo y a los cívicos, quienes acudieron con sus armas a la plaza de la Victoria para resistir al "nuevo Catilina", como le llamaban al general Alvear. El Cabildo, único poder que quedaba en pie en medio de estas evoluciones de las facciones tumultuarias, las cuales se sucedían como escenas de un drama de magia que para ser atrayentes habían de cambiarse con rapidez asombrosa; y que debía su estabilidad a la firmeza con que consideraba las aspiraciones populares satisfizo esta vez también la voluntad del vecindario, dirigiéndole al gobernador un oficio conminatorio para que hiciese salir inmediatamente al general Alvear del territorio de la provincia.

Pero el caso era que los partidarios de Alvear querían ir más allá de lo convenido. Creyéndose fuertes con algunas compañías sublevadas que se les incorporaron, se reunieron en la plaza del Retiro, y proclamaron al general Alvear gobernador de la provincia. Sarratea, alarmado con estas noticias, se atrincheró en la plaza de la Victoria, y no tuvo más remedio que hacer poner en libertad al general Soler, excusándose lo mejor que pudo. Alvear, viendo que la plaza se resistía, y que su posición venía a ser insostenible, se retiró de la ribera hacia el norte, cuando las partidas de cívicos lo escopeteaban muy de cerca.

Libre de esta asechanza, que no era de las más graves, el gobernador Sarratea expidió algunos decretos de sensación sobre libertades públicas, y ordenó que se abriera un proceso de alta traición contra el Directorio y el Congreso derrocados, dando a estas medidas una publicidad y una importancia calculadas para congraciarse con la opinión pública, que le era decididamente hostil desde que se divulgaron los artículos secretos de la Convención del Pilar, y se supo que Sarratea había entregado a Ramírez y a López el doble del armamento y municiones que en ella se estipulaba, privando al pueblo de recursos que nunca le eran más indispensables .

Tan sentida se hizo con este motivo la falta de armas, que el mismo gobernador no pudo menos de expedir el bando de 28 de marzo en el cual ordenaba que se presentase cada ciudadano con sus armas "siendo constante que el erario de la provincia se halla completamente exhausto"; y el bando de 10 de abril en el cual imponía una multa de 25 pesos por cada fusil y de 12 pesos por cada sable que se encontrara en poder de particulares que los hubieren comprado o retenido "asignándose la tercera parte de la multa al que delate cualquiera ocultación". (Saldias A.t.I.p.35)

Entre tanto, la Junta de Representantes creada por el bando de 12 de febrero que nombró a Sarratea gobernador interino con los doce electores de la ciudad únicamente, pues que las armas federales ocupaban la campaña, se había reunido en minoría el 4 de marzo y acordado lo conveniente para la renovación de los poderes públicos de la provincia, fundando por medio de disposiciones trascendentales el sistema representativo federal en Buenos Aires, sobre cuya base debía modelarse al correr de los años el gobierno federonacional argentino.

Disponía la Junta que se eligiesen en toda la provincia doce diputados por la ciudad y otros tantos por la campaña, y que se observasen en esta elección las mismas formas que habían servido para la de la Junta primera; esto es, que cada ciudadano hábil votase por solo tres candidatos, y entregase su voto cerrado y firmado ante las juntas receptoras de las localidades. Una vez constituidos, los nuevos diputados procederían a nombrar el que debía representar a Buenos Aires en el Congreso federal de San Lorenzo, con arreglo al tratado del Pilar; a organizar el gobierno y la administración de las provincias; a elegir otro gobernador y hacer elegir otro Cabildo; a arreglar la deuda y cualquiera diferencia con las provincias hermanas.

En consecuencia de estas disposiciones, el gobernador Sarratea expidió un bando en el que convocaba al pueblo a elecciones para el día 20 de abril. El resultado que dieron éstas el día 27, en que tuvieron lugar, no pudo ser más desastroso para el gobernador. A la sombra de las divisiones locales, el partido directorial unitario pudo componer la Junta de Representantes e integrar el Cabildo con sus hombres principales, de manera que el gobernador, aislado de Alvear y de Carrera, a quienes contenía por el momento el general Soler con su ejército en Luján; quebrado con este general a consecuencia de los últimos sucesos, y en conflicto con los dos poderes principales de la provincia, quedó completamente sin apoyo en la opinión. Inútiles fueron sus esfuerzos para invalidar la elección de algunos de los Representantes que habían pertenecido al partido directorial. El Cabildo se mostró inconmovible. La Junta se reunió por su parte el 19 de mayo, y su primer paso, después de su instalación solemne, fue el de exigir a Sarratea su renuncia. Sarratea no tuvo más que dejar su cargo a don Ildefonso Ramos Mejia, a quien la Junta nombró gobernador interino, despachando inmediatamente una comisión cerca del general Soler, con el encargo de comunicarle que él habría sido nombrado gobernador si su presencia no fuera indispensable al frente del ejército, en circunstancias en que López y Carrera se preparaban a invadir nuevamente a Buenos Aires.

Soler, a su calidad de jefe de partido, reunía en esos momentos la ventaja de estar al frente de un ejército cuyos jefes y oficiales le pertenecían por completo; así es que la Junta crey6 contemporizar con él, haciéndole esperar que sería gobernador en propiedad. El peligro que apuntaba la Junta era cierto. Ramírez se había retirado de Buenos Aires para Entre Ríos, donde Artigas, el protector oriental, llamaba a las milicias para seguir la guerra contra los portugueses que lo habían desalojado de la provincia de Montevideo. Pero detrás de Ramírez quedaba López, y junto a éste Carrera, y lo que era más doloroso, Alvear, el patricio de la Asamblea de 1813, oscureciendo sus glorias en esas tristes correrías.

Pero como la Junta extendiese su autoridad más allá de lo que se supuso el general Soler, éste agitó a sus amigos; y después de renunciar al comando que ejercía, se retiró a recuperar el gobierno que creyó obtener cuando se depuso a Sarratea.

El 16 de junio, los jefes y oficiales de su ejército representaron al Cabildo de Luján que era voluntad de la campaña y de las tropas el que se reconociera al general Soler como gobernador y capitán general de la provincia; y que esperaban que dicho Cabildo lo reconociese como tal, para evitar de esta manera los males que sobrevendrían. El Cabildo de Luján reconoció a Soler en tal carácter, y Soler despachó una comisión encargada de presentar el oficio del Cabildo y la representación del ejército a lj Junta de. Representantes de Buenos Aires, para que lo hiciese obedecer en toda la provincia. La Junta no tuvo más que someterse a la intimación de Soler. El gobernador Ramos Mejía presentó su renuncia; y la Junta, sin pronunciarse acerca de ella, le ordenó que depositase el bastón de mando en el Cabildo, a quien pidíó al mismo tiempo que hiciese saber al general Soler que podía entrar en la ciudad sin resistencia, después de todo lo cual se disolvió.

Esto tenía lugar el 20 de junio, día de los tres gobernadores en Buenos Aires: el Cabildo, Ramos Mejía y Soler; el 23 prestó juramento este último; el 24 dejó el mando militar de la ciudad al coronel Dorrego, que acababa de llegar del destierro, y se trasladó a Luján, ordenando que se le incorporasen todos los oficiales sin destino, y lo que era tremendo, todos los diputados del Congreso últimamente disuelto, desde su instalación en Tucumán, so pena de proceder contra sus personas y bienes, aplicándoles las penas más severas. Los miembros del ilustre Congreso de Tucumán se encontraban presos en Buenos Aires desde que el mismo general Soler intimó, de acuerdo con Ramírez, la disolución de ese cuerpo. Una de las primeras medidas del gobernador Ramos Mejía había sido la de consultar a la Junta acerca del deber en que estaba el gobierno de permitirles que se retiraran a sus casas, “guardando en ellas el arresto que sufren en el punto en que se encuentran; o hacer éste extensivo a la ciudad, hasta la conclusión de su causa, y en atención a la avanzada edad, achacosa salud y consideraciones que se merecen por la alta representación pública que han obtenido y que exigen del gobierno una conducta más franca".

Inmediatamente de llegar a su cuartel general de Luján, Soler se movió con su ejército sobre el del general López, que marchaba sobre Buenos Aires, en unión con los generales Alvear y Carrera. Ambos ejércitos se encontraron el 28 en la Cañada de la Cruz; y a pesar de la pericia militar de Soler, las tropas de López alcanzaron un triunfo sobre las de él, que se dispersaron o cayeron prisioneras, con excepción de una columna de infantería al mando del coronel Pagola, quien repasando el norte, se dirigió con ella a la ciudad de Buenos Aires. Soler se limitó a comunicarle al Cabildo la noticia de este desastre, y dándolo todo por perdido, se embarcó para la Colonia.

DorregoEntre tanto, el coronel Dorrego dictaba enérgicas medidas para defender la ciudad de Buenos Aires, y salía a la cabeza de algunas fuerzas a contener los dispersos de Soler. Simultáneamente, el general Alvear se trasladaba a Luján, impartía órdenes para que acudiesen allí representantes del norte de la campaña, y se hacía elegir gobernador de la provincia el día 19 de julio. El general López, deseoso de asegurarse en Buenos Aires una ayuda contra Ramírez, entró en negociaciones con el Cabildo, y el coronel Pagola entró en la capital con la columna salvada de la Cañada de la Cruz, se posesionó del Fuerte, se atrincheró en la plaza principal, se hizo proclamar comandante general de armas, y amenazando al vecindario con medidas violentas, declaró traidores a los que entrasen en transacciones con López. ¡Así se sucedían las escenas de magia política en esos días de transición y de borrasca!

En vista de la actitud de Pagola que imposibilitaba todo arreglo, López adelantó sus tropas sobre la ciudad; y como al propio tiempo Alvear y Carrera se hacían fuertes en el norte, el Cabildo y Dorrego, creyéndolos de acuerdo con aquél, se vieron precisados a hacer por otras vías y con otros recursos, la guerra que Pagola quería sostener por sí solo y a todo trance. Desesperado de traer al buen camino a Pagola, en cuyo pecho ardía un patriotismo rudo y una soberbia inaudita de los méritos que había adquirido en los ejércitos de la Independencia, Dorrego, que era el alma de la situación, se puso al frente de algunas fuerzas de la ciudad, y de las milicias de campaña reunidas por el general Martín Rodríguez y por el hacendado don Juan Manuel de Rozas. Dorrego se apoderó de la plaza y estrechó a Pagola en el fuerte. Repuesto el Cabildo, cuyos miembros se habían ocultado para escapar a las furias de Pagola, convocó a los doce Representantes que el pueblo designó el 2 de julio, de acuerdo con lo que se había estipulado con L6pez, sobre la base de una suspensión de hostilidades, y éstos eligieron el día 4 al coronel Dorrego gobernador provisional, hasta que se reuniese la representación de toda la provincia.


Fuentes:

- Saldias, Adolfo – Historia de la Confederación Argentian – EUDEBA 2°Ed.t.I.ps.26-38 – Bs.Ass (1973).
- General Lucio Mansilla. Memorias póstumas
- La Gazeta Federal 
www.lagazeta.com.ar

BARRANCA YACO - ASESINATO DE QUIROGA (16 de febrero de 1835)

La situación previa

En la Confederaion se presentaba una compleja situación previa al suceso de Barranca Yaco. Facundo Quiroga se había impuesto las provincias del norte y de cuyo, Estanislao López el Litoral y Rosas la Provincia de Buenos Aires. En la provincia de Córdoba mandaban los hermanos Reinafé, hombres de confianza de López, y Quiroga la consideraba dentro de su influencia natural, y durante la campaña al desierto apoyo una revolución contra los hermanos Reinafé. La revolución de del Castillo, llevada por Ruiz Huidobro, hombre de confianza de Facundo, fracasó en parte por la influencia de los Reinafé en su territorio, y por el apoyo de Estanislao López. Esto provocó la desconfianza y recelo entre los dos caudillos, mientras Rosas se mantenía equidistante e intentando un entendimiento.

Facundo, derrotado por Paz en La Tablada y Oncativo, residía en Buenos Aires mientras se produjo una disputa entre los gobernadores de Tucumán y Salta,Alejandro Heredia y Latorre, ambos colocados en eso posición por Quiroga. El gobernador de Maza, le pidió a Facundo Quiroga que intercediera en la disputa, y éste acepto previa conferencia con Rosas en Flores. Quiroga acepta la misión y Rosas lo acompaña hasta Luján y luego hasta la Estancia de Figueroa, próxima a Carmen de Areco, donde se despiden y convienen en que Rosas le redactaría una carta que lo alcanzaría en el viaje, documento que se conoce como la “Carta de hacienda de Figueroa”


Los Reínafé tienen miedo

José Vicente ReinaféQuiroga parece no tener enemigos, pero alguien lo espía, le teme. Alguien espera una oportunidad para asesinarlo: los hermanos Reinafé, que siguen reteniendo el gobierno de Córdoba, a pesar de la oposición de aquél.

Estos cuatro hermanos, bastan por sí solos para dominar una provincia situada entre los dominios de Facundo Quiroga y Estanislao López, sufren la obsesión de sentirse amenazados por Quiroga. Lo conocen, están al corriente de los intereses políticos que tiene en juego, con relación a la provincia de Córdoba, no se les oculta ímpetu de este hombre apasionado, y saben muy bien lo que es capaz de hacer cuando entran en juego sus pasiones. Le temen. Están convencidos de que no los dejará vivir en paz, y de que no perderá ocasión de aniquilarlos. Esta obsesión llega a colocar a los hermanos Reinafé frente al dilema de que Facundo ha de morir, para que vivan ellos, o viceversa. Tienen que matar o que morir, porque no caben todos en el mismo escenario.

Los amigos de Facundo también lo saben, Ruiz Huidobro entre ellos. Por eso le escribe a Facundo desde Mendoza:

"Que Reinafé es hechura de López, y que éste, se me asegura, se halla en campaña, me hacen sospechar una combinación contra el general Quiroga".
Facundo, por su parte, no se recata cuando se trata de injuriar o de amenazar a los Reinafé. Después del fracaso de dos revueltas quiroganas en Córdoba, uno de los anmigos más íntimos del caudillo riojano, y al propio tiempo uno de los enemigos más encarnizados de los Reinafé, dice:

- A la tercera será la vencida. Ya volveremos. Esta ciudad tiene que ser la capital de la federación quirogana.
Por dificultades relacionadas con la vigilancia de las fronteras, la lucha contra los indios y el traslado de oficiales expedicionarios de un regimiento a otro, se produce un entredicho que conduce a la suspensión de relaciones oficiales entre las provincias de Buenos Aires y Córdoba. El coronel Francisco Reinafé, siempre el hombre de mayor acción entre los cuatro hermanos, se siente amenazado y va a la provincia de Santa Fe para entrevistarse con Estanislao López, quien llega hasta la población cordobesa de El Tío. El pretexto es la necesidad de combinar operaciones militares contra los indios del Chaco.

Cuando el coronel Reinafé regresa de la entrevista, le informa a su hermano el gobernador que todo está arreglado, que ha resuelto aumentar a 500 el número de veteranos de la guarnición de Río Cuarto y a 125 los del departamento de Achiras. Estas guarniciones de nada sirven, cuando se trata de luchar contra los indios del Chaco, pero robustecen la situación militar del gobierno de Córdoba, el cual, por otra parte, reorganiza todas las milicias de la provincia, nombrando jefes y oficiales de confianza, entre los cuales se encuentran algunos que luego intervienen en el asesinato de Quiroga.

Aunque las finanzas de Córdoba están en una situación calamitosa, los movimientos y las concentraciones de tropas no cesan, con el pretexto de organizar la guerra contra los indios. Poco después de la entrevista de El Tío con Estanislao López, el coronel Reinafé va a visitarlo a Santa Fe, donde permanece varios días, realizando conversaciones privadas.

López, quizás alarmado del giro que puedan tomar los acontecimientos, le escribe a Rosas, algún tiempo más tarde:

"El coronel Reinafé estuvo aquí en Septiembre del año pasado, cuando yo menos lo esperaba. Luego que llegó el tal hombre, sus primeras conferencias estuvieron reducidas a referirme todas las ocurrencias de la revolución de del Castillo, y las del Ejército del Centro, a manifestarme las quejas del gobierno de Córdoba contra el de Buenos Aires por la ocupación que se había dado al coronel Seguí, y luego descendió a hablarme sobre las posibilidades que había de que el general Quiroga me atacase, dejando entrever cierta ingerencia de parte de usted en la empresa. Con este motivo hablé muy claro, diciéndole que jamás le haría daño al general Quiroga, ni creía que él me lo hiciera, porque no había mérito para ello; y por lo que respecta a usted le hablé muy extensamente, demostrándole con hechos y con cartas, que era el único de quien los pueblos debían esperar bienes, que era un fiel amigo, y que por mi parte tenía en usted depositada tanta confianza como en mí mismo".
Respecto a las misteriosas vistas de los Reinafé a López, este luego dice a Rosas que fueron hechas con excusas intrascendentes, con la finalidad de involucrarlo en lo que se preparaba. (Ver La sagacidad de Rosas)

Obras de Leonardo Castagnino
A la espera de una oportunidad

El lugar y las circunstancias en que los Reinafé resuelven matar a Facundo no están probados documentalmente. Estos hechos, estos antecedentes, no pueden probarse, pero por una versión que publica el doctor Ramón J. Cárcano en su obra Juan Facundo Quiroga puede suponerse que ello ocurre poco después de la visita que el coronel Reinafé le hace al brigadier Estanislao López:

"El coronel -dice Cárcano-, a su regreso de Santa Fe, muéstrase resuelto a eliminar a Quiroga. Lo que antes es una idea cambiada con sus hermanos, ahora es una voluntad aplicada"... "El coronel conversa con José Antonio y José Vicente, el gobernador, y parte a los departamento del Norte. La noche del día de su salida, don Francisco duerme en Portezuelo, en casa del capitán Santos Pérez, sobre el camino real. Al día siguiente ambos continúan a Tulumba y bajan en la casa de Guillermo Reinafé, donde pasan la noche. A la mañana salen los tres para la estancia de Chuña Huasí, pasando por Chañar, el centro entonces de mayor comercio y población de los departamentos del Norte, situado sobre el camino principal de Santiago del Estero. De Chañar regresa Santos Pérez y los dos hermanos continúan camino, acompañados de Domingo Oliva, comandante de milicias, hermano de señor de Chuña Huasí".
El doctor Cárcano continúa su relato haciendo referencia al propietario principal de esta hacienda, con una de cuyas hijas va casarse Francisco Reinafé. Refiere la forma en que permanecen allí un tiempo, y luego continúa:

"Una tarde, desaparecido ya el sol tras los cerros verdes de Chuña Huasí, conversan en el patio abierto sobre el campo, de pie y en rueda, Clemente y Domingo Oliva, Guillermo Reinafé, el cura Soria y el Coronel. Hablan en voz baja. El último tiene la palabra, y por sus ademanes violentos se advierten sus pensamientos. Las campanas de la capilla llaman a oraciones"... "Los hombres del patio se descubren su cabeza, y en ese momento, acentuando su palabra con un movimiento enérgico del brazo, el Coronel exclama: 'Al general Quiroga hay que matarlo'."
Esta versión puede parecer un poco novelesca, y quizá lo sea. pero son muchas las referencias que obligan a tomarla como seria. Evidentemente, la idea de matar a Quiroga no es la obra de un momento, sino el producto de una larga reflexión, a cuyo término los hermanos Reinafé llegan a un convencimiento: el de que para que puedan sobrevivir ellos, tiene que morir el otro.

Lo cierto es que en uno de aquellos momentos, y a raíz de uno de esos viajes al Norte, viajes de los que participa Santos Pérez, el "clan de los Reinafé”, como suele llamársele, resuelve la muerte de Facundo Quiroga, y permanece a la espera de una oportunidad para materializar la idea. Por lo tanto, es muy probable que en la oportunidad a la que se refiere el doctor Cárcano, el coronel Francisco Reinafé comience a seleccionar la gente. Santos Pérez está allí. Y los restantes también son hombres de armas llevar, dispuestos a cualquier cosa. Clemente Oliva, entre ellos, aunque convertido ahora en sosegado jefe de familia, y en hombre de sólida posición social y económica, fue guerrillero en otros tiempos, integrante de las huestes que vieron caer sin vida al Supremo Entrerriano Francisco Ramírez, en el norte de Córdoba.

¿En qué momento, y debido a qué circunstancias han de encontrar los Reinafé la oportunidad que esperan? No lo saben, pero esta oportunidad tiene que presentarse. No en Buenos Aires, donde vive ahora Facundo, porque allí lo protege Rosas y lo oculta una ciudad en cuyo seno no es posible, aún, asesinar en el medio de la calle. Ellos esperan, como el árabe que sentado frente a su puerta tiene la certeza de que tarde o temprano ha de pasar por allí el cadáver de su enemigo.

Y la oportunidad esperada llega. La noticia no puede tener mejor procedencia. Es el mismo gobernador de Buenos Aires quien lo comunica, pidiendo que en todas las postas se tenga caballos de repuesto. ¿Qué mejor ocasión para ellos? No obstante, cuando todo parece haberse realizado para que cumplan sus designios, vacilan.

¿Quién y cómo asesinará a Quiroga? Los Reinafé son hombres de acción, capaces de enfrentar a cualquiera, pero se resisten a cometer personalmente el asesinato. Piensan. Cambian impresiones, remiten hombres de confianza a los confines de la provincia para que les informen sobre cualquier movimiento sospechoso.


El Monte de San Pedro

Alguien previene a los Reinafé de que Facundo ya está en marcha rumbo al Norte; alguien les hace saber, "posta por posta", los lugares en que ha de detenerse para cambiar caballos, y los caminos que deberá transitar. No se explica de otro modo que el mismo día en que llega a Córdoba, los Reinafé participan de una reunión en la que estudian los pormenores del primer intento de asesinato.

Desde días antes, desde que llegan de Buenos Aires los primeros informes sobre la misión que Rosas va a confiarle a Quiroga, el coronel Francisco Reinafé y su hermano José Antonio no pueden dominar su pasión y sus nervios. Hablan sin precauciones de la conveniencia de eliminar a Facundo.

El mismo día en que Facundo llega a Córdoba, Francisco y José Antonio Reinafé van a la casa de José Lozada, donde se encuentra de visita un empleado de ellos, llamado Rafael Cabanillas, hombre de confianza absoluta para los Reinafé, y de pocos escrúpulos, puesto que forma parte, voluntariamente, de los pelotones de fusilamiento. Esperan en la puerta de la casa al amigo, lo llevan a caminar por la orilla del río, y una vez allí es el coronel quien se encarga de plantearle el problema:

- Va usted a realizar un servicio de mucha importancia para su país y toda la República. El general Quiroga viene pasando a Tucumán. Este hombre viene con el disfraz de mediador, y su principal objeto es incendiar. Viene a convocar a los pueblos de arriba, para una guerra contra Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes".
Como Francisco vacila un poco, interviene prestamente José Antonio Reinafé:

- Andemos claro. Usted lo va a matar al General Quiroga. Usted va a lo del capitán Santos Pérez, y allí llamará al teniente Santos Peralta y con ellos y la gente que le entreguen, le saldrá al camino al general, y si resiste lo ataca, y de cualquier modo que lo tome lo fusila.

Cabanillas enmudece dominado por el terror. Tiene miedo le increpa José Antonio.

- Yo lo hacía más gaucho.
Cabanillas trata de justificarse. No es lo mismo fusilar a un reo que asesinar a una persona. Invoca cuestiones de honor, de hombría. Recuerda que tiene familia.

- Le abonaremos dos mil pesos -prosigue José Antonio- y, además, dispondrá usted de todo lo que le secuestre al general.
Cabanillas mueve negativamente la cabeza. Francisco Reinafé observa entonces a su hermano.

- Es preciso ver la persona con quien se trata.
José Antonio insiste invocando razones, mas al advertir la resistencia de Cabanillas amenaza con el castigo. Cabanillas cede, aunque pensando ya en que ha de encontrar la forma de no cometer el asesinato.

A las ocho de la noche de esa misma fecha Cabanillas concurre al domicilio del coronel Reinafé, donde también se encuentra José Antonio.

- Aquí tiene tres cartas le dice el coronel : para mi hermano Guíllermo, comandante de Tulumba, para el capitán Santos Pérez y para el comandante José Vicente Bustamante. Ellos le proporcionarán inmediatamente los hombres, las armas y todo lo que necesite.
Cabanillas recibe las cartas, mientras José Antonio le obsequia un hermoso par de pistolas, de su uso personal, diciéndole: - Le aseguro el éxito. Dichoso usted que va a prestar un gran servicio a la patria.
El lugar elegido es el Monte de San Pedro, al que Facundo Quiroga tiene que llegar al cabo de pocas horas. Todo está listo. A pesar de esto, la duda se refleja en los semblantes, como si se temiese algo.

Facundo, entre tanto, continúa su viaje, sin otra compañía que la del doctor Ortiz, su secretario. Va enfermo, cada vez más mortificado por el reumatismo, cuyos ataques lo dejan postrado. Pero no se queja; no acepta demorar un poco el viaje para tomar descanso. En las postas donde se detiene para cambiar caballos, sus amigos le previenen que van a matarlo, que pida una escolta para que lo acompañe. Facundo no lo dice, pero quizá lo piensa: el caudillo que necesita una escolta para que lo cuide, no está capacitado para cuidar a nadie. Por lo tanto, no puede ser caudillo. Y él quiere seguir siéndolo.

Al llegar a Pitambalá, el atentado parece materializarse, porque de pronto los caballos se encabritan y la galera queda atascada en el medio del río. Sólo se trata de un desperfecto del vehículo. Pero esto obliga a los ocupantes a pasar la noche entre el agua. Allí lo alcanzan correos con malas nuevas sobre lo que ocurre en las provincias del norte, donde ya han comenzado las hostilidades entre los partidarios de Heredia y Latorre. Facundo aprovecha el alto forzoso para escribirle a Rosas:
"Pitambalá, 25 leguas de Santiago, diciembre 29 de 1834.

Compañero y muy apreciado amigo. Hoy a las 7 de la mañana llegué a este de la fecha y por ello verá que no he sido moroso en la diligencia".

"Estando trabajando en el pasaje de este río, pues ya es de noche, y que existe sepultado en el agua el rodado de la galera, menos la capa, ha llegado el correo de Games con la noticia de que la guerra entre Tucumán y Salta es concluida, con la prisión del gobernador Latorre, por los jujeños; sin embargo yo paso a Tucumán a hacer notoria mi comisión de paz, a dar pasos en el otro ramo de ella, y hacer valer en cuanto sea posible la mediación de este gobierno en favor de los infelices vencidos, sobre cuyo punto insistiré hasta donde lo permita el carácter y la delicadeza de mi misión, pues estos triunfos tienen por inevitable consecuencia las confiscaciones y total exterminio de las personas, de aquí las miserias de las familias, lo insanable de los odios y el inextinguible germen de la discordia; hacer parar estos males es de muchísima más importancia a mi juicio, que si se hubiese evitado el desenlace que han tenido las cosas. No puedo extenderme más porque el tiempo es muy corto, pero ya usted penetrará toda la extensión de mis ideas."

"Mi salud sigue en una alternativa cruel que los ratos de despejo no compensan los de decaimiento y destemplanza que sufro, sin embargo, yo pugno contra los males y no desmayaré sí del todo no me abandonan las fuerzas."
He aquí al "caudillo gallardo, ágil y resuelto" que algunos historiadores presentan, durante el recorrido de los polvorientos caminos del Norte, cuando vive sus días postreros. A pesar de la edad, a pesar de estar en la plenitud de la vida, viaja como un anciano achacoso que se propone no abdicar, 'si del todo no lo abandonan las fuerzas". No obstante, es este hombre enfermo, casi inmovilizado, el que hace temblar a los caudillos más poderosos del país. Es el único a quien le teme López; no hay otro ante el cual se cuide Rosas en la forma en que ante él se cuida; sólo él es capaz de hacer temblar a una provincia poderosa, como Córdoba, y a los cuatro hermanos que la mandan. Lo que causa terror no es ya su capacidad física, sino su nombradía, su terrible fama.

Facundo tendría que sucumbir en el Monte de San Pedro. Los Reinafé lo han preparado todo, pero no es allí donde muere. ¿Porqué? Porque el hombre encargado de dirigir el crimen tiene miedo de matarlo. No por una cuestión de honor o de conciencia, como él mismo pretende, que poco puede ser el honor y menor la conciencia de quien se ofrece voluntariamente para integrar pelotones de fusilamiento.

Al día siguiente de haber recibido las cartas para quienes han de proporcionarle armas y hombres, Cabanillas pasa por la tesorería de la casa de gobierno y, a pesar de ser feriado, recoge algún dinero. Se aproxima la Nochebuena y la gente va hacia la iglesia, cuando él sale del pueblo, lentamente, como si temiese cansar el animal que monta, o como si no tuviese apuro. No obstante, el tiempo urge y él lleva caballo de repuesto. La vida de Facundo depende de la prisa o de la demora de este hombre, que tiene miedo de matar después de haberse comprometido a hacerlo.

Al amanecer se desvía de la ruta y a las 8 de la mañana se detiene en la casa de un amigo de toda su confianza, llamado Manuel Antonio Cardoso. Le dice la verdad y le pide que salga al encuentro de la galera de Facundo, para prevenirlo, a fin de que esa noche avance lo más rápidamente posible, y sin detenerse en ninguna parte, hasta después de haber pasado San Pedro, porque en esta forma podrá evitar el asalto.

Cardoso promete hacer lo que el amigo le pide, pero, por causas que se ignoran, no lo hace. De todos modos, al dar ese rodeo, Cabanillas pierde cuatro horas que van a ser preciosas para Facundo. Después de entrevistarse con Cardoso, Cabanillas se dirige a la casa de Santos Pérez, en Portezuelo, pero no lo encuentra. Sigue viaje a Tulumba, en procura del comandante Guillermo Reinafé, quien también está ausente. Le informan que ambos han ido a las famosas cuadreras de Villa del Chañar, que se realizan para Navidad todos los años. Busca y encuentra entonces al comandante Bustamante, le entrega la carta y recibe la gente armada.

Cabanillas duerme esta noche en Tulumba, reúne a su gente en Manantiales y luego se dirige hacia el Monte de San Pedro, retardando discretamente la marcha. Cuando llegan llama al capitán Saracho y le ordena mirar hacia el camino, desde la cumbre de un cerro, si se divisa la galera de Facundo. Saracho sube al cerro y mira hacia el Sur. No ve nada. Después mira hacia el Norte y ve, a más de media legua, un vehículo envuelto en las nubes de polvo de la carretera.

- ¡La galera del general Quiroga acaba de pasar! -grita.
Cabanillas se encamina hacia Tulumba al frente de su gente. Encuentra aquí a Guillermo Reinafé y le informa de las circunstancias en que ha fracasado el asalto. Después sigue rumbo a la ciudad de Córdoba, donde tiene que enfrentarse con el coronel.

- No he podido cumplir la comisión -dice- , porque no me entregaron la gente a tiempo.
El coronel Reinafé escucha el relato de Cabanillas y luego responde, entre contrariado y altivo:

- Si ahora se ha, frustrado, a su regreso no sucederá así. Sobre esto no sabe nada el gobernador don Vicente, y si desaprueba lo que hago a este respecto, le haré fusilar si puedo más, y si no seré fusilado yo junto con quien yo mande a fusilar a Quiroga. Si yo hubiese estado en el gobierno, lo hubiese sumariado y fusilado a media plaza. La muerte de Quiroga será celebrada por todos los gobiernos, menos por el de Buenos Aires".
En el estado a que han llegan las cosas, "la amenaza y el temor al despojo del poder", han fomentado en tal forma los odios, que ya no parece quedar otro camino que venganza, a muerte. "El odio ha desterrado al discernimiento. No se piensa en las graves consecuencias morales y políticas" que aquel crimen puede traer aparejadas. Los complotados piensan que todos los gobiernos aplaudirán "el bárbaro atentado", menos el de Buenos Aires, "y para enfrentar a ese gobierno ellos cuentan con la ayuda de Santa Fe, para contenerlo".


Facundo inicia el regreso

Una vez en Santiago del Estero Facundo convoca una reunión de personalidades políticas de las provincias del norte. Allí se trata lo relacionado con la misión de paz que lleva y él solicita que se trate con consideración a los vencidos. Después todos convienen en firmar un acuerdo, cuyas principales cláusulas son las siguientes: los gobiernos de Tucumán, Salta y Santiago del Estero, se comprometen a vivir en paz, sin recurrir en ningún caso "al funesto medio de las armas, para terminar cualquier desavenencia que en lo sucesivo tenga lugar". En el caso de que esas dificultades surgiesen, se recurrirá al arbitraje ,de provincias amigas. En vista de las luchas recientes, los vencedores se comprometen a respetar las personas y bienes de los vencidos. Los gobiernos de Salta y Santiago facultan al de Tucumán para que se dirija a las demás provincias, invitándolas a adherirse al presente tratado. Los tres gobiernos se comprometen a perseguir a muerte todo intento de desmembramiento del territorio patrio.

Lograda esa solución, Quiroga se dispone a iniciar el regreso sin atender las advertencias que le hacen sobre posibles atentados en el camino, y sin que parezca impresionarle mucho que el gobernador Latorre haya sido muerto en Salta. Lo acompañan su secretario, el doctor José Santos Ortiz, el correo Marín y su asistente.

La galera inicia la marcha en, forma resuelta, aprovechando que Quiroga se encuentra algo mejor. En un alto del camino alguien se aproxima al doctor Ortiz y le informa que serán atacados tan pronto como penetren al territorio de Córdoba.

En plena carrera, el vehículo que conduce a Facundo y a sus pocos acompañantes termina de cruzar los montes santiagueños y se detiene en la posta de Intiguazi, ya dentro del departamento cordobés de Tulumba, cuyo comandante militar es José Antonio Reinafé. Quiroga pasa aquí una noche apacible, porque el reumatismo parece dejar de mortificarlo. Se acuesta y duerme sin querer escuchar las advertencias del maestro de posta, que anuncia la proximidad de la partida que ha de matarlo.

- Con un solo grito que dé -asegura Facundo-, los que vienen a matarme, si es que vienen, me servirán de escolta.
Mientras Facundo duerme, el maestro de postas informa al doctor Santos Ortiz, quien tiene la certeza de que Quiroga será asesinado y, juntamente con él, todos los que lo acompañan. Los datos que proporciona el lugareño no pueden ser más amplios. Se sabe que lo esperan en un lugar llamado Barranca Yaco, y que el nombre del gaucho encargado de matarlo es Santos Pérez. El doctor Ortiz tiembla. Facundo duerme.


El Capitán Santos Pérez

Pero, ¿quién es Santos Pérez? ¿De dónde sale y cómo ha vivido el hombre que se atreve contra Facundo Quiroga, aunque sea tomando toda suerte de alevosas ventajas? Quizá no esté demás una breve biografía del hombre que, se encarga de poner fin a la vida de Facundo Quiroga.

El capitán Santos Pérez es un antiguo soldado, que revista en el departamento cordobés de Tulumba desde la época en que la provincia está gobernada por el general Bustos. Es un entusiasta adicto de los Reinafé, a cuyas órdenes sirve siempre. Emigra con ellos a Santa Fe, cuando el general Paz se apodera del gobierno cordobés. Incursiona por las sierras de esta provincia cumpliendo órdenes de sus antiguos jefes y llega a formar en aquellos lugares una pequeña republiqueta. Cuando los Reinafé regresan a Córdoba con el ejército confederado, está al lado de ellos. No sabe leer ni escribir, pero posee una inteligencia natural que le permite suplir tales conocimientos.

Cuando el general Paz cae prisionero, Santos Pérez es el capitán que manda la escolta encargada de llevarlo al campamento de Estanislao López, y en el momento en que los Reinafé llegan al gobierno de Córdoba, Santos Pérez desempeña las funciones correspondientes a su grado militar en las milicias provinciales.

En el departamento de Tulumba, que es donde actúa, tiene fama de hombre valiente, aunque también de arbitrario. De él se asegura "que castiga a quien le disgusta, carnea vacas y ensilla caballos sin consultar a sus dueños. En las reuniones de carreras es siempre juez de raya y nadie duda de su justicia. Es capaz de un crimen, pero no de una trampa en el juego o deslealtad en la conducta. En las canchas de taba todos apuestan a sus manos. Es tan diestro que siempre gana. En las pulperías le ceden el sitio de preferencia. El paga las copas y nunca llega a la embriaguez. Su casa está diariamente concurrida de paisanos y transeúntes, su hospitalidad es generosa,. pero jamás recibe a un desconocido, la enemistad o desconfianza terminan en el atropello y para él nunca hay jueces ni castigos. En la región del norte, donde es popular, se le teme y obedece".

Tales son los antecedentes del hombre a quien José Vicente Reinafé manda llamar, después de que Cabanillas fracasa en el Monte de San Pedro.

- Lo he mandado venir -le dice el gobernador-, para darle un socorro de cien pesos.
Un tiempo antes, Guillermo Reinafé, hermano del gobernador y comandante militar de Tulumba, le había ordenado a Santos Pérez que matase a Quiroga. Pero complicaciones posteriores hicieron necesaria la actuación de Cabanillas, con quien debió colaborar aquél.

El capitán Santos Pérez recibe los cien pesos en la fiscalía, después de lo cual va a saludar al coronel Francisco Reinafé, quien le pregunta:

- ¿Por qué motivo no ha dado muerte usted a Facundo Quiroga en el lugar indicado por mi hermano?

- A causa de una enfermedad que me sobrevino 
-dice Santos Pérez, sin atreverse a confesar que ha sido a raíz de las carreras de Navidad.

- Es necesario que ahora esté pronto -agrega el coronel-, para cumplir la orden cuando le avise don Guillermo, al volver el general para Buenos Aires.
Santos Pérez parece mostrar ciertos recelos.

- No tenga usted cuidado y esté tranquilo -agrega el coronel-, por que unidos los señores generales Rosas y López, en la resolución o plan convenido de matar al señor general Quiroga, el primero lo manda con pretexto de enviado, para que el segundo lo mate en el tránsito por esta provincia".
El gobernador sustituto de la provincia, presente en la entrevista, aprueba y confirma lo dicho por su hermano. Con estos antecedentes, el capitán Santos Pérez vuelve a Tulumba conduciendo cartas para el comandante Guillermo Reinafé y trescientos pesos enviados por el gobernador. Es aquí en Tulumba donde recibe las armas necesarias para cumplir con su misión, y donde el comandante Guillermo Reinafé le indica que el asesinato de Quiroga debe realizarse en el lugar denominado Barranca Yaco, con un grupo de los mejores hombres de su escolta personal para que lo secunden. Después, en tono imperativo, le ordena:

- Matará usted no sólo al general Quiroga y toda su comitiva, sino también a cualquier otra persona que pasase por aquel lugar en el momento de la ejecución.
Todo queda convenido, hasta en sus menores detalles, para que el crimen sea ejecutado por un capitán de las milicias cordobesas, de acuerdo con lo que le ordena el comandante militar de Tulumba, con tropas provinciales que éste proporciona y con el conocimiento pleno de las principales autoridades. Se quiera o no, ésta es una forma de darle carácter oficial al crimen.

Recibidas las órdenes, Santos Pérez regresa a su domicilio, para esperar que se le comunique la fecha y hora en que debe cometer el crimen. ¿Qué ocurre en estos momentos dentro de su alma? ¿Cuáles son los sentimientos de esta naturaleza primitiva' ¿Siente algún remordimiento o considera que va a cumplir con una misión de hombre, por gratitud a quienes lo distinguen con su confianza? He aquí un secreto y un misterio que Santos Pérez se lleva a la tumba, porque jamás habla de ello.


La última advertencía
Posta de Sinsacate    
El drama de Barranca Yaco se va gestando simultáneamente en dos frentes. Allá, en Córdoba, los Reinafé preparan con todo cuidado el crimen. Aquí, en la galera que ocupa Facundo, éste se deja llevar por su orgullo selvático, quizá por su fatalismo, y marcha al encuentro de la tragedia sin escuchar las voces de alerta, se trate de lo que se tratare.

Existe una versión según la cual, antes de que la galera llegue a la posta del Ojo de Agua, un joven pide a gritos al postillón que la detengan en el linde de un bosque. El postillón accede y el joven reclama la presencia del doctor Ortiz, a quien conoce y por quien ha sido favorecido en otra oportunidad. El doctor Ortiz desciende del vehículo y escucha cuando el asustado joven le dice:

- En las inmediaciones del lugar denominado Barranca Yaco está apostado Santos Pérez con una partida; al arribo de la galera deben hacerle fuego de ambos lados y matar en seguida; de postillones arriba nadie debe escapar; ésta es la orden. Le pide al doctor que monte en el caballo que le lleva, y que lo acompañe a la estancia de su padre, que está allí cerca.

El doctor Ortíz sube a la galera e informa a Facundo de lo que acontece. Le pide que hable con el joven Sandivaras, tal el su apellido. Facundo acepta, haciéndolo subir a la galera. Escucha atentamente el relato, agradece la información y trata de tranquilizar al informante:

- No ha nacido todavía el hombre que ha de matar a Facundo Quiroga. A un grito mío, esa partida, mañana, se pondrá a mis órdenes y me servirá de escolta hasta Córdoba. Vaya usted, amigo, sin cuidado.
Facundo está de buen humor. Y todo parece coincidir para que así ocurra. Inclusive el reumatismo, que deja de mortificarlo en esta etapa del viaje. El orgullo que caracteriza sus acciones y el terror que está seguro de despertar con su sola presencia, contribuyen a convertir su trágico final en algo inevitable. Porque Facundo tiene mucho menos miedo de morir que de pasar por cobarde. Su conducta parece inspirada por la idea de que, muerto él con altivez, se salva su hombría, que es lo que más valoriza. Y no parece dispuesto a cambiar la salvación de su concepto de la hombría, ni por la prolongación de la vida misma.

Durante la noche que pasan en la posta del Ojo de Agua, el doctor Ortiz, "que va a una muerte cierta e inevitable, y que carece del valor y de la temeridad que animan a Quiroga", permanece a la espera de los trágicos acontecimientos, sin atreverse a insistir ante su jefe. Quizá por eso, mientras Facundo duerme como si nadie le hubiese prevenido nada, Ortiz llama aparte al postillón y le pide informes sobre las versiones circulantes. Le promete no decir nada que sea capaz de comprometerlo, y el postillón habla: "Santos Pérez ha estado allí con una partida de treinta hombres", una hora antes del arribo de la galera en que viaja Facundo. Lleva a todos sus hombres bien armados de tercerola y sable. En esos momentos seguramente están ya esperándolo en el lugar prefijado, con instrucciones de matar a Quiroga y a todos los que lo acompañan.

Alarmado ante estas noticias, el doctor Ortiz le pregunta al postillón si está seguro de lo que dice, y el postillón le responde:

- El propio Santos Pérez me lo dijo.
Cuando Facundo se despierta, a media noche, el doctor Ortiz le transmite la nueva información y lo insta a tomar precauciones. Todo inútil. Facundo pide una taza de chocolate y la saborea como si nadie le hubiese dicho nada. Se tiende nuevamente en la cama, al saber que es media noche, y un instante después duerme.

Poco más tarde, mientras Facundo descansa, el doctor Ortiz, que no puede hacerlo, va en busca del postillón, entablándose entre ambos un breve diálogo:

- ¿Duerme, amigo?
- ¿Quién ha de dormir, señor, con esta cosa tan terrible?
- ¿Con que no hay duda? ¡Qué suplicio el mío!
- ¡Imagínese, señor, cómo estaré yo que tengo que mandar dos postillones, que deben ser muertos también! Esto me mata. Aquí hay un niño que es sobrino del sargento de la partida y pienso mandarlo; pero el otro... ¿A quién mandaré?, ¡a hacerlo morir inocentemente!
A la vista de todo esto, el doctor Ortiz resuelve hacer un nuevo esfuerzo. Despierta a Facundo y lo pone al corriente de todo. Facundo se levanta, molesto, airado. Da a entender al doctor Ortiz que puede haber tanto peligro en contrariarlo a él, como en enfrentar a la partida de Santos Pérez, si es que se presenta. Después llama a su asistente y le ordena que limpie y que cargue las armas que van en la galera.


En vísperas del crimen

Mientras tanto, en el otro sector donde se preparan los actores ejecutivos del drama, todos se mantienen alertas. Tan pronto como la galera de Facundo comienza a cruzar el territorio de Córdoba, Jesús de Oliva, comandante de Chañar, envía un chasque a Guillermo Reinafé para prevenirle que Quiroga, viajando muy de prisa, está sobre la frontera sin que lo acompañe ninguna escolta. El comandante Reinafé manda llamar a uno de sus ayudantes, un joven llamado Justo Casas, y le ordena:

- Vaya y dígale al capitán que ha llegado el momento de cumplir su palabra.
Cuando el joven llega a su destino y retransmite el mensaje, Santos Pérez le contesta, secamente:

- Ya lo sé.
Después le ordena al celador que salga a citar a los soldados, previniéndole que nadie debe faltar a la cita. Los hombres comienzan a llegar a media noche y al amanecer están todos presentes, cuando se les une un grupo de nueve soldados de la escolta del comandante Reinafé, que vienen a las órdenes del teniente Feliciano Figueroa. Son hombres jóvenes, que oscilan entre los 20 y los 30 años, procedentes de las clases campesinas más analfabetas y pobres.

Santos Pérez los hospeda en su propia casa, les da de comer y les proporciona los mejores caballos. Vigila que las armas estén en condiciones, examina disimuladamente a los hombres, por si entre ellos hay algún cobarde. Al día siguiente emprenden la marcha después de haber almorzado.

Nadie sabe para qué los han reunido ni a dónde van, aunque algunos lo sospechen. Nadie les ha pedido reserva, pero ellos comprenden que se trata de una comisión reservada. Por otra parte, el capitán marcha a la cabeza de la tropa, muy acostumbrada a seguirlo a cualquier parte. El día es caluroso, y parece serlo aún más por lo resecos que se encuentran los campos.

- No pasará el día sin tormenta -dice el teniente Figueroa, a cuyo lado marcha el sargento Basilio Márquez, quien le responde:

- Cuando salimos con el capitán estamos acostumbrados a mojarnos.
Ambos se miran y ríen nerviosamente, como si estuviesen en el secreto de que van a matar a Facundo Quiroga.

Viajan todo el día, sin hacer alto, sin formular preguntas de ninguna clase. Al atardecer acampan en las Lomas de Macha, cerca de un río y "al reparo de corpulentos algarrobos, talas y sauzales". Desensillan para que los caballos puedan descansar. Les dan agua y los dejan comiendo en una rinconada. Poco después, Marcelo Márquez, maestro de postas de Macha, llega con una res que carnean. "Allí come la gente esa tarde. El capitán y el maestro conversan a solas, permaneciendo apartados todo el tiempo. El asistente Flores les sirve mate, y planta al lado del asador de varilla de tala, la mejor achura."

Después, el encargado de la posta regresa a su rancho, acompañado por el soldado Roque Juncos, que es el encargado de volver con el aviso, cuando Facundo llegue a la posta. "Entrada la noche levantan el campo", para dirigirse a Pozo de los Molles, desde donde siguen rumbo a Río Pinto. Nadie se explica el porqué de aquella marcha y contramarchas. Lo mismo ocurre cuando amanecen en Coquitos, sobre la carretera del Norte, a tres cuadras de Barranca Yaco. El lugar, ciertamente, merece haber sido elegido para un crimen.


Barranca Yaco
Barranca Yaco     
El día del crimen, antes de que su galera salga de la posta del Ojo de Agua, Facundo pasea lentamente frente al rancho. Está de buen humor porque hace mucho tiempo que no puede caminar así sin que el reumatismo lo mortifique. Habla con el doctor Ortiz, mas sin darle lugar a que vuelva a prevenirle sobre los peligros que los esperan. Observa al maestro de postas mientras ata los caballos a la galera. Asiste serenamente, con una serenidad que no es propia de su temperamento, a todos los preparativos de aquella andanza, que ha de ser la última de su vida. Ve cómo se acomoda el postillón que va en el tiro; observa al niño que los acompaña; a dos correos que se han reunido por casualidad y al negro que monta a caballo para acompañarlo. Sube a la galera, haciéndose preceder por el doctor Ortiz, lo que quizá por primera vez acontece, y luego sube él, casi ágilmente, como si repentinamente se hubiese curado. La galera se pone en marcha.

Desde este momento, desde que el maestro de postas pierde de vista a la galera, nadie sabe nada de lo que acontece con los ocupantes de aquélla, puesto que todos mueren unas horas más tarde, y los dos hombres que han de sobrevivir por haberse retrasado, viajan fuera de ella.

La galera cruza por Macha, sin que sus ocupantes sospechen que poco antes acaba de pasar por aquí Santos Pérez, que el maestro de la posta está en el secreto de todo, y que ahí se encuentra Roque Juncos, soldado de las milicias cordobesas que los espía para prevenir a su jefe de la llegada de Facundo.

En Macha recogen a un correo, luego pasan por Sinsacate y finalmente se aproximan a Barranca Yaco. El tiempo es caluroso, sofocante y una tormenta se anuncia como algo inevitable.

Penetran a la parte en que el camino se enangosta, como si los montes que lo rodean tratasen de estrangularlo. Y es precisamente aquí donde la galera de Facundo se detiene, porque el postillón acaba de escuchar que alguien grita, fuertemente, y por dos veces consecutivas.

- ¡Alto! ¡Alto!
Se produce un extraño silencio, un silencio que dura solamente segundos, pero que parece eterno.

¿Qué ocurre? ¿Por qué se detiene aquí la galera de Facundo? ¿Quién se atreve a gritar, ordenando que se detenga?

Una hora antes, cuando Quiroga permanece aún en la posta, el soldado Roque Juncos llega a la carrera hasta el lugar donde se encuentra Santos Pérez y le previene:

- Han quedado ensillando los peones de la galera.
- ¿Qué dicen los que vienen? 
-pregunta aquél.

El soldado cuenta que el doctor Ortiz le dice al maestro de postas, mientras ambos se pasean frente a la galera, que los Reinafé los han querido hacer matar, que se han salvado milagrosamente.

Santos Pérez piensa que quizá hayan tenido noticias de lo que se les preparaba en el Monte de San Pedro, pero pronto lo olvida para entregarse a los preparativos del ataque. Distribuye su partida de treinta y dos hombres en tres grupos a lo largo del camino de Barranca Yaco. Avanza al Norte y se ubica él cola sus hombres probados. En rumbo opuesto, al Este de la carretera, coloca al teniente Figueroa, y más allá, sobre el costado del Oeste, al alférez Cesáreo Peralta, escalonados todos a una cuadra de distancia. En los extremos norte y sur establece guardias, con orden de matar a cualquier persona que transite. Nadie se mueve sin orden de Santos y nadie sabe lo que va a ejecutarse, pues lo único que él les dice, al clasificar a los grupos y tomar las posiciones, es esto:

- Vamos a sorprender un tráfico que viene, de orden del gobierno y del coronel Francisco Reinafé. Al que se muestre cobarde yo mismo lo fusilaré. A la voz de mando cargarán las tres emboscadas.
En ese momento aparece por el camino el correo Luis María Luegues, especie de vanguardia de Facundo. Santos Pérez lo hace detener y manda que lo internen en el monte con centinela de vista.

La gente permanece en sus puestos hasta que, a las once de la mañana, se escucha hacia el norte el ruido de un vehículo y el del galope de algunos caballos. Poco después aparece la galera de Facundo en el comienzo de un recodo. Es en este momento cuando Santos Pérez se cruza en el camino y grita:

- ¡Alto! ¡Alto!
En seguida, al advertir que la galera se detiene, vuelve a gritar, pero ahora dirigiéndose a sus hombres:

- iMaten, carajo!
Los integrantes de las tres emboscadas avanzan rápidamente y descargan sus armas sobre la galera. Se escuchan los gritos de los conductores y auxiliares de la diligencia, que resultan heridos. En este momento Facundo asoma la cabeza por la ventanilla de la galera y alcanza a gritar, mientras hace fuego:

- ¡Eh! No maten a un General...
Son sus últimas palabras, porque Santos Pérez, que acaba de verlo, descarga sobre él su pistola. El tiro, certera o casualmente, da en el rostro de Facundo; le penetra por el ojo izquierdo y lo mata en el acto.

Así muere, casi sin darse cuenta de que lo matan, sin que le den tiempo de seguir aterrorizando con el bramido de su voz, el vencedor de "El Puesto"; el héroe que derrota y desarma a los veteranos del glorioso Regimiento 19 de los Andes; el vencedor de Lamadrid en "El Tala" y "Rincón de Valladares"; el vencido por Paz en "La Tablada" y "Oncativo"; el hombre que conquista la llanura y llega a dominar la región andina partíendo de Buenos Aires con trescientos ex presidiarios, y 150 vagos; el vencedor de "La Ciudadela"; el caudillo cuyo poder inspira tanto terror, que inclusive lleva al terreno del crimen a sus enemigos más encarnizados. Su cabeza queda colgando hacia afuera, desde la abierta ventanilla de la galera, mientras un hilo de sangre corre por su rostro.

Desde el momento en que Facundo cae muerto, todo lo demás es fácil. Santos Pérez penetra a la galera y atraviesa el pecho del doctor Ortiz con su espada, en el mismo momento en que aquél grita:

- ¡No! ¡No es preciso esto!

Santos Pérez llama al sargento Basilio Márquez y le ordena "despenarlos". En este momento, Quiroga, que ya está muerto, "recibe un golpe en la cabeza y un puntazo de cuchillo en la garganta. Su secretario, moribundo, es degollado".

Inconmovible ante la sangre que corre, Santos Pérez le ordena a Mariano Barrionuevo, señalando a los aterrorizados peones:

- A ésos llevenlos al monte.
"Les atan las manos atrás, les alzan en ancas de los caballos, y en dos grupos los internan a cuatro cuadras del camino". Un momento después aparece el asistente Flores y le consulta:

- Señor Capitán. Dice el sargento Barrionuevo si fusila a los presos o qué clase de muerte les da.
Santos Pérez se dirige al alférez Peralta, que está allí esperando órdenes al frente de su partida.

- Vaya, alférez; dígale que los degüelle a todos.
Entre los lamentos de los ajusticiados se escuchan las súplicas del postillón, un niño de 12 años, llamando a su mamita! El soldado Benito Guzmán le pide a Santos Pérez que perdone al chico, miembro de una familia amiga.

- No puedo, por ordenarlo así mis jefes responde Santos Pérez.
El soldado Guzmán insiste hasta que lo hacen callar de dos balazos. No muere en el acto, sino al cabo de una semana. Pero no se le permite confesar para que no revele aquel secreto.

Barrionuevo y Peralta son los encargados de los degüellos. Y no paran hasta que mueren todos, inclusive el postillón de doce años.

Sacan la galera delcamino, borran las huellas y se dedican al saqueo: "A los muertos se les despoja de las ropas útiles; se vacía el interior de la galera y el noque, y se bajan los baúles de cuero de la zaga delantera. El mismo Santos Pérez los abre. Extrae dos vejigas con treinta y cuatro onzas de oro y las guarda en su tirador. Encuentran una bolsa grande, con 382 pesos fuertes, en monedas de a ocho y cuatro reales y distribuye tres pesos por soldado. Al Alférez Peralta le obsequia con treinta y ocho, y cien le entrega al teniente Figueroa, para "contentar a su gente". Figueroa sólo le da un peso plata a cada soldado, mientras que Santos Pérez les dice:

- Esta gratificación en dinero se la doy yo. El gobierno ha de mandar mil pesos que ha ofrecido.
Se reserva los baúles y algunos objetos de valor que encuentra en el fondo del noque: una pava, tres cucharas y una jarra de plata, un yesquero y botones de oro, el reloj y cadena, los sellos y armas del General, una valija de cartas y papeles manuscritos. Las ropas usadas, en cambio, las distribuye entre su tropa. Terminada la tarea, Santos Pérez les muestra a sus soldados el cadáver de Quiroga y les dice de quién se trata. Los soldados tiemblan. No habían podido siquiera imaginarse que era a él a quien mataban.

Abandonan el lugar sin enterrar los cadáveres, dejándolos cubiertos de manchas rojas. Pero esa noche, al estallar la tormenta que amenazaba, la lluvia torrencial lava la sangre. Así termina en Barranca Yaco el 16 de febrero de 1835.

Cuando llegan a Los Timones, Santos Pérez disuelve a sus soldados, recomendándoles no usar todavía las ropas de los difuntos, y luego agrega:

- Mañana se presentarán en mi casa del Portezuelo a entregar las armas y caballos que son reyunos.
Al teniente Figueroa lo envía a Tulumba, para que informe al Comandante Reinafé, quien le contesta:

- Han hecho bien. Han cumplido con la orden.
Algunos días después también Santos Pérez llega hasta Tulumba para visitar al comandante Guillermo Reinafé. Lo acompaña el soldado Cándido Pizarro, que le sirve de asistente. Todos parecen convencidos de que el crimen quedará impune, que la pesadilla de un Facundo amenazante ha desaparecido sin dejar rastro de ninguna clase. Se distribuyen "los beneficios de la operación". En su visita a Tulumba, Santos Pérez le entrega a Guillermo Reinafé "el par de magníficas pistolas fulminantes de propiedad del General, un poncho de vicuña y seis onzas de oro". Después le informa detalladamente sobre la realización del crimen. Le asegura que nadie ha escapado, entre quienes iban con Quiroga.

"¿Nadie? parece preguntar Guillermo Reinafé, convencido de que la vida de ellos pende de tal secreto.
"Nadie", responde Santos Pérez, moviendo la cabeza.

También informa que más tarde distribuirá siete pesos a cada uno de los hombres de su partida, haciéndole la aclaración de que les paga por cuenta del gobierno, en cuya representación procede. Guillermo Reinafé aprueba la conducta de Santos Pérez, lo elogia, lo felicita, y como si nada importante se hubiese tratado allí, agrega, indiferentemente:

- Ya sabe, amigo, que el domingo venidero hay grandes carreras en San Pedro. Corre el famoso rosillo de Bustamante y un lobuno de Urquijo, traído de Santiago. No falte que usted tiene que ser el juez de raya.
Hablan como si lo ocurrido fuese a olvidarse en el transcurso de un lapso muy breve. Pero al día siguiente todos se sobresaltan. ¿Quién ha puesto, durante la noche, nueve cruces sobre el lugar que sirve de escenario al crimen? Imposible averiguarlo. Pero a partir de ese día, durante mucho tiempo, las cruces se encargan de señalar el sitio donde se desarrolla una tragedia, sobre la que se siguen tejiendo leyendas en nuestro tiempo.

"Los viajeros detienen el galope de sus cabalgaduras dice el doctor Ramón J. Cárcano, evocando el episodio , y paso a paso, mirando con recelo el espeso bosque cruzan la Barranca de las nueve cruces, la cabeza descubierta, orando por los muertos. La tragedia se reproduce en la imaginación del caminante. Quiroga, Ortiz y su servidumbre; los Reinafé, Santos Pérez y su partida

Leonardo Castagnino


Fuentes:

JUAN MANUEL DE ROSAS. La ley y el orden- Castagnino Leonardo Juan Manuel de Rosas. La ley y el orden
- Newton, Jorge – Juan Facundo Quiroga, Aventura y leyenda.
- Cárcano Ramón J. : Juan Facundo Quiroga.
- La Gazeta Federal www.lagazeta.com.ar

GENERAL FACUNDO QUIROGA (1788-1835)

Nació en La Rioja y murió en Barranca Yaco asesinado, el 16 de febrero de 1835.

Acusado de bárbaro por Sarmiento, conocido por el nombre de "Tigre de los Llanos", Quiroga jugó un papel prominente en la vida política de la Argentina (1818-1835).

Combatió contra la constitución centralista de Rivadavia, pero fue derrotado por los efectivos de éste, bajo el mando de Lamadrid. Sin embargo, por el año 1828, Quiroga controlaba las provincias norteñas desde Catamarca hasta Mendoza.

Se unió con otros caudillos bajo la firme determinación de establecer el federalismo, especialmente después de la ejecución de Manuel Dorrego (diciembre de 1828), de destruir las fuerzas unitarias comandadas por Lavalle, ahora gobernador de Buenos Aires.

Quiroga sufrió la derrota de manos del general unitario Paz, en La Tablada, el 23 de junio de 1829, y en Oncativo, el 25 de febrero de 1830.
Impedido transitoriamente de regresar, Quiroga vio el modo de pasar furtivamente a Cuyo en 1831 dirigiéndose rápidamente a Tucumán para hacer frente a las fuerzas unitarias que se hallaban bajo el mando de Lamadrid, desde que el general Paz inesperadamente había sido hecho prisionero en El Tío.

La batalla librada en La Ciudadela el 4 de noviembre de 1831, concluyó con la victoria de Quiroga y puso término a la guerra civil, pues Rosas había vencido simultáneamente a Lavalle en Buenos Aires.

En 1834 mientras Quiroga marcha al norte en misión pacificadora en la esperanza de que el poder y prestigio de que gozaba en el norte le permitirían impedir la guerra civil que se cernía amenazante entre los gobernadores de Tucumán (Felipe Heredia) y Salta (Pablo Latorre).

Cumplida su misión y de regreso a Buenos Aires, pese a al advertencias recibidas en el trayecto, es interceptado por una partida al mando de Santo Perez, el 16 de febrero de 1835 en el paraje cordobes conocidio como Barranca Yaco, donde es ultimado junto a casi toda la comitiva.

Desde un principio se atribuyó al crimen a una conspiración de los hermanos Reinafé, que en principio trataron de desviar las sospechas, intrigando contra Felpe Ibarra, Rosas y hasta Estanislao López, quien hasta entonces era su protector.

Rosas desde buenos Aires desenreda la intriga y pide la captura de los sospechosos. Las provincias interires delegan en Rosas la responsabilidad de juzgar a los involucrados.

El coronel Francisco Reinafé Reinafe escapó a la Banda Oriental, y los demás hermanos, junto a Santos Perez y otros participantes, fueron apresados y conducidos a Buenos Aires, donde se los somete a jucio y condena a muerte

viernes, 18 de abril de 2014

Tramontana Por Gabriel García Márquez

Lo vi una sola vez en Boceado, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de su mala muerte. Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a las dos de la madrugada para terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las mujeres parecían iguales: bellos, de caderas estrechas y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte años. Tenía la cabeza cubierta de rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes acostumbrados por sus mamas a caminar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las suecas, y tal vez a varios de los suecos. Lo habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y le cantaban canciones de moda acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se fuera con ellos. Él, aterrorizado, les explicaba sus motivos. Alguien intervino a gritos para exigir que lo dejaran en paz, y uno de los suecos se le enfrentó muerto de risa.
— Es nuestro — gritó—. Nos lo encontramos en el cajón de la basura.
Yo había entrado poco antes con un grupo de amigos después del último concierto que dio David Oistrakh en el Palau de la Música, y se me erizó la piel con la incredulidad de los suecos. Pues los motivos del chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués hasta el verano anterior, donde lo contrataron para cantar canciones de las Antillas en una cantina de moda, hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al segundo día con la decisión de no volver nunca, con tramontana o sin ella, seguro de que si volvía alguna vez lo esperaba la muerte. Era una certidumbre caribe que no podía ser entendida por una banda de nórdicos racionalistas, enardecidos por el verano y por los duros vinos catalanes de aquel tiempo, que sembraban ideas desaforadas en el corazón.
Yo lo entendía como nadie. Cadaqués era uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava, y también el mejor conservado. Esto se debía en parte a que la carretera de acceso era una cornisa estrecha y retorcida al borde de un abismo sin fondo, donde había que tener el alma muy bien puesta para conducir a más de cincuenta kilómetros por hora. Las casas de siempre eran blancas y bajas, con el estilo tradicional de las aldeas de pescadores del Mediterráneo. Las nuevas eran construidas por arquitectos de renombre que habían respetado la armonía original. En verano, cuando el calor parecía venir de los desiertos africanos de la acera de enfrente, Cadaqués se convertía en una Babel infernal, con turistas de toda Europa que durante tres meses les disputaban su paraíso a los nativos y a los forasteros que habían tenido la suerte de comprar una casa a buen precio cuando todavía era posible. Sin embargo, en primavera y otoño, que eran las épocas en que Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba de pensar con temor en la tramontana, un viento de tierra inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los gérmenes de la locura.
Hace unos quince años yo era uno de sus visitantes asiduos, hasta que se atravesó la tramontana en nuestras vidas. La sentí antes de que llegara, un domingo a la hora de la siesta, con el presagio inexplicable de que algo iba a pasar. Se me bajó el ánimo, me sentí triste sin causa, y tuve la impresión de que mis hijos, entonces menores de diez años, me seguían por la casa con miradas hostiles. El portero entró poco después con una caja de herramientas y unas sogas marinas para asegurar puertas y ventanas, y no se sorprendió de mi postración.
— Es la tramontana — me dijo—. Antes de una hora estará aquí.
Era un antiguo hombre de mar, muy viejo, que conservaba del oficio el chaquetón impermeable, la gorra y la cachimba, y la piel achicharrada por las sales del mundo. En sus horas libres jugaba a la petanca en la plaza con veteranos de varias guerras perdidas, y tomaba aperitivos con los turistas en las tabernas de la playa, pues tenía la virtud de hacerse entender en cualquier lengua con su catalán de artillero. Se preciaba de conocer todos los puertos del
planeta, pero ninguna ciudad de tierra adentro. «Ni París de Francia con ser lo que es», decía. Pues no le daba crédito a ningún vehículo que no fuera de mar.
En los últimos años había envejecido de golpe, y no había vuelto a la calle. Pasaba la mayor parte del tiempo en su cubil de portero, solo en alma, como vivió siempre. Cocinaba su propia comida en una lata y un fogoncillo de alcohol, pero con eso le bastaba para deleitarnos a todos con las exquisiteces de la cocina gótica. Desde el amanecer se ocupaba de los inquilinos, piso por piso, y era uno de los hombres más serviciales que conocí nunca, con la generosidad involuntaria y la ternura áspera de los catalanes. Hablaba poco, pero su estilo era directo y certero. Cuando no tenía nada más que hacer pasaba horas llenando formularios de pronósticos para el fútbol que muy pocas veces hacía sellar.
Aquel día, mientras aseguraba puertas y ventanas en previsión del desastre, nos habló de la tramontana como si fuera una mujer abominable pero sin la cual su vida carecería de sentido. Me sorprendió que un hombre de mar rindiera semejante tributo a un viento de tierra.
— Es que éste es más antiguo — dijo.
Daba la impresión de que no tenía su año dividido en días y meses, sino en el número de veces que venía la tramontana. «El año pasado, como tres días después de la segunda tramontana, tuve una crisis de cólicos», me dijo alguna vez. Quizás eso explicaba su creencia de que después de cada tramontana uno quedaba varios años más viejo. Era tal su obsesión, que nos infundió la ansiedad de conocerla como una visita mortal y apetecible.
No hubo que esperar mucho. Apenas salió el portero se escuchó un silbido que poco a poco se fue haciendo más agudo e intenso, y se disolvió en un estruendo de temblor de tierra. Entonces empezó el viento. Primero en ráfagas espaciadas cada vez más frecuentes, hasta que una se quedó inmóvil, sin una pausa, sin un alivio, con una intensidad y una sevicia que tenía algo de sobrenatural. Nuestro apartamento, al contrario de lo usual en el Caribe, estaba de frente a la montaña, debido quizás a ese raro gusto de los catalanes rancios que aman el mar pero sin verlo. De modo que el viento nos daba de frente y amenazaba con reventar las amarras de las ventanas.
Lo que más me llamó la atención era que el tiempo seguía siendo de una belleza irrepetible, con un sol de oro y el cielo impávido. Tanto, que decidí salir a la calle con los niños para ver el estado del mar. Ellos, al fin y al cabo, se habían criado entre los terremotos de México y los huracanes del Caribe, y un viento de más o de menos no nos pareció nada para inquietar a nadie. Pasamos en puntillas por el cubil del portero, y lo vimos estático frente a un plato de frijoles con chorizo, contemplando el viento por la ventana. No nos vio salir.
Logramos caminar mientras nos mantuvimos al socaire de la casa, pero al salir a la esquina desamparada tuvimos que abrazarnos a un poste para no Ser arrastrados por la potencia del viento. Estuvimos así, admirando el mar inmóvil y diáfano en medio del cataclismo, hasta que el portero, ayudado por algunos vecinos, llegó a rescatarnos. Sólo entonces nos convencimos de que lo único racional era permanecer encerrados en casa hasta que Dios quisiera Y nadie tenía entonces la menor idea de cuándo lo iba a querer.
Al cabo de dos días teníamos la impresión de que aquel viento pavoroso no era un fenómeno telúrico, sino un agravio personal que alguien estaba haciendo contra uno, y sólo contra uno. El portero nos visitaba varias veces al día, preocupado por nuestro estado de ánimo, y nos llevaba frutas de la estación y alfajores para los niños. Al almuerzo del martes nos regaló con la pieza maestra de la huerta catalana, preparada en su lata de cocina: conejo con caracoles. Fue una fiesta en medio del horror.
El miércoles, cuando no sucedió nada más que el viento, fue el día más largo de mi vida. Pero debió ser algo como la oscuridad del amanecer, porque después de la media noche despertamos todos al mismo tiempo, abrumados por un silencio absoluto que sólo podía ser el de la muerte. No se movía una hoja de los árboles por el lado de la montaña. De modo que salimos a la calle cuando aún no había luz en el cuarto del portero, y gozamos del cielo de la madrugada con todas sus estrellas encendidas, y del mar fosforescente. A pesar de que eran menos de las cinco, muchos turistas gozaban del alivio en las piedras de la playa, y empezaban a aparejar los veleros después de tres días de penitencia.
Al salir no nos había llamado la atención que estuviera a oscuras el cuarto del portero. Pero cuando regresamos a casa el aire tenía ya la misma fosforescencia del mar, y aún seguía apagado su cubil. Extrañado, toqué dos veces, y en vista de que no respondía, empujé la puerta. Creo que los niños lo vieron primero que yo, y soltaron un grito de es-panto. El viejo portero, con sus insignias de navegante distinguido prendidas en la solapa de su chaqueta de mar, estaba colgado del cuello en la viga central, balanceándose todavía por el último soplo de la tramontana.
En plena convalecencia, y con un sentimiento de nostalgia anticipada, nos fuimos del pueblo antes de lo previsto, con la determinación irrevocable de no volver jamás. Los turistas estaban otra vez en la calle, y había música en la plaza de los veteranos, que apenas sí tenían ánimos para golpear los boliches de la petanca. A través de los cristales polvorientos del bar Marítimo alcanzamos a ver algunos amigos sobrevivientes, que empezaban la vida otra vez en la primavera radiante de la tramontana. Pero ya todo aquello pertenecía al pasado.
Por eso, en la madrugada triste del Boceado, nadie entendía como yo el terror de alguien que se negara a volver a Cadaqués porque estaba seguro de morir. Sin embargo, no hubo modo de disuadir a los suecos, que terminaron llevándose al chico por la fuerza con la pretensión europea de aplicarle una cura de burro a sus supercherías africanas. Lo me-tieron pataleando en una camioneta de borrachos, en medio de los aplausos y las rechiflas de la clientela dividida, y emprendieron a esa hora el largo viaje hacia Cadaqués.
La mañana siguiente me despertó el teléfono. Había olvidado cerrar las cortinas al regreso de la fiesta y no tenía la menor idea de la hora, pero la alcoba estaba rebozada por el esplendor del verano. La voz ansiosa en el teléfono, que no alcancé a reconocer de inmediato, acabó por despertarme.
— ¿Te acuerdas del chico que se llevaron anoche para Cadaqués?
No tuve que oír más. Sólo que no fue como me lo había imaginado, sino aún más dramático. El chico, despavorido por la inminencia del regreso, aprovechó un descuido de los suecos venáticos y se lanzó al abismo desde la camioneta en marcha, tratando de escapar de una muerte ineluctable.

Enero 1982

(Doce cuentos peregrinos)

El olor de la guayaba Conversaciones de Gabriel García Márquez con Plinio Apuleyo Mendoza.

El olor de la guayaba

Conversaciones de Gabriel García Márquez con Plinio Apuleyo Mendoza.

El olor de la guayaba”, un material que atesora recuerdos entre él y su amigo y colega colombiano Plinio Apuleyo Mendoza. Leer este libro es como ser testigo de una conversación entre dos personas, en este caso, dos figuras vinculadas al mundo de las letras. Su diálogo está adecuado a los formatos literarios pero, aún así, mantiene la pureza de las charlas informales, esas que se desarrollan en la intimidad entre dos o más seres humanos.

“El olor de la guayaba” atesora conceptos analizados por Gabo, anécdotas de otros tiempos, juicios de valor, opiniones y hasta ideas impulsadas por las convicciones más profundas del autor. Como resulta evidente, esta obra no se caracteriza por contar una historia de aventuras ni impacta con una ficción inspirada en un drama de la vida real. En ella no hay héroes ni experiencias surgidas de la imaginación de un escritor. En cambio, hay en este libro una gran cantidad de evocaciones personales, referencias al Caribe, revelaciones acerca de algunas amistades cosechadas y manifestaciones políticas que hacen de este trabajo un espacio interesante para todo aquel que quiera sumergirse por completo en el universo de Gabriel García Márquez.

Si formalmente El olor de la guayaba es una prolongada conversación del escritor y periodista Plinio Apuleyo Mendoza con su viejo amigo Gabriel García Márquez lo que da ocasión a éste para desgranar con vivacidad sus remembranzas, juicios, opiniones y convicciones sus contenidos van mucho más allá: en El olor de la guayaba bien pueden encontrarse las claves de un proceso, creador y creativo, de singular riqueza.

De la mano de Mendoza, García Márquez desvela el mundo que refleja su obra hasta transfigurarlo con la magia de la palabra: la calidez y el color del Caribe, el universo mítico de sus pobladores, la extraña mentalidad de sus extraños prohombres y caudillos. Una obra en la que el compromiso con la emoción y el compromiso con la razón se dan la mano, para ofrecer la más sugerente aproximación a un ser que de puro complejo puede permitirse el lujo de ser nítido.

Se negó a declarar y le dictaron arresto domiciliario Detienen al represor Casuccio por la causa "Contraofensiva"

El militar retirado Carlos Blas Casuccio, quien fuera segundo jefe del Destacamento 201 de Inteligencia del Estado Mayor del Comando de Institutos Militares entre 1979 y 1980, fue detenido ayer con prisión domiciliaria en el marco de la causa Contraofensiva Montonera, donde se investiga a trece oficiales y suboficiales de la inteligencia castrense por 85 desapariciones y 20 secuestros cometidos por el terrorismo de Estado.

Por Franco Mizrahi

Casuccio, el octavo detenido en la investigación, fue apresado por agentes de la Policía de Seguridad Aeroportuaria en su vivienda de la ciudad Mar del Plata y trasladado hacia los tribunales de aquella localidad balnearia, donde prestó declaración indagatoria ante el titular del Juzgado Federal Número 1, Alejandro Castellanos. Aconsejado por su defensor oficial, Patricio Rodríguez Graham, el ex jefe castrense no declaró.

El militar retirado de 73 años fue llevado a la fuerza a los tribunales marplatenses por decisión de Castellanos porque había evadido en diversas oportunidades la citación que le había realizado la jueza federal de San Martín, Alicia Vence, quien instruye el caso. Casuccio había aludido que tenía serios problemas de salud y que no podía presentarse en el juzgado a cargo de la magistrada. Ante esta situación, Vence le envió un exhorto a su par de Mar del Plata para que tome cartas en el asunto.

Según pudo saber este diario, el fiscal federal de San Martín que interviene en la causa, Miguel Blanco García Ordas, quedó disconforme con el arresto domiciliario que ayer benefició a Casuccio (que le fue otorgado porque supera los 70 años). Ocurre que la semana pasada el procurador solicitó que se chequee el estado de salud del acusado y se lo detenga en una unidad carcelaria común.

Tras la detención de Casuccio se espera que la semana próxima declaren dos agentes que fueron subordinados suyos durante la última dictadura. El lunes está citado Alberto Daniel Sotomayor, ex Jefe de la Primera y Segunda Sección de Ejecución del Destacamento 201 de Inteligencia entre 1977 y 1979. Y el martes está convocado el ex jefe de la Primera Sección de Ejecución perteneciente al Destacamento 201 de Inteligencia del Estado Mayor del Comando de Institutos Militares, Marcelo Cinto Courtaux. «

Hooft: terminaron las declaraciones

La hija del juez marplatense Pedro Federico Hooft, suspendido por su presunta relación con crímenes de lesa humanidad cometidos durante la Noche de las Corbatas en la dictadura militar, reivindicó la figura de su padre en la última audiencia de testigos del Jury de Enjuiciamiento que se le sigue en La Plata, que si concluye con su destitución permitiría a la justicia federal avanzar en su juzgamiento. El jury ingresó en etapa de alegatos que se realizarán el miércoles próximo. 
El 28 de abril, el tribunal podrá dictar su veredicto.

La Cacha: nueva audiencia del juicio

La hija, un sobrino y la hermana del militante de la Juventud Peronista (JP) y trabajador de Astilleros Río Santiago desaparecido, Mario Gallego, recordaron su desaparición y el brutal allanamiento en la casa de Ensenada donde vivían, en la 19ª audiencia del juicio por los crímenes cometidos en La Cacha, que funcionó en la dictadura cívico militar en las afueras de La Plata. La familia supo por sobrevivientes que la víctima estuvo en ese centro clandestino de detención.

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