lunes, 14 de abril de 2014

Todo de manual Por Eduardo Aliverti

Todo lo ocurrido y dicho, durante y después del jueves, se pudo con larga antelación sin ningún temor a equivocarse. Los resultados de lo acontecido tampoco cambian, ni en un ápice, el escenario global de futuro. Y lo notable es por qué resulta posible que se haya montado semejante expectativa en torno de un hecho previa y finalmente irrelevante, si es por sus alcances políticos profundos. Una explicación, en principio simplota, arroja una punta de la que, sin embargo, conviene tirar. Esfumados el dólar –y los linchamientos– del podio de la escena mediática, el paro cayó como anillo al dedo para mantener la acometida de caciques y tribus opositores. Podría retrucarse que un hecho de estas características, con aspiraciones de huelga general, hubiera sido gran noticia de todos modos. Es cierto, pero también lo es que el parate del jueves –porque fue eso: mucho más un parate circunstancial que un paro macizo con todas las de la ley– se produjo fuera de tiempo concreto. En el arco de fines de enero a fines de marzo (entre la devaluación y el conflicto con los docentes), asomaba un horizonte de congestión generalizada que la realidad se encargó de disolver. El “blue” se quedó de quieto a descendente; entran los dólares de la soja; el Gobierno avanza acuerdos con esos organismos internacionales de testificación financiera que tanto les quitan el sueño a los gurúes de la City; la atracción por los bonos argentinos –y las colocaciones de YPF en particular– muestran al país con pinta de esas Cenicientas emergentes que tanto reclamaba el establishment de consultoras y operadores mediáticos; las paritarias, con todos sus avatares a cuestas, van produciendo resultados acuerdistas; la inflación fue sincerada; el anuncio de que se estudiará el impacto del mínimo no imponible, en los salarios, es oficial. ¿Daba para llamar a un paro general? No: daba para que algunas puntas de lanza, de los medios enfrentados al oficialismo y de algunos gremialistas afectos a lo extorsivo o a la necesidad sectorial de mantener figuración, lo aprovecharan como síntoma del todo negativo.

Una recorrida básica puede ser tan rápida como precisa. Si acaso faltara algo, no parecería que algo le sobra. Se sabía que Hugo Moyano y Luis Barrionuevo, en tanto sus trascendencias públicas, son los referentes sindicales que mayor rechazo generan en el conjunto de la sociedad. Y que eso incluye a sectores populares en los que “el camionero” es más conocido que “el gastronómico”, debido a la capacidad del gremio de Moyano para influir en áreas sensibles que afectan al grueso comunitario: el transporte colectivo de pasajeros, de sustancias alimentarias, de ganado, de granos, de diarios, de productos de todo tipo; la recolección de basura. Barrionuevo, por el contrario, sólo implica a unos 250 mil trabajadores gastronómicos y está instalado en la memoria y actualidad colectivas, de clase media, como el desiderátum del burócrata sindical corrupto. Los diferencia, si es por buscar algún matiz, que Moyano jugó un papel contestatario durante el sultanato de los ’90, mientras “Luisito” se manifestaba como el “recontraalcahuete” de Menem y avalaba un paradigma de relaciones de producción que llevó al país al infierno de comienzos de siglo. Como quiera que fuere, se sabía que el parate de colectivos, trenes y subtes le daría al paro una dimensión de potencia ficticia, pero potencia al fin (en el caso de los subtes con el agregado de que sólo habría inactividad en la línea B, para que luego no hubiera servicio en ninguna por los actos de intimidación). Se sabía que la foto de los medios de repercusión nacional sería solamente la del desierto callejero en la Capital. Se sabía que el anuncio de piquetes en los accesos a “la Ciudad” generaría un efecto intimidatorio. Se sabía que el paro sería dominguero, porque sus promotores no tienen condiciones ni coraje para sumarle movilización, acto central, arenga unificada: era reposar en que no habría transporte y dormir con tranquilidad en las consecuencias que eso produce. Se sabía que la prensa opositora dejaría de lado el rechazo ideológico, visceral, que les produce el activismo de sindicatos e izquierda –y en particular la imagen aplastantemente negativa de estos convocantes entre las franjas medias– para sumarse entusiasta a la promoción del paro. Se sabía que otro tanto haría el cortejo de dirigentes de la oposición, bajo ese ardid intragable de mostrarse en acuerdo con los reclamos pero no con el método. Se sabía que esa foto de las calles vacías, aunque no hayan adherido ni los bancarios, ni los empleados de comercio, ni los trabajadores de la construcción, ni en las fábricas, acabaría en los titulares de que “el paro se sintió con fuerza” para concluir en que “el Gobierno debe entender el mensaje”. Se sabía que Moyano y Barrionuevo, acerca de quienes no hace falta mucha imaginación que digamos para conocer lo que piensan y dicen de “zurdos y troscos”, habrían de despegarse de los piquetes de sus incomodísimos aliados. Se sabía que los partidos y grupos radicalizados, para fugar de la obviedad de ser funcionales a la derecha, habrían de asegurar que convocaron al paro en contra de la propia burocracia sindical convocante. Se sabía que “la unidad en la acción” sería el atajo (?) para justificar una entente de gremialistas empresarios, izquierda de discurso ultra y la Sociedad Rural. Después de todo, y con la excepción de Moyano porque entonces era un kirchnerista ferviente que ponía a Néstor a la altura de Perón, nada distinto de 2008. Era pronosticable, incluso, que esta alianza esperpéntica podía causar declaraciones desopilantes, como la del piquetero agropecuario Eduardo Buzzi repudiando los piquetes de los rojos, y la del Pollo Sobrero reconociendo que estar cerca de Barrionuevo le revuelve el estómago. Más Pablo Micheli –gracias si puede disimular la insurrección en las bases de ATE– en su reafirmación de que, como este modelo es peor que el menemismo, no tiene otra alternativa que juntarse con menemistas. Como eso tal vez le pareció poco, dijo además que Agustín Tosco y Rodolfo Walsh hubieran parado junto con él, Moyano, Barrionuevo, Buzzi y los estancieros. Esto último es, quizá, lo único que nadie, completamente nadie, podía suponer que llegaría a escuchar.

Hay algunos preceptos ideológicos básicos que son más fuertes –aunque menos espectaculares– que esos desatinos. Por empezar, el que se haga un paro, con pretensiones de masivo, que no apunta a las patronales. Ni siquiera se las nombró al pasar. El paro, en forma expresa, fue exclusivamente contra el Estado. Durante los últimos años, la conflictividad laboral pasa, en su centro, por el sector público. Por las protestas contra el Estado, en su forma nacional, provincial y municipal (ver, entre otros varios aportes, el artículo de Matías Maito, coordinador del Centro de Estudios Laborales, www.estudioslaborales.com.ar, Página/12, del jueves pasado). La problemática de los trabajadores estatales concentra dos tercios de los conflictos, dos tercios de los huelguistas y el 85 por ciento de las jornadas individuales no trabajadas. Muy por el contrario, “en el sector privado, la mayor parte de hechos (de huelga y protesta) continuó desarrollándose en un único lugar de trabajo, y aquellos que tuvieron como protagonistas a toda una rama de actividad siguieron concentrando la mayor cantidad de huelguistas y de jornadas de paro”. Los trabajadores de las ramas de producción son la minoría de quienes conflictúan el mercado laboral. El problema no está en las fábricas, donde no se paró, sino en los laburantes de servicios, que en mayor o menor medida dependen del Estado: en algunos casos de manera directa, como el grueso de los docentes, y en otros porque son gremios que administran obras sociales dependientes del aporte estatal, lo cual es un fondo de los fondos en el que pocos repararon sobre los motivos de esta última medida de fuerza. Si el Gobierno estuviera nutriendo en tiempo y forma las cajas de ciertos sindicatos, y cubriese la deuda con las obras sociales de algunas corporaciones como la de Camioneros, el jueves no había paro alguno. Y la grave situación de los trabajadores en general, del gremio camionero en particular y de los laburantes que no están sindicalizados (que son más de un tercio de la población económicamente activa, y que fueron ignorados en las reivindicaciones del paro), no impiden que Moyano –¿más Barrionuevo?– tenga la plata para ofertar el pago de los sueldos atrasados del plantel de Independiente. Tomemos esto último como un chascarrillo que, en la política grande, no hace al fondo de la cuestión.

Qué cosa más rara un paro general en el que no se menciona a los empresarios, ni a los grupos concentrados de la economía, ni a los formadores de precios, ni a los oligopolios mediáticos que hasta ayer nomás eran el cáncer nacional. Debe ser que uno está fuera de época. Que el enemigo de los trabajadores se domicilia exclusivamente en el Estado. Y que el proletariado deba propender a un anarquismo de derecha, en que la transición hacia la sociedad sin clases es comandada por patronales sindicales y filantropía burguesa. Hasta convencerse de eso, empero, parecería que es mejor pensar de qué manera, con cuáles alianzas sociales, con cuánta convicción, con cuál liderazgo, se las arreglará este proyecto para seguir transformando algo, poco, mucho. Para domar el potro de la inflación, para cargar ajustes en los que más tienen, para insistir en una distribución más pareja de la riqueza.

De seguro, nada de todo eso se conseguirá con quienes llamaron al paro del jueves.

14/04/14 Página|14
 

Retórica y mística en Laclau Por Horacio González *



Cuando se cierra una obra –él, que meditó sobre la imposibilidad del concepto de cierre– se cierra una vida. Lo decimos así y no al revés, porque Ernesto Laclau tenía plena conciencia de haber dado una obra y dedicó su vida a propagar el lenguaje que la constituía, en gran medida por él mismo inventado. Su hablar cotidiano se componía de desafíos, ironía y tango. Cuando abandonaba esas nostalgias, aparecía la expresión “debates y combates”. Tan latinoamericanista, tan fervoroso adherente a itinerarios políticos que defendió como un deber ser kantiano, su escritura razonante consistía en una consideración casi geométrica sobre el orden de las diferencias y las equivalencias, pero en su caso llevada a un tenso diálogo con una radicalización de la tesis del significante vacío de la lingüística del siglo XX.

Esto lo puso frente a la facticidad de la “nada mística” y los dilemas de su representación. Creo que ésa es su mayor originalidad. En algún momento de su largo trayecto –desde el Partido Socialista de la Izquierda Nacional hasta Essex, y desde el debate europeo con Negri o Zizek hasta sus restallantes declaraciones cada vez que pisaba Buenos Aires– pronunció la palabra que faltaba: misticismo. Reflexionó con este énfasis en sus últimos trabajos, donde se ocupó de la interesante figura de Meister Eckart, haciéndolo objeto de su antigua interrogación sobre la imposible plenitud de la vida política.

La dificultad de todo presente lo lleva a Laclau a explorar la potencialidad de la ausencia, de la nada, del misticismo y del lenguaje como lo otro que se pone en acto de comprensión necesaria (pero desfalleciente) de lo que trae todo significante político: precisamente aquella imposibilidad de saturación de sentido. Tales dificultades son entonces las que crean lo político entendido como una realidad esencialmente frustrada en el intento de saberse a sí misma. Ningún enunciado puede cerrar su propia cualidad de abarrotarse, con la cual en principio es formulado. Llama Laclau política a eso, pero eso no puede ser tampoco enteramente llamado (es decir, le es inhibido ser objeto completo de un llamado por otro).

Estas paradojas del ser argumental de la vida (porque hay un vitalismo profundo en el trasfondo de estas consideraciones) le sirven para esclarecer el funcionamiento de las ideologías, indispensables pero a la vez ineficaces para designar el campo de posibilidad del ser político. Para lo cual se explayará sobre los nombres de Dios. El célebre “mito” de Sorel se le ofrece como modo intelectual del tratamiento con la diferencia y la igualdad de los enunciados de acción. El mito se torna, quizá como quería Sorel, en un revelador de lo que toda situación tenía como sedimento. No servía como plenitud del pensar, pero en su “falla” descubría una forma del ser.

Los nombres de Dios siguen como comprensible ponderación retórica el itinerario de lo inefable, que llama a actos de sustitución o representación, metáforas o metonimias de por medio. Laclau es, desde luego, un consumado retórico y toda su filosofía es una retórica que proclama a la vez el fin de la retórica. Estos actos deben consumarse pero al hacerlo dejan el vacío necesario como para que se reanude el ciclo fatal del significante vacío. Siempre se reintroduce una diferencia, como en este caso, en que lo político en su capacidad de dar nombres es subsumido a un estilo místico, como el de Eckart, que labora con la nada y el vacío de Dios.

El retórico verdadero es siempre un gran laico hablando de las religiones y del lenguaje; conoce el vacío, el chiste que ayuda a descubrir los nombres ausentes, y es el que se anima a dar un nombre sin ser augur. Una vieja revista argentina, de cuando Laclau era joven, llevaba como acápite una frase de Nietzsche. “Di tu palabra y rómpete”. Al conocer la muerte de Laclau, nos dieron ganas de volver a nuestra adolescencia.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional

 



Dos huelgas de abril Por Enrique Manson

Patricia Bullrich, dijo a los diarios: "no es bueno un paro general". Consideró que se trata de "una medida excepcionalísima. Hoy hay paritarias para que los gremios discutan sus salarios. Reconozco que hay inflación y deteriora el bolsillo de los trabajadores, pero un paro general no es solución".

La que fuera ministra de Trabajo – ¡el ministerio de Perón!- cuando De la Rúa rebajó en un 13% sueldos y jubilaciones, no se equivocaba. Un paro general es una medida excepcional, sólo utilizable en circunstancias muy especiales, como fueran aquellas que la argentina sufría en abril de 1979.

Hace tres años, el ahora opositor Hugo Moyano evocaba, en el Día de los Trabajadores, los recuerdos que nos había traído el 27 de abril. Además de la evocación triste de los seis meses de la partida de Néstor Kirchner y del orgulloso recuerdo del octavo aniversario de la fecha en que nuestro país reinició su camino de grandeza dejando atrás un cuarto de siglo nefasto, trajo a la memoria aquel 27 de abril de 1979, cuando se lanzó la primera huelga general contra la tiranía criminal.

10 de abril de 2014

En este abril, el recontra alcahuete (Barrionuevo dixit) de Carlos Menem –de quien nadie sabe si cumplió con su compromiso de dejar de robar por dos años- se ha juntado con quien en 2011 lamentaba la pérdida del presidente patagónico, y con los que por creer que lo bueno es enemigo de lo mejor, le siguen sacando la escalera al que pinta la mayor parte de la pared y deja para cuando pueda el pintar la porción más cercana al techo. Estos llenan de piquetes de veinticinco o treinta integrantes cada uno las entradas de Buenos Aires. El camionero logra que se detenga el transporte público, y el gastronómico aprieta a sus mozos y camareras para entre todos dar la sensación de un país detenido. No parece, esta huelga contra las paritarias en marcha, la asignación universal por hijo o la recuperación de YPF, semejante a otros abriles huelguistas en que los trabajadores se jugaban por sus derechos den de veras arriesgando el pellejo sin exageración.

27 de abril de 1979

Los hombres del 24 de marzo habían creído que sería fácil terminar con el sindicalismo peronista. No comprendieron que, más allá de sus defectos y de la claudicación de algunos dirigentes, éste cumplía con una tarea de representación y de defensa de los intereses de los trabajadores. Y los trabajadores lo sabían. 

La dictadura derogó la ley de Contrato de Trabajo y secuestró y asesinó a su inspirador, Norberto Centeno. Las 62 Organizaciones Peronistas fueron prohibidas y la CGT también. Se eliminó el derecho de huelga, las obras sociales fueron separadas de los sindicatos Se trataba de domesticar a la clase obrera para implementar el plan económico de las Fuerzas Armadas. La política de Martínez de Hoz cumplió con su objetivo de superar el conflicto social mediante la desaparición física de uno de sus términos. Para que no hubiera obreros rebeldes había que destruir la industria. Mientras las mazmorras se llevaban a quienes representaban alguna forma de resistencia, la caída del salario a la mitad de su valor de marzo de 1976 y el crecimiento de los índices de desocupación, desangraron a la clase media baja y a los trabajadores. La población asalariada, que en 1975 superaba los 6.000.000 de personas, cayó a menos de 5.000.000 en 1982. 

La guerrilla, pretexto del golpe, no daba señales de vida. Los políticos mantenían el silencio, y el movimiento obrero parecía domesticado. Fuera de los moderados desplantes del sector de los 25, sólo el grupo de locas que se reunían los jueves en Plaza de Mayo para demandar la aparición de sus hijos parecía romper la uniformidad. 

El éxito del Mundial, con las multitudes en la calle y con Videla vitoreado en el balcón, hizo vivir a los déspotas la sensación de una inesperada popularidad. El conflicto con Chile había fomentado un nacionalismo agresivo de cortas miras. Cuando la intervención papal evitó la guerra, la sensatez predominó, y se vivió el alivio de la lucha evitada, completando –aún contradictoriamente- un año positivo.

Los trabajadores seguían soportando la caída de sus salarios y el crecimiento del desempleo, así como la aplicación de normas laborales que ignoraban las más elementales conquistas.
En los últimos días de 1978, los 25 organizaron en la Capital Federal una cena a la que asistieron los agregados laborales de Estados Unidos y Alemania Federal, y representantes de la ORIT. El dirigente cervecero Saúl Ubaldini leyó un documento en que se reclamaba el restablecimiento de la Ley de Asociaciones Profesionales, y la legislación del trabajo abolida. Se atacaba a la política económica y se reclamaba la recuperación de los salarios. Las obras sociales debían ser devueltas a los trabajadores, previa su recomposición económico financiera. En lo político, se rozaba lo que los militares consideraban una insurrección: el documento reclamaba el restablecimiento de la democracia, con justicia social.

Los 25 iniciaron su ofensiva poniendo “en estado de alerta a todo el movimiento obrero.” y avanzaron hacia el paro general. El 21 de abril, se reunieron en el sindicato de molineros, y convocaron a la Jornada de Protesta Nacional que se realizaría el 27 para lograr la “restitución del poder adquisitivo de los salarios y la plena vigencia de la ley de convenciones colectivas de trabajo, oponiéndose a la reforma de la Ley de Asociaciones Profesionales y de Obras Sociales y exigiéndose la normalización y libertad sindical.”

El general Reston, ministro de Trabajo, convocó a los dirigentes para dialogar en el Ministerio. La policía los fue capturando a medida que salían de la reunión. Sin embargo, se había creado un comité de huelga en la clandestinidad. Las organizaciones internacionales reclamaron al gobierno la libertad de los apresados. Lo mismo hicieron el partido Justicialista y la UCR, aunque ambos evitaron involucrarse con la huelga. 

El paro afectó al cordón industrial del Gran Buenos Aires y a industrias del interior. También adhirieron los ferrocarriles Roca, Mitre y Sarmiento. No existió prácticamente en el comercio ni entre los empleados públicos. De todos modos, significó un cambio cualitativo en la lucha sindical contra el régimen. La dictadura mantuvo detenidos hasta mediados de julio a los dirigentes de los 25, pero incluso las formas de represión, aún siendo duras, mostraban que algo empezaba a cambiar.

Enrique Manson
10 de Abril de 2014

La militancia como legado

Por Paula Biglieri *, Gloria Perelló ** y Fiorella Canoni ***

“Nosotros nos encontramos con mi padre y Jauretche en el Petit Café, que está allí en la avenida Santa Fe casi esquina con Callao, estuvimos charlando un rato y después nos fuimos. Entonces, Jauretche me dijo: ‘Vení muchacho acompañame a hacer una caminata’. Así fuimos por la avenida Santa Fe, llegamos a la plaza San Martín, doblamos por la calle Florida y al final nos despedimos en Diagonal Norte. Y ahí Jauretche me empezó a hablar y me empezó a decir ‘no hay que ser demasiado estricto con los conceptos porque los conceptos limitan y un poco hay que mirar al mundo de reojo, ver cómo son las cositas que uno percibe cuando uno mira al mundo de reojo y ahí entonces uno empieza a forjar sus pequeñas grandes verdades. Entonces, a esas pequeñas grandes verdades muchas veces no se las puede fijar en un concepto y hay que darles simplemente un nombre’.” Corría el año 1957 cuando Laclau recibió este consejo que supo escuchar y nunca abandonó a lo largo de su carrera académica.

Este fragmento que el propio Laclau gustaba de contar en las animadas reuniones que muchas veces lo tenían por protagonista señala cómo se engarzaron en su vida las experiencias políticas de su juventud con las diversas fuentes teóricas en las que abrevó para forjar un pensamiento original. Difícilmente este pensador hubiese llegado a desarrollar sus categorías teóricas centrales sin su paso como militante político.

En sus comienzos como estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires –donde llegó a ser presidente del centro de estudiantes– se dedicó por entero a la academia y a la militancia política. La academia abonaba su posicionamiento político y la participación política motorizaba su desarrollo académico. Para un militante de la izquierda, inquieto por los movimientos populares argentinos, no resultaban fácilmente aceptables las explicaciones lineales a través de la categoría nodal marxista de modo de producción. Por eso, ya desde sus inicios transitó un camino que lo llevó paulatinamente a enfocar su mirada académica en lo que –en términos marxistas– podríamos denominar superestructura y su compleja interconexión con la estructura. No es extraño entonces que los autores que más impactaron al estudiante de licenciatura fueran Antonio Gramsci y Louis Althusser.

En un artículo publicado el 9 de diciembre de 1964 en Lucha Obrera, la semana posterior al atentado que sufriera el local de dicho periódico, Laclau escribió: “La seriedad de una política revolucionaria se mide, en gran parte, por su capacidad de concentrar sobre sí el odio profundo y definitivo de todos los sectores vinculados al sistema imperante (...) Una verdadera política revolucionaria debe contar con este odio y saber que será el compañero inseparable de todas sus luchas. No es verdaderamente revolucionario quien busca como reaseguro de sus actos alguna forma de consenso, justamente por edificar su acción sobre el sentido profundo de los procesos históricos, el revolucionario debe renunciar de antemano a cualquier consenso en la superficie. Lo primero que debe hacer un político revolucionario que no juegue simplemente a serlo es construirse una piel de elefante que le permita soportar sin pestañear la calumnia y la violencia y acostumbrarse a andar por el mundo sin sobretodo”. Esta cita anticipa lo que constituyó uno de los grandes logros de la obra de Ernesto Laclau: incluir dentro del pensamiento filosófico la cuestión del afecto como elemento constitutivo de lo político.

Ya en su formación académica europea recibió la influencia decisiva de pensadores como Foucault, Derrida y Lacan. En 1985 publica Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, junto a su compañera, la académica Chantal Mouffe. El texto resultará el puntapié inicial de lo que luego se denominaría posmarxismo. En una notable deconstrucción de los fundamentos del marxismo desplazó el debate y la preocupación acerca de la emancipación hacia otro terreno: el análisis del discurso. En un momento histórico de claro dominio conservador y neoliberal, vino a abrir un espacio para seguir pensando una política radical –sin un destino y un sujeto de la historia fijado a priori como lo planteaba el marxismo tradicional– donde la lógica de la necesidad perdió su preeminencia a favor de la contingencia y el deseo. Esto implicó que ante la ausencia de leyes objetivas –que gobiernen el devenir histórico– la acción política recae en la responsabilidad subjetiva.

Si Hegemonía y estrategia socialista lo lanzó a la fama en el mundo europeo y norteamericano, será La razón populista, en el 2005, el texto que lo instalará definitivamente en el debate académico y político latinoamericano. Laclau argumentó allí que es la figura del pueblo –cuando ésta logra articularse como tal– la única que puede desencadenar modificaciones en el statu quo. Sólo el pueblo, a partir del encadenamiento de demandas de diversa índole, y del amor a un líder, es capaz de empujar un proceso de emancipaciones.

Quienes hemos tenido la fortuna de participar en alguno de sus espacios de formación podemos dar fe de su generosidad como maestro. No sólo por ofrecer sus ideas al debate, y de este modo poner en acto un pensamiento crítico y creativo, sino también por transmitir un estilo de trabajo riguroso y comprometido. El último de sus emprendimientos es la revista Debates y Combates, de la cual fue fundador y director. Hoy, en este día tan triste, queremos reafirmar nuestra responsabilidad de continuar con el legado académico y militante de un extraordinario filósofo: Ernesto Laclau.

* Politóloga.

** Psicoanalista.

*** Politóloga.

Otras voces

- Julián Domínguez, presidente de la Cámara de Diputados: “El pensamiento de Ernesto Laclau significó un faro intelectual para muchísimos dirigentes de la política que acompañamos el proyecto nacional y que creemos en el pueblo como sujeto histórico en la construcción común de una identidad latinoamericana. Sus reflexiones fueron inmensos aportes para transitar la soberanía de nuestro proyecto nacional, sostenido en un liderazgo indiscutible como fue el de Néstor y hoy es el de Cristina, y revelando que el único interés es articular las demandas del pueblo y no los intereses de las corporaciones”.

- Juan Manuel Abal Medina, politólogo y ex jefe de Gabinete: “Ernesto Laclau fue uno de los principales pensadores políticos de estos tiempos. Sus obras son lectura obligatoria en todas las universidades del mundo y su producción teórica ha estado siempre comprometida con la construcción de una sociedad más justa, libre, plural e igualitaria”.

- Martín Sabbatella, titular de la Afsca: “Despedimos a un amigo y a un gran maestro, pero sobre todo a un hombre generoso y comprometido. Su obra es imprescindible para todos aquellos que reivindicamos el pensamiento nacional, popular y latinoamericano. Ernesto fue un intelectual que decidió volcar todo su desarrollo teórico al servicio de la acción de los movimientos populares; un pensador que puso el cuerpo para entender y acompañar las luchas emancipatorias de nuestros pueblos, más allá de los claustros académicos”.

- Oscar González, secretario de Relaciones Parlamentarias de la Nación: “Laclau fue un pensador excepcional, comprometido como pocos con la historia nacional. Fue un ser humano muy afectuoso y cálido. Agradezco la posibilidad que nos fue dada de frecuentarlo, de aprender de él y de disfrutar de su cercanía”.

- Florencia Saintout, decana de la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata: “Lamentamos la partida del profesor Ernesto Laclau, un intelectual comprometido que comprendió y acompañó los nuevos tiempos de América latina”.

- Humberto Tumini, secretario general de Libres del Sur y dirigente del Frente Amplio Progresista (FAP): “Murió Ernesto Laclau, un importante intelectual que pensaba en profundidad desde los intereses nacionales, más allá de diferencias con él. Siempre he adherido, más allá de diferencias puntuales, a las ideas de la izquierda nacional. Laclau se ganó su lugar allí”.

- Carlos Heller, diputado nacional de Nuevo Encuentro: “Consternado con la muerte del querido Ernesto Laclau, quien nos ayudó a pensar, proponer e imaginar un país mejor. Nos deja un legado de pensamientos pero sobre todo un compromiso que debemos honrar con la construcción de un país más justo”.

- Agustín Rossi, ministro de Defensa: “Laclau fue uno de los más grandes intelectuales que dio la Argentina en estos últimos años. Supo explicar un concepto descalificado como el populismo, y esa resignificación del populismo ha sido más que importante para el debate político. Destaco el fuerte compromiso político e ideológico que siempre tuvo a pesar de estar lejos del país y la fuerte impronta latinoamericana en todos sus textos. Era un defensor de los movimientos nacionales y populares”.

- Jorge Coscia, secretario de Cultura de la Nación: “Siempre aportó una palabra justa y una reflexión original. Combinó magistralmente la rigurosidad académica con un profundo compromiso político con las causas más nobles como la igualdad y la libertad. Creador del concepto teórico de populismo, supo describir y defender mejor que nadie las experiencias políticas de transformación social que vive América latina desde principios de este siglo. Laclau nos deja un riquísimo bagaje teórico para seguir pensando críticamente la política, la sociedad, el capitalismo y el mundo intelectual, pero sobre todas las cosas para seguir defendiendo los proyectos políticos que se comprometen con el destino de sus pueblos”.

- Jorge Rivas, diputado del FpV: “Ernesto Laclau tenía todas virtudes que se le pueden reclamar a un verdadero intelectual. Era tan estudioso como capaz de someter sus conocimientos a la crítica más original y desprejuiciada. Generoso con su saber, nunca rehuyó de la polémica ni del debate. Era, además, un hombre comprometido con la defensa de las causas populares. Siempre vamos a estar en deuda con él. Y nos va a hacer falta en los tiempos que vienen”.

- Ricardo Forster, filósofo y miembro del grupo de intelectuales Carta Abierta: “Es probablemente uno de los más importantes intelectuales de América latina del último siglo. Su ausencia se va a sentir porque fue uno de los últimos grandes teóricos del pensamiento latinoamericano y emancipatorio. Vivió hasta el último día con una intensidad y una plenitud envidiables, y su muerte lo sorprende después de participar en Sevilla de una actividad de discusión de ideas. Su relevancia atravesó largamente a la Argentina. Su historia académica comprometida en sus años en Inglaterra lo convirtió en uno de los referentes internacionales de las izquierdas y del posmarxismo. Cruzaba tradiciones intelectuales, políticas y filosóficas”.

- Daniel Filmus, secretario de Asuntos Relativos a las Malvinas: “Adiós a Ernesto Laclau. Muy buen tipo, un gran pensador y luchador por la causa nacional y popular”.

- Federico Schuster, filósofo y profesor de la UBA: “Tuve la oportunidad de estudiar con Laclau en Inglaterra, diez años antes del kirchnerismo y los debates locales. Aprendí mucho de él y fue siempre muy generoso conmigo. Fue un tipo enormemente reconocido en todo el mundo y creo que hizo aportes valiosos a la teoría política”.

14/04/14 Página|14

Textuales de Laclau


- “Un intelectual tradicional sería incompatible con el tipo de posición política que siempre mantuve. No defiendo cosas en las que no creo. Como un intelectual orgánico participo en el quehacer público.”

- “El populismo no es en sí ni malo ni bueno: es el efecto de construir el escenario político sobre la base de una división de la sociedad en dos campos. Puede avanzar en una dirección fascista o puede avanzar en una dirección de izquierda.”

- “América latina está en un proceso de cambio. Se dieron en la Argentina cortes muy importantes con el pasado. En términos de derechos humanos, ha sido el país que rompió más claramente con el pasado dictatorial. Desde el punto de vista de los modelos económicos, la Argentina ha roto con el FMI e inició un modelo económico de producción para el mercado interno y de diversificación del sistema industrial, todo esto con una fuerte regulación estatal y con una participación de las bases políticas. El Gobierno produjo cambios y generó políticas que difícilmente puedan ser revertidas si una opción de derecha se impone en las elecciones de 2015.”

- “El institucionalismo puro lleva a la ausencia de la política, porque busca que toda demanda pueda ser mediada administrativamente. El populismo puro también lleva a la ruptura de la política, porque no habría ninguna mediación. La idea gramsciana es la construcción de una mediación política. En eso estamos.”

- “América latina está en la etapa final del quiebre de la dominación norteamericana. La última batalla que EE.UU. disputó en Latinoamérica fue en Mar del Plata en 2005. Allí se rompió el proyecto del ALCA. El fortalecimiento del Mercosur es fundamental. En lo que menos se ha avanzado es en la integración política. Es urgente que Unasur defina políticas institucionales cada vez más precisas.”

Populismo y hegemonía
Por Eduardo Rinesi *

Surgido de las entretelas más sutiles del vasto cuerpo de ideas que albergó en su momento (en los años de su temprana militancia en las filas lideradas por su siempre reivindicado Jorge Abelardo Ramos) la llamada “izquierda nacional”, el pensamiento de Ernesto Laclau, que a lo largo de las décadas fue conquistando, en su diálogo con algunas de las más sutiles corrientes de la filosofía social y política contemporánea, una consistencia formal y terminológica fuera de lo común, nunca abandonó, sin embargo, sus motivos fundamentales y primeros: la pregunta por la naturaleza de los fenómenos populistas y la discusión en torno a la idea gramsciana de hegemonía.

Es cierto que en sus escritos de los últimos diez años la palabra “populismo” designa menos un tipo de organización política que una cierta “lógica” que, en su misma indeterminación, puede enseñarnos algo sobre la naturaleza de lo político como tal, y que la noción de hegemonía se ve complejizada gracias a los diversos aportes que Laclau había recogido de los campos del psicoanálisis, la lingüística y la retórica. Pero no lo es menos que es justo gracias a todos estos instrumentos diversos y dispares, que sabía articular con un rigor teórico no exento de gracia y de vocación provocadora, casi pendenciera, que Laclau pudo, en los años finales de su vida, encarar como lo hizo, con el interés y la originalidad con que lo hizo, la tarea de acompañar los fenómenos más interesantes y potentes de los que vienen signando esta singular hora latinoamericana. No parece que podamos seguir tratando de entender las peculiaridades y los retos de esta hora sin volver una y otra vez sobre sus textos.

* Rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento.

A LOS 78 AñOS, FALLECIO EL FILOSOFO ERNESTO LACLAU El intelectual de los debates y los combates

El reconocido autor de Hegemonía y estrategia socialista sufrió un infarto mientras visitaba Sevilla. Fue un pensador clave del posmarxismo que en los últimos años dedicó su obra a resignificar y revalorizar los populismos.

Por Werner Pertot

Murió Ernesto Laclau, una de las principales figuras de la teoría política argentina, un intelectual que resignificó los estudios sobre el populismo contra ciertas concepciones del sentido común. El autor de Hegemonía y estrategia socialista estaba ayer con su mujer Chantal Mouffe en Sevilla, España, donde sufrió un infarto. Tenía 78 años y era profesor en la Universidad de Essex, Inglaterra. En los últimos años habían causado revuelo sus posiciones favorables al kirchnerismo y a Hugo Chávez, así como su intervención en las discusiones políticas a través de ciclos como Debates y combates o del canal Encuentro. Sus restos serán velados en la Argentina, aunque hasta ayer no había confirmación del día ni del lugar.

Laclau estaba en Sevilla invitado por el agregado cultural de la embajada argentina en España, Jorge Alemán. Iba a brindar una conferencia ayer por la tarde. Según relató Alemán, Laclau había iniciado el día temprano a la mañana con un paseo por las calles de Sevilla y un baño en la pileta del hotel, cuando se produjo el infarto que provocó su muerte.

Desde diversos sectores políticos y académicos, destacaron la pérdida que significa para las ciencias sociales (ver aparte).

Laclau daba clases de Teoría Política en la Universidad de Essex, un cargo que ocupaba desde 1973. Además, era director del programa de Ideología y Análisis del Discurso, donde se dictan una maestría y un doctorado. Fue distinguido con el titulo de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Rosario (UNR), la Universidad de San Martín lo tenía como director honorario del Centro de Estudios del Discurso y las Identidades Sociopolíticas. Sus hijos, Santiago y Natalia, residen en Argentina.
Marx y Lacan

Laclau nació en Buenos Aires el 6 de octubre de 1935 y creció en una casa donde había mucho debate político: su padre era un radical yrigoyenista, que participó de las sublevaciones contra Uriburu. Estudió Historia en la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde se recibió en 1964. Bajo los debates de la figura del intelectual comprometido –sobre la que discutían desde Theodor W. Adorno hasta Jean-Paul Sartre–, la formación de Laclau combinó la militancia política y la investigación académica. Tras el golpe de 1955, formó parte del grupo Contorno, junto a Eliseo Verón, León Sigal y Sofía Fisher, entre otros. Militó durante un tiempo en Socialismo de Vanguardia –una escisión del Partido Socialista Argentino–, de donde se alejó por sus críticas al leninismo. Trabajó junto al sociólogo Gino Germani y fundó junto a José Luis Romero la materia Historia Social y General de la carrera de Historia de la UBA.

En los sesenta, Laclau fue director de la revista Lucha Obrera, que se vinculaba al Partido Socialista de Izquierda Nacional. Cuando escribía, usaba el pseudónimo Sebastián Ferrer, porque era becario del Conicet, donde veían mal su compromiso político. La Izquierda Nacional era una corriente de la que participaron otros intelectuales como Blas Alberti, Fernando Carpio y Jorge Abelardo Ramos, quien fue una figura importante en la formación política de Laclau.

Con la dictadura de Onganía, Laclau perdió su cargo como docente en la Universidad de Tucumán y luego ganó una beca en Oxford, donde estudió con el historiador marxista Eric Hobsbawm. “Empecé mi trayectoria política en la Izquierda Nacional. Cuando llegué a Inglaterra, entré en contacto con la New Left Review y con gente ligada a la experiencia de los movimientos anticoloniales –relataba Laclau en un reportaje de 2003–. Me fui de la Argentina en 1969 pensando que era por tres años. Después vinieron las bestias y no puede volver por quince años.” El golpe de Estado de 1976 cortó su regreso.

Desde Inglaterra, en 1979, escribió Política e ideología en la teoría marxista: capitalismo, fascismo, populismo, una compilación de artículos que hizo a pedido del historiador marxista Perry Anderson. En esa época, todavía adscribía a la teoría de Antonio Gramsci y no había formulado los conceptos que luego hizo conocidos. En 1980 hizo su contribución a Tres ensayos sobre América Latina, un libro del Fondo de Cultura Económica.

Fue en los ochenta cuando Laclau se convirtió en uno de los intelectuales preocupados por pensar la reconfiguración de la izquierda en plena crisis del pensamiento marxista. Junto con su compañera Chantal Mouffe, escribió en 1985 Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Este libro es considerado como uno de los que configuran el posmarxismo, desde una línea que critica el determinismo económico y una lectura mecánica de los procesos populares de América latina. Laclau se centró en releer el capitalismo desde una perspectiva que cruzaba la obra de Karl Marx con la de Jacques Lacan (una buena parte de los autores posmarxistas incorporan aportes de otras teorías: en el caso de Laclau, también sumó conceptos del posestructuralismo).

Allí, Laclau planteó una de sus definiciones más conocidas, donde la política es entendida como una lucha por la hegemonía y por conquistar lo que llama “significantes vacíos” o “significantes flotantes”, en un uso de un término lacaniano para entender fenómenos políticos. Durante la siguiente década siguió desarrollando esta teoría: en 1990, publicó Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, en 1996 Emancipación y diferencia y Misticismo, retórica y política, en 2002.
Reinventar el populismo

“En la genealogía que hace Ernesto Laclau, nos habla de un populismo que tiene una profunda raigambre en la modernidad capitalista, y plantea lo heterogéneo, lo opaco de la social, para empezar a discutir las lógicas políticas de la democracia y la memoria histórica popular”, sostuvo el profesor y ensayista Nicolás Casullo en la presentación en 2005 de La razón populista, uno de los libros más importantes de Laclau, que giró en torno del fenómeno de los nuevos gobiernos de sesgo populista. A La razón populista le siguió en 2008 Debates y combates. Para un nuevo horizonte en la política, que también le dio nombre a una revista que editó Laclau con aporte de intelectuales como Toni Negri –de quien se mostró cerca, aunque con diferencias en algunos puntos de su teoría, mientras que polemizó con Slavov Zizek–, la filósofa francesa Judith Revel, entre otros. Laclau buscaba que la revista “fuera para el mundo hispano lo que puede ser New Left Review para el mundo anglosajón”. Con la misma idea, condujo un ciclo de entrevistas en el canal Encuentro.

Pese a la distancia, Laclau siempre se mostró atento a lo que ocurría en la Argentina. En 2003, por ejemplo, señaló que “Kirchner no habría sido posible sin los cacerolazos”. Sobre la discusión posterior alrededor de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, advirtió que “si prevalecen los monopolios, la guerra está perdida”.

En 2012, Laclau conoció a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Nunca formó parte del Gobierno con un cargo –se mencionó la embajada de Londres o de Francia–, pero planteó sin medias tintas sus posiciones sobre el kirchnerismo y la disputa política en la Argentina. En los últimos tiempos, señalando las particularidades del momento histórico, se había mostrado a favor de la posibilidad de una reelección indefinida, aunque aclaró que no se refería a la Presidenta: “Si la gente está contenta con un presidente, debe tener la opción de volver a elegirlo. Si la gente está descontenta, puede votar por otro”, afirmó. Consideraba que es “el mejor momento democrático en 150 años en toda América latina”, pero advertía que “en la Argentina todavía no se logró una confluencia completa entre el momento autónomo de la voluntad de los sectores populares y el momento de la construcción del Estado”.

Siempre parecía estar volviendo sobre los conceptos del libro de 1985, donde se planteaba también un programa político: “La izquierda –escribió– debe comenzar a elaborar una alternativa creíble frente al orden neoliberal, en lugar de tratar simplemente de administrar de un modo más humano”.

domingo, 13 de abril de 2014

Alcón, el hombre que fue ErdosainPor Raúl Argemí. Escritor contratapa@miradasalsur.com

Escribo esto en la redacción, como sorprendido por lo inesperado, y no porque el final de Alfredo Alcón no fuera previsible, sino porque uno preferiría que no hubiera sucedido, y por eso mismo no quería pensarlo. Pero llegó y me toca. Tal vez porque en otra vida fui actor, malo, muy malo, y Alcón era el número uno, aunque los infestados por Stanislavski (bastante) y Grotowski (un poco menos) lo criticáramos de abajo por “falta de método” y porque siempre tenía cara de torturado; hasta cuando sonreía. Aquella, esa cara.
Creo, estoy convencido, que cuando se nos muere un tipo como Alcón, ocurre algo así como la primera lluvia sobre la tumba de un ser querido, un antes y un después, para mucha gente, incluso los más de­samorados: periodistas y escritores. Una frontera, un corte en la línea del tiempo pautado por una cara. Y la mía, la que Alfredo Alcón me deja, es la de Erdosain. La que puso para la película de Leopoldo Torre Nilsson es una anécdota; la otra, la permanente, la que me dice que había nacido personaje de Roberto Arlt, es la que me queda, junto con el misterio. Porque todo actor es un misterio, una oscura caja de Pandora de la que pueden salir ángeles o demonios hechos, como describe Dashiell Hammett al Halcón Maltés, con la materia de los sueños.
Recuerdo. “Hago cine porque soy perezoso, y el director me dice qué tengo que hacer”, se justificaba Marcelo Mastroianni. “Puedo hacer cualquier personaje porque no tengo personalidad”, ha dicho el actor español Javier Bardem. “Me da un poco de miedo entrar al escenario, porque sé que va a pasar algo”, dijo alguna vez Alfredo Alcón.
Constato. Los grandes, en lo que sea, no necesitan hacer ruido ni vociferar “¡soy grande!”. Sencillamente son, y no pretenden explicar lo inexplicable. Porque nadie sabe (ni con “el método”) cómo y por qué alquimia se produce la magia de la actuación; cómo se abre la caja de Pandora. Tampoco los actores, que no son los dueños, pero sí los depositarios de la magia, que asoma a través de sus cuerpos.
Alfredo Alcón, para mí Erdosain, era un grande. Un hombre que, tal vez como Mastroianni o Bardem, se refugiaba en la distancia y la timidez. En una mirada que no exigía tributos, que hasta lo ruborizaban, porque no se creía importante. Por ejemplo:
Miguel Russo, compañero de redacción, me cuenta de su primera entrevista: Alfredo Alcón hacía (hace un par de décadas largas) Final de partida, de Samuel Beckett. Una entrevista accidentada, con Alcón en el mismo sillón de su personaje, Hamm, el viejo ciego que no puede estar de pie, pero con el grabador que no grabó nada. Entonces, después, enterado por el periodista aún verde, el actor dijo “poné lo que te acuerdes de Beckett”. Y, más tarde, cuando leyó la nota, con la misma distancia tanguera del que no está de vuelta porque sabe que siempre está de ida, concluyó: “Muy buena. Me gustaría haberlo dicho de esa manera”.
Tal vez Erdosain no estaba tan loco como los siete locos, sino que sufría un dolor viejo, me digo, y me refuto como excesivamente tanguero. La tortura interior arltiana que asomaba en un par de trazos en la frente de Alfredo Alcón seguirá siendo para mí parte del misterio. Y no me tienta la coartada voyeurista del periodismo para romper los sellos de lo que tiene que permanecer cerrado. El misterio, cuando existe como algo natural, debe ser respetado. Como el amor o el odio. ¿Para qué reducirlos a impulsos básicos, combustiones químicas o procesos psíquicos? Mejor pensar que el aire de primavera tiene ese qué sé yo, viste, y no que es H2O con un montón de esporas, polen y mohos que te llevarán de cabeza a una alergia llena de pañuelos mocosos. Mejor cerrar el laboratorio y escribir un poema, aunque sea a la bomba.
Al fin me voy haciendo cargo de su muerte, y me pregunto lo propio de todos los velorios, desde aquel primero en que alguien juntó a los deudos a tomar café, un licorcito y aguantar la noche: ¿Qué queda?
Rescato a Alcón en Un guapo del 900 y me lo veo como aquel hombre de la esquina rosada que, agonizando de puñalada, pide que le tapen la cara para que no lo deshonren los visajes de la muerte. Eso se llama respeto hacia uno mismo. Pero cuesta más el otro, el respeto de los otros. Y todo el mundo respetaba a Alfredo Alcón, aunque pueda parecer raro en un medio altamente competitivo. Todos los que trabajaron con él, en el cine, en la tele, en el teatro, atesoran como una joyita de su memoria la relación que establecía de respeto mutuo. El hombre (los que estaban cerca lo llamaban Alfredo, yo no me atrevo) nunca le puso el pie encima a nadie, jamás se colocó en estrella, siempre se asumió como un “laburante” de la escena. Un laburante, un compañero de trabajo dispuesto a dar lo mejor para que todos se luzcan. Suena raro, muy raro en este año 2014, nuevo milenio, en el que se hace real lo que dicen que dijo Andy Warhol, que cada uno tendrá sus cinco minutos de fama, aunque sea por tener dos narices por un error de cirugía.
En fin, que me voy haciendo cargo de que el viernes pasado murió Alfredo Alcón, y que fue de madrugada. Silenciosamente. Con la misma lejanía y falta de escándalo con la que vivió más de ochenta años. Sólo que soy escritor y no puedo evitarlo, tengo que armarle una historia, construirlo en el espacio virtual de la palabra.
Construyo. Era actor, y un actor siempre remite a un escenario, a una escenografía, a un espacio de tela y tiza pero más que real a la hora de los sueños compartidos. Y la escenografía de su muerte es grotesca. Como si la hubieran pensado y dibujado los hermanos Discépolo. Un país, éste, la Argentina, donde los grandes actores son desconocidos porque su lugar lo ocupan aparatos (machos o hembras, da igual) inflados a siliconas, que se venden (porque alguien los compra) como cantantes, bailarinas, actores, conductores de televisión, pastilleros, chocolateros, “entrepeneur”, relacionistas o grandes hermanos; con lo que terminamos en un pellizco de la letra de “Camuflaje”, del Enrique de los Discépolo: “Cualquier gato con tarjeta / se la da de gran señor”. ¡Qué mala suerte tener que morirse con este fondo de corso prostibulario que ningún Rufián Melancólico podría enaltecer por falta de misterio!
Al fin, lo que me queda es la bronca por los del circo de los monstruos. Los que llamo siliconados/as porque hasta el cerebro tienen operado. Los que no cantan “¿pero no ves, gilito embanderado / que la razón la tiene el de más guita? / ¿Que la honradez la venden al contado / y a la moral la dan por moneditas?”, como batía Discépolo, porque no se hacen autocríticas.
Triste, berreta este escenario discepoliano. Sobre todo porque no tiene misterio, está todo a la vista. O, dicho de otra manera, todo lo que hay es lo que se ve, porque debajo no hay nada. Las turras no son milonguitas y, a los turros, mejor ¡rajá, turrito, rajá!, para decirlo con voces de Roberto Arlt.
Cómo no se nos iba a morir Alfredo Alcón. Con esa compañía mejor tomarse el piro.
¿Erdosain? Erdosain. Alfredo Alcón fue un grande, y lo seguirá siendo cuando a los/las siliconados/as se les pase la edad o el lomo para ser gatos/os (no se usa el femenino) porque la cosecha nunca se acaba, y ya están haciendo cola los que todavía no piensan en cirugías.
Esta semana iré al teatro. A cualquier teatro. La obra es lo de menos. No me importará quién esté actuando, caminando el escenario, porque será la continuidad de actores, grandes actores, que pasaron por las tablas sin preguntarse demasiado por qué estaban ahí arriba. Seguramente, porque sabían que explicarlo les quitaría las ganas de vivirlo.
Iré al teatro para aspirar con los ojos cerrados ese olor particular que tienen los teatros. Y con los ojos cerrados, cuando los actores reciten sus personajes, pensaré en todos los que los precedieron. Una larga fila de demiurgos de la palabra y el gesto exacto, como Alfredo Alcón, el que se fue, silenciosamente, a las cinco en punto de la madrugada.