Una encuesta de D´Alessio Irol asegura que el 70% de los argentinos sienten “preocupación” frente a los linchamientos. Respiremos. La inseguridad nació con la democracia, nació con el Ingeniero Santos en los “tempranos 80’s”, nació cuando se firmó el pacto del orden democrático. Es el “vida o muerte” que nos queda. La inseguridad es una conversación que está un paso antes de la política. Porque invariablemente parece contener la negación de las mediaciones. Es el momento donde a los ojos de mucha gente la política es parte del problema y no de la solución. Por eso, políticamente, jugar con la inseguridad es jugar con fuego, porque es alimentar llamas que se la llevan puesta. Blumberg lo intentó. No es un discurso que produce políticos, sino que los desgasta. De Narváez quiso ser eso: un político de agenda cerrada, un gendarme del sentido común de la mano dura, y terminó atrapado por el vacío concreto de su sobre-oferta. ¿Alguien realmente sabe qué hay que hacer con la inseguridad? ¿Alguien realmente tiene una fórmula, un promedio, que toque todas las notas del problema? Pero la política no puede otra cosa que mostrarse imbatible, todopoderosa. Es una mano en el hombro que en medio de la oscuridad te dice: “tranquilo, vamos a resolver todo”.
Las herramientas institucionales son siempre insuficientes, la imagen del “fenómeno” de la inseguridad es la de una sociedad que corre más rápido que el Estado. Es la pesadilla de la burocracia: hay hombres armados en la intemperie. La naturaleza misma de las instituciones coloca a la clase política a la izquierda de la sociedad. No es sólo la vocación ideológica de sus actores, lo que tallaría en tal caso sólo para algunos, sino la situación concreta de regirse con reglas y contener una mirada obligatoriamente global. La inseguridad es el gran tema de los medios por naturaleza: necesitan informar, producir información, producir solidaridad con la gente y legitimarse porque es más fácil que un móvil llegue a la escena del crimen que un fiscal o secretario. Pero esta es casi una competencia antigua: la cámara de un celular llega antes. Los políticos y los hombres de Estado se vuelven cada día más líquidos, más cercanos, usan redes sociales, hacen cadenas, aló presidentes, construyen una intimidad tremenda con el pueblo, pero viajan en camello por el desierto de lo real. Porque el Estado es un viejo animal pesado. José Natanson en un artículo de relectura sobre los años 90 colocaba en ANSES la caja dinámica del nuevo Estado informatizado de los años 90 que es –paradójicamente- hoy con la que se distribuyen beneficios de la “década ganada”. La inseguridad urbana, un problema de la modernidad de la sociedad, reclama la modernización del Estado.
Sergio Massa está jugando a ocupar el espacio inmediatamente virtuoso del político de agenda (de inseguridad). Lo hace saboreando el corsé de sus adversarios: los kirchneristas (que son progresistas), Scioli (que es un rehén del progresismo) y Macri (a quien Massa le ocupa todo el espacio). La respuesta humanitaria de la presidenta frente a los linchamientos encastra el debate de la política en torno a la violencia en un “inclusión o control social”. Esa línea subraya aún más la foto que le falta a Massa: la foto con Francisco.
Lo que hoy Massa vive como pura ganancia, a la vez, es un riesgo latente enorme. A la larga, el político que se fija ahí, pierde. La inseguridad no produce políticos, por más que produzca rentabilidades inmediatas. La inseguridad es el agujero negro de la política, es el lugar de su déficit endémico, porque consagra el círculo imperfecto de nuestro orden a defender: con el Estado no alcanza, necesitamos que vos seas sociedad civil. Que vos no estés armado, que no te resistas si te roban. La vida es lo más importante que tenemos. Se puede decir eso, se puede decir que hay una sola forma de salir de esta que se presenta virtualmente como “guerra social”: diciéndole no a la violencia.
El político de la inseguridad, a la larga, siempre aparece después en el rincón de los penitentes electorales, con un cartel colgado en el cuello: la sociedad me queda grande.