Por Rubén León
Guillén
El último 22 de agosto se realizó la cuarta sesión del Seminario anual
del Foro San Martín. La charla en
esa oportunidad estuvo a cargo del compañero Rubén
Guillén, militante peronista de toda la vida, Licenciado en Economía
(UBA), Magister en Sociología (Academia de Ciencias de la República Checa),
Doctor en Economía (UBA) y Doctor en Teoría Económica (Universidad Pierre Mendés
France, Grenoble II, Francia), cuenta además con posgrados en Administración de
la Innovación Tecnológica (Universidad Nacional Autónoma de México) y en
Promoción de Pequeñas y Medianas Empresas (Universidad George Washington,
EE.UU.).
Ha ejercido la investigación y la docencia en la Universidad de Buenos
Aires, y ha participado en actividades académicas en distintas universidades del
exterior. Publicó diversos libros y artículos en el país y en el exterior, y ha
presentado trabajos en distintos eventos científicos internacionales.
Se ha desempeñado en diversos puestos públicos. Entre ellos, fue
Coordinador de varios programas del Banco Interamericano de Desarrollo y del
Banco Munidal, Director del Banco de la Nación Argentina y Presidente de Nación
Leasing S.A. (empresa perteneciente al Grupo del Banco Nación).
Integración suramericana: cara o ceca. [Base de un
proyectosoberano o herramienta de
sujeción a los intereses foráneos]
Para los países periféricos, como los de América del Sur, la integración
política y económica resulta imprescindible para garantizar sus soberanías
reales en ambos órdenes y para sostener cualquier proyecto de transformación que
responda al interés de las grandes mayorías sociales. Pero no cualquier tipo de
integración sirve. Si se omite un puñado de cuestiones fundamentales, puede
redundar en un aumento del poder del capital concentrado y en una pérdida de
soberanía.
La redefinición del capitalismo a partir de la ruptura del modelo que
emergiera en la última posguerra mundial, instaló una nueva configuración
internacional, la
globalización, bajo la hegemonía económica del
capital financiero. Este proceso indujo la constitución de grandes bloques
político-económicos internacionales, que han servido para garantizar el
intercambio económico y la circulación de capitales, con preeminencia de los
financieros, en espacios políticos homogéneos.
Esos espacios garantizan que los flujos de mercancías, de capital, de dinero
y de instrumentos financieros se muevan con libertad, mientras abaratan
sensiblemente los costos de sus movimientos. Así, quienes lucran con ellos ganan
más, mientras la reducción o, en ocasiones, la eliminación lisa y llana de los
gravámenes a esa circulación impiden que parte del excedente generado con esas
transacciones se redistribuya a través del Estado.
Un espacio político homogéneo también permite relocalizar espacialmente las
distintas actividades de las cadenas de valor, de acuerdo con la conveniencia de
sus eslabones dominantes; de manera tal que la acumulación de capital coagula
allí donde les resulta más rentable. Nuevamente, evitando gravámenes que
permitirían redistribuir esa renta.
Una vez que el capital concentrado condiciona al poder político, interrumpe
las cadenas de valor en el espacio integrado y relocaliza geográficamente sus
eslabones, aprovechando las ventajas de otras localizaciones. Siguiendo esa
lógica las grandes plantas industriales migraron buscando mano de obra y energía
baratas, y menor presión impositiva. Lo que es un tiro de gracia para el Estado
de bienestar característico de la social democracia, porque lo desfinancia.
Va de suyo que las unidades económicas de capital reducido -las pymes-, per
se fijas al territorio, son ajenas a este proceso. Y mucho más aún los
productores agropecuarios tradicionales, para los que esto es absoluto. La
estructura capitalista actual responde al capital concentrado.
El laberinto
El proceso de integración de América del Sur tiene lugar en ese marco. Por
eso, además de las consideraciones estrictamente económicas y de las de economía
política, requiere una visión abarcadora, en términos de economía
geopolítica.
Si bien la concentración del capital y la internacionalización de la economía
hacen al capitalismo, desde sus primeros pasos, la actual concentración,
hegemonizada por el capital financiero, no tiene precedentes. Hoy el capitalismo
es un sistema mundial, con un control centralizado que sigue en el norte, desde
donde las corporaciones transnacionales hegemónicas (CTH), lideradas por la
banca, dominan la actividad económica mundial. Pero su dominio es dispar.
Las CTH son las únicas que pueden extraer una renta monopolista -creciente,
dicho sea de paso- y aplicarla allí donde les resulta más conveniente. Pero hay
quienes respetan su lógica de acumulación sin sucumbir a su control directo. El
mayor exponente al respecto es China.
Bajo las CTH el resto de la economía, en cualquier territorio, se reduce a un
apéndice. Directa o indirectamente todos los sectores quedan subordinados a
ellas, que pueden sacrificarlos cuando les convenga. Su subordinación es directa
cuando son complementarios de las CTH, e indirecta cuando ocupan franjas o
sectores que no les interesan a éstas -mientras dure ese desinterés-.
Esta situación es el resultado del triunfo económico y político del poder
corporativo transnacional, hegemonizado y liderado por los EE.UU., cuyo propio
Estado ha sido colonizado por él. Además de sus implicancias económicas, tiene
profundas consecuencias políticas y sociales. Entre ellas, la erosión de las
soberanías nacionales, la extinción de la social democracia y del Estado de
bienestar y la creciente marginación social.
El capitalismo actual pone en cuestión las soberanías nacionales. La mayoría
de los Estados formalmente soberanos no tiene capacidad para gobernar sus
propios asuntos políticos y económicos por fuera de la lógica de las CTH.
Mientras cada día aumentan los contingentes humanos que no cuentan para el
sistema, que suman miles de millones.
El único Estado que pudo llevar a cabo una estrategia de largo plazo
cabalgando sobre esa lógica pero con independencia es China. Por eso, si bien es
la gran potencia industrial emergente, la crisis no ha llamado a su puerta.
Es un caso singular, incomparable e inimitable por una cuestión estrictamente
política: allí el poder real lo concentra el Partido Comunista. Y luego de
décadas de acumulación sostenida de capital y de modernización orientadas por un
plan, no es el gobierno chino el que tiene que negociar con las CTH, sino que
son ellas quienes tienen que negociar con él.
Al mismo tiempo, los EE.UU., con o sin su colateral, la OTAN, cuentan con un
amalgama de potencia de fuego, distribución mundial de bases de todo tipo y
redes de inteligencia y de operación para el sojuzgamiento de masas, de magnitud
tal que, salvo excepciones -principalmente China y Rusia, en ese orden- nadie
puede enfrentarlos con alguna chance de éxito.
Esta estructura capitalista singular ha derrumbado varios de los mitos
fundantes de la cultura occidental del siglo XX. El mito del progreso
social se ha extinguido, y con él, la cultura del trabajo y del esfuerzo y el
american dream en sus diversas acepciones locales. También la
figura del ciudadano del Estado de bienestar.
La lógica de reproducción económica, política y social del capital
transnacional hegemónico licua las soberanías nacionales y prescinde de todas
las formas previas de generación de consenso político y social
urbi
et orbi. Entre ellas la democracia y el sentido mismo de
sociedad liberal.
Por eso, para quienes no constituyen una mega economía, como nuestros países,
la integración en un bloque político-económico es imprescindible para sobrevivir
como Estados independientes. Pero la integración por sí sola no resuelve el
problema. Más aún, puede agravarlo y constituirse ella misma en “el”
problema.
La cuestión no es sólo quiénes y cómo se integran, sino también quiénes
conducen el proceso. La historia de la Unión Europea (UE) es la mejor
ilustración al respecto.
La UE: “eso no se hace”
La parte fundamental de la conformación político-económica de la UE se
desarrolló en la globalización. Incluso la UE misma ha sido producto y
productora, en una parte importante, de la lógica de reproducción de ese poder
corporativo transnacional. Hecho que ha emergido con claridad a partir de la
crisis que se iniciara en 2008.
La UE es el principal aliado político, económico y militar de los EE.UU.,
pero subordinado. Su autonomía es limitada y las tensiones entre ambos aliados
terminan traccionando los acontecimientos a favor de los EE.UU. Con De Gaulle
murió todo intento de una Europa efectivamente europea y las negociaciones con
los EE.UU. -con Gran Bretaña como caballo de Troya- responden a la lógica de las
CTH, mayoritariamente estadounidenses.
A diferencia de los EE.UU. la UE es un conglomerado heterogéneo político,
económico, social y cultural. No hay un pueblo europeo ni la UE ha sido
resultado de una aspiración popular.
Las condiciones monetarias de Maastricht (que la tasa de inflación de cada
miembro no supere en 1,5 puntos porcentuales al promedio de los tres Estados con
menor inflación en la Eurozona; que su tasa de interés de largo plazo no supere
en más de 2 puntos porcentuales al promedio de los mismos; y que el déficit
fiscal de cada uno no supere el 3% de su PBI y su deuda pública el 60% de éste)
resultaron un cepo para cualquier política autónoma de desarrollo de los menos
avanzados.
Peor aún, el sometimiento a esas condiciones junto con la imposibilidad de
devaluar la moneda metieron a las economías menos dinámicas en una trampa debido
a su pérdida de competitividad, obligándolas a decidir entre vivir del
endeudamiento permanente o ajustarse, bajando el gasto público y los
salarios.
El objetivo de Maastricht ha sido garantizar la estabilidad de precios, o su
contracara, el valor de la moneda, para preservar el interés del capital
financiero. No buscó facilitar el desarrollo de los países menos avanzados sino
preservar al capital financiero a pesar de ellos. Los ganadores eran los más
fuertes, en particular, Alemania.
Como en todo proceso de sojuzgamiento, también hubo zanahorias. Los fondos
comunitarios mediante los cuales los países más desarrollados de la Unión
financiaron obras de infraestructura en los menos desarrollados, lo fueron.
Formalmente destinados a “equilibrar” el desbalance entre ambos, sirvieron en
gran parte para facilitar el flujo de mercancías dentro de la lógica de las
CTH.
El problema de la agricultura en la UE ilustra las implicancias del dominio
de las CTH sobre el resto de la economía. Si bien se lograron grandes niveles de
productividad, la parte del león se la llevan las CTH, que ocupan los extremos
de la cadena agrícola. En el inicio, los bancos junto con las productoras de
semillas, agroquímicos y productos veterinarios. En el final, las grandes
comercializadoras. Un extremo fija los costos, el otro los precios, y ambos
succionan la ganancia. Por eso esta agricultura no puede subsistir sin
subsidios.
Alemania, con sus corporaciones, es el centro hegemónico de la UE, desde sus
orígenes. Segunda economía del mundo y primer exportador europeo tiene un solo
interlocutor efectivo: Francia. El resto se subordina al eje Berlín-París,
excepto Gran Bretaña, cabeza de playa de los EE.UU.
Condicionamientos a la soberanía económica suramericana
Las economías suramericanas se insertan en el comercio internacional
fundamentalmente mediante producciones primarias. Alrededor del 70% de las
exportaciones del subcontinente son productos primarios directos o con muy bajo
grado de industrialización, siendo esta proporción un poco menor en los dos
mayores países del MERCOSUR, Argentina y Brasil.
En general se trata de producciones a gran escala signadas por la presencia
de las CTH, que son las grandes beneficiarias de la extracción de los recursos
naturales suramericanos.
Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay y Uruguay juntos dedican 47 millones de
hectáreas, 44% de su tierra cultivada, a la soja transgénica, nave insignia del
agro negocio en manos de las CTH y de sus socios locales. Mientras Argentina y
Brasil juntos producen el 90% de la soja de la región.
El actual modelo agrícola extractivo de grandes superficies se asemeja al de
la megaminería. Los dos extraen recursos de la tierra: la megaminería, metales
valiosos, y la agricultura industrial nutrientes, convertidos en granos.
Megaminería y agricultura industrial también tienen en común el consumo de agua,
mayor en la agricultura, y la generación de efectos ambientales negativos. La
megaminería abandona colas de mineral y residuos tóxicos, la agricultura
industrial deja acumulaciones de plaguicidas diseminadas que persisten por años
y décadas.
Como la agricultura industrial requiere poca mano de obra -y cada vez menos,
por las mejoras tecnológicas- expulsa población rural. Y como no hay una demanda
correlativa de mano de obra urbana, esa población termina en las periferias
urbanas, reducida a la marginalidad.
La agricultura industrial invade todas las tierras con capacidad para
desarrollarla desde el punto de vista de la lógica de los negocios. Lo que en
los países originales del MERCOSUR se ha convertido en un fenómeno extendido.
Las masas de migrantes rurales traspasan así las fronteras para asentarse en las
periferias urbanas allí donde en principio se supone que las oportunidades de
empleo son mayores: las grandes ciudades de Argentina y Brasil.
El aumento de la marginalidad y la violencia urbana no le es ajeno, sino una
de sus consecuencias directas. Por lo tanto, desde el punto de vista económico
(que es el punto de vista social) sus costos deberían imputarse a la agricultura
industrial. A los que habría que sumarle desde la necesidad de implementar
“planes sociales” para contener a esa población, pasando por el aumento de la
demanda de infraestructura y de servicios públicos básicos, hasta los costos
sociales propios de la marginalidad, entre ellos los que ocasionan la violencia
y la droga.
El costo que una sociedad paga por cada tonelada de soja obtenida mediante
esta agricultura no se limita a los que imputa la lógica de los negocios. Por el
contrario, hay que sumarle los costos sociales, la pérdida de suelo y los costos
ambientales. También el crimen que este proceso implica desde el punto de vista
social y cultural, y las consecuencias políticas y geopolíticas del
despoblamiento rural, de la pérdida de soberanía alimentaria y del dominio de
las CTH en la producción y en la comercialización agrícola.
Las CTH también son determinantes en la industria. Como en la UE, son ellas
quienes usufructúan y hegemonizan los intercambios en la parte de América del
Sur que hoy tiene mayor grado de integración, el MERCOSUR. Quizás el ejemplo más
ilustrativo es la complementación de la industria automotriz de Argentina y
Brasil.
Pero Brasil merece un análisis particular, porque es un factor
desequilibrante de base, económico y político. Su economía representa el 59,5%
del producto bruto interno de América del Sur y el 75% del correspondiente al
MERCOSUR. La que le sigue, la argentina, sólo alcanza al 10,8% y al 13,5%,
respectivamente. Es decir, apenas equivale al 18% de la brasileña.
La base del desequilibrio es política. Por más de medio siglo Brasil ha
llevado adelante un proyecto de desarrollo hegemonizado por la burguesía
bandeirante paulista, que ha sido la principal aliada de los EE.UU. en
el subcontinente. El territorio que ocupa esa burguesía también se constituyó en
el principal asiento de las CTH. Así, ese proyecto no ha tendido puentes a sus
socios, lo que se ha visto claramente en su actitud frente al proyecto del Banco
del Sur.
Por último, el subcontinente está desarticulado y en general las grandes
obras de infraestructura necesarias para integrarlo brillan por su ausencia. Aún
en el caso de mayor envergadura y dinamismo, el argentino-brasileño, las grandes
obras están ausentes, y tras décadas de llevar adelante el MERCOSUR restan las
de base, como el enlace ferroviario entre ambos países.
No hay planes ni proyectos que garanticen el desarrollo de una centralidad
suramericana. El dinamismo económico de la integración está en manos de las
CTH.
El “talón de Aquiles”
El problema de la soberanía política y económica en América del Sur es de
difícil solución, porque no hay ninguna posibilidad de contar con una conducción
política única, como la de China. Por el contrario, aquí el tablero está ocupado
por piezas de distintos tamaños, potencialidades y conformación, lo que en un
principio facilita el despliegue de las CTH.
Frente a ese estado de situación habría que nacionalizar el subsuelo y los
recursos hídricos. La minería y demás actividades extractivas deberían estar en
manos de los Estados, o bajo su control directo, en el peor de los casos,
quienes también deberían intervenir en el desarrollo, producción y
comercialización de insumos agrícolas, así como en las exportaciones primarias.
Asimismo deberían utilizar su capacidad para inducir un desarrollo industrial
estratégico, garantizar las inversiones fundamentales, y acometer las grandes
obras de infraestructura, entre otras cosas.
Pero, habida cuenta de que una de las mayores ventajas de las CTH es su
disponibilidad de capital y su capacidad de financiamiento, para lograr un
proceso de integración autónomo y en favor de las grandes mayorías sociales, hay
una cuestión primera y fundamental derivada de dos temáticas indisolublemente
ligadas: la monetaria y la financiera (no debe perderse de vista que la moneda
es el producto más genuino de la soberanía de un Estado). La moneda y las
finanzas son restricciones de primer orden que condicionan la integración
suramericana, y sin una estrategia al respecto no se puede proyectar un bloque
subcontinental soberano.
La primera cuestión es autonomizar el espacio económico común respecto de los
emisores de divisas claves. Los intercambios en el interior de la UNASUR
deberían efectuarse sin utilizar dólares, euros o cualquier otra divisa emitida
por un poder extranjero. En su lugar se debería conformar una moneda de cuenta
respecto de la cual se alinearían las distintas monedas nacionales, administrada
por una Autoridad Monetaria Suramericana (AMS). La alineación debe ser flexible,
para que cada Estado conserve su soberanía al respecto.
Una vez establecida y generalizado su uso, la AMS puede transformarse en
banca central circunscripta a esa moneda y a los intercambios en el interior de
la UNASUR. Luego, puede ser utilizada como activo de reserva, tanto por los
Estados como por los particulares.
Como complemento correspondería conformar un Fondo Suramericano de Préstamos,
cuyos recursos se pueden fundar con una porción de las reservas de oro y divisas
de los países miembros y con los aportes de moneda común que efectúe la AMS.
Por otra parte, un proceso de integración entre economías muy disímiles y en
un territorio aún desarticulado, necesita políticas de desarrollo y
homogeneización, acompañadas de obras de integración en transporte, energía y
comunicaciones. Para eso hay que disponer de financiamiento sin otra condición
que el interés de la UNASUR y de sus miembros. Lo que requiere la conformación
de un Banco Suramericano de Desarrollo, ajeno al BID, al BIRF y a toda otra
institución ajena al subcontinente. Se trata de retomar la idea del Banco del
Sur, potenciándola.
La posibilidad de ejercer una política monetaria autónoma es excluyente para
el ejercicio pleno de la soberanía política y económica. Y la posibilidad de
disponer de una banca de fomento propia lo es para el desarrollo autocentrado.
Desarrollo autocentrado y soberanía política van de la mano y no se pueden
alcanzar sin soberanía monetaria ni capacidad financiera propia. Toda política
de integración soberana que lo ignore no es más que una expresión de deseos.
Economía y política
Un proceso de integración como el que han iniciado los países de América del
Sur es fundamentalmente político. Sin embargo, de acuerdo con lo que se ha dicho
aquí, la cuestión económica es clave y para tratarla hay que reflexionar en
términos estrictamente económicos y no con la lógica de los negocios privados,
que hoy es dominante.
Por otra parte, un proyecto soberano y autocentrado no es ni más ni menos que
eso. Lo cual implica que su desarrollo no debe estar condicionado por ningún
poder extranjero. Lo que también se debe aplicar respecto de China.
Por último, para realizar una gestión comunitaria de la economía se necesita
una gran alianza política y económica orientada por una visión estratégica. Y su
instalación no depende directamente de los Estados, sino de los pueblos. La
cuestión de la democracia real y de la justicia social van de la mano con el
proyecto de integración. Si no, desde el punto de vista del interés popular, lo
que resulte será más de lo mismo en otra presentación y con una dosis
potenciada.
Agenda de Reflexión.
Rubén Guillén