Edición Nro 156 - Junio de 2012
Editorial
Elogio de la gestión
Por José Natanson
Tras las importantes políticas adoptadas por el gobierno en el último tiempo, emergen problemas desatendidos como el transporte o la vivienda, que entrañan soluciones menos épicas pero más sofisticadas.
o hemos escuchado hasta el cansancio: en los 90 la administración reemplazó a la política y sus responsables, los tecnócratas, ascendieron a la cúspide del Estado. Con ello, la gestión quedó instalada como el modo ideal para el manejo de los asuntos públicos y los pocos intentos de cambio social en clave progresista que se ensayaron naufragaron en un mar de individualismo y apatía. Y aunque por supuesto es cierto que la década puede ser juzgada negativamente casi desde cualquier punto de vista, habrá que admitir primero que la política no partió a un exilio del que volvió fresca y renovada tras la crisis del 2001 sino que siempre estuvo allí, bien presente, pues una transformación de la magnitud y profundidad de la emprendida en aquellos años nunca hubiera podido concretarse solo con las herramientas básicas de la tecnocracia. Que el sentido de la transformación nos desagrade es otra cosa.
Aclarar este punto es esencial para una segunda afirmación antipática: el neoliberalismo no fue una imposición del FMI ni un dictamen de Washington sino el programa –primero opaco y luego bien explícito– de un líder, Carlos Menem, que ganó cuatro elecciones legislativas, una constituyente y dos presidenciales. Como en el resto de los países de América Latina salvo Chile, el neoliberalismo se tramitó de manera perfectamente democrática. Fue, en sentido estricto, un movimiento popular.
Aclarar este punto es esencial para una segunda afirmación antipática: el neoliberalismo no fue una imposición del FMI ni un dictamen de Washington sino el programa –primero opaco y luego bien explícito– de un líder, Carlos Menem, que ganó cuatro elecciones legislativas, una constituyente y dos presidenciales. Como en el resto de los países de América Latina salvo Chile, el neoliberalismo se tramitó de manera perfectamente democrática. Fue, en sentido estricto, un movimiento popular.
Desde un comienzo, el kirchnerismo orientó su afán reparador a sanar las heridas heredadas de lo que definió como los dos momentos más graves del ciclo anti-popular de la historia argentina reciente: la dictadura y el menemismo. Al hacerlo, y quizás sin proponérselo, ubicó en un plano de igualdad a dos períodos que, si desde el punto de vista económico exhiben evidentes continuidades, desde el punto de vista institucional no deberían confundirse. Separar peras de manzanas es un ejercicio de revisión histórica que la sociedad argentina aún se debe, aunque hacerlo implique pararse ante el incómodo espejo de nuestras propias deformidades y aunque, como sucede con aquellos que se resisten al psicoanálisis, la negación parezca a veces el camino más fácil. Pero después se paga.
La discusión viene a cuento de la antítesis gestión/política. También lo hemos escuchado mil veces: el kirchnerismo recuperó la política y le devolvió su lugar en la vida pública. Con decisiones como el juicio a la Corte Suprema, la nacionalización de las AFJP, los derechos humanos y otros tantos etcéteras, el gobierno habría ubicado a su impetuosa voluntad transformadora por sobre la simple lógica de la administración. Y si bien es verdad que en sus nueve años en el poder el kirchnerismo se las ha arreglado para cambiar muchas cosas, no menos cierto es que ninguna de estas transformaciones hubiera sido posible sin una vocación por la gestión. Además de un movimiento de cambio, el kirchnerismo fue un constructor de órdenes (en el peronismo, en la economía, en Sudamérica). Esta persistente dualidad, esta vacilación entre la gestión y la gesta, es la que le da al kirchnerismo ese aspecto a veces un poco indescifrable, desconcertante, como si fuera difícil describirlo, captarlo en toda su complejidad, que tanto irrita a los opositores.
Dos problemas
Mi impresión es que el costado gestionario del ciclo kirchnerista está siendo descuidado. Desde su llegada a la Presidencia, Cristina ha sabido garantizar la gobernabilidad política y sostener el crecimiento económico y, al mismo tiempo, consolidar la agenda de cambio con decisiones como la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, la nacionalización de YPF o el impulso a las reformas de los Códigos Civil y Penal. Al hacerlo, ratifica el espíritu de un ciclo que parece obligado a responder a los estímulos externos siempre en clave de transformación progresista, como si estuviera condenado a girar estructuralmente a la izquierda.
Pero a la par de estos avances se percibe una desatención a ciertos temas que no implican grandes batallas políticas ni disputas abiertas con adversarios poderosos, como las corporaciones mediáticas y económicas, sino nudos de problemas que entrañan soluciones menos épicas pero más sofisticadas, soluciones integradas que son a la vez nacionales y locales, de política y de gestión y que, como sugiere James Bond cuando describe el modo ideal de tratar a sus increíblemente bellas mujeres, exigen una combinación inteligente de firmeza y dulzura.
Los dos problemas más notables son los dramas cotidianos del transporte y la vivienda, que permanecen lejos de los focos del periodismo y de las preocupaciones del gobierno hasta que estallan dramáticamente, como si fuera necesario que sucedieran tragedias como la del Parque Indoamericano o la estación de Once para llamar la atención de la sociedad. Se trata, en ambos casos, de problemas propios de las megalópolis de los países de la periferia capitalista que, como el nuestro, experimentaron acelerados y desordenados procesos de urbanización; problemas que refuerzan la larga cadena de desigualdades que condena a los sectores más vulnerables y en los cuales no sólo se ha avanzado poco en los últimos años, sino que incluso se ha retrocedido: como una de las tantas “paradojas del crecimiento”, la expansión económica elevó los precios de los terrenos y la reducción del desempleo agregó presión al sistema de transporte.
Dos problemas
Mi impresión es que el costado gestionario del ciclo kirchnerista está siendo descuidado. Desde su llegada a la Presidencia, Cristina ha sabido garantizar la gobernabilidad política y sostener el crecimiento económico y, al mismo tiempo, consolidar la agenda de cambio con decisiones como la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, la nacionalización de YPF o el impulso a las reformas de los Códigos Civil y Penal. Al hacerlo, ratifica el espíritu de un ciclo que parece obligado a responder a los estímulos externos siempre en clave de transformación progresista, como si estuviera condenado a girar estructuralmente a la izquierda.
Pero a la par de estos avances se percibe una desatención a ciertos temas que no implican grandes batallas políticas ni disputas abiertas con adversarios poderosos, como las corporaciones mediáticas y económicas, sino nudos de problemas que entrañan soluciones menos épicas pero más sofisticadas, soluciones integradas que son a la vez nacionales y locales, de política y de gestión y que, como sugiere James Bond cuando describe el modo ideal de tratar a sus increíblemente bellas mujeres, exigen una combinación inteligente de firmeza y dulzura.
Los dos problemas más notables son los dramas cotidianos del transporte y la vivienda, que permanecen lejos de los focos del periodismo y de las preocupaciones del gobierno hasta que estallan dramáticamente, como si fuera necesario que sucedieran tragedias como la del Parque Indoamericano o la estación de Once para llamar la atención de la sociedad. Se trata, en ambos casos, de problemas propios de las megalópolis de los países de la periferia capitalista que, como el nuestro, experimentaron acelerados y desordenados procesos de urbanización; problemas que refuerzan la larga cadena de desigualdades que condena a los sectores más vulnerables y en los cuales no sólo se ha avanzado poco en los últimos años, sino que incluso se ha retrocedido: como una de las tantas “paradojas del crecimiento”, la expansión económica elevó los precios de los terrenos y la reducción del desempleo agregó presión al sistema de transporte.
Insistamos: se trata de cuestiones complicadísimas. Todos los días, por ejemplo, ingresan a la Capital Federal unos 2 millones de personas provenientes del conurbano, que utilizan un “sistema” que funciona integradamente –es decir, como un verdadero sistema– solo en algunos corredores (en particular el Norte) y cuya falta de regulación genera complicaciones adicionales: según algunas estimaciones, la cantidad de combis se duplicó en los últimos dos años (de 3 mil a 6 mil); la mayoría de ellas realiza trayectos paralelos a los de los trenes, aunque con una tarifa más cara (entre 5 y 10 pesos el viaje) y sin habilitación (solo un tercio realiza los controles en la Comisión Nacional de Regulación de Transporte) (1). No hace falta ser muy imaginativo para intuir los riesgos que esto entraña.
Y así como el problema es complejo, las posibles soluciones también lo son, y en este sentido parece necesario advertir sobre los riesgos de ciertos eslóganes en apariencia simpáticos pero que pueden llevar a políticas equivocadas. Un ejemplo: la posibilidad de que la disputa entre el gobierno nacional y el porteño derive en la consolidación de un sub-sistema de transporte exclusivamente capitalino, eficiente pero caro, que deje afuera, por una cuestión de tarifas o conectividad, a los castigados habitantes del conurbano, tal como comenzó a suceder desde el aumento de la tarifa del subte. En otras palabras, una separación funcional que genere réditos desde el punto de vista del reclamo de autonomía porteña pero que afecte la construcción de soluciones más amplias, que necesariamente deben ser metropolitanas.
En cuanto a la vivienda, se calcula que solo en el Gran Buenos Aires hay 864 villas o asentamientos, en los que viven un millón de personas (2). El problema mezcla cuestiones como el aumento en el valor del suelo (el precio en la región metropolitana se multiplicó por 2,7 desde 2004), el manejo especulativo que ha derivado en dos millones y medio de viviendas deshabitadas en todo el país (3) y los límites impuestos por el mercado (los countries y barrios cerrados que integran el “cuarto cordón” del conurbano y anulan las posibilidades de expansión geográfica de los ejidos urbanos).
En cuanto a la vivienda, se calcula que solo en el Gran Buenos Aires hay 864 villas o asentamientos, en los que viven un millón de personas (2). El problema mezcla cuestiones como el aumento en el valor del suelo (el precio en la región metropolitana se multiplicó por 2,7 desde 2004), el manejo especulativo que ha derivado en dos millones y medio de viviendas deshabitadas en todo el país (3) y los límites impuestos por el mercado (los countries y barrios cerrados que integran el “cuarto cordón” del conurbano y anulan las posibilidades de expansión geográfica de los ejidos urbanos).
Como en el transporte, aquí también hay que desconfiar de las soluciones fáciles. O antiguas, como la construcción de viviendas sociales alejadas de los flujos económicos urbanos o inadecuadas para los nuevos formatos flexibles de familia. Y también, claro, considerar los intereses afectados: el año pasado, el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires elaboró un proyecto para que los countries y barrios cerrados de más de 5 mil metros cuadrados cedieran un 10 por ciento de sus terrenos, o el equivalente en pesos, a los municipios, que los destinarían a vivienda social, en base al razonable argumento de que lo que valoriza estos emprendimientos es la infraestructura y los servicios aportados por el sector público, y que por lo tanto es natural que el Estado recupere parte de ese plusvalor. Por diferentes presiones, el proyecto fue descartado.
Gestión
Retomo entonces el hilo del argumento. Cristina gestiona sin la obsesividad que exhibía Kirchner y, al mismo tiempo, con una inclinación más marcada por las ideas. Con esto no quiero decir que Kirchner fuera puro pragmatismo, pues desde el comienzo de su mandato supo inscribir sus medidas en lo que oscuramente intuyó como un horizonte político y que ahora se ha puesto de moda definir como “relato”.
Pero había en él un manejo del poder en su sentido más puro, es decir del poder como acumulación de peso institucional, armado de alianzas y construcción territorial, lo que lo llevaba a un contacto más cercano y empático con las necesidades de las personas. Cristina, dotada de una sensibilidad intelectual más desarrollada, un interés marcado por la historia y una conciencia clara del valor de lo simbólico, parece más dispuesta a apostar a las ideas en abstracto: la última de ellas es la del trasvasamiento generacional. Y si por un lado esta concepción del poder permite abrir nuevos temas, iluminar problemas y generar transformaciones profundas, por otro puede llevar a descuidar cuestiones terrenales pero que afectan de manera directa y cotidiana la vida de millones de personas. Para evitarlo es necesario recuperar la idea de la importancia de la eficiencia en la gestión, que no debería ser cedida en exclusiva al sector privado.
1. Clarín, 25-9-11.
2. Datos de la ONG “Un techo para mi país”.
3. Suplemento “Cash”, Página/12, Buenos Aires, 16-10-11.
Gestión
Retomo entonces el hilo del argumento. Cristina gestiona sin la obsesividad que exhibía Kirchner y, al mismo tiempo, con una inclinación más marcada por las ideas. Con esto no quiero decir que Kirchner fuera puro pragmatismo, pues desde el comienzo de su mandato supo inscribir sus medidas en lo que oscuramente intuyó como un horizonte político y que ahora se ha puesto de moda definir como “relato”.
Pero había en él un manejo del poder en su sentido más puro, es decir del poder como acumulación de peso institucional, armado de alianzas y construcción territorial, lo que lo llevaba a un contacto más cercano y empático con las necesidades de las personas. Cristina, dotada de una sensibilidad intelectual más desarrollada, un interés marcado por la historia y una conciencia clara del valor de lo simbólico, parece más dispuesta a apostar a las ideas en abstracto: la última de ellas es la del trasvasamiento generacional. Y si por un lado esta concepción del poder permite abrir nuevos temas, iluminar problemas y generar transformaciones profundas, por otro puede llevar a descuidar cuestiones terrenales pero que afectan de manera directa y cotidiana la vida de millones de personas. Para evitarlo es necesario recuperar la idea de la importancia de la eficiencia en la gestión, que no debería ser cedida en exclusiva al sector privado.
1. Clarín, 25-9-11.
2. Datos de la ONG “Un techo para mi país”.
3. Suplemento “Cash”, Página/12, Buenos Aires, 16-10-11.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur