Martes 10 de agosto de 2010
Sonó el teléfono a las siete de la tarde; se presentó con
nombre y apellido; dijo que yo no lo conocía, pero que había tenido el impulso
de llamarme: "Soy lector de LA NACION y de Perfil . Hasta ahora, fui
opositor al Gobierno y creía que iba a seguir siéndolo. Pero te llamo justamente
por eso." Hablaba bien, una sintaxis cuidada, de frases completas. "La noche que
se aprobó en el Senado la ley de matrimonio gay estuve allí hasta el final. Al
día siguiente, en mi trabajo, dije que yo también era homosexual. Mientras se
trató la ley, no sabía que la aprobación iba a hacerme tan feliz, que era algo
así como el fin de muchos años en los cuales yo nunca había sido del todo yo, ni
siquiera con mi familia." Repitió: "No pensé que una ley me cambiaría de ese
modo, de la noche a la mañana. Después vi a los dirigentes de la Federación [de
Lesbianas, Gay, Bisexuales y Trans] en la Casa de Gobierno y no volví a sentirme
opositor como antes. Me pareció que tenía que decírtelo, porque yo me
identificaba con lo que leía y no tenía dudas. No soy un militante. ¿Vos qué
pensás?".
Pregunta difícil de responder. Me acordé de algo que había visto dos días
antes: la foto de una mujer pobre en Pernambuco, que decía sobre las próximas
elecciones brasileñas: "No conozco a Dilma, pero está por Lula y va a tener mi
voto". Me acordé de viejos y torpes argumentos que descalificaban las políticas
sociales del primer gobierno de Perón con la acusación de que así se conseguían
los votos. Entonces, le dije al que me llamaba por teléfono que lo entendía
completamente, porque él le adjudicaba al Gobierno una ley que le había cambiado
de tal modo la vida. "¿Me entendés?"
Lo entiendo, en efecto. Como entendería a los viejos que se jubilaron sin
aportes porque su vida laboral había transcurrido en negro, o a las familias que
reciben el ingreso universal por hijo, cuya idea original no pertenece al
kirchnerismo. Recordamos juntos que la ley de matrimonio gay no fue un proyecto
de los Kirchner, sino de la diputada Vilma Ibarra, al que los Kirchner no habían
prestado atención hasta que alguien, allá arriba donde se decide qué se trata y
qué no se trata en el Congreso, consideró que había llegado el momento de juntar
votos para el año que viene. No está prohibido hacerlo. Podrá decirse que es una
prueba de oportunismo, pero será difícil demostrar a quienes la ley les cambió
la vida que hay que rechazar los oportunismos de manera invariable.
Por otra parte, cuando llega una ley o un subsidio, sólo aquellos que tienen
una relación distante con el bien que otros van a recibir se colocan en una
perspectiva desinteresada para examinar si habría sido posible hacerlo antes o
hacerlo mejor. Quienes acceden al derecho o al subsidio sienten que, por fin, ha
llegado. Tampoco piensan si el derecho adquirido forma parte de un programa
político explicitado antes, como fue el caso del Partido Socialista Obrero
Español, que prometió la ley de matrimonio gay durante la campaña electoral y
cumplió no bien fue gobierno. Se celebran las extensiones de derechos o los
bienes cuando llegan, sin examinar la coherencia con programas anteriores o
futuros.
Durante los cuatro días de festejo del Bicentenario, estuve todo el tiempo en
la calle. Yo también quedé impresionada, no porque se tratara de una celebración
atribuida al Gobierno, ya que eso no sucedía siquiera en todos los palcos donde
aparecía la Presidenta, sino por la relativa abundancia económica de una
multitud alegre y distendida que ocupó los restaurantes, pizzerías y cafés del
centro hasta la madrugada. Eran los sectores medios altos y bajos los que
estaban allí. El treinta por ciento de pobres ni siquiera se presentó el día en
que el transporte fue gratis. Pero esas capas medias son, en la Argentina, muy
visibles. Llenan el centro de la ciudad, desbordan, se las escucha.
Los Kirchner han entendido la lección de 2008 y del conglomerado que rodeó el
Monumento de los Españoles y el de la Bandera en Rosario. Al parecer no quieren
cometer un mismo error dos veces. A través de créditos y subsidios al consumo,
están dispuestos a ganar un voto que a veces le ha sido esquivo al peronismo,
pero que puede elegirlo porque ya lo votó a Menem cuando la convertibilidad fue
el invento venenoso que llevó a la crisis. Se habló, entonces, del "voto
licuadora" o del "voto cuota". No me parece una fórmula feliz porque implica una
descalificación de las razones por las que los ciudadanos apoyan o se oponen a
un gobierno. No me parece feliz que el voto contrario a los Kirchner en las
zonas rurales reciba el estigma de su traducción económica con el nombre de
"voto soja" o "voto retenciones".
Sólo en algunos momentos (o en algunos pequeños partidos), los ciudadanos
hacen opciones francamente ideológicas, por principios independientes de sus
intereses más inmediatos. Si los Kirchner son los únicos que plantean
diferencias claras, económicas y culturales, serán ellos quienes definan el
tenor y el estilo de la batalla electoral. Porque tienen la iniciativa, al estar
en el gobierno; porque se apuran a dar lo que no dieron en siete años (como los
derechos y bienes mencionados antes); porque manejan el presupuesto a su
arbitrio, y acogotan a quien se les enfrente. Es difícil que una mayoría de
ciudadanos decida su voto por "un nuevo Consejo de la Magistratura" o un "nuevo
Indec", y, ni siquiera con toda la repugnancia que causa la corrupción, que
defina su voto sólo en términos de "manos limpias", sobre todo, porque nadie
está en condiciones de prometer y cumplir con un "manos limpias" como el que
arrasó en los años 90 con centenares de políticos italianos, liquidó partidos
históricos e hizo surgir otros. Algún cínico dirá: y todo para terminar en
Berlusconi, potencial objeto de un nuevo "manos limpias".
Con astucia y sin programa coherente, los Kirchner han girado ahora hacia las
capas medias. No se puede subestimar el peso de las victorias culturales en esos
sectores. Estamos acostumbrados a la preeminencia del Poder Ejecutivo, y eso
quiere decir que los votos de la oposición que hicieron posible la aprobación de
la ley de matrimonio gay no van a volcar sobre los opositores un reconocimiento
inevitable. La voluntad política fue monopolizada por el Gobierno que, por otra
parte, apestilló a varios senadores para que se enfermaran, se ausentaran o
votaran en contra de sus convicciones. Eso también es una forma de la voluntad
política, cuando el Ejecutivo se pone por encima de la ley para lograr una ley.
Todo esto es demasiado difícil de explicar. En cambio, lo que no necesita
explicación es que el consumo ha subido. Es cierto que la inflación devora los
ingresos de los que están abajo, pero ellos se oyen hoy mucho menos que los que
usan sus tarjetas con descuentos. También el gobierno de Menem enfrentó
acusaciones de corrupción y eso no evitó sus victorias electorales mientras duró
la bonanza. Los compradores y los turistas en Miami no pensaban en las
industrias nacionales ni en los obreros despedidos por dueños que se
reconvertían como importadores. Unicamente la política puede crear ese
inmaterial lazo de solidaridad.
Las capas medias son influyentes en términos de atmósfera. Sus activistas son
móviles y modernos, escriben en la Web, se movilizan por una reivindicación sin
necesitar al Estado como sostén de una campaña, pueden pagar sus folletos, son
diestros con la prensa. Si a un sector no le importa lo que le parecía
fundamental hace dos años, más que lamentarse por el cambio, habría que
preguntarse por las razones. La respuesta no es que hace falta una oposición
unida para ganar. A los Kirchner no hay que ganarles de cualquier modo, en un
rejunte sin principios, sino mejor y para adelante, con ideas que lleguen a la
roca dura de la pobreza y también arraiguen en el mundo más volátil de los
grupos sociales y culturales. La falta de principios y el rejunte de lo nuevo y
lo viejo, de lo progresista y lo inadmisible ya fue una característica del
kirchnerismo con la que sería bueno terminar.
© LA NACION
.
GB